—Nelson!
La orden impartida con tono autoritario era perfectamente audible a través de los ladridos. Sólo podía proceder de la garganta de un hombre acostumbrado a hacerse oír a través de unos ruidos más ensordecedores.
El perro aminoró el paso a un trote ligero, girando alrededor de Moira y ladrando de forma menos amenazadora.
—¡Siéntate! —le ordenó la misma voz, y Nelson se sentó, con la lengua colgando de sus fauces mientras jadeaba y miraba a Moira sin pestañear.
Ella apretó los dientes, como si al hacerlo pudiera impedir que se desintegrara en varios pedazos. No apartó la vista del perro aunque su cerebro había empezado a decirle a quién pertenecía esa voz, como si ella le hubiera conjurado con su caprichosa memoria. Su cerebro también le recordaba que estaba sola, sin siquiera la presencia respetable de una doncella, al igual que lo había estado durante su primer encuentro con él en el acantilado.
—No os habría atacado. —En esto aparecieron dos botas altas de color negro, así como la parte inferior de un gabán—. No sin que yo se lo ordenara.
Ella alzó los ojos. Él se hallaba a pocos pasos, con las manos enlazadas a la espalda. Estaba solo, al igual que ella.
—¿No sin que vos se lo ordenarais? —preguntó ella—. Y si lo hubierais hecho, ¿me habría despedazado?
—Os habría sujetado con la suficiente fuerza para impedir que vos me atacarais a mí —respondió él, su media sonrisa haciendo que pareciera más arrogante de lo habitual.
—En tal caso doy gracias —dijo ella— de que esté tan bien entrenado como para no atacar primero y esperar luego vuestra orden.
—No habría salido de España —dijo él—. Cometí el error de darle de comer allí cuando era sólo uno de tantos perros callejeros. A partir de entonces me seguía a todas partes con encomiable devoción. Pero yo le impuse ciertas condiciones si quería permanecer a mi lado. Jamás ha atacado a nadie sin mi permiso. Pero me ha salvado la vida en más de una ocasión.
—Me estremezco al pensar —dijo ella— qué fue de aquellos de quienes os salvó.
—No os lo diría aunque me lo preguntarais —respondió él—. Más vale que no lo sepáis.
Ella se enojó consigo misma por permitir que su temor la paralizara y por el hecho de que él fuera testigo de ello.
—¿Y os parece justo, milord —le preguntó—, permitir que esa bestia endurecida por la guerra corretee libremente por una nación desprotegida?
—Señorita Hayes —respondió él con un tono que denotaba arrogancia y acaso también contrariedad—, la nación está llena de millares de esas bestias, la mayoría de dos patas, ignoradas y rechazadas por un país por cuyo honor y libertad combatieron en un infierno. Por fortuna, la mayoría de ellas, como Nelson, conoce un par de cosas sobre disciplina y acatar órdenes.
Nelson, cansado de permanecer sentado, se acercó a Moira y restregó el morro contra su mano enguantada.
—¿Seguís temiendo a los perros, Moira? —inquirió el conde de Haverford cuando ella retiró apresuradamente la mano—. ¿Incluso cuando se acercan para disculparse y hacerse amigos de vos?
—No, claro que no.
Ella dio una palmadita al perro en la cabeza sintiéndose muy orgullosa de sí misma. De niño él iba siempre acompañado de un perro. Ella siempre se había mantenido a una distancia prudencial de él, aunque recordaba a un pequeño y simpático chucho que solía saltar sobre ella y lamerle la cara.
Nelson la miraba con sus ojos inteligentes y restregaba el morro contra su mano para que le siguiera acariciando. Ella le pasó la mano entre las orejas. Se sentía avergonzada y no sabía qué decir. Deseaba escapar. ¿Debía despedirse de él y seguir adelante? ¿O regresar por donde había venido? Debió hacer alguna observación sobre el tiempo, pensó cuando el silencio se prolongó demasiado, pero hacerlo ahora resultaría ridículo. ¿Por qué había cedido a la tentación de bajar a la playa?
