Los jóvenes parientes de Kenneth estaban muy animados. Las muchachas no cesaban de reírse; los jóvenes caballeros hablaban en voz demasiado alta y se reían a carcajadas. Ainsleigh, que había asumido el papel de miembro mayor y más formal del grupo, se había ofrecido para hacer de carabina, junto con su esposa, a los jóvenes. Todo indicaba que ambos estaban dispuestos a disfrutar de la velada y de la compañía de las personas que Helen había conocido en su juventud. Juliana Wishart era una joven dulce, tímida y risueña. Las gentes de Tawmouth y propiedades circundantes se mostraban sinceramente encantadas de que el número de asistentes hubiera aumentado de forma tan inesperada, especialmente debido a la presencia de tantos jóvenes, les aseguró el señor Penallen, palmoteando de gozo y frotándose las manos como si acabara de lavárselas. Y por supuesto se sentían especialmente honrados de contar con la presencia del conde de Haverford en su humilde reunión, se apresuró a añadir el reverendo Finley-Evans.
Kenneth inclinó elegantemente la cabeza ante las personas que se habían agolpado alrededor de ellos para saludarlos, pero apenas oyó los improvisados discursos de bienvenida. El corazón le latía aceleradamente y respiraba de forma trabajosa. Estaba más nervioso de lo que pudo haber imaginado. De hecho, ni siquiera había considerado el hecho de ponerse nervioso, pues asociaba el nerviosismo con la inminencia de una batalla. Tenía las palmas de las manos sudorosas. Comprendió casi de inmediato que ella estaba presente, pues vio a lady Hayes sentada cerca, junto a la señora Trevellas.
Entonces vio a Moira Hayes al otro lado de la sala, y sus ojos se encontraron con los de ella. Su vestido de color azul vivo era mucho más recatado que el que había lucido en el baile de Dunbarton. Llevaba el cabello peinado en un estilo más severo. Parecía una refinada señorita, un digno miembro de esta sociedad. Estaba integrada en su mundo como si jamás hubiera estado en la cima del acantilado, en plena noche, apuntándole al corazón con una pistola, mientras abajo en la playa los contrabandistas manipulaban sus mercancías. Como si jamás hubiera yacido en sus brazos en la cabaña del ermitaño sobre la colina y hubiera trocado su virginidad a cambio de sobrevivir. Como si jamás hubiera despreciado las convenciones sociales negándose a arrostrar las consecuencias de lo ocurrido esa noche.
Ella alzó el mentón sin apartar la vista de él. Él comprendió que si seguía mirándola con insistencia, los presentes se darían cuenta y lo comentarían. Estaba pálida. Pese a estar al otro lado de la sala, a la luz de las velas, estaba visiblemente pálida. Él desvió la vista y la fijó en Juliana Wishart sonriendo de manera forzada.
—¿Me hacéis el honor de bailar conmigo? —le preguntó.
La joven aceptó sonriendo y él se preguntó por qué no se había enamorado de ella. No había estado ciego a las miradas de envidia y admiración que algunos de sus jóvenes primos dirigían a la señorita Wishart. Pero, como era natural, ninguno había intentado captar su interés. Todos la consideraban propiedad de Kenneth. Pobre Juliana, habría gozado de una Navidad más divertida si su madre y la suya no se hubieran entrometido tanto.
Era un minueto, la música ejecutada en el piano sonaba algo más lenta de lo habitual. Él pudo conversar un poco con su pareja, lo cual hizo para distraerse y no pensar en que Moira Hayes estaba bailando con Deverall, uno de los terratenientes más ricos del otro lado del valle. Kenneth mantuvo la vista fija en Juliana.
—¿Estaréis durante la temporada social en la ciudad? —preguntó a la joven.
—Sí —respondió ésta—. Creo que papá piensa llevarnos allí, milord.
—Causaréis furor en la ciudad —dijo él sonriendo amablemente—. Seréis la envidia de todas las jóvenes damas. Tendréis a los caballeros rendidos a vuestros pies y compitiendo entre sí para presentaros sus respetos.
