Antes de que terminara el almuerzo sir Edwin introdujo otro tema de conversación que le animó incluso más que la perspectiva de su boda. Al preguntar al mayordomo sobre los vecinos de suficiente alcurnia para ser dignos de que él les hiciera una visita durante su estancia en Penwith Manor, había averiguado un hecho extraordinario. Lady Hayes y la señorita Hayes sin duda estaban al corriente, puesto que al parecer había sucedido hacía una semana. El conde de Haverford había regresado a Dunbarton Hall para fijar allí su residencia.
—Sí, primo Edwin —le aseguró lady Hayes—, hemos oído la noticia. Pero…
Pero sir Edwin apenas se detuvo para respirar. Sonrió a las damas.
—Es un hecho concebible que un caballero menos generoso y más mezquino que yo podría lamentarse de no ser ya la persona de más alcurnia de la vecindad, señora —dijo—, pero debo decir que me siento profundamente satisfecho de contar con el conde de Haverford como vecino, y entre mis amistades, por supuesto. ¿No fue su señoría un héroe de guerra? ¿Un comandante en los mejores regimientos? Cabe deducir que de haber continuado la guerra un par de años más, habría alcanzado el rango de general. Hoy lamento aún más que ayer que su indisposición impidiera a mi querida madre acompañarme aquí. Pero se alegrará por mí, y por vos, señora. Y también por vos, señorita Hayes. Tiene un corazón generoso.
—Pero primo Edwin… —trató de decir de nuevo lady Hayes.
Moira sabía que era inútil. Había sido una semana angustiosa. En Penwith nadie había dicho una palabra sobre el conde de Haverford después de que ella anunciara de improviso el regreso de éste cuando había vuelto de su paseo ese día. No habían dicho una palabra sobre él durante ninguna de las visitas que habían hecho a sus vecinos durante la semana ni durante ninguna de las visitas que éstos les habían hecho a ellas. Y sin embargo ella —y sin duda su madre también— eran conscientes de que cuando no estaban presentes la conversación había girado en torno a su señoría. A fin de cuentas, Dunbarton había permanecido sin su dueño y señor durante siete años. Fue casi un alivio oír a sir Edwin abordar por fin abiertamente el tema prohibido.
—Dejaré mi tarjeta de visita en Dunbarton hoy mismo, antes de ir a presentar mis respetos a otras personas —dijo éste—. Es por supuesto una cuestión de cortesía que visite en primer lugar al conde de Haverford. Sería irreprochable por parte de su señoría recibir mi tarjeta y negarse a recibirme hoy, pero debo congratularme confiando, señora, que accederá a recibir en persona al baronet de Penwith. Al fin y al cabo, a su señoría le agradará constatar que tiene un vecino de un rango casi tan alto como el suyo con quien tratar. Quizá le hayan informado de que en Penwith residen sólo unas señoras, aunque una de ellas por supuesto ostenta un título. —Sir Edwin hizo una inclinación de cabeza a lady Hayes—. Y la otra lo ostentará dentro de unos meses. —Sonrió a Moira—. Qué extraordinaria coincidencia que ambos hayamos llegado a Cornualles al mismo tiempo. Iré a visitarlo hoy mismo, esta tarde. Señorita Hayes, ¿me haréis el honor de acompañarme?
Moira había aceptado los planes de sir Edwin con resignación, incluso con cierta aprobación. Sin duda era preferible que hubiera una relación cordial entre ambos hombres, quienes, a fin de cuentas, serían vecinos. Pero se inquietó de inmediato ante la sugerencia de que ella compartiera esa relación cordial. Miró a su madre, que estaba sentada muy tiesa en su butaca, con gesto serio.
—Nosotras no visitamos Dunbarton, señor —respondió Moira—. Nunca ha habido ningún trato social entre nuestras respectivas familias.
—¿De veras, señorita Hayes? —preguntó sir Edwin—. Me asombra. ¿Acaso su señoría es tan soberbio? Uno no espera eso en un aristócrata, especialmente cuando uno mismo es de alto rango, pero quizá sea comprensible. Le demostraré que poseo méritos suficientes para contarme entre las amistades del conde de Haverford. Le informaré de que mi madre era una Grafton de Hugglesbury. Los Grafton, como sin duda sabéis, tienen un linaje purísimo —aseguró a lady Hayes—, que se remonta al valeroso caballero que luchó codo con codo con el mismísimo Guillermo el Conquistador.
