El sol que se filtraba a través de la ventana de la habitación del desayuno auguraba un buen día y un buen año nuevo. La nieve prácticamente había desaparecido, dejando la hierba un tanto pálida. Pasaría al menos un mes antes de que asomaran los primeros brotes de primavera. Las ramas desnudas de los árboles se recortaban contra un cielo azul.
Moira miró a través de la ventana, acodada sobre el pequeño escritorio en el que había estado escribiendo, con la barbilla apoyada en la mano. Ante ella estaba la carta que había terminado, mientras la tinta se secaba. Era la carta más difícil que había escrito en su vida. Quizás era adecuado que la escribiera el primer día del nuevo año.
¿Qué sería de ella?, se preguntó. ¿Qué sería de su madre? Sir Basil Hayes apenas había podido dejarles nada en su testamento. Estaban casi enteramente a merced de sir Edwin Baillie. Pero ¿cómo podían esperar ninguna generosidad de él después de que ella le hubiera humillado rompiendo su compromiso con él? Esas cosas no se hacían. De haberse movido Moira en unos círculos sociales más importantes, habría bastado para que la condenaran al ostracismo para el resto de su vida. Incluso aquí en Tawmouth le costaría mantener la cabeza alta y que sus amigos la recibieran en sus casas.
Dobló la carta con cuidado. No caería en la autocompasión. Era la única culpable del aprieto en que se encontraba ahora. Se levantó. Había llegado el momento de enviar la misiva. Iría caminando a Tawmouth. El ejercicio le sentaría bien. Esa mañana seguía sintiendo náuseas. La sensación desaparecería en cuanto hiciera lo que tenía que hacer. Era la indecisión, el sentimiento de culpa lo que había hecho que se sintiera indispuesta toda la semana. En cuanto regresara a casa, hablaría con su madre.
Pero su madre entró apresuradamente en la habitación antes de que ella alcanzara la puerta. Lady Hayes portaba una carta abierta en la mano.
—Ay, querida Moira —dijo—, es una carta de Christobel Baillie y al parecer hemos juzgado mal a sir Edwin. Creíamos que se preocupaba en exceso por la salud de su madre. Pero la pobre está en su lecho de muerte, según palabras de la propia Christobel. Tú misma puedes leerla. El médico les ha advertido que su muerte es inminente. El pobre sir Edwin está trastornado de ansiedad y dolor y es incapaz de escribirnos él mismo.
Moira tomó la carta de manos de su madre y la leyó. Al parecer era cierto. La señora Baillie agonizaba. Quizá ya hubiera muerto.
—«Sólo el convencimiento de mi hermano, señora, de que vos y su estimada prometida se sienten tan angustiadas como nosotros —había escrito Christobel— es lo que le consolará durante los próximos días. Edwin nos ha dicho que tendremos una querida madre que ocupará el lugar de nuestra adorada madre, y una nueva hermana. Por supuesto, siempre hay luz más allá de la oscuridad.»
Moira se mordió el labio con fuerza y le sorprendió comprobar que el folio que sostenía ante ella le había nublado la visión. Estabais dispuesta a casaros con Baillie, que para decirlo suavemente es un majadero. Con esa crueldad había despachado Kenneth anoche a un hombre. Y ella le había traicionado gravemente. Y sin embargo era un hombre que amaba a su madre y a sus hermanas y que, a su manera, quizás incluso las amaba a ella y a su madre. ¿Era eso tan estúpido?
—Sí, querida. —Sus lágrimas habían provocado también las de su madre—. Nos secaremos los ojos, tomaremos una taza de té y luego ambas les escribiremos una carta. Yo escribiré a Christobel y a sus hermanas. No creo que sea indecoroso que tú escribas a sir Edwin. Es natural que le escribas dadas las circunstancias, especialmente dado que es tu prometido. —Fue entonces cuando lady Hayes se fijó en el papel doblado que su hija sostenía en la mano—. Pero ¿ya le has escrito?
Moira estrujó el folio.