—¿Por qué habéis venido aquí sola, Moira? —preguntó él.
La indignación sustituyó al bochorno. Ella le miró. Bastaba con que sir Edwin le recordara su rango como dama de alcurnia. Se había visto obligada a bajar al valle cubierta de mantas y ladrillos calientes en un carruaje cerrado, acompañada por una doncella.
—Porque he querido —replicó—. ¿Por qué habéis venido vos aquí solo, milord?
—Porque tengo la casa llena de invitados que necesitan que les entretenga —dijo—. Y porque hoy comienzan los festejos navideños en serio y tengo fundados motivos para pensar que durante la semana que viene no dispondré de un momento para mí que no me roben. Porque me he acordado de que Nelson necesitaba hacer ejercicio y supuse que ninguno de mis invitados, y menos las señoras, querrían acompañarnos. Todos le temen. Es absurdo, ¿verdad?
Quizá, pensó ella, esas invitadas femeninas harían bien en temerlo a él. Aunque hablaba con una media sonrisa, como si bromeara, había algo peligroso en él, una cierta frialdad en sus ojos. Había cambiado, pensó ella. No era el Kenneth que ella había conocido. Este hombre se había enfrentado a la muerte, la había visto de cerca, había matado y quizá se había vuelto indiferente a ella. Era un hombre que había comandado a otros hombres y, no tenía ninguna duda, se había hecho temer por ellos. Y, sin embargo, ya de niño le gustaba ir a veces a un lugar donde pudiera estar solo. De no ser así, Sean no le habría conocido. Ella no le habría conocido. Pero en aquellos días sus ojos eran dulces y soñadores.
Ella bajó la vista para mirar a Nelson y le dio otra palmadita.
—He estado ocupada con los preparativos navideños —dijo—, y recibiendo a visitas en relación con mi compromiso matrimonial. Me estoy adaptando a la presencia de un extraño en Penwith, un extraño que es asimismo el dueño y señor de este lugar, y mi prometido. He venido a Tawmouth esta mañana para entregar las cestas de Navidad. Necesitaba disponer de un poco de tiempo para mí. ¿Sabéis lo aburrido que resulta que a una le siga siempre una doncella como una sombra?
—Supongo —respondió él—, que será por vuestra seguridad.
Ella tuvo una inquietante sensación de déjà vu. Le había hecho esa misma pregunta en otra ocasión. Y él había respondido con las mismas palabras…, antes de besarla. Moira le miró sorprendida.
—¿De modo que no estoy segura con vos? —preguntó.
Él la miró con una expresión controlada, con ojos fríos. Pero éstos descendieron para fijarse inconfundiblemente en su boca durante unos momentos.
—Estáis absolutamente segura —respondió.
No, no lo estaba.
—Debo regresar a Tawmouth —dijo ella de repente—, para recoger a mi doncella y mi carruaje.
Él arqueó ambas cejas.
—No me ofrezco para acompañaros, señorita Hayes —dijo—, pero juro que no informaré de vuestra pequeña escapada a sir Edwin Baillie. Imagino que no le complacería.
Ella abrió la boca para replicar secamente que le tenía sin cuidado complacer a su prometido. Pero estaba prometida con él y le debía lealtad.
—Buenos días, milord —dijo, y dio media vuelta para echar a andar por el rompeolas. El conde de Haverford y Nelson se quedaron donde estaban o bien entraron de nuevo en la cala. Ella no se volvió para comprobarlo.
