La condesa de Haverford llegó a Dunbarton unos días después de que sir Edwin Baillie se hubiera presentado allí de visita con su prometida. Con ella llegaron su hija y el marido de ésta, el vizconde de Ainsleigh, y sus dos hijos pequeños. Antes de que transcurrieran veinticuatro horas todo Tawmouth y el área circundante se había enterado del hecho. Y, como es natural, cada día llegaban más invitados.
El mes de diciembre trajo un inusitado e interesante revuelo a este remoto rincón de Cornualles. Pues incluso antes de la llegada de la condesa, se había extendido la noticia de que sir Edwin Baillie de Penwith había ido a visitar al conde de Haverford, ¡y había sido recibido! Él y la señorita Hayes incluso habían sido invitados a tomar el té con su señoría. Y éste había sido el primero en enterarse del compromiso entre sir Edwin y la señorita Hayes.
—Todo es muy gratificante —dijo la señorita Pitt, enjugándose una lágrima de la esquina del ojo con un práctico pañuelo de algodón.
Y así era. Pues no sólo iba la señorita Hayes a hacer un matrimonio ventajoso, y no sólo había concluido la larga disputa entre Dunbarton y Penwith, sino que todos podían hablar libremente de los temas que más les fascinaban en presencia de las damas de Penwith.
Y también en presencia de sir Edwin, por supuesto, el cual se mostraba muy afable. Es más, había sido sir Edwin el primero en mencionar —e incluso abundar en ello con todo lujo de detalles— la visita que había hecho a su señoría, la generosa disculpa que le había ofrecido por pasados agravios y la elegancia con que su señoría le había perdonado tanto a él, como flamante baronet de Penwith, como a la señorita Hayes, como descendiente directa del auténtico —si Edwin se detuvo para toser delicadamente— malhechor. La humildad, les explicó, no estaba reñida con el orgullo, sino que más bien lo complementaba. Su madre, en su sabiduría —había sido una Grafton de Hugglesbury, por supuesto— se lo había inculcado cuando era un niño.
La señora Finley-Evans felicitó a sir Edwin por su sensatez y su valor. La señorita Pitt felicitó a la señorita Hayes por el feliz desenlace de un triste pasado. La señora Harriet Lincoln, la mejor amiga de Moira, le dio una palmadita en el brazo y habló en tono quedo, por debajo del nivel de la conversación que las rodeaba.
—Pobre Moira —dijo—. Vas a tener que echar mano de toda tu paciencia, querida.
Moira no creyó que Harriet se refiriese a la reconciliación que se había producido en Dunbarton hacía unos días.
Las conjeturas sobre el baile navideño en Dunbarton fueron en aumento. Pero en términos generales, aunque hablaban de ello sin cesar, todo el mundo estaba de acuerdo en que no había duda de que se celebraría. ¿Cómo iba a divertir sino su señoría a sus invitados? Y en Dunbarton había un salón de baile espléndido. La señora Trevellas se preguntó si tocarían unos valses en el baile de Dunbarton, pero sus contertulios despacharon semejante idea de inmediato. En las reuniones celebradas en Tawmouth hacía unos meses, habían incluido entre los bailes dos valses, los cuales habían escandalizado, entre otros, al reverendo Finley-Evans. La intimidad de un hombre bailando exclusivamente con una mujer, con una mano apoyada en la cintura de ésta y la otra sosteniendo la mano de su pareja mientras la mujer apoyaba su mano libre en el hombro de él, había escandalizado a la señorita Pitt hasta el extremo de que su sobrina había tenido que reanimarla con ayuda de la vinagreta de la señora Finley-Evans. Sir Edwin Baillie sólo había oído hablar de ese baile, pero lo que había oído bastaba para convencerle de que dedicaría todas sus energías a proteger a su madre, a sus hermanas y —añadió inclinándose ante Moira— a su prometida contra una influencia tan perniciosa.
No, nadie alcanzaba a imaginar que la madre de su señoría permitiría ese escandaloso baile por más que su hijo, siendo como era un hombre joven, hubiera importado unas ideas tan modernas de España y de Francia. Todo el mundo sabía que los españoles y los franceses eran más libertinos que los ingleses.
