Algunos parientes cercanos de Kenneth arquearon las cejas cuando éste mencionó el nombre de Moira, pero todos se comportaron de forma educada. Ninguno vivía lo bastante cerca para verse involucrado personalmente en la disputa. La conversación no decayó en ningún momento gracias al afán de sir Edwin Baillie de informar a todo el mundo que era el baronet de Penwith Manor, que se hallaba tan sólo a cinco kilómetros de Dunbarton, y que habría podido sentirse contrariado por tener un vecino tan cercano que le superaba en cuanto a linaje —sonrió a todos los presentes para que comprendieran que se trataba de una pequeña broma—, de no darse la circunstancia de que ese vecino era también un amigo.
Antes de que hubieran completado la vuelta a la habitación y antes de que la llegada de otros invitados requiriera que ocupara de nuevo su lugar junto a la puerta, Kenneth tuvo que escoltar a Juliana Wishart alrededor del salón, pues ésta deseaba pasear por él, según le informó una de sus tías haciendo que la joven se ruborizara, pero no había conseguido que la acompañara otra dama. Él se había inclinado y respondido con evidente galantería, como es natural. Su tía le miró encantada.
Entonces llegaron al lugar donde se hallaba su hermana, la cual estaba de espaldas a ellos.
—¿Helen? ¿Michael? —dijo él—. ¿Me permitís que os presente a la señorita Moira Hayes y a sir Edwin Baillie? Sir Edwin ha heredado Penwith Manor. Mi hermana y mi cuñado, el vizconde y la vizcondesa de Ainsleigh —añadió dirigiéndose a sus invitados.
Sir Edwin se inclinó profundamente y se lanzó a una perorata mientras Moira hacía una pequeña reverencia y Ainsleigh sonreía. Helen, mostrando evidente desdén, miró a Juliana.
—Mi querida señorita Wishart —dijo, interrumpiendo a sir Edwin en mitad de una frase—, estáis extremadamente elegante esta noche. Debéis decirme quién es vuestro modista. Hoy en día es muy difícil encontrar a alguien digno de que una le patrocine. Claro está que sois exquisitamente menuda. Admiro mucho a las damas de pequeña estatura. ¿Os apetece dar una vuelta conmigo por la habitación? El ambiente aquí está muy cargado.
Tras estas palabras tomó a Juliana del brazo y se alejó con ella, comentando para que todos lo oyeran que también admiraba su pelo rubio y sus ojos azules.
—¡Compadezco a las mujeres morenas! —dijo—. Las rubias son mucho más delicadas y femeninas.
Sir Edwin retomó la frase donde se había interrumpido y Ainsleigh, después de quedarse un tanto perplejo, sonrió de forma encantadora y en cuanto pudo entabló conversación con Moira.
Kenneth pensó contrariado que su hermana había reaccionado igual que su madre, pero con unos modales lamentablemente peores. Era injusto por parte de Helen descargar su amargura sobre Moira, se dijo. Habría sido más lógico que la descargara sobre él. Pero Moira tenía la desgracia de ser hermana de Sean Hayes. Sin embargo, esta noche él había aprendido una cosa, aunque no se había percatado antes de que cursaran las invitaciones. Habría sido mejor que hubiera mantenido las distancias con la familia de Penwith, al menos hasta que su madre y su hermana llegaran a Dunbarton. Y estaría encantado de hacerlo a partir de esta noche. Pero esta noche debía mostrarse cortés con Moira Hayes, puesto que era su anfitrión.
Al dirigir la vista hacia la puerta vio que habían llegado más invitados. Tras disculparse, se apresuró hacia la puerta de doble hoja del salón de baile.
Moira no había asistido nunca a un baile para el que hubieran contratado a una orquesta. Y no había asistido nunca a uno en un marco más espléndido que el austero salón de celebraciones de Tawmouth. Nunca había asistido a una fiesta en cuya pista de baile cupieran más de diez parejas al mismo tiempo.
El baile de Dunbarton era sin duda la celebración más deslumbrante a la que había asistido o asistiría jamás. No le faltaron parejas desde que sir Edwin bailó con ella la primera contradanza, el vizconde de Ainsleigh le pidió la segunda, y varios vecinos se mostraron tan galantes como solían hacerlo en las reuniones del pueblo, asegurándose de que no se quedara sentada durante ningún baile.