Moira tenía la incómoda y errónea sensación de que había ocurrido algo íntimo entre ellos, que había sido un encuentro culpable y clandestino, algo que debía ocultar a toda costa a sir Edwin e incluso a su madre. Él le había mirado la boca y ella la de él…
En Dunbarton había un exceso de las típicas decoraciones de hoja perenne debajo de las cuales era costumbre besarse en Navidad. O, para ser más precisos, dado que dichas decoraciones eran al menos claramente visibles y por tanto podían evitarse, había demasiadas ramitas de muérdago colgadas en toda suerte de lugares, con el mismo propósito, y demasiadas mujeres esperando a que los caballeros incautos se detuvieran debajo de las mismas. Aunque un par de damas —las más jóvenes y bonitas— se quejaban constante e hipócritamente de lo contrario.
Antes de que concluyera el día de Navidad, Kenneth había besado a todas las mujeres que había en la casa, a excepción de las sirvientas, al menos una vez. Había besado a sus primas, que no cesaban de reírse tontamente, a sus tías, que sonreían con afectación, y a sus tías abuelas, que fingían timidez. Había besado a su sobrina, la cual había hecho un mohín de disgusto. Había besado a la señorita Juliana Wishart, que se había ruborizado. De hecho, la había besado tres veces, aunque ninguna por voluntad propia.
Era muy bonita, con un pelo rubio como el suyo, unos ojos grandes y azules y unos labios trémulos que parecían un capullo de rosa. Tenía una atractiva figura curvilínea y vestía de forma elegante y costosa. Tenía buen carácter y sonreía con frecuencia. Era sumisa y en edad casadera, y sus padres, el barón y lady Hockingsford, estaban más que deseosos de casarla. El cortejo había comenzado, y todo el mundo en Dunbarton, desde su madre hasta el último invitado, parecía apoyarlo y colaborar en él.
Ella tenía diecisiete años. Era una niña. Él no podía contemplarla como otra cosa. Besarla era como besar a su sobrina, aunque potencialmente más peligroso. Uno no besaba a una jovencita de diecisiete años tres veces, ni siquiera debajo del muérdago, sin suscitar esperanzas y conjeturas.
Después de besar a la señorita Wishart tres veces, Kenneth tuvo la incómoda sensación de haberse declarado de alguna forma, o que estaba obligado a hacerlo. La chica se había sentado a su lado en el banco de la iglesia y había regresado a casa en su carruaje con la madre de él y la suya, y con él, por supuesto. Se había sentado junto a él en la cena navideña y más tarde había sido su pareja cuando habían jugado a las cartas antes de formar parte de su equipo en el juego de charada. Una de sus tías incluso se había referido a ella como «tu querida señorita Wishart, querido Kenneth».
¿Su querida señorita Wishart?
Él había estado más que dispuesto a echar un vistazo a la joven, a considerarla una posible candidata como esposa. Pero después de echarle un vistazo, la había rechazado. No se imaginaba conviviendo con esa chica el resto de su vida, convertirla en su compañera. Y no se imaginaba manteniendo relaciones conyugales con ella, como tampoco se imaginaba haciéndolo con su sobrina u otra niña. Su madre había sugerido que el baile navideño sería una ocasión perfecta para anunciar su compromiso. La mayoría de miembros de la familia y vecinos estarían presentes. La primavera sería una época ideal para la boda. Acto seguido le había sugerido que pasara una hora durante la tarde, antes del baile, con lord Hockingsford.
—Lady Hockingsford ha sido mi amiga íntima desde que nos pusimos de largo juntas —dijo—. Esto es algo que ambas hemos deseado e incluso nos hemos atrevido a planear desde que nació Juliana. Harías que las dos nos sintiéramos muy felices y orgullosas.
Él tenía trece años cuando nació Juliana Wishart, pensó Kenneth, tan sólo cuatro menos de los que ella tenía ahora. Ya había empezado a asistir al colegio. Se sentía terriblemente atrapado y presionado, pero no se casaría simplemente para complacer a su madre y a su amiga íntima. No quería casarse todavía. No estaba preparado para dar ese paso. Durante el baile, pensó, procuraría mantenerse alejado de la señorita Wishart después de la contradanza inicial, que había averiguado que tendría que bailar con ella. Tendría que bailar con todas sus invitadas y todas sus vecinas. Recordó que se había comprometido a bailar un vals con Moira Hayes.
