Capítulo 7

Cuando sir Edwin se marchó Moira casi disfrutó del baile. Por más que se sentía culpable al reconocer que le resultaba más cómodo estar con sus vecinos y amistades sin él, no dejaba de ser verdad. Y ahora que había dejado atrás el vals con el conde de Haverford, ya no experimentaba la tensión de saber que aún tenía que enfrentarse a ese trago. Bailó con caballeros a los que hacía años que conocía, o bien se sentó a conversar con sus esposas e hijas. Fue muy fácil evitar a la vizcondesa y al vizconde de Ainsleigh, puesto que ambos también estaban decididos a evitarla a ella.

Moira habría disfrutado más de no ser por lo incómoda que se sentía al pensar que al término de la velada dependía de que el conde pidiera su carruaje para que la transportara a casa. Al principio trató de pensar en algún vecino que estuviera dispuesto a ofrecerle un asiento en su coche, pero no había nadie que no tuviera que desviarse un buen trecho para llevarla por el valle a Penwith. Todos los demás se dirigían a Tawmouth, a algún lugar situado a este lado del valle o al otro lado del mismo. Y la única carretera que conducía al otro lado del valle pasaba a través del pueblo. Así pues, no tendría más remedio que abusar de la amabilidad de un hombre con quien no deseaba estar en deuda.

Pero sería incluso peor de lo que ella imaginaba, mucho peor. Debido al gran placer que les deparaba la velada tras haberse restituido la antigua tradición del baile en Dunbarton, nadie había reparado en que la nieve caía con más fuerza. Habían cenado y faltaba una hora para la medianoche, y la señorita Pitt empezó a decir que se hacía tarde a sus interlocutores que no deseaban oírlo, cuando observaron que el conde de Haverford hablaba con el señor Meeson y el señor Penallen y dichos caballeros hablaron con otros y por fin las señoras se enteraron de que empezaba a nevar con fuerza y la prudencia aconsejaba que se marcharan sin más dilación.

La señorita Pitt comentó que era ya muy tarde, y que ninguno de ellos quería quedarse más tiempo de lo debido y convencer a su señoría de no repetir el baile el año que viene. Todos los asistentes, puesto que no tenían otra alternativa, convinieron alegremente en que había llegado la hora de marcharse.

Moira vio con creciente turbación que sus vecinos y amigos abandonaban el salón de baile y sólo permanecían los invitados que se alojaban en la mansión. La mayoría de ellos, a pesar de que se los habían presentado al comienzo de la velada, le parecían extraños, aunque dos ancianas tuvieron la amabilidad de conversar con ella. No sabía si debía abandonar también el salón e ir en busca del conde, que probablemente estaba abajo despidiéndose de sus invitados. Quizá se había olvidado de ella. Moira pensó que debería haberse marchado con Harriet. Lamentó que se le ocurriera ahora, cuando era demasiado tarde. Durante unos momentos su mirada se cruzó con la de la condesa, quien la miró un tanto sorprendida y con desdén. Entonces se apresuró a desviar la vista, se levantó y se disculpó.

Se encontró con el conde en el rellano frente al salón de baile cuando él subía la escalera. De modo que todo el mundo se había marchado. Era demasiado tarde para pedir a Harriet que la llevara en su coche. Ahora se sentía decididamente incómoda.

—Lamento importunaros, milord —dijo—. ¿Está listo el coche? No es necesario que me acompañe una doncella. Puedo ir sola en el carruaje.

—Debí haber tomado la iniciativa antes —respondió él—. Pero no quería estropear la fiesta a nadie antes de que fuera realmente necesario. Es difícil juzgar el tiempo desde el interior de la casa. —La hondonada y los árboles del parque que rodeaban Dunbarton Hall protegían la mansión de los vientos marítimos—. Fui andando hasta la carretera y me temo que el tiempo ha empeorado. La carretera de Tawmouth no ofrecerá peligro durante al menos una hora, pero me temo que puede ser peligroso que un carruaje transite por la empinada carretera que desciende hacia Penwith. No deseo poner en peligro vuestra seguridad. Esta noche pernoctareis aquí como mi huésped. Mañana decidiremos cómo llevaros de regreso a vuestra casa.