Por fin había verbalizado en su mente lo que sentía por ella. Un afecto como el que sentía por sus sobrinos.
Ella se ruborizó y sonrió.
—Gracias —dijo.
Él decidió que era preferible aclararle lo que sin duda ella ya sospechaba.
—No me cabe duda —dijo— de que antes de que finalice la temporada uno de esos afortunados caballeros habrá conquistado vuestra mano y vuestro corazón. Será la envidia de todos.
Vio en los ojos de la joven que ésta había captado el mensaje. Parecía… ¿aliviada?
—Gracias —dijo de nuevo.
De pronto él sospechó algo.
—¿Ya lo habéis identificado? —preguntó—. ¿Hay alguien especial?
—Milord…
El rubor de la joven se intensificó y durante unos momentos miró nerviosa a su alrededor. Pero su madre no estaba presente para dictarle lo que debía decir y cómo debía comportarse.
—Sí, hay alguien —dijo él—. Lo sospechaba. Debería obligaros a decirme su nombre y desafiar a dicho caballero a un duelo de pistolas al amanecer. —Habló con expresión risueña para que ella comprendiera que lo decía en broma, y de paso que no le había partido el corazón—. En vez de ello, os deseo toda la felicidad. Y la aprobación de vuestros padres.
Y con eso zanjó el asunto, sintiendo enorme alivio y quizás un pequeño sentimiento de culpa. Moira Hayes bailaba con su habitual elegancia y expresión de gran animación en el rostro. No le miró ni una vez durante el baile. Él tampoco lo hizo. Kenneth se preguntó si era tan consciente de su presencia como él lo era de la suya. La sensación le disgustaba, pero no estaba dispuesto a que le amargara la velada.
Cuando el minueto terminó y Ainsleigh solicitó la mano de la señorita Wishart para el próximo baile —Helen conversaba con un grupo de señoras de Tawmouth—, Kenneth atravesó con paso decidido la sala y se inclinó ante Moira Hayes y la señora Lincoln. Ésta le había visto acercarse con una sonrisa de grata sorpresa. Moira estaba hablando con ella, fingiendo que no se había percatado de que se dirigía hacia ellas. Él comprendió que con ello pretendía que captara el mensaje y cambiara de rumbo. Después de cambiar unas frases cordiales con la señora Lincoln fijó la vista en Moira.
—Se están formando las parejas para la cuadrilla —dijo—. ¿Querréis hacerme el honor de ser mi pareja, señorita Hayes?
Durante un tenso momento de silencio pensó que ella iba a negarse. Observó que la señora Lincoln se volvía para mirar sorprendida a su amiga. Pero Moira no se negó.
—Gracias —dijo con perfecta compostura. Se levantó y apoyó la mano en la suya.
—Parecéis indispuesta —dijo él cuando ocuparon sus respectivos lugares en la pista de baile. Estaba pálida y un poco ojerosa—. ¿Os habéis resfriado?
—No —respondió ella. Él supuso que rehuiría su mirada ante esta referencia indirecta a la noche que habían pasado juntos, pero ella le miró a los ojos—. Estoy perfectamente, gracias.
Él dedujo que la había enojado mostrando una preferencia por ella al pedirle que bailara con él antes de pedírselo a las otras señoras de Tawmouth. La había enojado pidiéndole que bailara con él.
—Sonreíd —le ordenó en voz baja.
Ella sonrió.
Él la observó mientras bailaban. Tenían escasa oportunidad de conversar, y ni siquiera aprovecharon las pocas ocasiones que se les presentaron. Cuando ella sonreía, mostraba uno de sus mejores rasgos, su dentadura blanca y regular. Siempre había constituido un atractivo contraste con su pelo y sus ojos oscuros. Ésta era la mujer que hacía menos de una semana se había acostado con él, pensó Kenneth —un pensamiento que le pareció irreal—, la mujer que había yacido debajo de él, respondiendo a sus caricias íntimas. No había sido un encuentro apasionado, pero en ambas ocasiones ella había respondido con ardor. Ella no había sabido utilizar ese ardor y él no se lo había enseñado, pero había estado presente.