—Sí, pero esta carta ya no es adecuada —dijo—. Le escribiré otra. Pobre sir Edwin. Solía burlarme de su ansiedad, pero resulta que era fundada. Me arrepiento de haberlo hecho.
—Yo también me arrepiento, Moira —dijo su madre tirando de la campanilla para pedir que les trajeran el té—. Debemos aprender a valorar a ese joven. Es un poco pomposo y su conversación es aburrida, pero he llegado a pensar que será un marido y un yerno excelente y leal. —Lady Hayes sonrió y se enjugó los ojos con el pañuelo—. Pobre prima Gertrude.
Debió escribirle hacía seis días, pensó Moira. En lugar de buscar excusas, debió escribir a sir Edwin en cuanto el conde de Haverford se marchó la mañana después del baile y ella se levantó y tomó una bebida caliente. Ahora era más difícil enviarle esa carta. De hecho, era casi imposible, y sería aún más difícil cuando recibieran la noticia de que la señora Baillie había fallecido. Tendría que esperar un tiempo prudencial para escribirle. ¿Cuánto? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Más de un mes? De pronto Moira comprendió que, como es natural, sir Edwin decidiría postergar la boda, quizá durante el año que durara de luto. Le pareció un alivio temporal…, o un motivo para seguir aplazando el tema.
Moira se sentó apresuradamente en la silla más cercana, inclinó la cabeza hacia delante, con los ojos cerrados, y tragó saliva varias veces seguidas. Sólo mediante un esfuerzo de voluntad logró reprimir las ganas de vomitar. ¿Y si…? Pero se apresuró a sofocar el pánico que amenazaba con hacer presa en ella. Era sólo la culpa lo que hacía que sintiera náuseas. Se arrepentía amargamente de no haber escrito la carta hacía cinco días.
A fines de enero, Kenneth se quedó de nuevo solo en Dunbarton. Su madre había sido la última en marcharse. Había ido a pasar un par de meses con su hermana antes de regresar a Norfolk.
Era agradable estar solo. Podía concentrarse en el trabajo. Durante las Navidades se había dado cuenta de que sabía muy poco de agricultura y de administrar una extensa propiedad. Pero estaba decidido a adquirir los conocimientos precisos, de modo que durante unas semanas se dedicó a estudiar con ahínco, tanto en casa, donde leía libros sobre ambos temas, como fuera, mientras recorría los campos y prados y conversaba durante horas con los labriegos y consultaba con su administrador. La primavera estaba en puertas y quería estar preparado para tomar él mismo las decisiones oportunas sobre sus explotaciones agrícolas.
De vez en cuando sentía la tentación de marcharse. Aunque sus vecinos le habían acogido bien y nunca le faltaban invitaciones para almorzar, jugar una partida de cartas o ir de caza, se había dado cuenta de que no podría hacer amigos íntimos aquí. Le tenían en una estima demasiado alta, era demasiado respetado. De no haber hecho amigos íntimos durante sus años en el regimiento de caballería, quizás habría sentido la necesidad de establecer unos lazos profundos de amistad entre sus vecinos, pero ya contaba con unos excelentes amigos.
Nat y Eden habían decidido ir a Stratton Park en Kent para pasar una temporada con Rex. Ambos habían tenido problemas en la ciudad —lo cual era más que previsible— durante las fiestas navideñas. Eden había tenido la desgracia de que le pillaran en la cama con una mujer casada, por el marido de ésta, cuya existencia él desconocía. Nat había sentido el nudo de la soga alrededor el cuello a raíz de besar a una señorita debajo del muérdago, haciendo que la familia de la joven albergara esperanzas de un compromiso formal. Kenneth se identificaba con su amigo en esa situación. De modo que ambos habían decidido que lo más prudente era quitarse de en medio durante una temporada y alojarse en casa de Rex, y querían que él se reuniera con ellos en Stratton.
