Capítulo 8

Moira estaba de pie, oprimida contra la pared frente a la puerta, con las palmas de las manos apoyadas a cada lado de su cuerpo, los dedos extendidos como si creyera poder empujar el muro hacia fuera y escapar. Su rostro, a la luz de la linterna, mostraba una palidez mortal.

—Siéntate, Nelson —ordenó Kenneth a su perro.

Nelson se sentó jadeando.

Ella no movió ni un músculo. No dijo nada.

—Debí traer un látigo para azotaros —dijo él. En cuanto la vio el temor dio paso a la furia.

Ella miró al perro y luego a Kenneth cuando éste entró, cerró la puerta a su espalda y dejó la linterna sobre la repisa de la ventana.

—Un gesto muy gótico —replicó ella con desdén.

Kenneth la examinó de pies a cabeza. Lucía una capa con capucha que él supuso que pasaba por una prenda invernal femenina, pero que en una noche como ésta resultaba tan útil como un abanico en el infierno. Sus botines quizá bastaran para impedir que se mojara los pies en un par de centímetros de nieve. Lucía sólo un guante.

—¿Qué diablos os indujo a tratar de regresar a casa andando —le preguntó—, cuando os ordené claramente que os quedarais en Dunbarton y teníais motivos suficientes para obedecerme?

—No deseaba quedarme en Dunbarton —respondió ella.

—De modo que decidisteis arriesgar vuestra vida —dijo él—, porque no deseabais quedaros en Dunbarton —añadió imitando el tono de su voz.

—Es mi vida y puedo hacer con ella lo que quiera —replicó ella—. Y no soy uno de vuestros soldados para obedecer vuestras órdenes sin rechistar.

—Una circunstancia por la que deberíais sentiros eternamente agradecida —dijo él.

Ella alzó el mentón y le miró enojada. Él se abstuvo de mostrar su ira salvo con su gélida mirada.

—Creo que esto es vuestro —le dijo, sacando el guante de su bolsillo—. ¿Os lo quitasteis porque teníais calor?

Ella alargó el brazo y se lo arrebató.

—El botón de mi capucha se soltó —contestó—, y no podía volver a abrochármelo con los guantes puestos. Más tarde no pude encontrarlo en la nieve. Fue absurdo. Sabía que estaba allí, pero no logré dar con él.

—Vuestra imprudencia ha sido vuestra salvación —dijo él—. Nelson captó en él vuestro olor.

Ella miró al can con recelo.

—No temáis, no os saltará a la yugular —dijo él—. Esta noche os ha salvado la vida. Suponiendo que os la haya salvado. Aún tenemos que sobrevivir varias horas de un frío intenso antes de que amanezca y sea más seguro salir de aquí. ¿Comprendéis ahora adónde conduce una estúpida rebeldía, Moira?

—No tenéis por qué soportar el frío —replicó ella con manifiesta indignación—. Podéis regresar a casa. Estoy segura de que seréis capaz de encontrar el camino. Aquí sola estaré muy cómoda, como lo estaba antes de que aparecierais.

Él avanzó unos pasos y se detuvo frente a ella.

—A veces, Moira —dijo—, os comportáis como una niña. Veo que aquí no hay troncos ni leña menuda. Es una lástima. Tendremos que arreglarnos sin encender fuego. Esto ayudará de momento, pero sólo de momento. —Kenneth sacó del bolsillo la petaca de brandy que había tenido la precaución de traer consigo. Desenroscó el tapón y se la ofreció—. Bebed.

—Gracias —contestó ella—, pero no bebo.

—Moira —dijo él mirándola fijamente a los ojos—, podéis beber de forma voluntaria o por la fuerza. Como gustéis. A mí me da lo mismo. Pero os aseguro que beberéis.

—¿Por la fuerza?

Ella le miró con los ojos muy abiertos al tiempo que los dientes le castañeteaban. Le arrebató la petaca de la mano y la acercó a sus labios. Inclinó la cabeza hacia atrás casi con gesto de venganza. Acto seguido se puso a toser y a escupir mientras se llevaba la mano a la garganta.

—Al menos —observó él secamente cuando ella recobró de nuevo el resuello—, sé que no me habéis desafiado fingiendo que bebíais.

Tomó la petaca de manos de Moira y bebió también un trago. Sintió una grata sensación de calor deslizándose por su garganta hasta alcanzar su estómago.