—Hace unas generaciones se produjo un lamentable incidente —le explicó Moira—. Mi bisabuelo y el bisabuelo del presente conde estaban involucrados en el contrabando, el cual prosperó por esa época en estas costas.
—Vaya por Dios —dijo sir Edwin, mostrándose auténticamente escandalizado.
Moira se preguntó con inopinado regocijo si sir Edwin había bebido alguna vez el vino que entraba en el país por la puerta trasera, por decirlo así, sin haber pagado los derechos de aduana. Se preguntó si su madre y sus hermanas habían bebido alguna vez el té que había llegado a su tetera a través de unos circuitos no menos dudosos. Pero aunque lo hubieran hecho, y aunque él lo supiera, a sir Edwin jamás se le ocurriría pensar que había estado involucrado de alguna forma en el contrabando. La mayoría de la gente no era consciente de participar en ello.
—El conde de Haverford no participaba de forma activa, sino que actuaba más como patrocinador y comprador de artículos de contrabando —continuó Moira—, mientras que mi antepasado era el líder de los contrabandistas. Salía por las noches con la cara tiznada de negro, una pistola al cinto y un alfanje entre los dientes.
La joven rehuyó la mirada de reproche de su madre.
—Ignoraba que existiera esa mancha sobre la dignidad del baronet de Hayes —comentó sir Edwin, claramente disgustado—. ¿Contrabandistas? ¿Pistolas y alfanjes? Os ruego que os abstengáis de revelar estos hechos a mi madre, señorita Hayes. Le producirían una fuerte impresión y quizás incluso unas palpitaciones fatales.
—Cuando el guardacostas sorprendió a mi bisabuelo —dijo Moira—, y lo condujo ante el magistrado más cercano, el conde de Haverford, éste le sentenció a siete años de destierro. Fue transportado en un barco prisión.
Sir Edwin suspiró con visible alivio.
—Es malo, pero pudo ser peor —dijo—. Si en el pasado hubiera habido un ahorcamiento en vuestra familia, señorita Hayes…
Sir Edwin se estremeció.
Curiosamente, el comentario divirtió a Moira, quien se sintió al mismo tiempo desagraviada. Sir Edwin no había hecho alusión alguna a la despreciable hipocresía del conde de Haverford.
—Regresó al cabo de siete años —dijo Moira—, sin duda curtido y endurecido por sus experiencias. Vivió otros veinte años como una vergüenza visible para su vecino. Desde entonces ha existido una enemistad entre ambas familias.
Casi pero no absoluta. Habría sido preferible que fuera absoluta.
—Siempre ocurre que los malhechores sienten rencor hacia quienes les censuran y castigan con toda justicia —observó sir Edwin—. Me disgusta que unas damas tan delicadas y refinadas —se inclinó primero ante lady Hayes y luego ante Moira—, hayan tenido que sufrir solas las consecuencias de semejante vileza. Pero eso es agua pasada. Ahora estoy aquí para protegeros y rescataros. Aunque jamás mancillaré los oídos de mi madre con la historia de esa vileza. Estoy seguro que de saberlo, me aconsejaría que hiciera lo que me propongo hacer. Iré a visitar al conde de Haverford esta tarde, como había planeado, y me disculparé sinceramente por la conducta de mi antepasado y por no haberse humillado él mismo y su familia ante el antepasado del actual conde marchándose de aquí y viviendo una vida anónima y en silencio.
Moira sentía una curiosa mezcla de bochorno, indignación, regocijo y ansiedad.
—Mi querido primo Edwin —dijo lady Hayes débilmente, llevándose una mano a la boca.
Pero sir Edwin alzó una mano para detenerla.
—No es necesario que me deis las gracias, señora —dijo—. Como actual baronet de Penwith Manor, he heredado no sólo un título y una propiedad, sino también la responsabilidad por los actos de todos los baronets que me han precedido. Y la protección de sus mujeres. —Se inclinó ante lady Hayes—. Trataré de llevar a cabo una reconciliación en este asunto, señora, y confío en que su señoría me honre por mi humildad y mi decisión de asumir toda la culpa por lo ocurrido hace tiempo.
Moira lo miró con silenciosa incredulidad. Esto ya no tenía nada de divertido. ¿Qué pensaría el conde de Haverford sobre ellas? Se despreciaba por dejar que esto la preocupara.