Había tenido fundados motivos para no querer tocarla, pensó él. La respetable señorita Moira Hayes ocultaba una pasión latente. No había cambiado mucho en estos ocho años, pese a las apariencias externas. Ahora, más que nunca, temía tocarla. Y, sin embargo, no comprendía muy bien por qué. Había venido aquí para hablar con ella, para enfrentarse a ella, para reafirmar su posición. Pero quizás ése fuera el problema. No se sentía dueño de la situación frente a Moira. Y el hecho de darse cuenta le irritaba y turbaba. No estaba acostumbrado a que alguien se opusiera a su voluntad.
Al finalizar el baile, antes de que él pudiera acompañar a su pareja a su asiento junto a su amiga, anunciaron que la cena estaba servida. No se había percatado que había solicitado su mano precisamente para el baile antes de la cena. Pero él y sus amigos habían llegado tarde y las fiestas de pueblo a menudo acababan mucho antes que las fiestas en Londres. Miró a Moira arqueando las cejas y le ofreció el brazo.
—¿Queréis cenar conmigo? —preguntó.
Ella apretó los labios y respondió:
—Prefiero no hacerlo.
—Pero lo haréis. —Él agachó la cabeza para aproximarla a la suya, más irritado que antes. ¿Iba a ponerlo en ridículo y quedar ella como una maleducada?—. La gente nos observa.
Ella apoyó el brazo en el suyo.
Él decidió aprovechar ese momento tan oportuno. Si tenían que sentarse juntos a cenar, podrían hablar tranquilamente. Llegarían a un acuerdo, a un acuerdo más satisfactorio que la ambigua situación que se había producido la mañana después del baile. La mayoría de mesas dispuestas en el salón superior eran para cuatro comensales. Dos mesas situadas debajo de las ventanas estaban dispuestas para dos. Él la condujo a una de ellas y la ayudó a sentarse. La dejó allí para acercarse al bufet y llenar el plato de ella y el suyo. Cuando regresó a la mesa comprobó que les habían servido té.
—Durante la semana no he tenido noticia —observó sin perder un momento charlando de cosas intrascendentes— de que hayáis roto vuestro compromiso matrimonial.
—¿Ah, no? —respondió ella.
Él espero a que añadiera algo más, pero ella no dijo nada.
—¿Pensáis casaros con ese desdichado? —preguntó él.
—No. —Moira tenía las mejillas teñidas de rubor y sus ojos brillaron durante un momento hasta que recordó dónde se hallaba y asumió de nuevo una expresión neutra—. Al parecer pensáis que no tengo el menor sentido de la decencia. ¿Podemos hablar ahora sobre el tiempo?
—No —contestó él secamente—. Hablaremos sobre la necesidad de que nos casemos.
—¿Por qué? —inquirió ella—. No deseáis casaros conmigo, y yo no deseo casarme con vos. ¿Por qué debemos casarnos?
—Porque he estado dentro de vuestro cuerpo, Moira —respondió él sin andarse con remilgos—, donde sólo tiene derecho a estar un esposo. Porque he dejado mi semilla allí y es posible que dé fruto. Porque incluso aparte de esa posibilidad, es lo decoroso y honorable.
—¿Y el decoro y el honor —respondió ella— son más importantes que los sentimientos? ¿Los vuestros o los míos?
—¿Por qué os repele tanto la idea de casaros conmigo? —preguntó él, irritado—. Estabais dispuesta a casaros con Baillie, que para decirlo suavemente es un majadero.
Ella le miró indignada.
—Os ruego que cuidéis lo que decís en mi presencia, milord —replicó—. La respuesta debería ser obvia para vos. Sir Edwin no es responsable de la muerte de mi hermano.
Él contuvo el aliento.
—¿Me culpáis de la muerte de Sean?
—No habría participado en la Batalla de Tolosa si vos no le hubierais traicionado —contestó ella—. Y si al mismo tiempo no me hubierais traicionado a mí.