—Aparte del brandy —dijo echando un vistazo alrededor de la cabaña—, disponemos de nuestras ropas, una manta y el calor que emanamos los tres. Supongo que podría ser peor.

—Podéis quedaros con la manta —replicó ella enojada—. Yo ocuparé el camastro.

Era bastante estrecho y estaba cubierto con un jergón de paja muy viejo, lleno de bultos, que tenía un aspecto nada confortable. Pero era mejor que el suelo de tierra.

Él se echó a reír.

—Creo que no lo entendéis —dijo—. No estamos hablando de dignidad o decoro, Moira. Estamos hablando de sobrevivir. Hace frío. El suficiente para causarnos una grave enfermedad. El suficiente incluso para matarnos. Uno puede morirse de frío debido a los rigores del tiempo, os lo aseguro. He visto a hombres congelados y muertos en el piquete después de una noche muy fría.

Durante unos segundos él vio temor en los ojos de Moira. Pero era una mujer de carácter fuerte. En ese aspecto no había cambiado. Aún no había aceptado lo inevitable.

—Tonterías —contestó ella. Los dientes seguían castañeteándole.

—Lo compartiremos todo —dijo él—. Incluyendo el calor de vuestro cuerpo, Moira. Y si os avergüenza, repele o enoja, mejor que mejor. Cualquier emoción es preferible a no sentir ninguna. Según dicen, sólo la muerte nos priva de toda emoción.

Ella no dijo nada más. Por su gesto de resignación él interpretó que había comprendido la sensatez de sus palabras. Kenneth empezó a desabrocharse los botones de su gabán mientras ella le observaba con recelo.

—Abríos la capa —dijo él.

—¿Por qué?

Ella alzó la vista y le miró.

—Compartiremos nuestro calor corporal —respondió él—. No vamos a diluirlo con capas de tejido entre nosotros cuando podemos utilizar nuestra ropa de forma más provechosa. No envolveremos como podamos en vuestra capa, mi gabán, mi chaqueta y mi chaleco. Dentro de ellos, estaremos muy juntos. Éste no es momento para mojigaterías o disputas familiares. Compartiremos la manta. Acostaos en el camastro antes de que apague la luz de la linterna. No debemos arriesgarnos a morir abrasados. Sería irónico, ¿no?

—Kenneth… —respondió ella con voz ligeramente temblorosa. Tragó saliva—. Milord…

Pero él se había vuelto para ocuparse de la linterna. ¿Cuántas horas faltaban para que amaneciera? No tenía ni idea de qué hora era. ¿Y podrían abandonar la cabaña cuando hubiera luz fuera? Pero no convenía adelantar acontecimientos. En cualquier situación de crisis el momento presente era lo único importante. Era lo que él había aprendido con los años. Resuelve la situación presente y deja que el futuro —la próxima hora, el próximo día o el próximo año— se resuelva solo.

Apagó la luz de la linterna y se volvió hacia el camastro.

Lo primero que ella sintió fue una profunda humillación. Si no hubiera sido tan necia —una forma suave de describir su conducta—, en estos momentos estaría en Dunbarton. Odiaría estar allí, pero al menos estaría en un lugar caldeado y a salvo detrás de una puerta cerrada…, y sola. Se acostó en el camastro y se apretujó cuanto pudo contra la pared. En cuanto la luz se apagó, se desabrochó a regañadientes la capa percatándose de la liviandad de su vestido. Era más liviano que cualquiera de sus camisones.

Lo segundo que sintió fue un intenso bochorno. Él se tumbó a su lado y casi sobre ella —era un camastro muy estrecho, destinado sólo a persona—, le abrió la capa con manos firmes, deslizó un brazo debajo de su cuello sin contemplaciones y la estrechó con fuerza contra su cuerpo. Estaba oprimida contra a él de la frente a las puntas de los pies, cubierta sólo con su sutil traje de noche —que ahora le parecía aún más delgado—, y lo único que se interponía entre ellos eran la camisa y los bombachos de él. Tenía un cuerpo recio y un tacto y olor alarmantemente varoniles. Entonces ajustó las ropas de ambos alrededor de ellos como una especie de envoltura y por último colocó la manta. En ese momento dijo, pero no a ella:

—Sube, Nelson.

El perro saltó sobre ellos, respirando ruidosamente sobre sus rostros y girándose una y otra vez hasta instalarse cómodamente sobre las piernas de ambos.