—Contrariamente a lo que piensa la gente —continuó sir Edwin—, el orgullo no tiene por qué perderse en la humildad. Yo no perderé un ápice de orgullo por disculparme ante su señoría. No temáis, señoras. Deseo que me acompañéis a visitarlo, señorita Hayes.
—Perdonadme, señor —se apresuró a responder Moira—, pero creo que sería más oportuno que fuerais solo a visitar al conde de Haverford en Dunbarton.
—Se dice —terció lady Hayes—, que la condesa, su madre, vendrá también a Dunbarton con otros huéspedes para Navidad, pero no he oído decir que hayan llegado ya, señor. —Era sorprendente lo que una oía decir en la vecindad rural incluso aunque procurase evitar escuchar ciertos temas—. Su señoría está sin duda solo en Dunbarton. Moira iba a acompañarme a tomar el té en Tawmouth esta tarde.
Pero sir Edwin no estaba dispuesto a dejarse disuadir.
—Es oportuno que la señorita Hayes me acompañe —dijo—, en calidad de mi prometida. Su señoría lo considerará un signo de extrema cortesía que yo os presente a él como tal, señorita Hayes, puesto que él es, sin ninguna duda, el líder social de esta comunidad. Y conviene que estéis presente en esta reconciliación de vuestra familia con la de su señoría. Podréis llevar la cabeza bien alta, señorita Hayes, después de haber tenido que llevarla agachada por vergüenza toda vuestra vida. Al parecer, un ángel bondadoso me ha traído aquí en este preciso momento. No puedo sino concluir que mi madre ha ayudado y apoyado a ese ángel insistiendo en que yo viniera aquí en lugar de quedarme en casa para confortarla durante el trance de su leve resfriado.
Lady Hayes no dijo nada más. Se limitó a mirar a su hija con expresión de impotencia y medio disculpándose. Su madre, según recordó Moira, había sido tiempo atrás una firme defensora de poner fin a la disputa que se había iniciado hacía tanto tiempo. Había venido de Irlanda para casarse con el padre de Moira y confiaba en llevar una vida social plena y satisfactoria. Le había disgustado comprobar que debía evitar cualquier acto social que incluyera a la condesa de Haverford y a su familia. Pero eso había ocurrido antes de que la disputa se renovara. Quizá Moira, aunque con retraso, debió mencionar también esos hechos a sir Edwin. Sí, sin duda debió hacerlo.
Pero no dijo nada más. No quería seguir discutiendo. Moira sospechaba con cierta preocupación que sir Edwin Baillie era un hombre con el que era difícil —quizás imposible— discutir, simplemente porque había oído sólo lo que deseaba oír y había llegado a unas suposiciones que consideraba unas verdades irrefutables. Todo indicaba que tendría que acompañarle en su visita vespertina a Dunbarton. Temía pensar en lo que les aguardaba allí. Sólo podía confiar en que el conde de Haverford no se hallara en casa o se negara a recibirlos.
Pero pensó que sir Edwin Baillie no era un hombre que cambiara fácilmente de opinión cuando se proponía algo. Si la visita de hoy no tenía éxito, volvería a intentarlo mañana o pasado mañana. Bien pensado, era mejor acabar con el asunto hoy para que esta noche pudiera dormir tranquila, tras experimentar la peor humillación de su vida. Sin duda sería la peor.
Hacía más de una semana que no había visto al conde de Haverford. Había confiado en no volver a hacerlo. Pero era una esperanza inútil, desde luego. Tenía la incómoda sospecha de que éste había regresado a Dunbarton para quedarse, y al parecer sir Edwin Baillie se proponía fijar su residencia permanente en Penwith. Aunque las familias seguían enemistadas, Kenneth y ella estaban destinados a volver a encontrarse.
Lamentaba que Kenneth hubiera regresado. Incluso se permitió desear durante un instante que fuera él, en lugar de Sean, quien…, pero no. Desterró ese horrendo pensamiento. No, jamás podía desear semejante cosa, ni siquiera a cambio de la vida de Sean. No podía hacerlo, al margen de quién fuera él o lo que hubiera hecho, o el bochorno que iba a causarle ahora a ella, aunque involuntariamente. Moira recordó que durante años había esperado cada noticia, por escueta que fuera, que llegaba a Dunbarton, la angustia con que la esperaba, cómo se había despreciado tanto por esperarla como por la angustia. Recordó cómo se había sentido cuando, seis años atrás, habían tenido noticia de la gravedad de las heridas que él había sufrido en Portugal y que le habían obligado a regresar a Inglaterra, aunque no a Dunbarton. Ella había supuesto que sólo enviaban a un soldado de regreso a Inglaterra cuando había quedado permanentemente inválido o no creían que sobreviviera. Había esperado angustiada más noticias, repitiéndose una y otra vez que en realidad no le importaba lo que le hubiera ocurrido a él.