Moira habría preferido hallarse en cualquier otro lugar de la Tierra que aquí. Jamás se había sentido tan profundamente incómoda. Podría haber afrontado el bochorno de estar en compañía de sir Edwin durante el largo rato que medió entre la hora de su obscenamente prematura llegada y el comienzo del baile, así como entre cada una de las contradanzas; al fin y al cabo, no era mal hombre, ni excesivamente vulgar. Por lo demás, no tenía más remedio que acostumbrarse a estar en su compañía, tanto en público como en privado. Era algo que requería cierto valor y un gran sentido del ridículo. Pero era infinitamente más difícil hacer caso omiso del cortés desaire que le había hecho la condesa de Haverford o el grosero desdén con que la había tratado Helen.
Durante un tiempo Helen había creído estar enamorada de Sean. Quizá lo había estado realmente. Pero sus planes de fugarse con él se habían frustrado. Se había sentido dolida, avergonzada y deshonrada, aunque no públicamente. Así pues, el odio hacia la familia Hayes se había convertido en algo personal para ella. O eso le parecía a Moira. No había visto a Helen desde lo ocurrido. Ni siquiera sabía si ésta había terminado odiando a Sean.
Sir Edwin no tardó en hallar una explicación para el descortés desaire que les había hecho la vizcondesa de Ainsleigh. Observó con una sonrisita de satisfacción que su anfitrión había conducido a la honorable señorita Juliana Wishart a la pista de baile para la primera contradanza.
—Tal como sospeché en cuanto nos presentaron a lord y lady Hockingsford y a la honorable señorita Wishart, mi querida señorita Hayes —dijo—, tratan de promover un enlace entre la señorita Wishart y el conde de Haverford, os lo aseguro. Un enlace eminentemente provechoso, si se me permite decirlo, y así se lo diré a su señoría en calidad de vecino y amigo en cuanto tenga oportunidad de hacerlo en privado. La preferencia de lady Ainsleigh por esa joven queda perfectamente clara ahora que he comprendido que van a estar estrechamente emparentadas. Os aconsejo que cultivéis también una amistad con la señorita Wishart, señorita Hayes, puesto que parece más que probable que llegaréis a ser vecinas. Es deseable que seáis también amigas. Como dice siempre mamá, cuando dos familias son vecinas, es muy deseable que sean también amigas. Y vuestro linaje no tiene nada que envidiar al de la señorita Wishart, aunque el matrimonio con su señoría hará que ascienda en la escala social, desde luego. Al igual que vuestro matrimonio conmigo os elevará a vos.
Sí, la señorita Wishart sería una esposa ideal para él, pensó Moira. Era muy joven, ingenua e inocente. Sin duda él podría dominarla con facilidad. La parte superior de la cabeza de la joven apenas alcanzaba el hombro de él.
Esta noche Kenneth estaba imponentemente guapo y elegante. Lucía un frac y un calzón de color negro con un chaleco bordado en plata y una camisa de hilo blanco adornada con encaje. Todos los vecinos habían exclamado con una mezcla de admiración y sorpresa al observar su sombrío atuendo, pero sir Edwin les aseguró que su señoría iba a la última moda. Cualquier otro caballero habría presentado un aspecto apagado con esa vestimenta, pensó Moira, pero el conde de Haverford, con su imponente estatura, su espléndido físico y su pelo rubísimo, estaba impresionante.
A Moira le disgustaba tener que reconocerlo. Pero Kenneth siempre había sido guapo. Sería pueril negar la verdad, buscar algún defecto en su aspecto. No tenía ninguno.
Lamentaba haber accedido a bailar un vals con él. De no haberlo hecho, habría podido mantener a sir Edwin dentro de la esfera de sus vecinos y amigos e ignorar el desagradable bochorno que había sentido al comienzo de la velada. Pero se había comprometido a hacerlo, y a su llegada él le había recordado que le había prometido un vals. Y llegado el momento, él se le había acercado antes de que otra pareja saliera a la pista de baile y se había inclinado ante ella mientras le tomaba la mano. Harriet Lincoln y la señora Meeson la miraron con un estupor no exento de envidia, y todos los ojos en el salón de baile se fijaron en su persona cuando él la condujo al centro de la pista de baile vacía. Era el primer vals. En el momento de iniciarlo hubo cierta vacilación que no se había producido al participar en la contradanza, la cuadrilla y el minueto que lo habían precedido.
—Confío, señorita Hayes —dijo él antes de que empezara a sonar la música—, que os estéis divirtiendo.
—Sí, gracias, milord —respondió ella. Él era su primera pareja esta noche, pensó, con quien debía alzar la cabeza para mirarle a la cara. Se preguntó si Helen se daba cuenta de lo que le había dolido el comentario que había hecho a la señorita Wishart sobre su estatura.