La tentación era muy fuerte. Sería agradable volver a verlos a los tres. Pero sabía lo que ocurriría al cabo de los primeros días. Se sentiría de nuevo inquieto. Además…
Además, pensó apretando los dientes unos días después de que su madre se marchara, hacía más de un mes que había concluido una disputa, y las dos familias implicadas en ella habían vuelto a tratarse. Sin embargo, no se había acercado por Penwith Manor desde la mañana después del baile en Dunbarton. Y no había visto a lady Hayes ni a Moira desde la fiesta de Año Nuevo. Les debía una visita, por más que le resultara tan poco apetecible e ingrata como sin duda les resultaría a ellas. Por otro lado, durante una visita que el reverendo Finley-Evans le había hecho la víspera, había averiguado algo que hacía imprescindible que fuera a presentar sus respetos a lady Hayes y a su hija.
Al día siguiente por la tarde se dirigió a caballo a Penwith acompañado por Nelson, que no cesaba de brincar junto a su montura. Era un día particularmente soleado, casi primaveral. Quizá, pensó, el tiempo había inducido a las damas a salir de casa. Casi confiaba en que así fuera, hasta que comprendió que en tal caso tendría que volver a intentarlo al día siguiente.
Lady Hayes se hallaba en casa; la señorita Hayes había ido a Tawmouth caminando, según le informó el criado que le abrió la puerta. Kenneth sintió cierto alivio, pero no duró mucho. Pasó unos incómodos quince minutos conversando con lady Hayes, expresándole sus condolencias por el reciente fallecimiento de la madre de sir Edwin Baillie. Ella apenas despegó los labios y se sentía tan incómoda como él, pero hizo un comentario bastante significativo. Sir Edwin había juzgado oportuno aplazar su boda hasta al menos el otoño, quizá durante todo el año que durara su luto.
De modo que Moira Hayes no había roto aún su compromiso.
Kenneth se marchó después de declinar la invitación de tomar el té y regresó cabalgando lentamente por el valle. No sabía si atravesar el puente sobre la cascada cuando llegara a él y tomar la carretera hacia la colina situada al otro lado, o descender por el valle hasta Tawmouth. En tal caso, quizá no se encontrara con Moira. ¿Y de qué le serviría encontrarse con ella? Había pedido a lady Hayes que le transmitiera sus condolencias. ¿Y si ella decidía casarse con Baillie pese a todo, quién era él para inmiscuirse? Dudaba de que Baillie tuviera mucha experiencia en materia sexual. Quizá ni siquiera se percataría de que su esposa no era virgen. Puede que ella consiguiera engañarlo.
Ni siquiera trataría de verla, pensó cuando llegó al puente. Hizo que su caballo se subiera a él y llamó con un silbido a Nelson, el cual se había adelantado. No obstante, cuando alcanzó el centro del puente se detuvo y desmontó. Hacía un día espléndido. Uno casi podía imaginar que lucía un sol cálido. El sol relucía sobre el agua que caía sobre la pequeña cascada y proseguía hacia el mar. Éste era sin duda uno de los lugares más hermosos de Inglaterra. En ambas riberas crecían frondosos helechos cuyas ramas colgaban sobre las aguas. El baptisterio se hallaba en la cima de la colina, sobre los árboles, desde la cual se divisaba un magnífico paisaje. Kenneth se volvió y alzó la vista para contemplarlo después de apoyar los brazos sobre el pretil de piedra cubierto de musgo del puente.
No recodaba las veces que se había encontrado con ella, después del primero e imprevisto encuentro en la cala cuando él era niño. ¿Diez veces? ¿Una docena? No mucho más. No era fácil para las jóvenes de buena familia salir solas, escapar de la estrecha vigilancia de sus madres, doncellas e institutrices. Y él tenía una conciencia muy acusada, más que ella. Moira solía reírse de él cuando se ponía nervioso pensando en lo que le ocurriría a ella si la descubrían. Se quitaba las horquillas del pelo y dejaba que su melena le cayera sobre los hombros. Si se hallaban en la playa, se quitaba los zapatos y las medias y los dejaba a un lado antes de echar a correr descalza sobre la arena. En su ingenuidad no se daba cuenta de que su conducta estimulaba la pasión en él. Pero en lo fundamental él se había comportado como un joven y educado caballero. Algunos besos robados…
Nelson se puso a ladrar alegremente y echó a correr por la otra ribera para ir a saludar a alguien. Ella lucía la capa y el sombrero de color gris que Kenneth ya conocía. Estaba sola. Él respiró hondo para gritar a Nelson que regresara, pero el perro la había reconocido y estaba claro que había rechazado toda idea de que fuera una posible enemiga. Meneaba la cola con alegría. Moira se quedó inmóvil durante unos momentos, pero enseguida bajó la mano para dar unas palmadas al animal en la cabeza cuando éste se detuvo frente a ella y la saludó restregando el morro contra su falda. Entonces alzó la vista y miró hacia el puente.