Moira no tenía opinión que ofrecer al respecto. Le tenía sin cuidado si tocaban unos valses o no en el baile de Dunbarton, suponiendo que hubiera baile en Dunbarton. Confiaba en que no se celebrara. Y confiaba de todo corazón que en caso de que se celebrara, no enviaran una invitación a Penwith. Confiaba en que el conde de Haverford no cultivara la amistad que sir Edwin había tratado de entablar con él. Confiaba en que los ignorara a ambos aunque fuera una grosería.
Pero toda esperanza que pudiera tener Moira de que el conde consideraría la visita de sir Edwin una simple impertinencia se fue al traste cuando éste les devolvió la visita una tarde poco después de que tres señoras, que habían compartido un carruaje desde Tawmouth, se hubieran marchado. Vino solo y envió su tarjeta de visita a la sala de estar, donde sir Edwin se hallaba felicitando a las señoras por la deliciosa conversación de sus amistades.
—Ah —dijo al mayordomo—, conduce a su señoría aquí, y no le hagas esperar. Y pide que suban otra bandeja de té. Os complacerá, señora —añadió inclinándose ante lady Hayes—, poder ocupar por fin el lugar que os corresponde en sociedad. Comprobaréis que su señoría tiene unos modales muy refinados.
Comoquiera que su señoría se hallaba ya en el umbral y oyó el encendido elogio que sir Edwin le había dedicado, Moira se estremeció para sus adentros. Observó que el conde alzaba una altiva ceja sobre el nivel de la otra, pero hizo una cortés reverencia a su madre, interesándose por su salud, y a ella. Su madre, observó Moira, se mostraba muy nerviosa. Su señoría ocupó la butaca que le ofrecieron después de que las señoras se sentaran y precedió a responder a las detalladas e impertinentes preguntas de carácter personal que le hizo sir Edwin sobre su madre, su hermana, su sobrino y su sobrina.
—En efecto —dijo en respuesta a la sugerencia de sir Edwin—, mi hermana se casó con un magnífico partido. Mis padres aprobaron su excelente elección.
Sus ojos de color gris claro —Moira nunca había comprendido cómo podían ser al mismo tiempo pálidos y penetrantes, pero siempre habían sido ambas cosas, y a menudo fríos— se fijaron en los de ella y ambos se miraron durante unos momentos. Sus palabras habían contenido decididamente un mensaje, pensó ella, más allá de su significado. La joven se tensó, indignada. Un matrimonio entre lady Helen Woodfall y Sean Hayes habría sido del todo inconveniente, había insinuado su señoría con toda claridad, y sus padres no lo habrían aprobado.
Moira alzó el mentón indicándole con no menos claridad y en silencio que al menos en ese punto estaba totalmente de acuerdo con él. Los ojos del conde dejaron entrever que había captado su mensaje antes de desviar la vista para responder a la siguiente pregunta de sir Edwin. ¡Cómo se atreve!, pensó ella sintiendo que el pulso le latía con furia. Pues el mensaje debió de ser tan claro para su madre como para ella. Precisamente esta mañana su madre había comentado que debieron informar a sir Edwin que la enemistad entre las dos familias no se basaba sólo en lo que había sucedido hacía varias generaciones. Y esto que su madre no sabía de la misa la media.
Él siguió conversando con sir Edwin como si tanto la ocasión como la conversación le parecieran sumamente agradables. Hizo gala de una educación y unos modales perfectos, y el atuendo que lucía era de muy buen gusto. Y, por supuesto, estaba aún más guapo que hacía ocho años, suponiendo que eso fuese posible. Alto, con unos poderosos músculos en los lugares estratégicos, rubio, de rasgos armoniosos, exhalaba asimismo un aire de aplomo y autoridad que le confería un aura casi irresistible de masculinidad…, y de arrogancia. Cuánto debió complacerle venir aquí y desempeñar su papel de dueño y señor ante todos ellos, demostrar su superioridad en todos los aspectos sobre sir Edwin.
Moira tardó quince minutos en percatarse del intenso resentimiento y odio que sentía hacia él. Para entonces era demasiado tarde para tratar de ocultarlo, para convencerse de que el pasado había muerto. Era Sean quien había muerto, no el pasado. Era injusto, se dijo. Totalmente injusto.