—Me niego en redondo, milord —respondió ella mirándolo alarmada—. Si es demasiado peligroso para un coche y unos caballos, iré andando. Estoy acostumbrada a caminar. Cinco kilómetros no es una distancia excesiva.

—Pero esta noche os quedaréis aquí —dijo él—. Insisto. No se hable más, Moira.

Ella supuso que no estaba habituado a que nadie le llevara la contraria cuando empleaba ese tono y mostraba esa expresión que hacía que se te congelara la sangre en las venas. Supuso que como oficial de caballería nunca había tenido problemas de disciplina con sus hombres. Pero ella no era uno de sus hombres.

—No deseo quedarme —dijo—. Deseo irme a casa. Además, mi madre se preocupará si no regreso.

—He enviado a un mozo de cuadra a informar a lady Hayes de que esta noche os quedaréis aquí —contestó él.

—Ah. —Ella arqueó las cejas—. ¿De modo que un mozo de cuadra puede ir andando a Penwith sin que corra ningún peligro pero yo no?

—No seáis pesada, Moira —dijo él.

Ella le miró indignada.

—No recuerdo, milord —dijo con un tono tan gélido como el de él—, haberos concedido permiso para llamarme por mi nombre de pila.

—No seáis pesada, señorita Hayes —dijo él, ofreciéndole el brazo y haciendo una media reverencia—. Permitid que os acompañe de regreso al salón de baile. Se ha ido ya mucha gente, pero calculo que la fiesta continuará durante aproximadamente una hora. Más tarde haré que os conduzcan a vuestra habitación y me aseguraré de que dispongáis de todo cuanto necesitéis.

Ella se sentía atrapada y profundamente turbada. Si no tenía más remedio que pernoctar en Dunbar, prefería cien veces que la acompañaran de inmediato a su habitación que tener que regresar a un salón lleno de extraños, casi todos emparentados de alguna forma con él. Pero decir eso le habría revelado a él su turbación, cosa que ella deseaba evitar a toda costa. De modo que apoyó el brazo en el suyo.

Él bailó de nuevo con ella. No era un vals, de lo cual Moira se alegró, sino una animada contradanza. No obstante, le turbó que los parientes de él le vieran mostrarse tan innecesariamente deferente con ella. No había bailado con ninguna otra mujer más de una vez; ni siquiera con la señorita Wishart, la cual había conversado con él en varias ocasiones entre baile y baile. Moira sintió la fuerza de sus manos en las suyas mientras bailaba con ella y lamentó que fuera tan alto y fuerte. Se sentía disminuida, derrotada. Se sentía como una mujer desvalida. Y sin duda lo era. Estaba obligada a casarse con un hombre por el que ni siquiera sentía simpatía porque era una mujer incapaz de mantenerse a sí misma ni a su madre. Pero no necesitaba que se lo recordara precisamente el conde de Haverford. Él y sir Edwin —¡hombres!— tenían la culpa de que ella se encontrara en esa situación.

Cuando la contradanza terminó él hizo ademán de conducirla hacia un grupo de gente joven, pero ella apartó el brazo del suyo.

—Me sentaré con vuestras tías —dijo, indicando a las dos damas que se habían mostrado antes tan amables con ella. Ambas conversaban animadamente.

—Muy bien —respondió él, inclinándose ante ella sin ofrecerse para acompañarla.

Ella se alegró de que se abstuviera de hacerlo. Sabía que era el centro de todas las miradas, lo cual hacía que se sintiera profundamente incómoda. Maldito fuera sir Edwin Baillie y su exagerada preocupación por la salud de su madre, pensó Moira. No tenía ningún derecho de dejarla sola aquí. Pero al comprender que aunque sir Edwin se hubiera quedado aquí quizá no habrían podido regresar esa noche a Penwith, de pronto se alegró de que éste no estuviera. Le horrorizaba pensar en el discurso de gratitud que sir Edwin habría soltado si el conde de Haverford les hubiera ofrecido a los dos su hospitalidad.

