Durante la semana después de Navidad, Kenneth se mantuvo decididamente ocupado. Mientras la nieve persistió, pasaba varias horas al día fuera de casa, deslizándose en trineo, construyendo muñecos de nieve y jugando a lanzar bolas de nieve. Sus primos más jóvenes decían que era un tipo alegre y divertido, sus sobrinos y otros niños se subían encima de él y le rogaban que siguiera jugando con ellos, e incluso algunos adultos le acompañaban fuera de la casa y le aseguraban que era un anfitrión extraordinariamente atento. La madre de Juliana Wishart le convenció de que la joven era muy amante de la naturaleza.
Cuando la nieve se hubo fundido lo suficiente para que las carreteras estuvieran de nuevo transitables, Kenneth acompañó a varias tías y primas a visitar a los vecinos que habían conocido durante el baile y a los que deseaban ir a presentar sus respetos antes de regresar a casa. Lamentablemente, aseguró Kenneth con firmeza a dos de sus tías, no podían ir a visitar a la señorita Hayes porque la carretera a Penwith Manor estaba aún intransitable. Quizá pudieran ir la semana que viene, pero, claro está, ambas partían dentro de pocos días. Juliana Wishart y su madre fueron con Kenneth y la condesa a Tawmouth en coche para visitar las tiendas y admirar la vista del puerto desde el rompeolas. Lady Hockingsford insinuó y la condesa sugirió que Kenneth llevara a la señorita Wishart a dar un paseo por la playa, pero por fortuna la joven tenía miedo a las alturas y estuvo a punto de romper a llorar ante la perspectiva de bajar los escalones de piedra, por más que su madre le aseguró que su señoría la sostendría del brazo y no dejaría que se cayera.
En casa Kenneth organizó partidas de cartas y de billar, juegos infantiles como los palitos chinos y otros más activos como el escondite. Organizó conciertos improvisados y bailes informales. Acompañó y fue a buscar a sus tías, conversó con sus tíos, ayudó y apoyó a sus primos y primas, o cuando menos hizo la vista gorda cuando se emparejaban con otros jóvenes del sexo opuesto y se ocultaban en lugares aislados, en especial los que estaban decorados con muérdago. Escribió cartas y atendió algunos asuntos de negocios.
Y discutió con su madre.
—¿Acompañaste a la señorita Hayes a su casa? —preguntó ésta arrugando el ceño cuando él regresó a Dunbarton la mañana después del baile y dio explicaciones a todos los que se hallaban en la habitación del desayuno. Ella le había llevado aparte cuando terminaron de desayunar para hablar en privado con él.
—¿Solos, Kenneth? ¿En plena noche? Por supuesto, me alegro de que la señorita Hayes no tuviera que pernoctar aquí, pero ¿era necesario que la acompañaras tú mismo? Podría haberlo hecho uno de los mozos de cuadra.
—Era mi invitada, mamá —contesto él secamente—, y deseaba regresar junto a lady Hayes. Yo había dado mi palabra a sir Edwin Baillie de que me aseguraría de que regresara a casa sana y salva. Y eso hice.
¿Sana y salva? Cuando había abandonado Dunbarton era virgen.
—Te fuiste sin decir una palabra a nadie —dijo su madre sin dejar de fruncir el ceño—. Fue una descortesía, Kenneth. Y ahora es imposible ocultar la verdad. Pudiste hacerlo, en lugar de explicar a todo el mundo lo ocurrido. ¿No pudiste haber evitado tener que pasar la noche en Penwith? Tendrás suerte si esa mujer y su madre no sacan a relucir el tema del honor mancillado con el fin de atrapar mejor partido que sir Edwin Baillie.
Él se enfadó, y no sólo por lo que le afectaba personalmente.
—Esa mujer y su madre son la señorita Hayes y lady Hayes, mamá —dijo—. Son nuestras vecinas. Hemos ido a visitarlas y ellas nos han devuelto la visita. Anoche la señorita Hayes era mi invitada y la acompañé a su casa para evitar que sufriera algún percance. No creo que merezca tu desprecio.
Su madre guardó silencio y le miró fijamente.
—Kenneth —dijo—, no te habrás encaprichado de esa mujer.