Lo tercero que sintió ella fue una sensación de alivio. Empezaba a entrar en calor. El gabán de él era grueso. Al igual que la manta. El perro pesaba y emanaba calor. El cuerpo de Kenneth emanaba calor. Como es natural, él lo había dispuesto todo para que ella estuviera lo más cómoda posible. La había obligado a apoyar la cabeza debajo de su barbilla, cubriéndosela casi por completo. Ella tenía las manos apoyadas sobre el pecho de él como si fuera una estufa caliente. Percibía los latidos de su corazón, fuertes y acompasados. No se había percatado del frío que tenía hasta que el calor empezó a sustituirlo.

Era una cuestión de supervivencia, había dicho él. Ella se concentró en ese pensamiento y procuró apartar todos los demás. Por ejemplo, la chocante proximidad de él. O bien, el olor a almizcle de su agua de colonia. O qué pasaría, mañana.

—Relajaos y procurad dormir —dijo él. Ella sintió su aliento cálido sobre su piel.

¿Cómo podría dormir y mirarlo mañana a los ojos?, pensó ella. ¿O durante el resto de su vida? ¿Cómo podría mirar a sir Edwin a los ojos? ¡Cielo santo, sir Edwin! ¿Interpretaría esto también como un gesto de buena vecindad? ¿Como amistad? A Moira le alarmó la risita nerviosa que apenas consiguió reprimir. Éste no era el momento de dejarse llevar por la hilaridad. La situación no tenía nada de divertida. Él había estado en lo cierto al decir que se comportaba como una niña.

—Es ridículo pensar siquiera en la posibilidad dormir —replicó ella con la boca oprimida contra el corbatín de él.

—Todo es posible —dijo él—. Creedme.

Moira pensó de repente, sorprendida, que debió de quedarse adormilada. Sentía de nuevo frío pero no se había percatado de que se enfriaba. Las ropas de ambos y la manta ya no le parecían tan deliciosamente pesadas, y el perro se había trasladado a los pies de ellos. Notó que temblaba debido al frío y aunque apretó la mandíbula, no pudo evitar que los dientes le castañetearan. Trató de apretujarse más contra él, pero no podía. O eso creía.

—Hace un frío polar —dijo él, y la serenidad y proximidad de su voz la tranquilizó, hasta que prosiguió con la frase—. Sólo conozco un medio de que entremos en calor. Tendremos que compartir también nuestros cuerpos además de nuestro calor corporal.

Ella captó el significado de sus palabras al instante. Estaban más que claras. Pero permaneció inmóvil durante unos momentos, esperando la reacción de temor e indignación que sin duda le suscitaría semejante sugerencia. ¿Compartir sus cuerpos? Ella no sentía nada salvo la incómoda sensación de frío. Era una cuestión de supervivencia, había dicho él. Uno podía morirse de frío. Ella no estaba segura de que la situación fuera tan grave, pero tampoco estaba convencida de lo contrario. ¿Les aportaría eso calor? Supuso que él debía de saberlo.

—Sí —dijo, preguntándose si había analizado la cuestión con el debido detenimiento. Pero no retiró su consentimiento. De todos modos, era demasiado tarde para hacerlo.

Sintió la mano de él entre ambos manipulándose el pantalón y luego levantándole a ella el vestido y despojándola de sus prendas interiores como si estuviera muy acostumbrado a hacerlo, cosa que ella no dudaba en absoluto. Empezaba a sentir más calor, mucho más, pensó absurdamente. Y una mayor agitación. ¿A qué había dado su consentimiento? Necesitaba tiempo para pensar. Pero tenía demasiado frío, y estaba demasiado nerviosa, para pensar con claridad.

De pronto él la colocó boca arriba y se tumbó sobre ella, separándole las piernas con las suyas. Luego les cubrió a ambos con la capa de ella y la manta.

—Relajaos —le dijo en voz baja al oído—. Gozad con ello si podéis después del dolor inicial. La mejor forma de entrar en calor es gozar con ello.

Ella sintió como si estuviera ardiendo. Su mente tuvo un solo instante de espantosa claridad al sentir que su miembro viril empezaba a penetrarla. El futuro —mañana, el resto de su vida— desfiló ante sus ojos como dicen que el pasado de uno desfila ante sus ojos cuando está a punto de morir. Pero de golpe su mente reconoció el carácter irreversible de lo que estaba sucediendo, y la espantosa carnalidad del momento, y volvió a cerrarse a todo pensamiento. Él estaba dentro de ella, dilatando su pasaje íntimo hasta el punto de causarle dolor. Iba a lastimarla. En efecto, cuando la penetró más profundamente ella sintió un dolor lacerante. Y era demasiado tarde para pensar. Ella no podía dejar de pensar.