No deseaba interrumpir la animada conversación en que ambas señoras estaban enfrascadas. Quizá se habían alegrado de verla alejarse, de quedarse solas para hablar de lo que las tenía tan absortas. De modo que dio media vuelta y se dirigió a la sala del refrigerio. Hacía poco que habían servido la cena y estaba desierta, aunque quedaban dos lacayos y ponche en la ponchera. Cuando uno de los sirvientes hizo ademán de tomar un vaso y un cucharón, ella negó con la cabeza y se situó junto a la puerta, contemplando a través de la ventana el paisaje blanco que se extendía fuera. Incluso en la oscuridad podía ver la nieve. ¿Y si seguía nevando durante toda la noche? ¿Y si no podía regresar mañana a casa? La mera idea hizo que se estremeciera de contrariedad.

De pronto, encima del murmullo de conversación en el salón de baile, oyó dos voces con toda claridad. Los dueños de éstas debían de hallarse junto a la puerta que daba a la antesala.

—He dado orden de que preparen una habitación para ella —dijo el conde de Haverford—. No es necesario que te esfuerces, mamá.

—Debiste enviarla a Tawmouth en uno de los carruajes —respondió la voz de la condesa—. Allí tienes muchas amistades. Me disgusta tenerla bajo mi techo, Kenneth.

—Disculpa. —La voz del conde sonó de repente tan fría como arrogante—. La señorita Hayes pasará la noche bajo mi techo, mamá. Y será tratada con la cortesía que merece.

—Kenneth… —Esta vez era la voz de la vizcondesa de Ainsleigh, que parecía jadear como si se hubiera acercado a él apresuradamente—. ¿Por qué está Moira Hayes todavía aquí? ¿Debo entender que…?

Pero el sonido de su voz fue sofocado de improviso por el clic de una puerta al cerrarse. Uno de los lacayos de servicio junto a las poncheras sonrió a Moira con gesto de disculpa cuando ésta se volvió.

—Disculpad, señora —dijo el criado—, pero había mucha corriente. Cuando deseéis marcharos, no tenéis más que indicármelo y os abriré la puerta.

—Gracias —respondió ella, apartando la vista del turbado semblante del criado. Cuando deseéis marcharos. Ella deseaba marcharse ahora mismo. Era insufrible que la forzaran a quedarse en un lugar donde se sentía a disgusto. Y ellas, lady Haverford y Helen, la odiaban, pensó. Porque pertenecía a una familia a la que siempre habían considerado su enemiga. Más concretamente, porque era hermana de Sean Hayes. Moira se preguntó brevemente si estaban al tanto de su relación con Kenneth, si él les había contado algo sobre ella. En cierta ocasión le había dicho que la amaba, pero jamás había dicho más que eso. Por supuesto, era una relación imposible, incluso antes de que Sean…

Ahora ya no importaba, pensó Moira, apartando esos recuerdos de su mente e inclinándose hacia delante para apoyar la frente contra el cristal de la ventana. Nada importaba ahora excepto el presente. Sean había muerto y Helen estaba casada con un hombre del agrado de sus padres. Ella se casaría pronto con sir Edwin Baillie, y Kenneth…, bueno, le tenía sin cuidado lo que hiciera el conde de Haverford. Sólo confiaba en que no se quedara permanentemente en Dunbarton, aunque probablemente se quedaría si se casaba con la bonita señorita Wishart.

Moira suspiró. ¿Cómo se había metido en esta desagradable situación? Aunque ella no tenía la culpa de nada, se recordó. Ni siquiera había querido asistir al baile. No había querido quedarse aquí mientras su prometido trataba de desafiar un temporal de nieve. Y desde luego no se había invitado ella misma a quedarse aquí cuando habían comprobado que las carreteras estaban intransitables.