De pronto todas las observaciones y los fríos e inútiles intentos de conversar cortésmente se desvanecieron cuando la orquesta empezó a tocar y él le tomó la mano con una de las suyas y apoyó la otra firmemente en la parte posterior de su cintura. Ella le tocó el hombro y se percató, pese a rozárselo ligeramente, de su anchura y sus sólidos músculos. Era consciente de todo él: su estatura, el calor de su cuerpo, su agua de colonia, sus ojos fijos en los suyos. Moira sintió que sus músculos abdominales se crispaban sin querer y olvidó por completo los pasos del vals. Casi tropezó al dar el primero.
—Los pasos son fáciles —dijo él—. Sólo tenéis que relajaros y dejaros llevar por mí.
Era un velado y cortés reproche a su torpeza. Ella le miró fríamente a los ojos.
—No os avergonzaré, milord —replicó—. No os pisaré ni, lo cual sería peor para vuestra autoestima, haré que vos me piséis a mí.
—Creo —respondió él— que soy demasiado hábil para permitir que eso ocurra.
Ella recordó entonces los pasos y siguió el ritmo de la música mientras sentía cómo él la guiaba. Giraron alrededor de la pista de baile y ella perdió la noción de todo salvo de la euforia que experimentaba y el maravilloso baile. Y del hombre, alto, recio y elegante, que bailaba con ella. Era tan mágico como siempre había sabido que sería, pensó, aunque no fue un pensamiento totalmente consciente. Era un momento más para sentir que para pensar. Y ella se abandonó a las sensaciones.
No fue hasta al cabo de un buen rato que recuperó la conciencia de cuanto la rodeaba y se percató de que se hallaba en el salón de baile de Dunbarton, bailando el vals con el conde de Haverford. Sonriendo de puro gozo con los ojos fijos en los de él, los cuales no sonreían. Cuando recobró la compostura vio personas, lazos rojos, espejos, velas… y a él. Él debía de pensar que era una ingenua por dejar que un simple baile la transportara a otro mundo.
—Moira —dijo él con voz tensa, casi áspera—, es imposible que deseéis casaros con él.
—¿Con sir Edwin? —preguntó ella abriendo mucho los ojos.
—Es un tipo pomposo y aburrido —dijo él—. Hará que enloquezcáis al cabo de un mes.
El hechizo se había roto por completo.
—Creo, milord —contestó ella—, que mi compromiso y mi futuro matrimonio sólo me incumben a mí. Al igual que mis sentimientos por sir Edwin Baillie.
—¿Habéis aceptado su ofrecimiento porque creéis que no tenéis más remedio que hacerlo? —preguntó él—. ¿Os quedaréis en la miseria si lo rechazáis? ¿Os dejará a vos y a vuestra madre en la calle?
—Quizá deberíais hacerle esta última pregunta a él —contestó ella—. A fin de cuentas, es vuestro vecino y amigo, ¿no? Yo no soy ninguna de esas cosas, aunque por una infortunada casualidad vivo a cinco kilómetros de aquí. Vuestras preguntas son impertinentes, milord.
—El vals está a punto de terminar —dijo él después de mirarla con un rostro inexpresivo durante unos momentos. Retrocedió un paso y se inclinó ante ella ofreciéndole el brazo—. Y tenéis los nervios crispados. Permitidme que os acompañe a la sala del refrigerio, donde podréis recobraros en privado.
Ella se preguntó si era el vals lo que le había inducido a expresarse de forma tan imprudente. Pero entonces recordó que él le había preguntado en la playa por qué había ido allí sola. Quizá creía que su posición como conde de Haverford le daba derecho a inmiscuirse en las vidas de sus vecinos inferiores a él. ¡Qué atrevimiento! Pero Moira reconoció que tenía los nervios crispados y temía regresar junto a sir Edwin para oír por enésima vez el honor que su señoría les había concedido tanto a él como a ella durante la última media hora.
—Bailáis el vals muy bien —comentó el conde, conduciéndola a la antesala donde habían dispuesto un tentempié para los que no pudieran esperar a la hora de cenar—. Es una experiencia novedosa y agradable bailar con alguien que tiene casi mi misma estatura.
Sí, pensó ella a regañadientes. Desde luego había sido una grata experiencia bailar con un hombre más alto que ella. ¿Por qué había tenido él que estropearlo? Había sido una de esas experiencias mágicas de su vida, pensó Moira, que recordaría mucho tiempo.