Sin duda el hecho de compartir sus cuerpos aportaba calor. Era algo tremendamente íntimo. Doloroso. No, había sido doloroso durante unos instantes. Ella ya no sentía frío. ¿Cómo iba a sentirlo? El peso del cuerpo de él constituía una manta muy eficaz. ¿Dónde se había metido Nelson? Pobre Nelson, tendría frío tumbado en el suelo. Ella no tenía frío. Su mente trató de centrarse en cosas triviales como ésas. No, no eran triviales. Hacía esto para sobrevivir, no por otro motivo. De pronto se le ocurrió un pensamiento aún más espantoso. Estaba con Kenneth. ¡Santo Dios, era Kenneth, y estaba dentro de ella! Moira desechó ese pensamiento de su mente.

—Procurad relajaros —dijo él—. Intentaremos que esto dure tanto rato como sea posible. Pues de hecho, cuando esto haya terminado, habréis entrado en calor.

¿Esto? ¿Qué procurarían que durase tanto rato como fuese posible? Era increíblemente ingenua, pensó Moira durante los próximos minutos. Había creído que bastaría con unir sus cuerpos. A la avanzada edad de veintiséis años se había congratulado de no estar sumida en la típica ignorancia de una solterona. Sabía perfectamente lo que sucedía en el lecho nupcial. Pero lo cierto es que no sabía nada. Y era evidente que él lo sabía todo. Qué idea tan estúpida. Por supuesto que lo sabía. Era un hombre y sin duda muy experimentado. Era lógico en un hombre como Kenneth. Se movía dentro de ella con lentitud y firmeza, rítmicamente, penetrándola hasta que la incómoda fricción debido a la sequedad dio paso a una sensación placentera.

Las manos de él ascendieron hasta sus pechos e hizo algo con sus dedos a través del sutil tejido de su vestido que le provocó una intensa sensación, casi de dolor, en su abdomen y su garganta. Luego oprimió su boca contra la suya, abierta y maravillosamente cálida.

—Procurad gozar —murmuró él—. Os aportará más calor. Abrid la boca.

Cuando ella lo hizo, obedeciéndole ciegamente, él deslizó la lengua dentro de su cavidad, imitando allí los movimientos que hacía en otro lugar.

Ella sintió de nuevo un calor abrasador, tan intenso que apenas podía soportarlo. Ardía de placer y de asombro de que algo tan físico pudiera ser a la vez tan placentero. En alguna parte la cordura y la vergüenza esperaban a que ella las registrara en su mente. Pero se negaba a hacerlo. No quería pensar.

El abrazo íntimo entre ambos se prolongó largo rato hasta que los movimientos de él se hicieron más profundos y se quedó inmóvil. Durante unos instantes ella sintió un calor aún más intenso en su interior. De alguna manera le pareció el momento más íntimo y placentero, aunque deseaba que el placer continuara. Él la oprimía con su peso, respirando trabajosamente en su oído. Ella percibió de nuevo los latidos de su corazón. Se sentía invadida por un calor maravilloso.

Al cabo de un rato él se alzó un poco, lo suficiente para que ella pudiera respirar con más facilidad. Seguía cubriéndola a medias. No bajó sus ropas y las de ella. Yacían piel contra piel.

—Esto nos procurará calor durante un rato —dijo—. En caso necesario, volveremos a hacerlo más tarde. Sube, Nelson.

Kenneth se dio una palmada en el muslo y el perro saltó de nuevo para tumbarse sobre las piernas de ambos.

Se expresaba con tono frío y neutro, pensó Moira, como si acabaran de decidir que entrarían en calor bebiendo otro trago de su petaca o cubriéndose mejor con sus respectivas ropas y la manta. Se había expresado en ese tono desde el principio y durante lo que habían hecho juntos. Como si lo que había sucedido no tuviera la menor importancia. Pero ¿qué esperaba ella? ¿Qué él le hablara con el tono aterciopelado de un amante? No eran amantes. No habían hecho el amor. Habían hecho simplemente lo necesario para sobrevivir. Y había sido muy eficaz, al menos de momento. Ella sentía en su mejilla el calor que emanaba del hombro de él a través de su camisa.