Y recordó también, muy a su pesar, haber solicitado su mano para la contradanza, pese a su renuencia a tocarla. Recordó su inesperado encuentro con ella en la playa y el torrente de recuerdos que el hecho de encontrarse con ella precisamente en ese lugar había desencadenado. Por supuesto, esos recuerdos no dependían del hecho de haberse encontrado con ella cara a cara. Llevaba un buen rato caminando por la cala antes de que ella apareciera y luego había permanecido allí, recordando. Recordando haberse encontrado allí con ella por primera vez a solas y percatándose de que había dejado de ser una niña en la que apenas se fijaba para convertirse en una mujer alta, esbelta y peligrosamente atractiva. Hacía poco que él había empezado a fijarse en las jóvenes. Recordaba otros encuentros con ella después de ése: infrecuentes, clandestinos, no todos en la cala. Pero había sido en la cala donde la había besado por primera vez. En esa época, él estudiaba en la universidad y había aprendido lo suficiente sobre el arte de besar —y más que el arte de besar— de fingir que estaba de vuelta de esas cosas. Pero sólo rozar los labios de Moira había hecho que le subiera la temperatura.
Sin embargo, no había reaccionado a aquello como con las camareras que trabajaban en los bares de Oxford con las que había tenido una relación. No había sido algo puramente físico, o en todo caso había tratado de convencerse de ello, quizá para aplacar el sentimiento de culpa por haber tramado un encuentro clandestino con una dama y haberle robado un beso. Se había enamorado de ella.
Y luego, mientras los recuerdos seguían agolpándose en su mente, mientras sentía cierta nostalgia por el muchacho romántico e idealista que había sido tiempo atrás, Nelson la había localizado más allá de la cala. Y a pesar de su modesta capa y sombrero de color gris, durante unos instantes fugaces le había parecido la Moira de antaño, con sus mejillas y su nariz sonrosadas debido al frío, sus ojos trasluciendo una expresión de alarma, todo su cuerpo rígido de terror y luego de ira contra Nelson, contra él y sospechaba que contra ella misma por mostrar debilidad. Desde entonces él había tenido unos momentos de insomnio debido al recuerdo de haberse acercado a ella casi lo suficiente para abrazarla y asegurarle que Nelson jamás la lastimaría.
Y, sin embargo, cuando bailara el vals con ella la tendría al menos dentro del círculo de sus brazos. Era una idea inquietante. Al igual que la de esquivar a la señorita Wishart y los esfuerzos aunados de varias parientes y la propia joven para unirlos a toda costa.
En términos generales, pensó con tristeza, habría sido mejor quedarse en Londres para disfrutar de las fiestas navideñas con Eden y con Nat. No debió tomar una decisión de tal envergadura mientras estaba demasiado borracho para pensar con claridad. Sus amigos estarían en estos momentos disfrutando sin que nada empañara su alegría.
Durante un rato, el día del baile, Moira albergó la esperanza de poder evitarlo. Primero ocurrió lo de la carta, que recibió sir Edwin Baillie de la mayor de sus hermanas. Le escribía para felicitarle por su compromiso matrimonial y expresar el placer que ella, su madre y hermanas habían sentido ante la perspectiva de acoger a la señorita Hayes como una parienta más estrecha de lo que había sido hasta entonces. Asimismo, deseaba a su hermano y a su prometida —y a lady Hayes, por supuesto— una feliz Navidad. Le escribía ella en lugar de su madre porque ésta se sentía un tanto indispuesta, pues aún no se había recuperado del resfriado que había contraído cuando el querido Edwin había partido. Pero éste no debía alarmarse. Christobel estaba convencida de que otros dos días de reposo bastarían para que su madre se recuperara del todo de su dolencia.