Él no fue a su encuentro cuando ella se le acercó. Se quedó donde estaba, observándola. Ella caminaba con su acostumbrada elegancia. Cuando alcanzó el extremo del puente y se detuvo, observó también que estaba muy pálida. De hecho, parecía indispuesta.
—Hola, Moira —dijo él.
—Milord.
Ella le miró con expresión seria, sin pestañear.
—He ido a visitar a lady Hayes —dijo él.
Ella arqueó las cejas pero no respondió.
—Para presentarles mis condolencias —añadió él—. Tengo entendido que sir Edwin Baillie perdió a su madre hace menos de una semana.
—Llevaba enferma desde antes de Navidad —respondió ella—, y poco después su estado se agravó. Pero pese a que sir Edwin preveía este desenlace, ha sido un golpe muy duro para él. Está muy unido a su familia.
—¿Y vos? —preguntó él—. ¿Seguís pensando en casaros con él?
—Esto sólo me incumbe a mí, milord —contestó ella—, y a él.
Kenneth seguía apoyado sobre el pretil del puente, mirándola de refilón. Hasta los labios los tenía pálidos.
—¿Habéis estado indispuesta? —le preguntó.
—Más que indispuesta, obligada a permanecer en casa durante buena parte del mes debido al mal tiempo —respondió ella—. Por fortuna, pronto llegará la primavera.
Los ojos de él se pasearon sobre su figura, examinándola. Parecía más delgada de lo habitual. No obstante, le preguntó:
—¿Estáis encinta, Moira?
Ella alzó un poco el mentón.
—Por supuesto que no —contestó—. Qué idea tan ridícula.
—¿Ridícula? —dijo él—. ¿Nunca os han explicado lo de los pájaros y las abejas?
—Si seguís pensando que tendréis que hacer el supremo sacrificio —dijo ella—, permitid que os asegure que no estoy encinta. No tenéis ninguna obligación hacia mí. Sois libre para cortejar a la señorita Wishart y declararos a ella. Supongo que lo habréis aplazado. Pues no es necesario que lo hagáis. La primavera es una época magnífica para una boda.
—Lo tendré en cuenta —dijo él—. Es muy reconfortante saber que cuento con vuestra bendición.
Ambos se miraron mientras Nelson atravesaba el puente y se acercaba al caballo, que pacía junto a la ribera.
—Buenos días, milord —se despidió ella por fin.
—Buenos días —respondió él—. Señorita Hayes.
Él contempló de nuevo el agua mientras ella seguía adelante. Esperó hasta experimentar una sensación de alivio, que cuando se produjera la abrumaría. Durante todo el mes le había acechado la inquietud, el temor. No sentía nada. Siempre —o casi siempre— había tratado de hacer lo correcto. Había entablado amistad con Sean contrariando las órdenes de su padre, pero había cortado su amistad con él cuando éste se había hecho mayor y más alocado. Había continuado sus citas clandestinas con Moira pese a que era una joven de buena familia y para colmo una Hayes. Pero nunca había tratado de inducirla a mantener una relación íntima con él más allá de algún que otro beso casto, y se había propuesto poner su amor hacia ella a prueba sacándolo a relucir, para reforzar su firme intención de casarse con ella. Por mor de una vieja amistad había hecho la vista gorda a las actividades delictivas de Sean, convenciéndose de que ejercer el contrabando en la zona de Tawmouth no era un asunto tan grave. Sólo había actuado al averiguar que Sean cortejaba a Helen. Quizás equivocadamente. ¿Quién sabe? Era imposible saberlo. Había seguido los dictados de su conciencia, y de paso había descubierto unas cosas sobre Moira que habría preferido ignorar. Se había roto él mismo el corazón.