Al caer en la cuenta de lo que estaba pensando, se dijo que era preferible que él hubiese estropeado el momento. Los recuerdos mágicos referentes a Kenneth no eran lo que ella deseaba llevar consigo al matrimonio que pronto contraería.
Él se había comportado con gran indiscreción. Era el anfitrión de este baile y era muy consciente de que había sido el centro de atención durante toda la velada. Era comprensible, desde luego. Acababa de regresar de las guerras contra Napoleón Bonaparte, acababa de regresar a Dunbarton Hall. Aunque su padre había muerto hacía siete años y él había ostentado el título desde entonces, en cierto sentido resultaba una novedad, al menos para los parientes que habían sido invitados a su casa y para las personas que vivían cerca de Dunbarton. Era lógico que fuera el centro de atención.
Si uno añadía a eso el interés que había suscitado la presencia de Juliana Wishart en casa del conde y la intención que él se había visto obligado a prestar a la joven, era muy natural que todos los ojos se fijaran en él. Y en cuanto había reclamado su vals a Moira Hayes, había concitado otro tipo de interés sobre su persona. Pues según sabían todos los presentes, excepto quizá su madre y Helen, él y Moira Hayes nunca habían tenido ninguna relación hasta hacía poco, aunque durante su infancia y adolescencia hubieran vivido a tan sólo cinco kilómetros el uno del otro.
Era un momento para mostrarse extremadamente cauto. Era un hombre que bailaba con una vecina con cuya familia la suya había estado enemistada durante varias generaciones. Sus familias se habían reconciliado recientemente gracias a la mediación del nuevo cabeza de las mismas, el prometido de Moira. Era un vals que el conde de Haverford debió haber bailado prestando gran atención al decoro.
Pero ¿qué había hecho en lugar de ello? Tenía la sensación de haber perdido unos veinte minutos de su vida. Era una idea un tanto ridícula. No había perdido esos minutos. Pero se había visto atrapado en una magia, una euforia, un romance que había escapado alarmantemente a su control. Después de los primeros pasos vacilantes, ella había demostrado ser una magnífica y airosa pareja de baile, que encajaba en sus brazos que ni hecha a medida.
De haber pensado en algo durante esos veinte minutos, habría sido para recordarla de niña, como una joven en la que él había reparado de pronto. A ella le encantaba escapar de sus carabinas y doncellas encargadas de velar por su seguridad. Y cuando se escapaba, la libertad de que gozaba era total. Con frecuencia se quitaba los zapatos y las medias, guardaba las horquillas en el bolsillo y se soltaba la melena. Ah, ese cabello: espeso y lustroso, de un negro casi azabache. Se ponía a correr, a girar y a trepar por las laderas mientras reía alegremente, y en más de una ocasión había dejado que él la besara.
Mientras bailaban se había convertido de nuevo en esa muchacha, esa muchacha que le había deslumbrado y esclavizado. A él le inquietaba haber perdido por completo la noción de la realidad durante esos veinte minutos. E incluso cuando había regresado a la realidad, la había ofendido con sus impertinencias. Ella había tenido todo el derecho de utilizar esa palabra.
—¿Me permitís que os llene el plato? —preguntó él mientras la conducía hacia la antesala, en la que por fortuna no había mucha gente.
—No, gracias. —Ella retiró el brazo del suyo—. Sólo me apetece beber algo.
Moira se situó junto a una puerta lateral que estaba cerrada, mientras él se acercaba a una ponchera y llenaba dos vasos sin esperar a que le sirviera un lacayo.
Conversaría con ella de algún tema intrascendente durante unos minutos, pensó mientras regresaba a su lado, y luego la llevaría junto a Baillie y su grupo de amistades. Después de eso, se olvidaría de su presencia en este baile. Pero uno de sus jóvenes primos, que estaba con otros jóvenes que hablaban demasiado alto y se reían de forma estridente, eligió precisamente ese momento para llamarlo desde el otro lado de la sala.
—Eh, Haverford —dijo—, ¿has visto dónde se ha situado tu acompañante?
Hubo unas risas femeninas y unas estrepitosas carcajadas masculinas.
—Por supuesto que lo ha visto —comentó otro primo lejano, también a voz en cuello—. ¿Por qué crees que se apresura?
—A ello, amigo —dijo una tercera voz, y todos se echaron de nuevo a reír.