Recordó la carta que había llegado del Ministerio de la Guerra referente a Sean. No, ella jamás podría desear lo que había estado a punto de desear ahora. Jamás.
Sólo lamentaba que él hubiera vuelto. Y que sir Edwin Baillie no hubiera venido a Penwith. Deseaba simplemente poder retomar su aburrida vida de soltera que había llevado hasta hacía unas semanas.
Kenneth acababa de regresar tras pasar unas horas con su administrador visitando a caballo algunas de las granjas anexas de su propiedad. Se estaba cambiando su ropa cubierta de barro —los dos últimos días había llovido—, y empezaba a entrar en calor cuando su ayuda de cámara respondió a una llamada a la puerta de su vestidor. Dos visitantes esperaban a su señoría en el salón de la planta baja.
Su señoría suspiró para sus adentros. Tenía la sensación de que en los nueve días desde su regreso a Dunbarton había hecho poco más que visitar a sus vecinos y recibir la visita de éstos. Era agradable volver a encontrarse con viejos amigos y vecinos, conocer a otros nuevos, pero a veces deseaba disponer de más tiempo para él. La situación sólo podía empeorar durante la próxima semana, cuando llegaran su madre y su hermana, junto con otros invitados que lo harían en días sucesivos. No obstante, le complacía la perspectiva de tener la casa llena de gente, de aprender el nuevo papel de anfitrión.
Mientras bajaba la escalera unos minutos más tarde, trató de pensar en alguien en la vecindad que aún no le hubiera visitado. No se le ocurría nadie. Pero él ya había devuelto la mayoría de esas visitas. Por lo que dedujo que debía de haber empezado la segunda ronda. Suspiró. Quienquiera que fueran, podrían haber esperado al menos a que llegara su madre.
No reconoció al hombre que se hallaba en medio del salón, con una mano a la espalda y con la otra acariciando la leontina de su reloj. Las puntas del cuello de su camisa, muy almidonada, casi le atravesaban las mejillas. Tenía el pelo castaño y peinado hacia arriba, sosteniéndose un par de centímetros sobre su cabeza. ¿Era para equiparar su estatura a la de la mujer que le acompañaba?, se preguntó Kenneth, fijándose en ésta. Era decididamente más alta que el hombre, un hecho que no trataba de disimular. Mantenía la cabeza erguida, con una expresión de orgulloso desafío pintada en el rostro, como si él la hubiera retado de alguna forma. Lucía el mismo atuendo que el día en que él había llegado. Moira Hayes trataba de pasar por una recatada dama y lo cierto era que había conseguido su propósito. ¿Qué diablos hacía en su salón?, se preguntó Kenneth.
Pero ocultó su sorpresa y se inclinó ante ambos. El hombre sonrió y se inclinó también ante él, como si rindiera homenaje al príncipe Jorge o incluso al mismo rey loco. Moira Hayes permaneció inmóvil y erguida, sin siquiera tratar de hacer la reverencia que exigían los buenos modales.
—¿Señor? —dijo Kenneth—. ¿Señorita Hayes?
El hombre se presentó como sir Edwin Baillie, baronet de Penwith Manor desde el desdichado fallecimiento de sir Basil Hayes y en ausencia de un heredero directo vivo. Moira, según comprobó Kenneth sin mirarla directamente, no torció el gesto ante esa escueta forma de despachar a su padre y a su hermano. Sir Edwin Baillie estaba asimismo emparentado, a través de su madre, con los Grafton de Hugglesbury, quienesquiera que fueran. Sir Edwin miró con insistencia a su anfitrión, esperando claramente un gesto de sorpresa ante dicha noticia. Kenneth arqueó las cejas. ¿De modo que éste era el hombre con el que Moira iba a casarse? ¿Por qué había venido ella aquí?
—Y os habéis referido correctamente a la señorita Hayes, milord —dijo sir Edwin con otra profunda reverencia—. Pero espero que lo consideréis una cortesía por mi parte anunciaros a vos antes que a otra persona, a excepción de lady Hayes, su estimada madre, que la señorita Hayes me ha hecho hoy el honor de acceder a convertirse en lady Baillie en un futuro cercano.