No sintió el alivio que supuso que sentiría al saber que no había dejado a Moira preñada la noche del baile. No tenéis ninguna obligación hacia mí. La voz no le había temblado al decir eso. Lo había dicho en serio. Pero él no podía creerlo, por más que lo intentara. La había deshonrado, pero ella no permitía que aplacara su conciencia.
Aunque era absurdo, Kenneth lamentaba profundamente haber bajado a la playa y haber entrado en la cala ese día hacía muchos años, cuando era joven, para sentarse a reflexionar. Si no se hubieran encontrado ese día, su vida habría tomado un curso muy distinto.
Soltó una amarga risotada, se incorporó y se dirigió hacia la ribera, donde estaba su montura. Qué idea tan ridícula. Qué idea tan ridícula. Ella había pronunciado precisamente esas palabras hacía unos minutos. Para quitar hierro al asunto. Como si fuera imposible que la semilla de él hubiera arraigado en ella.
Él se preguntó cómo resolvería el sentimiento de culpa que le atormentaba durante las próximas semanas y los próximos meses.
¿Por qué lo había negado?, se preguntó Moira mientras ascendía por el valle. Se le había presentado una oportunidad perfecta, y la había desperdiciado.
¿Estáis encinta, Moira?
Por supuesto que no. Qué idea tan ridícula.
¿Imaginaba que si seguía negándolo conseguiría que no fuera verdad? Su madre quería mandar llamar al doctor Ryder, pero ella le había asegurado que se sentía indispuesta sólo porque le había hecho mal tiempo desde principios de mes. Durante la semana anterior, desde que había recibido la noticia de la muerte de la señora Baillie, no le había vuelto a preguntar el motivo de su palidez o su falta de apetito. Moira había analizado sus síntomas, incluso la ausencia de su menstruación, y había hallado una docena de explicaciones, una docena, además de la que su mente se negaba a aceptar.
Por supuesto, hacía unos días que sabía —quizás incluso por una extraña intuición desde el principio— el motivo de que se sintiera constantemente indispuesta.
Tenía que decírselo a él.
Él acababa de preguntárselo sin rodeos. Y ella lo había negado.
Tendría que escribir a sir Edwin.
La madre de éste acababa de fallecer, y él le había escrito una carta llena de conceptos pomposos, y de un profundo dolor.
Tendría que contárselo a su madre.
Mañana.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró en voz alta. Era una cita literaria. ¿Pope? ¿Shakespeare? ¿Milton? Su mente no funcionaba. De todos modos, no era importante.
Mañana lo haría todo: hablar con su madre, escribir a sir Edwin, enviar recado a Kenneth.
Lord Pelham y el señor Gascoigne fueron a Cornualles en marzo para pasar una temporada con su amigo. Rex Adams, el vizconde de Rawleigh, no les había acompañado aunque los tres habían estado unos días juntos, primero en Stratton Park y luego en Bodley House en Derbyshire, la casa del hermano gemelo de Rex.
—Nos largamos de allí a toda prisa —explicó lord Pelham riendo mientras los tres amigos conversaban en Dunbarton durante su primera velada juntos. Seguían sentados a la mesa de cenar, bebiendo unas copas de oporto, aunque llevaban allí un buen rato y hacía mucho que los criados habían retirado las bandejas de comida—. Por el motivo que puedes imaginarte.
—¿Una mujer? —inquirió Kenneth arqueando las cejas.
—Una mujer —respondió el señor Gascoigne—. Una verdadera belleza, Ken. Y para colmo, viuda. Lamentablemente, era la única belleza en todo Derbyshire, según pudimos comprobar.
—Deduzco —dijo Kenneth sonriendo—, que no se fijó en ti, Nat, ¿me equivoco? Qué se sintió más atraída por Eden o por Rex.
—En realidad, por ninguno de nosotros —dijo el señor Gascoigne con fingida tristeza.