El conde se levantó para marcharse dentro del límite de tiempo aceptable; incluso en ese detalle, mostraba unos modales impecables. Hizo una reverencia a las damas y se despidió de sir Edwin con una inclinación de cabeza.
—Dentro de unos días enviaré una tarjeta —dijo—, invitándoles a los tres al baile que celebraremos en Dunbarton Hall la noche después de Navidad. Confío en que asistan.
Sir Edwin le dio las más efusivas gracias y le aseguró que la lista de invitados de su señoría se vería realzada con la presencia del baronet de Penwith. Lady Hayes se limitó a hacer una reverencia y Moira supuso que su madre estaba firmemente decidida a no cruzar jamás el umbral de Dunbarton Hall. En cuanto a ella, no creyó necesario responder a la invitación. No tenía la libertad de su madre. De hecho, se despreciaba por la breve emoción que había sentido ante la idea de asistir al gran baile. Estaba segura de que las reuniones de Tawmouth no podían compararse con el baile que planeaban ofrecer en Dunbarton.
—Señorita Hayes —dijo el conde de Haverford—, espero que tengáis la amabilidad de reservarme un vals, con permiso de vuestro prometido, claro está.
El prometido de Moira, abrumado por el honor que el conde acababa de conceder a su futura esposa, dio su permiso con una elegante reverencia. Aunque era lo correcto, comentó en voz alta, puesto que eran vecinos y Dunbarton y Penwith eran sin duda las propiedades más extensas e influyentes de esta zona de Cornualles.
—Gracias, milord —dijo Moira en voz baja, reprimiendo su ira en su agitado corazón y sus rodillas que apenas la sostenían.
Había contemplado esos valses en las reuniones del pueblo, aunque nunca había participado en ellos. Y no compartía las censuras que vertían sobre ese baile los elementos de más edad y rígidos de la comarca. Le había parecido el baile más maravilloso y romántico que se había inventado jamás. Había soñado con bailarlo y se había reído de sí misma por ser todavía capaz de albergar esos sueños juveniles a su edad.
Pues bien, todo indicaba que bailaría el vals. En el baile de Dunbarton. Con el conde de Haverford. Sus fríos ojos se fijaron en los de ella cuando volvió a inclinar la cabeza. Ella le dirigió una media sonrisa. Pero estaba convencida de que él sabía que esa sonrisa no era de satisfacción o gratitud sino una sonrisa desdeñosa. Él le había pedido un vals y ella había aceptado, porque aunque ambos sentían una profunda antipatía mutua no podían dejar de desafiarse el uno al otro.
—Mi madre siempre ha sostenido —dijo sir Edwin cuando se quedó de nuevo a solas con las damas—, que uno no debe juzgar nada basándose sólo en su reputación, sino que debe observarlo por sí mismo. Ahora veo que había juzgado injustamente el vals. Si su señoría no tiene inconveniente en incluirlo en el programa musical del baile en Dunbarton, debe de ser irreprochable. A fin de cuentas, su madre estará presente. Querida señorita Hayes, si disculpáis la familiaridad de este trato, espero que comprendáis el honor que su señoría me concede al solicitar vuestra mano para un vals en el baile que se celebrará en Dunbarton. No sólo seremos vecinos y mantendremos una relación cordial, sino que seremos amigos. Y todo porque no tuve reparo en humillarme. Estimada señora —añadió inclinándose ante lady Hayes—, os felicito.
Lady Hayes se limitó a mirar a su hija arqueando las cejas.
—¿Cómo dices, querido?
La condesa de Haverford, sentada ante su pequeño escritorio en la biblioteca de Dunbarton, se detuvo con la pluma suspendida sobre uno de los elegantes tarjetones en el que había estado escribiendo cuando su hijo había entrado hacía unos momentos en la habitación. La vizcondesa de Ainsleigh estaba sentada junto a ella, sosteniendo una lista de nombres, la mayoría de los cuales habían sido tachados.
La expresión de su madre indicó a Kenneth que no es que no hubiera oído lo que él había dicho, sino que no daba crédito. Él repitió lo que acababa de decir.