Esta vez Moira sí torció el gesto, no de forma totalmente imperceptible. Kenneth fijó los ojos en ella. Su rostro había asumido de nuevo su expresión de orgulloso desdén, pero una cosa era obvia para él. Este enlace no se basaba en ningún sentimiento amoroso por parte de ella. ¿Y quién podía reprochárselo? Estaba claro que ese hombre era un pomposo cretino. Ella probablemente se estremecía de vergüenza bajo su máscara de indiferencia. Bien.
—Mis mejores deseos, señorita Hayes —dijo Kenneth—. Y enhorabuena, señor. Por favor, sentaos, señorita Hayes. Pediré que nos sirvan el té.
Ella se sentó en la butaca más cercana, tiesa como un palo, con las manos apoyadas una sobre la otra en el regazo. Pese a su tensa postura, ofrecía un aspecto airoso, pensó Kenneth.
—Es muy amable por su parte, milord —dijo sir Edwin aclarándose la garganta con gesto un tanto teatral—. Especialmente dadas las circunstancias.
Maldita sea, pensó Kenneth. Ella debió de contárselo a Baillie. ¿Una confesión antes del compromiso oficial? Unos cuantos encuentros clandestinos. Unos pocos besos. ¿Le había confesado también lo de los besos? Pero al parecer las circunstancias a las que se refería Baillie no eran las que pensaba Kenneth. Al parecer su señoría había sido muy amable al recibir a la bisnieta del hombre a quien su propio bisabuelo había tenido que condenar a siete años de destierro. Y extremadamente cortés por su parte ofrecer a la joven una silla y una taza de té.
Durante un momento, cuando Kenneth la miró sorprendido, los ojos de ambos se encontraron. Ella bajó los suyos apresuradamente. Él sintió el imperioso deseo de soltar una carcajada. Pero hubiera sido una grosería.
—Como nuevo baronet de Penwith Manor —continuó sir Edwin—, debo asumir por supuesto la responsabilidad por todos los actos de mis predecesores, milord. Aunque personalmente no tengo culpa alguna, debo sin embargo pediros humildemente perdón por el disgusto causado a vuestro ancestro al verse forzado a imponer justicia a uno de sus vecinos más cercanos. Os pido perdón en nombre de lady Hayes y de la señorita Hayes, aunque sin duda convendréis conmigo en que las mujeres no pueden ser culpadas por las perfidias de sus parientes varones. No obstante, tanto a lady Hayes como a la señorita Hayes les aflige la enemistad que ha existido entre las dos familias durante varias generaciones.
Moira se mordió el labio al tiempo que sus fosas nasales se dilataban ligeramente. Kenneth se preguntó si su prometido se daba cuenta de que estaba furiosa, y supuso que no. Las mujeres no pueden ser culpadas por las perfidias de sus parientes varones. ¿Y por las suyas propias? ¿Había hablado Moira a Baillie sólo de sus respectivos bisabuelos? ¿No sobre lo ocurrido ocho años atrás? Kenneth esbozó una media sonrisa al observar que ella bajaba la mirada.
—Considero innecesario, señor —dijo—, que me pidáis perdón por algo que no os incumbe en absoluto. Considero innecesario que yo os perdone por algo que no me incumbe y que ocurrió hace tanto tiempo que ya nadie lo recuerda. Pero si ello hace que os sintáis más cómodo, estoy dispuesto a convenir en que ese episodio debe ser perdonado y olvidado.
—Sois más que generoso, milord —respondió sir Edwin—. Pero siempre he comprobado que los miembros de la aristocracia se caracterizan por su generosidad de espíritu.
Santo cielo. ¿Y Moira iba a casarse con ese tipo? Kenneth la miró de nuevo. Observó que la piel alrededor de su boca y su nariz estaba un poco pálida. Aún estaba furiosa. Él no pudo resistir la tentación de echar más leña al fuego.
—Y si es cierto que esa enemistad os ha causado consternación, señorita Hayes —dijo—, permitidme aseguraros que todo está perdonado. No guardo rencor a nadie. Podéis venir aquí cuando lo deseéis con lady Hayes o con sir Edwin, que seréis bien recibida.
Moira había madurado, pensó él al cabo de un momento. Pese a estar furiosa, se reprimía para no estallar. Ella le miró directamente a los ojos; él dudó que su prometido viera el veneno que reflejaban, y dijo con frialdad:
—Sois muy amable, milord. ¿Decís que me perdonáis? Me siento abrumada.