Moira miró arqueando las cejas al grupo mientras Kenneth alzó la vista y localizó el inevitable ramito de muérdago en el centro del marco de la puerta, directamente sobre la cabeza de Moira. Alertada, ella alzó también la vista y lo vio, sonrojándose profundamente y deseando alejarse, pero él estaba justamente frente a ella, con los brazos extendidos a cada lado, sosteniendo un vaso en cada mano.
Puesto que durante los dos últimos días él había besado a todas las mujeres que había en la casa, a sus jóvenes y risueños primos les chocaría que no lo hiciera también en esta ocasión. De modo que se inclinó hacia delante, agachando la cabeza un poco, y rozó los labios de ella con los suyos. Los de Moira temblaban de forma incontrolable. Instintivamente, él apartó los suyos de los de ella para calmarla. Para que no pudieran acusarlo de escaparse con un simple besito, pero antes de que pudieran acusarlo de tomarse unas libertades que ni siquiera la ramita de muérdago podía justificar, al cabo de unos momentos prudenciales levantó la cabeza.
—Es preciso observar las convenciones —dijo fijando la vista en los ojos muy abiertos y asombrados de Moira Hayes, ocultándolos con su cuerpo de las miradas indiscretas del grupo que les jaleaba y aplaudía—. Si os empeñáis en situaros ahí, señora, debéis arrostrar las consecuencias.
A continuación le entregó uno de los vasos que sostenía. Pero cuando ella alargó la mano él observó que le temblaba. Ella la dejó caer de nuevo y alzó la vista para mirarlo.
—Ya no tengo sed —dijo.
—Calmaos, Moira —respondió él—. Es Navidad, y tengo unos parientes a quienes les divierte el bochorno de los demás. He pasado dos días dedicándome exclusivamente a besar a tías, primas y a cualquier señora que tuviera la mala fortuna de aterrizar debajo de una de esas abominaciones cuando yo andaba cerca. Mis parientes se ríen, me vitorean y aplauden cada vez. Uno se pregunta qué harán para divertirse cuando las fiestas hayan terminado y los criados retiren el muérdago. Supongo que ya se les ocurrirá alguna cosa. Parecen casi inquietamente fáciles de complacer. Uno no puede por menos de cuestionar el estado de su intelecto.
Él siguió hablando hasta que la expresión de asombro se borró de los ojos de Moira. Se recobró con relativa rapidez, y cuando él le ofreció de nuevo el vaso, no dudó en aceptarlo y beber un trago de ponche con gesto decidido.
—He venido esta noche porque sir Edwin estaba empeñado en venir —dijo—. Pero ha decidido regresar mañana a casa y permanecer allí hasta que se celebre nuestra boda en primavera. Confío en que durante ese tiempo no es sintáis obligado a proseguir la relación con Penwith.
—Imagino —respondió él—, que mi bisabuelo condenó al vuestro porque no quería que se supiera que estaba relacionado con el contrabando. Imagino que la culpa y el desprecio de quienes lo sabían fue casi tan duro para él como el destierro para su víctima. ¿Es preciso que mi familia siga sintiéndose culpable y la vuestra avergonzada?
—Sabéis muy bien —replicó ella con desdén—, que lo que existe ahora entre vuestra familia y la mía, milord, nada tiene que ver con la vieja disputa. Quizás una ausencia de ocho años os ha ayudado a trivializar e incluso olvidar lo que…
Pero de improviso calló, sonrió alegremente y bebió otro trago de ponche. Kenneth volvió la cabeza y vio que se acercaba sir Edwin Baillie.
—No tengo palabras para describir mi profunda gratitud por vuestra extraordinaria cortesía, milord —dijo—. Conceder a mi prometida el honor de bailar con ella un vals en el baile de Dunbarton cuando hay tantas damas distinguidas entre las que elegir es un gesto de gran amabilidad como vecino. Conducirla luego a la sala del refrigerio es un gesto, si me permitís decirlo, de sincera amistad. Éste es el feliz comienzo de la renovada amistad entre Dunbarton Hall y Penwith Manor.
Sin duda, pensó Kenneth, el hombre habría entrado en éxtasis y lo habría interpretado como un cumplido hacia su persona de haber visto al conde de Haverford besar a su prometida debajo del muérdago. Inclinó la cabeza en respuesta a las palabras de sir Edwin.
Pero después de pronunciar ese discurso, sir Edwin prosiguió con expresión decididamente preocupada:
—He oído decir que ha empezado a nevar, milord. Vuestros criados lo han confirmado, aunque me aseguran que nieva poco.