—¿Yo os traicioné? —Él sintió deseos de alargar los brazos a través de la mesa, agarrarla por los hombros y zarandearla. Pero recordó dónde se hallaba. Además, la cuestión de quién había traicionado a quién no era lo más importante en estos momentos—. Cierto, estoy de acuerdo en que Sean no habría estado allí. Podría haber colgado de una soga mucho antes de la Batalla de Tolosa. O en estos momentos podría estar viviendo en el otro extremo del mundo, encadenado a una pandilla de convictos como él. En el mejor de los casos podría estar viviendo en algún lugar, sumido en la pobreza y la deshonra con mi hermana, y en la más profunda desdicha, os lo aseguro. Esa vida no habría satisfecho a vuestro hermano. Hice lo que debía hacer.
—¿Quién os ha convertido en Dios? —le espetó ella con amargura.
Él suspiró y tomó su taza de té.
—Nos hemos desviado de la cuestión —dijo—. La cuestión es que hemos estado juntos, Moira, que hemos tenido una relación carnal. Los motivos que tuvimos para hacerlo, los sentimientos que experimentamos el uno hacia el otro, no importan en estos momentos. La cuestión es que debemos afrontar las consecuencias.
—Como un criminal debe afrontar las consecuencias de sus crímenes —dijo ella con tono quedo—. Hacéis que la idea del matrimonio parezca muy atractiva, Kenneth. A decir verdad, prefiero casarme con cualquier otro hombre en la Tierra que con vos, incluyendo a sir Edwin Baillie. Prefiero ser una solterona el resto de mi vida, que es lo que ocurrirá. Prefiero vivir en la miseria, lo cual quizá sea sólo una leve exageración de lo que me sucederá. Prefiero matarme. ¿Qué más puedo decir para convenceros de que podéis tomar vuestro sentido del honor y arrojarlo al mar?
Él sintió deseos de replicar a sus palabras en el mismo tono. Estaba furioso por su actitud desafiante, por sus acusaciones, por el desprecio que le demostraba. Prefiero matarme. Su instinto de sobrevivir había sido más acusado hacía unas noches, cuando había sido puesto a prueba. Entonces no había preferido morir. Él habría querido echárselo en cara, pero no tenía la libertad que tenía ella para demostrarle su desprecio. Arqueó las cejas y la miró fríamente.
—No —dijo—. Os habéis expresado con admirable elocuencia al respecto. Por supuesto, tendréis que tragaros vuestras palabras si comprobáis que estáis encinta.
Ella apartó los ojos de los suyos durante unos instantes.
—Prefiero vivir deshonrada —dijo.
—Pero yo no puedo consentirlo —replicó él—. Ningún hijo mío será un bastardo, Moira. Si la situación se presenta, será inútil que os opongáis a mi voluntad. No ganaréis.
Al menos en esta cuestión, ella no se saldría con la suya.
—Es natural que seáis arrogante —dijo ella—. Vuestro aspecto y por supuesto vuestro linaje os lo permiten. Imagino que erais un oficial extraordinariamente eficaz.
—Mis hombres aprendieron que la mejor forma de tratar conmigo era obedecer mis órdenes.
Ella sonrió con gesto divertido.
—Pero yo no soy uno de vuestros hombres, Kenneth —dijo.
Él recordó de pronto lo diferente que era, en efecto, de sus hombres. Pero no quería recordar lo mucho que la había deseado mientras procuraba que entrara en calor, e incluso antes. Ese recuerdo sólo complicaría la cuestión.
—Os concederé lo que deseáis —dijo—, puesto que al parecer una semana de reflexión no ha conseguido que recapacitéis. Os lo concedo porque siento lo mismo que vos. Pero sólo en caso de que el hecho de habernos acostado juntos no tenga consecuencias, Moira. Si las tuviera, debéis mandarme llamar sin dilación. Quiero oíros decir que estáis de acuerdo.
—Qué gótico sois, Kenneth —respondió ella—. Esto y el látigo. ¿Debo ponerme firme cada vez que lo hagáis restallar?