—Aunque para ser justos con nuestras atractivas y seductoras personas —terció lord Pelham—, debo añadir que Nat y yo no tuvimos oportunidad de tratar de encandilarla con nuestros encantos. Rex se encaprichó de ella y nos obligó a retirarnos antes de que intentáramos conquistarla. Suponemos que ella le dio calabazas.
—¿A Rex? —preguntó Kenneth sin dejar de sonreír. Se sentía tremendamente complacido de haberse reunido de nuevo con sus amigos—. Debió de ser un duro golpe para su amor propio. Es raro que una mujer le rechace.
—Se fue de Bodley sin apenas despedirse —explicó el señor Gascoigne—, arrastrándonos a nosotros con él. La señora Adams, la esposa de su hermano, debió de quedarse perpleja al comprobar que Rex se había marchado. Tiene una hermana casadera y estaba decidida a propiciar un compromiso entre ambos.
—Pero se negó a venir aquí con nosotros —dijo lord Pelham—. Decidió regresar a su casa en Stratton como un perro apaleado que anhela quedarse a solas para lamer sus heridas. Daría lo que fuera por haber escuchado la última conversación que tuvo con la apetecible, y sin duda virtuosa, señora Winters.
Todos rieron de buena gana, aunque no burlándose de su amigo. Durante ocho años se habían apoyado entre sí, se habían reído unos de otros, habían combatido juntos, y se habían ayudado mutuamente a cargar con el peso de una vida difícil y peligrosa. Durante esos años todos habían mantenido relaciones con mujeres, por lo general muy satisfactorias, a veces no. Nunca habían dejado que uno de ellos se deprimiera por un fracaso. Se habían reído del perdedor y le habían insultado hasta conseguir que saliera de su abatimiento, siquiera para contraatacar.
—Hizo bien en volver a su casa —dijo lord Pelham—. Se comportaba como un oso atado a un poste. Parecía un adolescente enamorado. No era una compañía alegre, ¿verdad, Nat?
—Trataré de convencerlo para que venga —dijo Kenneth antes de que la conversación girara en torno a él y sus amigos le exigieran un relato preciso de sus aventuras sentimentales desde su llegada a la campiña. Se negaban a creer que no hubiera tenido ninguna y en vista de que no parecía que hubiera ninguna en perspectiva, se inventaron unas historias sentimentales a cual más escandalosa referente a Kenneth hasta que los tres rompieron a reír a mandíbula batiente.
—Pero dejando aparte la imaginación —dijo por fin lord Pelham—. ¿Qué diversiones puedes ofrecernos aquí, Ken? ¿Aparte del paisaje, paseos a caballo, la caza y una buena bodega? ¿Qué haces cuando deseas tener compañía?
—Se refiere a una mujer preferiblemente joven y bonita, Ken —agregó el señor Gascoigne.
—Aquí en el campo viven varias familias —respondió Kenneth encogiéndose de hombros—, que tienen varias hijas solteras.
—Pardiez —exclamó lord Pelham—, suena como el maná en el desierto, Ken, después de las semanas que hemos pasado en Bodley.
—Ellas y sus madres se llevarán una gran alegría cuando se enteren de vuestra llegada —comentó Kenneth—. ¿Cuánto hace que habéis llegado? ¿Cuatro horas? ¿Cinco? Deduzco que todas las personas que vivan en un radio de quince kilómetros de Dunbarton ya se habrán enterado. Las invitaciones llegarán por docenas.
—Espléndido —dijo el señor Gascoigne—. Pero ¿no has conocido a ninguna que te guste, Ken? ¿Crees que nos está mintiendo, Ede?
—Supongo que sí, Nat —respondió lord Pelham—. Pero conseguiremos sonsacarle la verdad. Estaremos al tanto para descubrir a la dama que ha conseguido que los ojos le hagan chiribitas.
—Y la única mujer a la que no permitirá que nos acerquemos —apostilló el señor Gascoigne—. Seguro que será la más bonita. Confieso que empiezo a ponerme de malhumor, Ede.
Lord Pelham sonrió.
—Tómate otra copa de oporto —dijo.