¿Encaprichado? Él recordó que ella se había dormido en sus brazos y que, pese al frío que hacía y al estrecho e incómodo camastro, la había deseado. Era el deseo lo que le había nublado el juicio. Debía de existir media docena de medios de asegurar la supervivencia de ambos. Cuando ella se había despertado, tiritando de frío, a él sólo se le había ocurrido uno. Por supuesto que se había encaprichado de ella. Había sentido un intenso deseo carnal por ella. Y la había tomado —lentamente y a conciencia— en dos ocasiones.
—Es mi vecina, mamá —dijo—. Y está prometida.
Aunque no por mucho tiempo, ciertamente.
Su madre siguió mirándole como si pudiera leerle el pensamiento.
—Y tú también deberías comprometerte en matrimonio —dijo—. Has cumplido los treinta y no tienes un hijo ni un hermano a quien legar todo cuanto te pertenece. Tu posición exige que te cases. Nos lo debes a tu padre y a mí. No podrías elegir mejor esposa que Juliana Wishart.
—Es una niña, mamá —protestó él.
—Tiene diecisiete años —contestó ella—. Tiene un carácter susceptible de ser controlado y moldeado por un hombre fuerte. Podrá tener hijos durante varios años. Su linaje es impecable. Al igual que sus modales y su educación. Es muy bonita. ¿Qué más quieres?
Quizás a alguien de una edad próxima a la suya. Alguien que le ofreciera compañía, o quizás incluso amistad. ¿Era esperar demasiado de una mujer? Alguien capaz de despertar en él la pasión. Alguien con un carácter que no se dejara controlar o moldear fácilmente por un hombre fuerte. Alguien que se opusiera a su dominio en todo momento hasta que al fin se produjera una victoria mutua, una conquista mutua. No quería a una mujer a la que pudiera dominar.
—Nada —dijo en respuesta a la pregunta de su madre.
Ella le miró sintiéndose por fin satisfecha.
—Bien —dijo—, entonces debes hacer acopio de todo tu valor, Kenneth. Has pasado demasiado tiempo con los militares y poco entre la alta sociedad. Te has convertido en un hombre mudo y torpe. Ayer fue el momento perfecto, pero aún estás a tiempo. Pediré a lord Hockingsford que te espere en la biblioteca después de almorzar.
—Te lo agradezco, mamá —dijo él—, pero elegiré yo mismo el momento y el lugar. Y a mi futura esposa. No estoy seguro de que sea la señorita Wishart.
—Pero tampoco estás seguro de que no lo sea —contestó su madre con firmeza—. Pensar en ello sólo hará que el asunto te parezca más complicado de lo que es. Debes decidirte antes de que tengas tiempo para darle más vueltas. No te arrepentirás. Juliana será una excelente condesa.
Él se negó a comprometerse, y ella tuvo que contentarse con procurar que se viera con la joven tan a menudo como fuera posible durante la próxima semana. Él comprendió que antes de que terminara la semana quizá se encontraría en una situación comprometida, de la que con toda probabilidad le costaría salir como un hombre libre.
Pero a veces pensaba que quizá debería casarse con esa joven, tener con ella unos herederos y vivir su propia vida como quisiera prescindiendo de ella. Quizá se encariñaría con ella. Ciertamente era una joven dulce y sumisa.
Aun así no podía contraer un matrimonio con esa frialdad, no sería justo ni para ella ni para él. Era muy consciente de que pese a su juventud, timidez y sumisión, Juliana Whishart no dejaba de ser una persona, probablemente una persona que soñaba con enamorarse, casarse y vivir feliz el resto de su vida. Con él no hallaría nada de eso. Entre otras cosas, porque era demasiado mayor para ella.
Y aún no podía casarse. No hasta saber que era libre para hacerlo, hasta saber que esas horas pasadas en la cabaña del ermitaño no habían tenido consecuencias. La mera idea le horrorizaba, pero era una posibilidad muy real. Había derramado su semilla dentro de ella en dos ocasiones. No podía comprometerse con otra mujer hasta saber si tendría que casarse con Moira Hayes.