Inopinadamente, y mal que le pesara, él sonrió divertido. Hasta el extremo de que se arrellanó en su silla y la miró sonriendo lentamente.
—Dudo de que necesitara un látigo —respondió sintiendo de inmediato la duda que acababa de negar.
—Lo que faltaba —replicó ella poniendo los ojos en blanco—. Os ruego que no completéis esa reflexión, pues acabo de comer. Ibais a decirme que os basta vuestro encanto para dominarme.
Él soltó una carcajada. Pero volvió a inclinarse hacia ella antes de levantarse y ofrecerle el brazo para acompañarla de nuevo al salón de baile.
—Si hay un niño, os casaréis conmigo, Moira —dijo—. Por el bien del niño si no por el vuestro. Y os juro que si tratáis de resistiros conoceréis la fuerza de mi ira.
Ella no se levantó. Incluso en un asunto tan nimio como el hecho de que él la acompañara al salón de baile estaba decidida a oponer su voluntad a la suya.
—Iré a reunirme con Harriet Lincoln —dijo, indicando con la cabeza una mesa cercana—. Gracias por acompañarme a cenar, milord, y ofrecerme el placer de vuestra compañía. Ha sido un gran honor.
Él hizo una profunda reverencia.
—El placer ha sido mío, señorita Hayes —dijo, tras lo cual se dirigió hacia el salón contiguo, sonriendo y saludando con la cabeza a las personas con las que se cruzaba.
El pulso seguía retumbándole en los oíos. Sentía deseos de cometer un asesinato, pensó. Y como no podría hacerlo, sintió la necesidad de poner a alguien un ojo a la funerala, partirle la nariz y romperle los dientes. Puesto que ninguna de esas opciones era oportuna en esta ocasión, fue a sacar a bailar a la jovencísima señorita Penallen.
Moira respiró hondo para calmarse. Confiaba en que fuera obvio para todos los presentes en la sala que Kenneth y ella se habían dedicado sólo a departir de forma cordial. Cada vez que se había acordado de sonreír, lo había hecho. Él había sonreído durante casi todo el rato. Era bastante desconcertante discutir con un hombre que no dejaba de sonreír.
Ella preferiría casarse con un sapo, pensó, pero ese pensamiento poco caritativo y un tanto estúpido sólo consiguió que volviera a irritarse. Sonrió alegremente antes de levantarse e ir a reunirse con Harriet y el señor Meeson en una mesa cercana. Pero alguien se apresuró a sentarse en el lugar que el conde de Haverford acababa de dejar vacante. Alguien que también sonreía.
—Alejaos de él —se apresuró a decir la vizcondesa de Ainsleigh.
Moira arqueó las cejas.
—Las cosas os han ido muy bien —prosiguió Helen—. Una vez muerto papá, y a las pocas semanas de que mi hermano regresara aquí, os las arreglasteis para ir a visitarlo y lograr que él os devolviera la visita. Por supuesto, imagino que no tuvisteis nada que ver con esa feliz circunstancia. Fue cosa de sir Edwin Baillie. Sin duda no hicisteis nada por animarlo a ir a visitaros —añadió con tono sarcástico.
—Sir Edwin Baillie es ahora dueño de Penwith —respondió Moira con firmeza—, y ejerce su autoridad como cree oportuno. Pero en cierta ocasión estuvisteis dispuesta a desafiar esa vieja disputa, Helen. Cabría pensar que os alegraríais de que hubiera terminado.
Helen la miró furiosa durante unos momentos, pero se acordó de volver a sonreír.
—Qué oportuno para vos —dijo— que sir Edwin decidiera, por supuesto sin que le indujerais a ello, regresar precipitadamente a su casa en medio del baile organizado por Kenneth, y que Kenneth insistiera en bailar con vos una segunda vez y que luego, cuando os sentisteis demasiado preocupada por vuestra madre para aceptar su hospitalidad en Dunbarton, os acompañara personalmente a casa. Qué oportuno que él no pudiera regresar y se viera obligado a pernoctar en Penwith. Casi cabría pensar que todo había sido planeado.
