No debió llamarla por su nombre de pila, pensó él demasiado tarde, pero no conocía su otro nombre.
—Kenneth —dijo ella, tan bajito que él la vio mover los labios más que oír el sonido de su propio nombre. También la vio tragar saliva—. Ignoraba que fuerais a regresar a casa.
—Hace unos meses vendí mi nombramiento militar —dijo él.
—¿De veras? —respondió ella—. Sí, ya lo sabía. Lo oí decir en el pueblo. La gente suele comentar esas cosas.
Se había levantado, pero no se había acercado a él. Seguía siendo muy alta y esbelta. Él había olvidado lo alta que era. Siempre había admirado la forma en que se sostenía erguida, con la cabeza alta, negándose a encorvar la espalda o tratar de disimular su estatura pese a ser más alta que la mayoría de los hombres. A él le complacía que hubiera crecido hasta casi alcanzar su propia estatura. Aunque le producía una grata sensación protectora estar junto a mujeres que no le llegaban siquiera al hombro —que era el caso de la mayoría de mujeres—, le desagradaba tener que agachar la cabeza para mirarlas.
—Confío en que estéis bien —dijo.
—Sí —respondió ella—. Gracias.
¿Qué hacía ella aquí?, se preguntó él. ¿Acaso lo había convertido en su refugio particular durante los ocho últimos años, erradicando el recuerdo de haber estado con él aquí? Aunque no habían estado allí juntos con frecuencia. Ni en ningún otro lugar. Pero se encontraban a hurtadillas, y sus encuentros les producían tal sentimiento de culpa, que parecía como si fueran muy numerosos. ¿Por qué estaba sola? No era decoroso que estuviera ahí sin un acompañante, siquiera una doncella.
—¿Y sir Basil y lady Hayes? —preguntó él secamente. Recordó que la familia de ella y la suya habían estado distanciadas durante varias generaciones, que no habían mantenido ningún trato social durante ese tiempo. Él había confiado, con el juvenil idealismo que no le había abandonado prácticamente hasta que se había marchado de casa, en que su generación —y la de ella— propiciara una reconciliación. Pero la enemistad sólo había empeorado.
—Papá murió hace más de un año —respondió ella.
—Ah —dijo él—. Lo lamento.
No lo sabía. Lo cierto era que apenas había recibido noticias de Dunbarton. Su madre ya no vivía aquí y él no se había carteado con ninguno de sus antiguos vecinos. Con su administrador mantenía una correspondencia referida sólo a sus negocios.
—Mamá está bien —dijo ella.
—¿Y…? —Él se detuvo. Supuso que el nombre habría cambiado—. ¿Y sir Sean Hayes? —preguntó con reticencia.
Sus labios se tensaron al pensar en Sean Hayes.
—Mi hermano no llegó a heredar el título —respondió ella—. Falleció unos meses antes que papá. Murió en la Batalla de Tolosa.
Él torció el gesto. Tampoco estaba enterado de esto. Sean Hayes, que tenía su misma edad, se había marchado poco antes que él. Su padre le había comprado un nombramiento en un regimiento de infantería, presumiblemente porque no podía permitirse nada más glamouroso. Sean Hayes, quien tiempo atrás había sido su mejor amigo, y al final su enemigo más encarnizado, ¿muerto?
—Lo siento —dijo.
—¿De veras?
Ella formuló la pregunta en voz baja, con frialdad. Sus ojos oscuros, fijos en los suyos, no mostraban expresión alguna, pero él sintió su hostilidad. De modo que los ocho años que habían transcurrido no la habían cambiado. Pero en ese tiempo había sufrido la pérdida de su padre y de su hermano. Y ella y su madre…
—¿Y vuestro esposo? —preguntó él.
—Aún no me he casado —contestó ella—. Voy a desposarme con sir Edwin Baillie, un primo mío que heredó el título y la propiedad de papá.
¿No estaba casada? ¿De modo que nadie había sido capaz de amansarla? Sin embargo, presentaba un aspecto dócil. Parecía distinta… y la misma. Más distinta que la misma. ¿Por qué iba a casarse ahora con ese primo suyo? ¿Por conveniencia? ¿Había amor en ese enlace? Pero eso a él no le incumbía. Ella no le incumbía. Ocho años es mucho tiempo. Toda una vida.
—Al parecer —dijo él—, he regresado a casa en el momento justo para ofreceros mi enhorabuena.
—Gracias —dijo ella.
De pronto él reparó en algo. Se volvió hacia la carretera para confirmar lo que ya sabía.
—¿Cómo habéis venido? —preguntó—. No veo ningún carruaje ni un caballo salvo el mío.