Él había dicho que la carretera que descendía hacia Penwith probablemente sería peligrosa para un carruaje. No podía consentir que ella se fuera a casa andando. Había enviado a un mozo de cuadra, probablemente a pie, para informar a su madre de que ella pasaría la noche en Dunbarton. Moira alzó de pronto la cabeza. ¿De modo que él no podía consentir que ella regresara a casa caminando? Era simplemente su autoritaria orden lo que le impedía a ella hacerlo. No había ninguna otra razón por la cual no pudiera irse. No había ninguna otra razón en el mundo que se lo impidiera. A fin de cuentas, él no tenía que pedir que trajeran su coche y sus caballos para que ella regresara a pie. Disponía de todo cuanto necesitaba: sus piernas y sus pies. Y no temía un poco de nieve y de frío o una caminata de cinco kilómetros en la oscuridad.

Sonrió al lacayo cuando él le abrió la puerta. Se paseó por el perímetro del salón de baile, resistiendo el deseo de atravesarlo desafiando abiertamente a su dueño. Supuso que si él averiguaba sus intenciones sería muy capaz de retenerla por la fuerza. Moira abandonó el salón de baile sigilosamente. Pensó que cualquiera que la viera salir imaginaría que se dirigía al saloncito de señoras. En efecto, se encaminó hacia él para recoger su capa y sus guantes. Se alegraba de haberse puesto sus ropas de más abrigo pese a que sir Edwin había cargado el coche con mantas y ladrillos calientes. Y se alegraba de que éste hubiera insistido en que se pusiera sus botines para el viaje cuando ella se había propuesto lucir sólo sus escarpines para el baile.

Bajó la escalera portando sus prendas y se alegró de no encontrarse con nadie en ella. Se vistió con calma y concienzudamente en el recibidor. Al volverse vio al lacayo que estaba de servicio, le entregó una generosa propina al tiempo que le daba alegremente las buenas noches y salió.

La situación no era tan mala, pensó al principio. El suelo estaba cubierto de nieve y seguía nevando, pero la noche no era especialmente fría u oscura. Salió del patio que le ofrecía protección contra las inclemencias del tiempo y se dirigió hacia el camino de acceso a la casa, el cual le ofrecía menos protección, y cambió ligeramente de parecer. Echó a andar por el camino, que describía progresivamente una inclinación ascendente hasta unirse con la carretera que discurría sobre el valle.

El viento y la nieve la golpearon con fuerza cuando salió de la hondonada y de los límites del bosque que había en el parque de la mansión. Durante un momento se alarmó al enfrentarse al violento temporal y pensó en retroceder sobre sus pasos. Pese a sus ropas de abrigo tenía frío. Pero no soportaba regresar y que todos se enteraran de la imprudencia que había cometido. Además, si andaba a paso ligero llegaría a casa dentro de poco más de una hora.

Echó a andar rápidamente.

Al principio, Kenneth pensó que Moira se había retirado unos momentos al saloncito de señoras o a la antesala para beber una copa. Luego pensó que debía ocultarse en uno u otro de esos lugares. Pero cuando miró en la sala del refrigerio comprobó que estaba desierta, aparte de una pareja muy joven situada cerca de la ramita de muérdago. Y cuando preguntó a una tía abuela suya si había visto a Moira Hayes en el saloncito de señoras la anciana le informó que no.

Luego supuso que debió dirigirse a la alcoba que le había sido asignada y se culpó a sí mismo por no asegurarse de que tuviera alguien con quien conversar en el salón de baile después de que sus vecinos y amigos se hubieran marchado. Pero su mayordomo le aseguró de que no había indicado a la señorita Hayes dónde se hallaba su alcoba, y cuando el mayordomo bajó para preguntar al ama de llaves, ésta le dijo que tampoco la había informado al respecto. Y cuando la señora Whiteman fue en persona a averiguar si la habitación estaba ocupada, comprobó que no lo estaba.