—Quiero que hagas el favor de incluir una invitación a lady Hayes, a la señorita Hayes y a sir Edwin Baillie de Penwith Manor, estimada mamá —dijo.
—Supuse que habías dicho eso —respondió la condesa—. ¿Te parece oportuno, querido? Quizás hayas olvidado…
—No, claro que no, mamá —contestó él—. No he olvidado nada. Pero sir Basil Hayes ha muerto, al igual que papá, y el nuevo dueño de Penwith Manor es un pariente lejano. Además, ha venido a visitarme aquí. Está prometido con la señorita Hayes.
—¿Que ha venido a visitarte? —preguntó la condesa frunciendo el ceño—. ¿Y tú le recibiste, Kenneth? Confío en que al menos viniera solo.
—Le acompañaba la señorita Hayes —respondió él—. Y yo les recibí. Ha llegado el momento de poner fin a esa vieja disputa, mamá.
Su hermana, observó, se había puesto rígida como un palo.
—No es precisamente una vieja disputa, Kenneth —terció ésta secamente—. Si recuerdas, ha habido víctimas recientes.
—Es mejor olvidarlo —replicó él.
—¡Olvidarlo! —Su hermana se rió y miró de nuevo su lista—. ¿Sabías que él había muerto? ¿Sabías que había caído en el campo de batalla?
—Sí —respondió él en voz baja.
—Cabría decir, si una quisiera ser cruel —terció la madre de ambos secamente—, que ese joven merecía esa suerte y que podría haber tenido un fin peor que morir como un héroe. Pero ¿qué puede esperarse de un Hayes?
—Por favor, no te alteres, mamá —dijo Helen. Miró de nuevo a su hermano—. Preferiría no ver a Moira Hayes aquí, Kenneth. Ni a lady Hayes. Por el bien de mamá.
—Ya las he invitado —respondió él—. Fui a visitarles esta tarde. Habría sido una descortesía no devolver la visita de sir Edwin Baillie, y una grosería inaceptable omitirlos de la lista de invitados al baile después de que éste viniera a presentarme sus respetos.
—Me pregunto —dijo su hermana con cierta aspereza—, si la cortesía fue tu único motivo, Kenneth. Tiempo atrás estuviste enamorado de ella. No creas que no lo sé.
—Tenemos mucho que hacer, Helen —dijo la condesa secamente—. Añade a sir Edwin Baillie y a las señoras de Penwith a la lista.
—Si saben lo que es el buen gusto —dijo Helen—, declinarán la invitación. Pero no creo que sepan lo que significa el buen gusto.
Helen no era una persona rencorosa, pensó Kenneth. Existía un indudable cariño entre ella y Ainsleigh y no cabía la menor duda de que amaba a sus hijos. Pero estaba claro que llevaba dentro de sí sus propios demonios del pasado. Él jamás había sabido lo que su hermana había sentido exactamente por Sean Hayes, si amor, afecto o ninguna de esas cosas. Sean era un joven encantador y por razones que sólo él conocía había decidido encandilar a Helen. Más tarde ella había negado haber accedido voluntariamente a fugarse con él y había aceptado con resignación que sus padres la enviaran a casa de una tía. Un año más tarde se había casado con Ainsleigh. Había guardado en secreto sus auténticos sentimientos hacia Sean. Pero hacía unos minutos le había preguntado si sabía que Sean había muerto. ¿Cuánto había significado esa muerte para ella? ¿Y cómo lo había averiguado?
—No podemos contar con que la rechacen —dijo él—. Sir Edwin Baillie parece decidido a mostrarse afable y cordial con nosotros, y la señorita Hayes va a ser su esposa. Debemos tratarlos con amabilidad cuando asistan al baile. Ésta es una nueva era, y deseo comenzarla con otro talante. No quiero tener unos vecinos que viven apenas a cinco kilómetros de aquí cuya existencia debemos ignorar. No quiero que mi hijos y los suyos se vean obligados a tomar la difícil decisión de obedecer a sus padres o entablar una amistad clandestina entre ellos. Ya basta de esto.
La condesa arqueó las cejas.
—Sean Hayes ha muerto —dijo él—, al igual que sir Basil Hayes. Y sir Edwin Baillie tiene un talante muy distinto.