—Y nosotros estamos a salvo y calentitos aquí dentro —dijo Kenneth sonriendo—. Pero debo atender a mis invitados que están en el salón de baile. Bebeos un vaso de ponche con la señorita Hayes.
Sir Edwin se sintió obligado a expresar sus más efusivas gracias, pero no estaba dispuesto a dejar el tema de la nieve. Al parecer temía que durante la noche cayera una nevada más fuerte que le impidiera regresar a casa al día siguiente. Y estando su madre gravemente enferma… A la señorita Hayes, añadió sir Edwin, quizá le pareciera chocante que en su carta, que había llegado esta mañana, su hermana no mencionara este hecho, pero su señoría debía disculparlo por conocer lo suficiente a sus hermanas, en especial a Christobel, la mayor, para poder leer entre líneas una carta, y también a ellas. De no estar su madre tan grave, Christobel no habría hecho ninguna alusión a su salud. De no padecer su madre una indisposición tan seria, le habría escrito ella misma para asegurarle que podía gozar de la dicha de la compañía de su prometida —se inclinó ante Moira— sin tener que preocuparse lo más mínimo por ella o por sus hermanas.
—Y, sin embargo, señor —respondió Kenneth con calma—, vuestra madre y vuestra hermana sin duda comprenden vuestra preocupación, y de haberse tratado de algo grave no habrían dudado en pediros que regresarais.
Pero sir Edwin, aunque le dio las gracias efusivamente por su preocupación, se negaba a dejarse consolar. Al parecer el corazón de uno intuía cuando la salud de sus seres queridos estaba en peligro. Su señoría tenía una madre y una hermana e incluso la gran dicha de un sobrino y una sobrina y sin duda sabía a qué se refería sir Edwin. Éste deseaba pedir a su señoría un favor y si se atrevía a hacerlo era porque su señoría ya había demostrado ser un auténtico amigo y vecino.
Kenneth arqueó las cejas y se preguntó si podría soportar el hecho de vivir a tan sólo cinco kilómetros de este hombre el resto de su vida.
—Debo regresar a casa sin dilación —dijo sir Edwin—. Lo consideraría una imperdonable dejación de mi deber como hijo si demorara mi partida un minuto más. No importa que no tenga aquí a mi ayuda de cámara o mis maletas. Lo único que importa es que regrese al seno de mi familia antes de que sea demasiado tarde para abrazar a mi madre por última vez. De modo que os ruego, milord, que pongáis a disposición de mi prometida, la señorita Hayes, un coche y una doncella para que regrese a Penwith Manor al concluir la velada.
Moira Hayes se apresuró a decir:
—Regresaré a casa ahora con vos, sir Edwin. Estoy segura de que dadas las circunstancias, el conde de Haverford nos disculpará por marcharnos tan pronto.
—Me disgustaría dejaros aquí sin poder acompañaros yo mismo a casa, señorita Hayes, de no ser por el hecho de que estáis en casa de un vecino y un amigo —dijo sir Edwin—, y rodeada de otros vecinos y amistades. No quiero demorar mi partida siquiera el tiempo que tardaría mi carruaje en ir a Penwith Manor. Temo en mi corazón que la nieve me impida viajar antes de que transcurran más horas.
—En tal caso os acompañaré a vuestra casa —dijo ella—, y su señoría enviará recado a mi madre.
Pero sir Edwin, pese a su profunda gratitud, e incluso se atrevía a afirmar que hablaba también en nombre de su madre y de sus hermanas, por la preocupación que mostraba la señorita Hayes por la salud de su futura suegra, él no se tomaba el decoro tan a la ligera como para consentir que ella hiciera un viaje tan largo sola con él.
—Como es natural, cuando el baile termine me encargaré de que alguien acompañe a la señorita Hayes a su casa —le aseguró Kenneth.
Su cortés ofrecimiento le costó tener que escuchar una prolija perorata de gratitud de un sir Edwin que no tenía palabras, quien declaró que no podía perder un momento. Aunque posteriormente se entretuvo varios minutos en acompañar a su prometida al salón de baile y conducirla junto a su amiga, la señora Lincoln, que estaba junto a su esposo y otras personas.
Kenneth se despidió de él al cabo de menos de media hora, asegurándole de nuevo que se ocuparía de que la señorita Hayes llegara a su casa sana y salva. La nieve caía ahora con más fuerza que hacía un rato, según observó. No era necesario alertar de ello a sus otros invitados que no se alojaban en la mansión para que regresaran a casa antes de que la nevada se lo impidiera. Todo indicaba que dentro de una hora dejaría de nevar.