Moira Hayes había elegido otro lugar para ocultarse, pensó Kenneth contrariado, y pasó un buen rato recorriendo una oscura habitación tras otras, sosteniendo un candelabro en una mano. Supuso que tendría frío. La mayoría de estas habitaciones carecían de chimenea. Pero su búsqueda fue interrumpida por la reaparición del mayordomo, quien le informó que la señorita Hayes había abandonado la casa sola y a pie hacía media hora. El lacayo que estaba de servicio en el vestíbulo palideció y se estremeció visiblemente cuando su señoría le preguntó por qué diantres había permitido que saliera, pero no podía regañarlo por eso. No le correspondía a un mero lacayo cuestionar la conducta de sus superiores.

—Ve en busca de una linterna —le ordenó Kenneth secamente mientras él se dirigía hacia la escalera—. Y una gruesa manta.

Moira probablemente llegaría a su casa casi antes de que él saliera en su busca, pensó Kenneth mientras se cambiaba rápidamente, sin la ayuda de su ayuda de cámara, vistiéndose con una ropa de más abrigo, sus botas altas, su gabán, su sombrero de castor y una gruesa bufanda. Eligió sus guantes de cuero más gruesos. Llegaría a Penwith Manor tras ella antes de que pudiera retirarse a descansar y le echaría una buena bronca, pensó malhumorado mientras salía de su habitación y bajaba de nuevo la escalera. Confiaba en que ella casi hubiera llegado a su casa, pensó ansiosamente mientras tomaba la manta bajo el brazo y la linterna, cuya cubierta quizás impidiera que el viento apagara la llama. De hecho, confiaba en que ya estuviera allí cuando llegara él para echarle la bronca. Sintió que las rodillas apenas le sostenían cuando imaginó que llegaba a Penwith y averiguaba que ella no estaba allí. ¿Qué haría entonces?

Se dirigió hacia los establos y entró. Salió al cabo de unos momentos con un eufórico Nelson, el cual se puso a saltar y a brincar de alegría ante el inesperado placer de un paseo nocturno y al que la nieve no parecía incomodarle en absoluto.

Kenneth trató de convencerse de que el temporal había remitido un poco desde la última vez que él había salido de la casa y que nevaba con menos fuerza. Pero antes de que alcanzara la carretera, dejando atrás la protección de la hondonada y los árboles, comprendió que se engañaba a sí mismo. El viento le azotó el rostro y le cortó el aliento mientras se sujetaba el sombrero con una mano y sostenía la linterna junto a su cuerpo con la otra para evitar que la llama se apagase. Un espeso manto de nieve cubría la carretera, prácticamente ocultándola. Y la ventisca seguía cayendo con tanta fuerza que apenas alcanzaba a ver unos pasos frente a él.

Kenneth sintió auténtico pánico. No por él, pues estaba acostumbrado a correr riesgos y pasar muchos días al aire libre, expuesto a los rigores del tiempo. España era un país de extremos. Temía por Moira, una mujer sola en una tormenta de esta envergadura. Sentía demasiado miedo para estar furioso. Echó a andar por la carretera, comprobando desalentado que la nieve había ocultado las huellas de ella, suponiendo que hubiera avanzado por ese camino. Nelson corría junto a él, ladrando de entusiasmo ante esta aventura.

La carretera que conducía al valle descendía de forma abrupta desde la colina aproximadamente a un par de kilómetros desde el extremo del camino de acceso a Dunbarton. Era imposible adivinar cuánto camino había recorrido o cuánto le quedaba por recorrer, pensó Kenneth después de avanzar a través de la espesa nieve durante unos minutos que se le hicieron interminables. Y ni siquiera estaba seguro de que la carretera estuviera visible. Dudaba seriamente de que fuera posible. Si Moira había salido una media hora antes que él, ¿había pasado por ahí antes de que la tormenta arreciara y la nieve fuera tan espesa?