Sir Edwin Baillie, tal como Kenneth había supuesto, no habría reconocido ni la ira ni el sarcasmo aunque se hubieran crispado en un puño que le hubiera golpeado entre los ojos. Sonrió con aire satisfecho y se inclinó, primero ante Moira y luego ante su anfitrión.
—Yo también me siento abrumado —dijo—, por el feliz resultado de mi gesto de humildad. Mi querida madre siempre me enseñó, milord, como seguro que vuestra estimada madre os lo enseñó a vos, que la humildad y el orgullo van de la mano, que el hecho de mostrar lo primero no obliga a uno a renunciar a lo segundo, sino que, antes bien, lo refuerza.
—Desde luego —respondió Kenneth. Indicó al lacayo que entró portando la bandeja del té que la depositara frente a Moira—. ¿Tendréis la amabilidad de servir el té, señorita Hayes?
Al parecer sir Edwin creía que la renovada amistad entre las familias que habían estado distanciadas durante generaciones era suficiente excusa para prolongar su visita más allá del límite de media hora que dictaba la buena educación. Fue Moira quien por fin se levantó al cabo de cuarenta minutos, apresuradamente pero con firmeza, cuando su prometido se detuvo para respirar durante una prolija descripción de la esmerada educación que había procurado a sus hermanas pese a lo costosa que le había resultado.
Kenneth los acompañó a la puerta y vio a Baillie ayudar a su novia a montar en el coche e insistir en cubrirle las piernas con una manta antes de montar él también y cubrirse las suyas con otra. Estaba convencido, según explicó a su anfitrión, que la mayoría de resfriados invernales se debían a viajar sin las debidas precauciones. Era preciso ser precavido.
Mientras observaba salir el carruaje del patio, Kenneth pensó que estaba obligado a devolver la visita. No había puesto nunca los pies en Penwith Manor. De niño se había colado en el parque en numerosas ocasiones, al igual que Sean Hayes se había colado en el parque de Dunbarton, pero ninguno de ellos había entrado en casa del otro. Y ahora Moira Hayes había estado en Dunbarton. No cabía duda de que los tiempos habían cambiado.
No estaba seguro de desear que ella y él siguieran visitándose. Estaba muy seguro de no desear mantener ningún trato social íntimo con su futuro esposo. Pero al parecer no podría evitarlo salvo si abandonaba Dunbarton. Cosa que no quería hacer. Durante los nueve últimos días había descubierto algo. Había descubierto el rumbo que debía tomar su vida. Durante ocho años había vivido gracias a su ingenio y de forma peligrosa. Después de vender su nombramiento se había sentido inquieto y deseoso de vivir más aventuras. Pero su inquietud se debía a su deseo de regresar a casa.
Era una lástima que su casa estuviera tan cerca de Penwith y que ella fuera a casarse con el dueño de la misma. Y era una lástima, a fin de cuentas, que el pasado no hubiera muerto del todo, que no estuviera del todo perdonado u olvidado, pese a lo que habían dicho aquí hacía media hora.
Su madre había invitado a unos amigos a Dunbarton, unos amigos que, curiosamente, tenían una joven hija, la honorable señorita Juliana Wishart. Su madre incluso había mencionado el nombre de la joven en una carta que le había escrito. Preparando el terreno. Haciendo el papel de casamentera con escasa sutileza. Lo que a él le había sorprendido era el hecho de que eso no le hubiera alarmado. Comprendió que estaba dispuesto a echar un vistazo a esa joven. Había regresado a Dunbarton después de mantener numerosas relaciones sexuales. Quería quedarse aquí. Pero si se quedaba, quizá debía estar dispuesto a sentar cabeza. Quizás había llegado el momento de casarse.
Moira Hayes, pensó al regresar al relativo calor del interior de su casa, había escuchado hoy la proposición que le había hecho un cretino y había aceptado. Iba a convertirse en una mujer casada y quizás él sería pronto un hombre casado. Serían vecinos y se visitarían de vez en cuando, aunque confiaba en que no a un nivel excesivamente familiar. En todo caso, pensó malhumorado, era una realidad a la que debería acostumbrarse. Sus ocho años con el ejército Peninsular le habían enseñado que uno podía acostumbrarse a casi todo.
Y la familiaridad, según decían, engendraba no desprecio, sino indiferencia. Quizá llegaran a sentir indiferencia uno hacia el otro y a olvidarse de la inquina y la hostilidad.