¡Moira Hayes! Kenneth palideció al pensar en ello. Encarnaba todo lo que a él le parecía más despreciable en una mujer: desdeñaba abiertamente toda convención y recato, era una mentirosa, una delincuente, ¡una contrabandista! Era tan mala como lo había sido su hermano y su tío abuelo. Y había estado a punto de atraparlo a él al igual que Sean había estado a punto de atrapar a su hermana Helen. Aunque ella le había rechazado también con intenso rencor. Le desagradaba recordar esa última disputa. Ella se había comportado como una tigresa…
Quizá la edad o la pérdida de su cómplice habían suavizado su carácter, pero seguía paseándose sin carabina y rechazando cualquier consejo que pudiera interpretarse como una orden. Seguía siendo tan voluntariosa como siempre y hacía lo que le venía en gana. Seguía sin respetar los cánones sociales. Debió elegir la muerte a entregarle su honra. Pero no, eso era tan ridículo como injusto. No, no podía culparla por eso.
Pero ella se había negado a atender su propuesta de matrimonio incluso antes de que se la hiciera. Era muy típico de Moira. ¿Cómo había podido rechazarla? Él le había arrebatado su virginidad. Ella había perdido su honra y con ella toda esperanza de casarse con otro hombre que no fuera él. ¿Qué sería de ella y de su madre cuando rompiera su compromiso con Baillie? ¿Habría pensado ya en eso? Probablemente no dejaría que influyera en su decisión. Se negaría a casarse con él simplemente porque le había arrebatado su honra…, ¡nada menos!
Kenneth procuró mantenerse ocupado toda la semana. Y durante toda la semana su mente estuvo plagada de recuerdos de esa noche y de la negativa de ella a atender su propuesta de matrimonio. Durante toda la semana temió que ella cambiara de parecer o que los acontecimientos la obligaran a hacerlo. Y durante toda la semana estuvo furioso…, no, furioso con ella. Ella no podía rechazarle. Él no podía aceptar que le rechazara. Era impensable.
En el salón de celebraciones de Tawmouth iban a organizar un baile en honor del nuevo año. Varios invitados que se habían alojado en la mansión ya se habían marchado, pero algunos de los que aún seguían allí pensaron que la reunión podía ser divertida aunque no pudiera compararse con el baile navideño en Dunbarton. Un joven, por ejemplo, recordaba a la bonita señorita Penallen, y dos muchachas comentaron entre risas lo atractivos que eran los jóvenes hijos de los Meeson. Ainsleigh y Helen manifestaron su deseo de asistir. Era preciso que Juliana viera el interior de los salones de celebraciones, dijo la condesa a lady Hockingsford en presencia de Kenneth. Estaban decorados con exquisito gusto aunque un tanto austero.
Moira estaría presente, pensó Kenneth. Sin duda asistiría. Pero eso no impedía que asistiera él. Durante toda la semana había imaginado que se encontraría con ella en casa de las personas a las que solían visitar o en las calles de Tawmouth. No podía evitar toparse algún día con ella. Ni deseaba evitarlo. Al contrario. Aún había un asunto pendiente entre ellos, y él se proponía zanjarlo como era debido. No permitiría que ella le desafiara.
La mera idea de verla, de hablar con ella, le irritó.
Decidieron que la señorita Wishart viajaría en el coche de Kenneth con Helen, Ainsleigh y él. Otros dos carruajes trasladarían a los invitados que quedaran en la mansión y desearan asistir a la fiesta. Reinaba un ambiente de gran animación y buen humor cuando todos se montaron en los coches y partieron hacia Tawmouth.
Durante la semana después de Navidad, lady Hayes estaba convencida de que su hija se había resfriado durante la caminata de regreso a casa desde Dunbarton Hall la mañana después del baile.
—No me explico en qué estaría pensando su señoría al permitir semejante cosa —dijo—, cuando la nieve que cubría el suelo era demasiado espesa para viajar en coche. Hace demasiado frío para salir a caminar. Y la nieve que cubre el suelo es demasiado espesa para tus botines. Al menos tenías una cálida bufanda con que protegerte la cara, pero no era suficiente.
—Pero yo me negué a pasar la noche en Dunbarton, mamá —respondió Moira sonriendo—. Y ya sabes lo terca que soy cuando me empeño en algo.