Sir Edwin estaba trastornado debido a la ansiedad. Su madre debía de estar muy enferma para sentirse incapaz de escribir siquiera una carta a su hijo y a su nuera en ciernes, si la señorita Hayes le disculpaba por referirse a ella con semejante familiaridad. Era extremadamente amable por parte de lady Hayes tratar de consolarlo asegurándole que su hermana sin duda le informaría en caso de producirse un agravamiento en el estado de su madre, pero él sabía lo bondadosas que eran sus hermanas y lo fuerte que era su madre. Ninguna de ellas querría impedirle que gozara de la dicha que le aportaban los primeros días de su compromiso.
De improviso decidió que debía regresar a casa sin demora. Mandaría que prepararan su equipaje y su coche. De hecho, ni siquiera esperaría a que le hicieran el equipaje. Pero al cabo de unos instantes decidió que debía quedarse al menos un día más. No podía defraudar a la señorita Hayes y a lady Hayes no estando presente para acompañarlas a Dunbarton al día siguiente por la noche. Si él no podía acompañarlas, ¿quién lo haría? Tendrían que quedarse en casa. Además —y quizá fuera lo más importante, cuando recordó dejar de lado sus inclinaciones personales—, no podía decepcionar a su señoría, el conde de Haverford, el cual había perdonado a la familia Hayes y a él como jefe de esa familia, aunque ostentaba otro nombre, y que estaría deseoso de demostrar la generosidad de su restituida amistad para que toda su familia y vecinos fueran testigos de la misma.
Moira le recordó que lady Hayes había decidido no asistir al baile y le aseguró que ella prefería que aplacara su ansiedad regresando junto a su madre. Además, ella no era una jovencita que ansiara gozar de un simple baile.
Por ese breve y esperanzado discurso sir Edwin la recompensó tomando sus dos manos en las suyas con fuerza. La generosidad de espíritu de la señorita Hayes, la desinteresada preocupación por la salud de su futura suegra, su tierna inquietud por los sentimientos de él, su voluntad de renunciar al placer de asistir al baile le había dejado sin habla. ¿Cómo podía él corresponder a semejante devoción excepto demostrando un desinterés equiparable al suyo? Acompañaría a la señorita Hayes al baile, se mostraría alegre y animado como si no estuviera profundamente consternado, y aplazaría su regreso a casa hasta mañana.
Moira sonrió y le dio las gracias.
Pero la esperanza aún no había muerto. El día de Navidad había amanecido nublado y desapacible. Las nubes parecían aún más bajas y grises la mañana del día del baile, y antes del mediodía empezaron a caer unos copos de nieve, lo bastante densos como para tapizar la tierra seca y la hierba y hacer que renacieran las esperanzas de Moira. Si la nieve se espesaba y caía con más fuerza, viajar resultaría difícil y peligroso, quizás imposible. Tendrían que anular el gran baile o cuando menos reducirlo a una pequeña reunión para los invitados que se alojaban en Dunbarton.
Pero poco después del mediodía dejó de nevar y no volvió a hacerlo, por más que Moira se acercara con frecuencia a la ventana para mirar fuera y alzar la vista al cielo, deseando que las nubes descargaran su pesada carga. Todo indicaba que estaba condenada a asistir al baile. Y a bailar el vals con el conde de Haverford.
Así pues, más tarde se vistió con un traje de noche de color melocotón, cuya sobrefalda de muselina transparente revelaba el brillo del satén debajo de ella. No era un vestido especialmente recargado. A fin de cuentas, ella había cumplido los veintiséis años. El bajo del vestido estaba simplemente fruncido y desprovisto de volantes. La cintura alta estaba recogida debajo de su pecho con una faja de seda. El escote era profundo pero no tanto como dictaba la moda. Las mangas eran cortas y abullonadas. Moira pidió a la doncella que la peinara con unos bucles y rizos, pero no de forma excesivamente complicada. Decidió no lucir un turbante ni unas plumas. Siempre se había inclinado por la sencillez en materia de indumentaria.