Pero su voz era un recordatorio. Había hablado con la voz del conde de Haverford. Con la voz de Kenneth. Era el conde de Haverford, pensó ella deliberadamente, imaginándolo detrás de sus párpados cerrados tal como había aparecido en el baile; espléndidamente vestido, alto, elegante, apuesto, aristocrático, altivo. Era Kenneth. El muchacho que ella había adorado de lejos, el joven al que había amado y con quien procuraba encontrarse siempre que podía hasta que él la había pillado…, hasta que habían ocurrido esos hechos tan dolorosos con Sean. Hasta que ella había comprendido cómo era en realidad y dónde residían sus lealtades. Hasta que había comprendido que el amor que él le había jurado que sentía por ella no valía nada. Hasta que había llegado a odiarlo con una intensidad equiparable al amor que le había precedido.

En esos momentos yacía en la cabaña del ermitaño con Kenneth, el conde de Haverford. Acababan de…, no. Ése no era el término apropiado para describir lo que había ocurrido entre ellos. Habían copulado. Sin amor, sin comprometerse, sin siquiera afecto o respeto. Con el mero propósito de sobrevivir. Una suerte peor que la muerte… Moira esbozó una amarga sonrisa al pensarlo. Al parecer el instinto de supervivencia era a fin de cuentas más fuerte que cualquier otro.

Y mañana, pensó, temiendo que amaneciera, sería insoportable. El tremendo bochorno… Su mente se negaba a pensar en cuestiones infinitamente más importantes que el bochorno que experimentaría mañana. Y la culpa de todo la tenía ella. ¿Cómo pudo ser tan estúpida, estúpida, estúpida?

Durante la noche había dejado de nevar y el viento había remitido. A la luz grisácea de las primeras horas del amanecer incluso parecía que el sol luciría más tarde. Kenneth se detuvo en la puerta de la cabaña del ermitaño, pateando el suelo, golpeando sus manos enguantadas una contra otra, impaciente por ponerse en marcha a fin de entrar de nuevo en calor. Detrás de él, Moira dobló la manta y se abrochó la capucha debajo del mentón. No se habían dirigido la palabra desde que ella había comentado que habían aparecido las primeras luces del día. Él había estado durmiendo.

Correr, pensó él. Correr sin moverse del lugar. Moviendo enérgicamente las piernas y los brazos. Forzando el ritmo. Manteniendo el ritmo. Ignorando los gemidos de protesta y las quejas del cansancio. Lo había hecho varias veces en España. Había obligado a sus hombres a hacerlo, gritándoles, maldiciéndolos, uniéndose a ellos, colocándose entre sus filas, corriendo con ellos para que supieran que no se comportaba simplemente como un sádico con ellos. Siempre les había dicho que en caso necesario estaba dispuesto a perder a algunos de sus hombres frente a los cañones enemigos. Pero no estaba dispuesto a perder a uno solo debido al frío. Jamás le había ocurrido.

Se le había ocurrido esta mañana, cuando habían pasado varias horas y era demasiado tarde para que el hecho de pensar en ello resultara útil. Su mente ni siquiera había pensado en ello anoche. Correr sin moverse del sitio la habría mantenido viva…, y furiosa, desde luego. Pero habría sobrevivido a su furia.

Kenneth pensó malhumorado en lo que podía ocurrir. Pero era inútil pensar en el futuro. Era fijo e inmutable. Se volvió impaciente para comprobar si Moira estaba lista para marcharse.

—Debo deciros algo antes de que nos vayamos de aquí —dijo ella.

Él había decidido que se marcharían aunque el suelo estuviera cubierto por varios palmos de nieve y hallar un camino seguro para descender al valle no fuera empresa fácil. Aunque no suponía que ella se opondría a esa decisión. Su rostro, enmarcado por el color gris oscuro de su capucha, estaba pálido y mostraba una expresión firme y serena. Sus ojos no rehuyeron los suyos como él había supuesto. Pero, claro está, era Moira.

—No creo que sea necesario decir nada en estos momentos, Moira —respondió él—. Los dos somos adultos. Conocemos las reglas. Debemos ponernos en marcha.

—Sí, existen unas reglas —dijo ella—. Supongo que me acompañaréis a casa y hablaréis con mamá. Como es natural, os atribuiréis toda la culpa de lo sucedido. Supongo que luego escribiréis a sir Edwin Baillie, con tacto y discreción, y os atribuiréis toda la culpa. Supongo que luego me haréis una proposición formal y en privado, y fingiréis que no hay nada que deseéis más que casaros conmigo.