—En todo caso fue muy amable por parte del conde acompañarte personalmente —dijo lady Hayes—. Pero me cuesta creer que sir Edwin dejara que tu obstinación le persuadiera a consentir que cometieras semejante imprudencia.
—Me sentía incómoda en Dunbarton —dijo Moira—. Los demás invitados se alojaban en la casa. La mayoría son miembros de la familia del conde. Yo no conocía a ninguno de ellos. Tenía que regresar a casa.
Su madre la miró con cierta comprensión.
—Lo entiendo, querida —dijo—, pero estás muy pálida. Espero que no te hayas resfriado.
—Fue una caminata tonificante —respondió Moira.
Detestaba el engaño, las mentiras y las medias verdades que se veía obligada a decir. Era posible que la gente averiguara más tarde que se había marchado de Dunbarton antes de que terminara el baile. Era posible que se descubriera que Kenneth no había pasado la noche en Penwith. Era cierto que se sentía indispuesta, tanto ese día como los siguientes, pero no porque se hubiera resfriado.
No podía escribir a sir Edwin. Al principio las carreteras estaban intransitables y era imposible enviar una carta. No obstante, Moira comprobó que cada vez que se sentaba para preparar la carta —lo cual intentó en varias ocasiones— no encontraba una forma fácil o satisfactoria de expresarse. Le resultaba imposible. No conseguía pasar de las primeras y frías frases de saludo. ¿Qué podía decirle exactamente? ¿Qué motivo podía alegar por lo que tenía que hacer? Era escandaloso romper un compromiso formal. Hacerlo expondría a sir Edwin al ridículo y a ella al escándalo. Moira no pensaba en sí misma, pero él no merecía quedar en ridículo.
Al cabo de unos días, cuando la nieve se derritió, llegó una carta con el primer correo comunicándole, con el habitual estilo recargado de sir Edwin, de que su madre estaba muy enferma y que lo único que mitigaba la ansiedad que él sentía por su estado era el convencimiento de que la señorita Hayes era tan bondadosa que sin duda se sentiría también inquieta por la salud de su futura suegra. Sus hermanas también estaban convencidas de ello.
Estaba claro que no era el momento de escribir su carta, decidió Moira. Sería una crueldad hacerlo precisamente ahora. Esperaría un par de semanas hasta que la madre de sir Edwin se restableciera. Sabía que era una cobardía, que eran meras excusas, que ningún momento sería el adecuado para anunciar a sir Edwin su ruptura con él. Percatarse de su cobardía hizo que se sintiera aún más indispuesta, pero ello no hizo que escribiera la carta de marras. Estaba como paralizada por una profunda apatía.
Los acontecimientos de esa noche, al recordarlos, le parecían irreales, como una pesadilla, pero ella sabía bien que habían ocurrido realmente. Sólo ella tenía la culpa de lo sucedido. Se habría sentido mejor de haber podido atribuirle a él parte de la culpa, pensó con tristeza, pero no podía hacerlo. Él le había ofrecido alojarse en su casa, pese a la desaprobación de su madre y su hermana, y ella lo había rechazado. Había salido en su busca pese a la tormenta, simplemente porque estaba preocupado por ella, arriesgando su vida. Cuando la había encontrado, había hecho todo cuanto había podido para garantizar su supervivencia. De no haber experimentado ella misma el intenso frío de esa noche, quizá le habría parecido absurda la idea de no poder sobrevivir a una noche fría.
Él no había deseado mantener una relación íntima con ella. Había abordado la cuestión de forma práctica y desapasionada. Simplemente había tratado de que ella —y él— entrara en calor. Era lógico que se sonrojara de turbación y vergüenza al recordarlo, especialmente al pensar que había gozado con lo ocurrido. Lo había hecho porque él se lo había ordenado, por supuesto, pero ¿desde cuando hacía algo simplemente porque él se lo ordenase? Incluso sospechaba, por más que no quisiera reconocerlo, que había gozado porque había sucedido con Kenneth. No podía imaginarse eso con sir Edwin… Moira desechó horrorizada ese pensamiento de su mente.
No, no podía culpar a Kenneth. Él incluso se había mostrado dispuesto a casarse con ella. Detestaba no poder culparlo, despreciarlo o achacarle algún fallo en este asunto.