—¿Creéis que yo planeé el temporal de nieve? —preguntó Moira con desdén.
No esperaba la hostilidad que Helen le había mostrado durante el baile en Dunbarton ni ahora su controlada furia.
—Supongo —respondió Helen— que no tardaremos en tener noticia de la desafortunada ruptura de vuestro compromiso matrimonial. Me pregunto quién pondrá fin a él. Sería humillante para vos que lo hiciera sir Edwin, pero una vergüenza para vos que lo hicierais vos misma. Tenéis que tomar una decisión difícil, señorita Hayes. Por supuesto, habrá valido la pena si con ello os lleváis un premio más apetecible. Mi hermano es un partido tentador, ¿verdad?
Moira arrugó el ceño y bajó la vista para dejar la servilleta junto a su plato. No comprendía ese ataque por parte de Helen. A diferencia de sus hermanos, ella y lady Helen Woodfall apenas habían tenido trato de niñas. Se habían evitado tal como sus respectivas familias les habían ordenado.
—¿Sentís amargura por lo ocurrido con Sean? —preguntó Moira.
—¿Amargura? —Helen se inclinó hacia delante en su silla—. ¿Porque me amaba y se habría casado conmigo y me impidieron hacerlo? Si queréis podéis decir que fueron mi padre y hermano quienes me lo impidieron, pero no imaginéis que no sé quién nos traicionó. ¿A quién se lo dijisteis? ¿A Kenneth? ¿Acaso ya tratabais en esa época de conquistar su favor? Siempre lo sospeché. Pero no lo conseguisteis.
—Supuse que le complacería —respondió Moira—. Supuse que trataría de ayudaros. Yo…
Qué ingenua había sido. Le había creído cuando le había dicho que la amaba. Había creído que estaba dispuesto a casarse con ella, a pelearse con su padre y el de ella con tal de conquistar su mano. Había pensado que le complacería saber que Sean y Helen se unirían a la lucha. No se le había ocurrido que la perspectiva de que Sean se casara con Helen induciría a Kenneth a hacer lo que había hecho y a decir las mentiras que había dicho. Recordarlo de nuevo hizo que se sintiera de nuevo indispuesta.
Helen la miró sonriendo.
—Supuse que erais más lista —dijo con desdén—. Imaginé que me ofreceríais una docena de negativas y explicaciones y excusas. Quizá resulte que tenéis conciencia. Alejaos de Kenneth. Va a casarse con Juliana Wishart, un enlace que complace mucho a su familia.
—En tal caso no tenéis nada que temer de mí —replicó Moira con aspereza.
Estaba de nuevo furiosa. ¿Había pensado que al asistir a esta fiesta se sentiría más animada? De pronto recordó la tarde a primeros de diciembre, hacía menos de un mes, cuando había robado una hora para subir a la hondonada en los acantilados. Durante esa hora había pensado ilusionada, con calma y sensatez, en los cambios que iban a producirse en su vida. Y de pronto había aparecido Kenneth en el horizonte. ¡Cuántas cosas habían ocurrido desde entonces! Desde ese día su vida había quedado para siempre destrozada.
Y todo porque él había roto una promesa y había regresado a casa.
—Alejaos de él —repitió Helen, tras lo cual sonrió de nuevo, se levantó y desapareció a través de la puerta que daba al salón de baile.
¿Y Kenneth, conde de Haverford, deseaba que ella se casara con él?, pensó Moira. ¿Para convertir a Helen en su cuñada y a la condesa en su suegra? La mera idea era aterradora.
De repente Moira se arrepintió de haber comido. Pero ¿había comido? Al bajar la vista y mirar su plato comprobó que aún quedaba comida en él, aunque quizá menos que antes. Qué estupidez no recordar si había comido o no. Se había bebido la mitad del té. Sentía fuertes náuseas, seguidas del pánico al pensar en lo que indicaban.
Se comportaba como una tonta, pensó, esforzándose en desterrar esos pensamientos de su mente. Se levantó y se dirigió hacia la mesa de Harriet, sonriendo e ignorando las náuseas.