—Creo que podemos obviar ese último detalle —replicó él, irritado. ¿Imaginaba ella que le complacía la idea de lo que debía ocurrir ahora? ¿Que le entusiasmaban los acontecimientos que habían trastocado su vida?

—Podemos obviarlo todo —dijo ella—. No quiero que tratéis de dar ninguna explicación, que tratéis de protegerme de toda culpa. No quiero que me hagáis una proposición. Si lo hacéis, la rechazaré.

—Os portáis de nuevo como una niña —dijo él secamente. La había tomado dos veces durante la noche. Sin duda aún había sido virgen, tal como él había supuesto. Ninguno de los dos tenía ninguna opción sobre lo que debía ocurrir ahora—. No hay nada de qué hablar.

—¿Me comporto como una niña porque me niego a casarme con alguien a quien desprecio y que me desprecia a mí? —preguntó ella—. A mi modo de ver lo infantil sería casarme con vos porque las circunstancias nos obligaron a…

Alzó el mentón y le miró enojada.

—¿Mantener una relación carnal? —inquirió él—. Es lo que hacen los maridos con sus esposas, Moira. O lo que hacen dos personas antes de convertirse inevitablemente en marido y mujer.

—¿De modo que soy la primera mujer con la que os habéis acostado? —preguntó ella—. ¿Cómo es que no os ha sucedido aún lo inevitable?

Él arrugo el ceño y contestó irritado y quizás imprudentemente.

—Sois la primera dama. No sois una puta, Moira.

Ella abrió mucho los ojos, sorprendida, pero se rió.

—Informarán a mamá que pasé la noche en Dunbarton —dijo—. Ya deben de habérselo dicho. A los ocupantes de Dunbarton pueden decirles que pasasteis la noche en Penwith. Nadie tiene que saber dónde o cómo pasamos realmente la noche.

—¿Ni siquiera sir Edwin Baillie? —preguntó él, mirándola con las cejas arqueadas.

—No —respondió ella.

—¿No se llevará cierta sorpresa en vuestra noche de bodas? —preguntó él.

Ella le miró con desdén.

—Como es natural, romperé mi compromiso con él —respondió—. Pero no me casaré con vos. Si me lo pedís sólo causaréis una complicación innecesaria.

Por alguna razón él estaba furioso. Debería sentirse complacido, pero en los ojos de ella sólo veía rencor y sólo podía recordar la forma en que se había apretujado contra él durante la noche y el calor que emanaba su cuerpo cuando él la había montado. Pardiez, pero si hasta había gozado con ello. Pero ¿qué esperaba de ella esta mañana?, se preguntó. ¿Que le mirara con la dulce expresión del amor? Eso le habría horrorizado.

—No os culpo de nada —dijo ella al tiempo que las fosas de su nariz de dilataban de ira. Le miró indignada—. ¿Creéis que no sé que fui una estúpida al marcharme anoche de Dunbarton? ¿Creéis que no sé que arriesgasteis la vida por salir en mi busca? ¿Y que anoche me salvasteis la vida? Sí, lo hicisteis. No estoy segura de que esta noche hubiera sobrevivido aquí sola. ¿Creéis que no sé que estoy en deuda con vos?

—No me debéis nada —respondió él.

—¿Y creéis que tendré que pagar esa deuda cada día de mi vida? —preguntó ella—. ¿Tratando de complaceros y hacer que os sintáis a gusto en un matrimonio que os visteis forzado a contraer en contra de vuestra voluntad? Prefiero morirme. No me casaré con vos.

—Entonces no os lo pediré —contestó él secamente—. Como gustéis. Pero quizá tengáis que cambiar de opinión, Moira. En tal caso, seréis vos quien deberéis pedírmelo a mí. Veremos si eso os agrada.

Por el ligero rubor que cubría sus mejillas comprendió que ella había captado el significado de sus palabras. Se miraron furiosos durante unos momentos antes de que él avanzara un paso hacia ella, se quitara la bufanda que llevaba alrededor del cuello y se la colocara a ella con firmeza, tras lo cual dio media vuelta y echó a andar a través de la nieve que le llegaba a las rodillas. Se volvió para tomarla del brazo, y después de cierta resistencia inicial, ella aceptó que la ayudara, apretando los labios y con gesto hosco.

Nelson les precedió brincando alegremente.