No se había resfriado debido a las aventuras de esa noche, pero no obstante se sentía mal. No podía contárselo a nadie. Lo peor quizás era lo sola que se sentía, una soledad reforzada por dos hechos: el tiempo siguió siendo frío y la nieve tardó en derretirse. Cuando empezó a fundirse y se convirtió en barro, resultó incluso aún más complicado salir. Era imposible ir a Tawmouth en coche. Normalmente, ella se habría negado a quedarse en casa debido a un poco de barro y habría ido andando al pueblo, pero esa semana se sentía demasiado indispuesta, demasiado apática para hacerlo. Y había otro hecho que le impedía ir a Tawmouth y a las casas de sus amigas y vecinas. Le aterrorizaba toparse en algún lugar con Kenneth, con el conde de Haverford. Jamás podría volver a mirarlo a los ojos. ¿Cómo podía hacerlo sin recordar…? La mera idea hacía que se sonrojara.
Odiaba su cobardía.
Y le odiaba a él por ser el causante.
—Quizá deberíamos quedarnos en casa, Moira —sugirió lady Hayes el día de la fiesta en Tawmouth. Ambas habían decidido asistir al baile de Año Nuevo como hacían todos los años. A las dos les ilusionaba acudir—. Aún no te has recobrado de la larga caminata desde Dunbarton, e imagino que echas de menos a sir Edwin, aunque las dos estamos de acuerdo en que a veces su conversación pone a prueba nuestra paciencia. Sigo pensando que el señor Ryder debería verte.
El señor Ryder era un médico que tres años atrás había abandonado una lucrativa consulta en Londres para montar otra más modesta en Tawmouth.
—No necesito un médico, mamá —contestó Moira—. Pero necesito asistir a la fiesta. Las dos lo necesitamos. El tiempo nos ha obligado a permanecer encerradas aquí durante casi una semana y nos ha hundido en la depresión. Una velada bailando y conversando con nuestros vecinos nos sentará bien.
Estaba convencida de ello. No soportaba la idea de quedarse en casa un día más. Y la fiesta de Año Nuevo era uno de los acontecimientos anuales favoritos de su madre. Si ella se quedaba en casa, su madre se quedaría también, lo cual sería injusto.
—Bien, si estás segura de ello, querida —dijo lady Hayes, animándose visiblemente—. No me importa confesar que ardo en deseos de preguntar a la señora Trevellas si el parto de su hija ha tenido un feliz desenlace. Es su primer hijo.
Así pues, esa noche asistieron a la fiesta. Las fiestas en Tawmouth no eran unos acontecimientos suntuosos comparados con el baile en Dunbarton. Los salones estaban decorados con austeridad y la música corría a cargo de la señorita Pitt al piano, en ocasiones acompañada por el señor Ryder al violín. Rara vez se veía un rostro nuevo en esas reuniones y el programa era tan previsible como la cena que servían en ellas. Una no esperaba las fiestas de Tawmouth con gran impaciencia o emoción, pero era agradable estar en compañía de todos los vecinos y poder bailar. Siempre era una excelente forma de empezar un nuevo año.
Moira no sentía ningún reparo en asistir a la fiesta. La cocinera de Penwith había oído decir al hijo del carnicero, quien había oído decir a la esposa del carnicero, la cual había oído decir a una de las criadas de Dunbarton, que los invitados que se alojaban en la mansión habían empezado a marcharse. Los que quedaban sin duda serían magníficamente agasajados por su anfitrión para celebrar el Año Nuevo. Una simple reunión en el pueblo no ofrecería ningún interés para el conde de Haverford y menos aún para otro miembro de la familia Woodfall. Ninguno de ellos había asistido nunca a un baile en Tawmouth.
Moira se sentó junto a Harriet Lincoln después de dejar a su madre sentada entre la señora Trevellas y la señora Finley-Evans, y se puso a charlar alegremente sobre las novedades de la semana. El hijo mayor de los Meeson bailó la primera contradanza con ella y el señor Lincoln la segunda. Ella se sacudió de encima el abatimiento que había sentido la semana pasada y la ingrata obligación que pesaba aún sobre ella: tener que escribir pronto, mañana mismo, la carta a sir Edwin. Ya pensaría en ello mañana. Mañana no sólo sería un nuevo día, sino un nuevo año. Esta noche quería simplemente divertirse.