Su madre siguió mojando su pluma con determinación en el tintero cuando él abandonó la habitación y cerró la puerta tras él. ¿Qué le había inducido a pedir a Moira Hayes que le reservara unos valses?, se preguntó. No deseaba hacer más que lo estrictamente necesario con respecto a ella. Desde luego no tenía ningún deseo de tocarla. Esta tarde iba vestida de forma muy recatada. Incluso llevaba un gorro, que por alguna razón a él le había irritado. Se había comportado con discreción y decoro y había conseguido mostrar un aire de dignidad pese a las grotescas pomposidades e impertinencias de su prometido. Y sin embargo estaba convencido de que, pese a las apariencias, detrás de esa distinguida fachada se ocultaba una apasionada femineidad. Quizás estuviera equivocado. Probablemente lo estaba. Moira era una solterona de veintiséis años, quien se disponía a contraer un matrimonio tan conveniente como aburrido con un pomposo cretino. Desde luego, entre ellos había habido una ira oculta y una extraña y silenciosa comunicación. Eso había sido absolutamente real.
No deseaba tocarla. No quería arriesgarse a dar rienda suelta a algo que ni siquiera estaba seguro de que existía. O quizá, pensó sorprendido, era él, no ella, quien ocultaba una emoción latente en su interior. En tal caso, no tenía que preocuparse. Hacía mucho que había aprendido la disciplina del autocontrol.
Bailaría el vals con ella. Se preguntó si conocía los pasos y confió en que no los conociera. Era un baile demasiado íntimo para bailarlo con alguien que conociera los pasos…, y alguien a quien uno temía tocar.
Cuando Moira fue a entregar unas cestas que contenían bollos y pasteles navideños a algunas de las familias más pobres de Tawmouth la víspera de Navidad, fue sola, acompañada sólo por una doncella. La excursión le procuró la ansiada sensación de libertad pese a que sir Edwin había insistido en que se llevara a la doncella y el carruaje en que solían ir al pueblo. Edwin estaba demasiado ocupado escribiendo cartas navideñas a su madre y a cada una de sus hermanas para acompañarla él mismo, por lo cual se disculpó profusamente. Lady Hayes estaba ocupada con la cocinera y los budines de Navidad.
Hacía un día espléndido, pensó Moira, aunque los pescadores habían pronosticado que nevaría en los próximos días. El cielo azul estaba tachonado de vaporosas nubes, las cuales permitían de vez en cuando que luciera el sol. Soplaba un viento fresco, pero no excesivamente frío ni violento para esta época del año. Habría sido un día perfecto para ir caminando hasta el pueblo por el valle. Pero debido al sentido del decoro de su prometido, Moira se había visto obligada a ir al pueblo en el coche, con un ladrillo caliente a sus pies y las piernas cubiertas con una manta. Se preguntó si después de la boda sir Edwin le permitiría alguna vez ir andando a algún sitio. Ese pensamiento, que no dejaba de ser divertido, le produjo no obstante cierta inquietud. Aunque sir Edwin no era un hombre de mal carácter, era casi imposible llevarle la contraria.
La doncella tenía una hermana casada en Tawmouth y se mostró encantada cuando la señorita Hayes le propuso que fuera a visitarla cuando entregaran todas las cestas. Moira se proponía visitar a Harriet Lincoln y quizá convencerla para ir de tiendas. Pero la tentación de gozar del aire libre era demasiado fuerte. Como una colegiala que hace novillos, echó a andar apresuradamente por la calle que la conduciría al rompeolas, una estructura de granito que le llegaba a la cintura y que señalaba el fin de la carretera del valle y protegía al caminante incauto de caer a la playa que había más abajo. Entonces apoyó las manos sobre el muro y aspiró profundamente el tonificante aire marítimo.
A sus pies, la dorada playa se extendía a ambos lados. Unos pescadores trabajaban en sus botes amarrados junto al largo embarcadero de piedra situado a la derecha, pero la playa emanaba un tentador aire de soledad. La marea estaba baja. Unas gaviotas chillaban y revoloteaban en lo alto. Debería dar media vuelta y dirigirse a casa de Harriet, pensó Moira. Pero en lugar de ello se encaminó hacia la única abertura que había en el muro. Al otro lado de ésta había unos escalones construidos contra el muro que conducían a la playa.