¿Había conseguido regresar sana y salva a su casa o al menos se hallaba al abrigo que ofrecía el valle? Cuando alcanzara el suelo del valle, le quedarían por recorrer aproximadamente un par de kilómetros. Pero él sabía que existían muchas posibilidades de que el valle estuviera también cubierto por una espesa capa de nieve y que el viento aullara a través de él como si se tratara de un túnel. Además, tendría que cruzar un puente. Ella no estaría a salvo ni siquiera cuando hubiera descendido la empinada cuesta. Suponiendo que hubiera conseguido hacerlo.

Kenneth dio con la carretera que descendía hacia el valle sólo porque por fortuna se detuvo para recobrar el resuello en la cima de ella y Nelson avanzó brincando y no se cayó por un precipicio. ¿La habría encontrado Moira también? Él sentía un frío intenso debido al temporal, pero a pesar de ello tenía la espalda cubierta de sudor. ¿Debería haber organizado una partida de búsqueda? No se le había ocurrido. ¿Y había venido ella por este camino? Quizá se había dirigido hacia Tawmouth. Pero el pueblo estaba casi tan lejos de Dunbarton como Penwith.

No cabía duda de que Moira había venido por este camino. Después de descender un breve trecho a través de la nieve, tratando de avanzar más deprisa de lo que aconsejaba la prudencia, Nelson se detuvo para husmear en la nieve y apareció sosteniendo entre los dientes un objeto cubierto de nieve. Era un guante de color negro, un guante de mujer.

¡Cielo santo! Kenneth miró angustiado a su alrededor en busca de extraños bultos en la nieve, sosteniendo la linterna en alto y protegiéndola del viento como podía.

—Búscala, Nelson —dijo, sacudiendo la nieve del guante, abriéndolo a la altura de la muñeca y acercándolo al morro de su perro. ¿Cómo había perdido ella el guante? ¿Y dónde se encontraba ahora?

—¡Moira! —gritó con el tono de voz sobre el que Nat Gascoigne siempre le tomaba el pelo. Había errado su auténtica vocación, solía decirle Nat. Debió ser un sargento—. Búscala, Nelson. ¡Moira!

Con cada paso que daba, comprendía la práctica imposibilidad de seguir adelante. Era imposible que ella hubiera llegado a su casa sana y salva, aunque hubiera salido media hora antes que él. ¿Hasta dónde había llegado? ¿Se había detenido? ¿Se había caído? ¿Se había desviado de la carretera?

—¡Moira!

Kenneth percibió el temor que denotaba su voz.

De pronto Nelson giró bruscamente hacia la derecha, dejando la carretera y empezó a subir la empinada cuesta medio brincando y medio vadeando a través de la nieve. Aullaba muy excitado.

Kenneth comprendió exactamente hacia dónde se dirigía su perro, aunque él mismo no se había percatado de lo cerca que se hallaban. ¿Tenía Nelson razón? Pero el can no conocía la cabaña del viejo ermitaño y no tenía motivos para haber cambiado de dirección de no haber captado un olor humano. Kenneth le siguió, sin apenas atreverse a confiar.

La cabaña de granito había sido construida y habitada siglos atrás cuando Cornualles estaba lleno de hombres santos. Algunos la llamaban «el baptisterio» debido a su techo de dos aguas y su ventana y puerta en arco, porque estaba construida sobre un tramo especialmente pintoresco del río, el cual fluía debajo de un puente de piedra antes de caer en una pequeña pero abrupta cascada. Pero en caso de haber sido un baptisterio, había sido construido en la cima de la colina, lo cual resultaba poco práctico. Lo más probable, según decía la leyenda, es que hubiera sido simplemente una ermita. Aún era utilizada por algún cazador y viajero. Kenneth había jugado allí algunas veces con Sean Hayes. Y en más de una ocasión se había encontrado allí con Moira.

Nelson se puso a ladrar con entusiasmo ante la puerta cerrada. Cuando Kenneth giró la manija no sin cierta dificultad y la puerta se abrió hacia dentro, el can entró apresuradamente, sin dejar de ladrar. Era evidente que no estaba seguro de si su amo le había enviado en busca de un amigo o un enemigo.