—Estás muy bien, querida —dijo su madre antes de abandonar su vestidor.
—¿No te parece que el color es demasiado intenso? —le preguntó Moira un tanto nerviosa. Hacía poco que se habían quitado el luto por su padre. Sus ojos se habían acostumbrado al negro y al gris—. ¿No tengo un aspecto demasiado juvenil, mamá?
—Estás tan guapa como siempre —respondió su madre.
Moira sonrió y la abrazó. Era una exageración, desde luego. Nunca había sido guapa, ni siquiera de jovencita. Pero se sentía bien y estaba de un humor casi alegre pese a que hacía un rato sus esperanzas se habían ido al traste. ¿Pensaría él que estaba guapa o al menos presentable? ¿Pensaría que su vestido era de un color demasiado chillón o de un estilo demasiado juvenil? ¿La miraría con admiración? ¿Con rencor? ¿O con indiferencia?
—Estoy segura de que sir Edwin se sentirá muy complacido —comentó lady Hayes.
Moira la miró sorprendida. ¿Sir Edwin? Sí, por supuesto, sir Edwin. Era en él en quien ella estaba pensando. Por supuesto que se había referido a él. Su alegría se desvaneció en parte.
—Tiene buen corazón, Moira —dijo su madre—. Es un buen hombre.
—Sí —respondió Moira sonriendo alegremente—. Soy consciente de mi buena fortuna, mamá.
La sonrisa de su madre denotaba cierta tristeza, y un profundo afecto.
El salón de baile en Dunbarton Hall, aunque algo pequeño en comparación con algunos de los suntuosos salones de baile en los que se divertía la flor y nata durante la temporada social en Londres, estaba sin embargo exquisitamente decorado con pan de oro, pinturas y arañas, y su tamaño había sido hábilmente realzado con un techo abovedado y unos gigantescos espejos dispuestos en una de las paredes largas del salón.
Para el baile navideño había sido decorado con ramitas de acebo, hiedra y pino, y con campanitas, cintas y lazos de seda roja. Habían contratado una orquesta muy costosa, y el cocinero del conde, con ayuda de otros cocineros que habían contratado en Tawmouth, había preparado un auténtico banquete que dispondrían en una antesala durante toda la velada y el comedor durante la cena. Prácticamente todas las personas que habían sido invitadas, vecinos de varios kilómetros a la redonda, habían aceptado las invitaciones que habían recibido.
El salón de baile no tardaría en llenarse, pensó Kenneth, observando la sala vacía mientras la mayoría de las damas estaban aún arriba dando los últimos toques a su atavío y buena parte de los caballeros se hallaban en la sala de estar preparándose para la prueba que les aguardaba con el brandy o el oporto del conde. Éste se sintió tentado a unirse a ellos. Pero los músicos subieron de la cocina, donde habían estado cenando, y él pasó un rato comentando con el director de la orquesta el programa para la velada. A continuación aparecieron los lacayos y las doncellas con las bandejas de comida y las poncheras, que colocaron en la antesala, y él entró en ella para contemplar el efecto de su labor. Pero su presencia no era necesaria. Su mayordomo se encargaba de supervisarlo todo con fría eficiencia.
Pese a sus reticencias, Kenneth comprobó que aguardaba con agrado la velada. No todos los días tenía uno ocasión de organizar un gran baile para su familia, amigos y vecinos. Se había encariñado con todos ellos. Empezaba a gozar de su posición. La vida que había vivido los ocho últimos años comenzaba a desvanecerse en su memoria.
De pronto apareció en el salón de baile su madre, ofreciendo un aspecto magnífico y majestuoso con un vestido de seda púrpura y un turbante de plumas a juego, para anunciar que los primeros invitados se acercaban por el camino de acceso, seguidos de cerca por Helen y Ainsleigh, junto con otros más que se alojaban en la mansión. Kenneth supuso que habían venido para observar de primera mano la llegada de cada invitado. Los primeros habían venido temprano.