De improviso, cuando apenas acababa de sentarse de nuevo junto a Harriet, se produjo un movimiento en la puerta, que se había abierto para dar paso a unos recién llegados. Tanto ella como Harriet alzaron la vista con curiosidad. Todas las personas que habían confirmado su asistencia ya habían llegado. Moira sintió una nefasta premonición incluso antes de que su mente empezara a funcionar con claridad o su cerebro captara el mensaje que sus ojos le enviaban.
—Qué sorpresa tan agradable —comentó Harriet en voz baja mientras corría un animado murmullo por toda la habitación—. Más jóvenes para hacer que los ya presentes se sientan eufóricos. Y el vizconde de Ainsleigh y su esposa. Y el conde en persona, Moira. Es magnífico. ¿Crees que les complacerá nuestra modesta fiesta?
—Lo ignoro —respondió Moira débilmente. Le miró atónita, sintiendo que se le secaba la boca y el estómago se le crispaba. Con su porte alto y elegante, apuesto, aristocrático y… distante. Parecía un extraño de un mundo muy superior al de ella. Y había estado dentro de su cuerpo.
—Sigue siendo increíblemente guapo —murmuró Harriet, abriendo su abanico y agitándolo frente a su rostro, aunque la habitación no estaba demasiado caldeada. Los recién llegados fueron recibidos con grandes muestras de entusiasmo por el autodesignado comité de bienvenida. Se oyeron unas efusivas risas—. Más guapo de lo que imaginaba, aunque me habían prevenido al respecto. —Hacía tan sólo seis años que Harriet había venido a Tawmouth antes de casarse con el señor Lincoln—. ¿No admiras su extraordinaria apostura, Moira? ¿Crees que se casará con la señorita Wishart? Ha estado pendiente de ella desde que la joven llegó a Dunbarton con sus padres. Todos se dieron cuenta en el baile navideño. Y hace dos días él le mostró las tiendas y el puerto, acompañados por su madre y la de la señorita Wishart, por supuesto. Forman una atractiva pareja, ¿no crees?
—Sí —respondió Moira.
Harriet la miró intrigada y apoyó la mano en su brazo.
—Pobre Moira —dijo—. Debe de ser muy triste ver nacer un amor cuando las circunstancias te obligan a contraer un matrimonio que te disgusta. Perdona mi franqueza, pero las amigas deben hablarse con sinceridad.
Moira arrugó el entrecejo.
—Jamás he dicho… —protestó.
—Lo sé —se apresuró a decir Harriet, apretándole afectuosamente el brazo—. He hecho mal en mencionarlo. Estoy segura de que sir Edwin Baillie tiene unas excelentes cualidades. Harás un matrimonio eminentemente respetable. Y para ser sincera y buscarle algún defecto a esa chica, cabe decir que la señorita Wishart es demasiado joven para el conde y sin duda le aburrirá mortalmente al cabo de un mes. Bueno, espero que eso haga que te sientas mejor —añadió riendo.
Moira esbozó una sonrisa forzada. De pronto sus ojos se cruzaron con los del conde Haverford a través de la sala. Fue un momento tan angustioso como ella había imaginado. Él la miró fríamente, sin sonreír, y ella no pudo desviar la vista por más que volvió a experimentar una crispación en la boca del estómago y una sensación de vértigo. Al respirar sintió su aliento frío en sus fosas nasales. Temió que fuera a desmayarse.
Él apartó la vista, dijo algo a la señorita Wishart y le sonrió.
El desprecio que sentía hacia sí mismo salvó a Moira de la ignominia. ¿Cómo era posible que hubiera estado a punto de desmayarse por el hecho de ver a un hombre? ¿De ver a Kenneth? ¡Era inconcebible! ¡Eso nunca! Hizo lo que Harriet había hecho hacía unos minutos. Abrió su abanico y se abanicó la cara para refrescarse. De pronto sintió un calor tan intenso como el frío que había experimentado hacía unos momentos.