Normalmente, Moira no habría vacilado. ¿Tenía que hacerlo ahora simplemente porque sabía que a sir Edwin Baillie le disgustaría? Más que disgustarse, le soltaría un largo sermón sobre las lecciones que le había inculcado su madre de pequeño. Después de reiterarle una y otra vez su respeto y consideración hacia ella, le recordaría sus obligaciones como dama de alcurnia y prometida del baronet de Penwith. ¿Tendría ella que doblegarse a su voluntad el resto de su vida? ¿No podría conservar un mínimo de independencia, de amor propio? Esto era Cornualles. No había nada malo en que paseara sola por una playa desierta en Tawmouth. Y así se lo diría con calma pero con firmeza si él llegaba a averiguar la verdad. Pues la verdad era que ya había empezado a descender por los escalones que conducían a la playa.
Siempre le había encantado la playa, tanto como terreno de juegos como un lugar donde dejar correr su imaginación y soñar. Solía venir a menudo con Sean. Sus padres eran personas bastante tolerantes, y les permitían más libertad de movimiento del que gozaban muchos niños. Construían castillos de arena, cogían conchas, chapoteaban en el agua y se perseguían el uno al otro chillando de risa, de frustración o de pura exuberancia. Y a veces se encontraban con Kenneth más allá del promontorio, donde había una recóndita cala que no se veía desde el pueblo o el malecón, y Kenneth y Sean cambiaban insultos hasta que se ponían a jugar a contrabandistas y a piratas, unos juegos que entrañaban duelos de espada con trozos de madera de deriva que arrastraba la corriente y escaladas por la cara del acantilado. A Moira siempre le ordenaban que explorara las charcas en busca de algo interesante, que vigilara o simplemente que se portara bien. A menudo sospechaba que esos encuentros no eran fortuitos, sino que los dos chicos los planeaban.
De niña adoraba a Kenneth, el guapo y rubio muchacho de Dunbarton, a quien tenían rigurosamente prohibido siquiera saludarles. Ella le observaba mientras jugaba con Sean, imaginando que se volvería hacia ella y la invitaría a jugar con ellos, pues deseaba participar en sus juegos. Pero nunca lo hacía. Ella era una chica, de cuya existencia ni siquiera parecía percatarse. Hasta mucho más tarde, claro está.
Posteriormente, después de que él pasara unos años en un internado fuera, durante una de sus vacaciones escolares, ella se había encontrado con él allí a solas. No recordaba dónde se hallaba Sean. Sabía que ella había dejado a su institutriz en el pueblo, haciendo unas compras que le había encargado su madre, que había rodeado el promontorio y que al entrar en la cala le había visto allí, sentado en una roca, como sumido en una ensoñación. Al principio él la había mirado sin reconocerla pero con evidente admiración. Luego la había reconocido. Y le había sonreído. Por primera vez en su vida.
Qué jovencita tan tonta. Qué jovencita tan tonta había sido para dejarse encandilar por su belleza y su encanto varoniles. Se había sentido halagada. Y se había enamorado perdidamente de él.
Moira se encaminó hacia la cala, recordando. Cuántos recuerdos. Hacían que se sintiera vieja, insulsa. No había pensado que su vida llegara a esto, a convertirse en una mujer de cierta edad a punto de contraer un matrimonio de conveniencia con un hombre al que a duras penas toleraba. Pero no, no se trataba tanto de que fuera una mujer de cierta edad, sino que ahora era una mujer madura que había aprendido que la realidad de la vida y el sueño de la vida que una tenía de joven constituían polos opuestos. La vida no era tan terrible ahora. No estaba en la miseria. Nadie la maltrataba. Ella no…
Se detuvo de repente, clavada en el sitio, atemorizada al ver a un gigantesco perro negro aparecer corriendo más allá del promontorio. Al verla el animal echó a galopar hacia ella, emitiendo unos feroces ladridos. Ella siempre había temido a los perros. Éste era más parecido a un monstruo que a un perro. Si ella hubiera sido capaz de moverse, habría dado media vuelta y habría salido huyendo aterrorizada. Pero ni siquiera el instinto de supervivencia consiguió que echara a correr.