Kenneth se situó en la puerta del salón de baile con su madre y esperó a que los invitados aparecieran en la escalera. Se trataba de sir Edwin Baillie y Moira Hayes. Sintió que su madre se tensaba y lamentó que fueran los primeros en llegar. Más tarde, se habrían confundido fácilmente con los otros invitados.
Ella estaba muy guapa, pensó Kenneth mal que le pesara. Su traje de color melocotón contrastaba maravillosamente con su pelo y sus ojos oscuros, y había tenido el buen gusto de dejar que la sencillez realzara su atuendo. La mayoría de las señoras que ya estaban en el salón de baile —incluyendo a Juliana Wishart— casi parecían competir entre sí para ver cuál era capaz de lucir más volantes, lazos, fruncidos, bucles y rizos. Moira Hayes era visiblemente más alta que su acompañante, un hecho que no trataba de ocultar.
Lady Hayes rogaba que la disculparan, les explicó sir Edwin después de inclinarse sobre la mano de lady Haverford y congratularse de ser un vecino cercano y —si disculpaba la familiaridad— amigo de su hijo. Hacía poco tiempo que lady Hayes se había quitado el luto por el difunto sir Basil Hayes y no se creía capaz de gozar de la espléndida diversión que estaba convencida que les depararía la velada. Confiaba en que en un futuro cercano pudiera visitar a su señoría la condesa.
Seguro que lady Hayes no había expresado tal deseo, pensó Kenneth antes de mirar a Moira a la cara, y la pétrea expresión de su madre era desalentadora, por decirlo suavemente. Ésta no respondió verbalmente, sino que se limitó a inclinar la cabeza con elegancia. Sir Edwin no pareció percatarse de su fría actitud y le dio las gracias profusamente.
Moira Hayes hizo una reverencia a lady Haverford. Mantuvo la cabeza erguida y una expresión neutra. Kenneth observó que su madre, aunque asintió de nuevo con la cabeza, no saludó a su invitada de palabra ni la miró directamente a la cara. La disputa no había concluido, por lo que a ella respectaba, ni al parecer por lo que respectaba a lady Hayes. Fue un momento tenso, que los modales de ambas damas consiguieron aliviar.
—Señorita Hayes. —Kenneth tomó su mano enguantada en la suya y la acercó a sus labios. Era la primera vez que la tocaba desde hacía más de ocho años. No sintió, como había supuesto, una corriente de pasión recorriéndole el brazo y alojándose en su corazón. Simplemente tuvo una fugaz y desagradable imagen de Baillie acariciándola…, en la cama. Se preguntó si ese hombre le endilgaría un discurso cuando se acostara con ella por primera vez, pero no experimentó ningún regocijo al pensar que sin duda lo haría.
—Milord —dijo ella mientras sus ojos ascendían por el brazo de él hasta fijarlos en sus labios y luego sus ojos.
En cualquier otra mujer él lo habría tomado por un gesto ensayado y coqueto. Pero los ojos de ella eran fríos y se clavaron en los suyos. Ni siquiera pestañeó. Nunca había sido una coqueta.
—Confío, señorita Hayes —dijo él—, que recordaréis que me habéis prometido un vals.
—Gracias, milord —respondió ella.
Y puesto que aún no había llegado ningún otro invitado, él entró en el salón de baile con ella y con Baillie para pasear por la habitación, presentándolos a los huéspedes que se alojaban en su casa. Aunque le ofreció el brazo, observó que ella tomaba el de Baillie incluso antes de que dicho caballero se lo ofreciera. Kenneth esbozó una media sonrisa. Pero no tendría más remedio que bailar un vals con él.
Le sorprendió la satisfacción que le produjo ese pensamiento. Una satisfacción casi vengativa.