—Andando —respondió ella.
Sin embargo, Penwith Manor se hallaba a varios kilómetros, en el valle, y a un par de kilómetros hacia el interior. ¿De modo que, pese a las apariencias, ella no había cambiado nada?
—Permitid que os acompañe a casa —dijo él—. Podéis montar mi caballo.
Se preguntó qué clase de hombre era sir Edwin Baillie que dejaba que se paseara sola por la campiña. Pero quizás ignoraba que había salido sola. Quizás el pobre hombre no la conocía bien.
—Regresaré a casa a pie, sola. Gracias, señor —dijo ella.
Sí. Había sido una torpeza por su parte ofrecerse para acompañarla. ¿Qué habrían pensado las gentes de Tawmouth si le hubieran visto aparecer de pronto, al cabo de más de ocho años, con Moira Hayes, prometida del dueño de Penwith, montada en su caballo? ¿Y si la hubiera acompañado hasta Penwith cuando nadie de su familia había puesto el pie en esa finca desde hacía más tiempo del que nadie recordaba?
Había que tener presente que existía una profunda enemistad entre Penwith y Dunbarton y que todo intento de poner fin a la misma era malgastar energías inútilmente. Él ya no deseaba poner fin a dicha enemistad, aunque si hubiera pensado en ello durante los últimos días le habría parecido ridículo mantener viva una disputa que había comenzado con su bisabuelo y el de ella. No quería volver a tener trato alguno con Moira Hayes. Y, al parecer, el sentimiento era mutuo.
Él asintió brevemente y se tocó el ala del sombrero.
—Como gustéis —dijo—. Buenos días, señorita Hayes.
Ella no dijo nada y se quedó donde estaba mientras él se dirigía de nuevo hacia la carretera y montaba en su caballo. Nelson se incorporó emitiendo un esperanzado ladrido y Kenneth asintió con la cabeza para indicar que podía levantarse. A continuación giró hacia el interior y avanzó por la cima de la colina, dejando la carretera principal antes de que descendiera hacia el valle y a través del pueblo de Tawmouth. El sol aún lucía en el cielo, como comprobó sorprendido al alzar la vista. Había imaginado que el día se había nublado. Se sentía abatido, su mente y sus emociones agitadas. Le disgustaba esa sensación. Había regresado a casa ilusionado.
Era comprensible, pensó. Había habido algo entre ellos, unos sentimientos intensos, que en su ingenuidad él había interpretado como amor. Ella había sido su primer —y único— amor, aunque durante sus años en Oxford él había recibido una cumplida educación sexual. Realmente no había tenido importancia: un encuentro fortuito, algunos encuentros planificados, los cuales le habían producido un profundo sentimiento de culpa porque no debía tener tratos con un miembro de la familia Hayes ni encontrarse con una joven a solas. Durante años él y Sean solían reunirse para jugar y pelearse, pero eso era distinto. Era el sentimiento de culpa debido a sus encuentros con Moira lo que le excitaba y le había convencido de que estaba enamorado de ella. Ahora lo comprendía. Era lógico que el hecho de volver a verla le hubiera alterado, se dijo, por más que no esperaba que ocurriera. Ahora era un hombre distinto: endurecido por la vida, cínico, que no creía en el sentimiento romántico.
Contempló el boscoso valle que se extendía a sus pies, el río que fluía serpenteando hacia el mar. Pronto divisaría Dunbarton. No se arrepentía de haber venido. Al contrario, experimentaba un grato sentimiento de alegría que casi era euforia. ¡Cómo le habrían tomado el pelo Eden y Nat de haber estado presentes en ese momento!
De pronto apareció ante él. Era una visión capaz de sorprender a cualquiera, incluso a él, que había vivido allí durante buena parte de su vida. Cabalgaba por una meseta que se extendía a lo lejos sin mostrar apenas ninguna variación, cuando de repente contempló una hondonada, un parque arbolado de un intenso verdor en contraste con el resto de la colina. Y en el centro se alzaba Dunbarton Hall, una inmensa e imponente mansión de granito construida a lo largo de tres lados de un cuadrángulo. Una elevada verja y una puerta de hierro forjado constituían el cuarto lado.
—Ya estamos en casa, Nelson —dijo Kenneth, olvidando su temporal irritación. Sí, era su hogar, y le pertenecía. Toda la finca le pertenecía. Por primera vez en siete años, la realidad de este hecho le sorprendió. Era el dueño de Dunbarton.
Nelson ladró y echó a correr por el camino de acceso hacia la casa.
Moira se quedó durante varios minutos contemplando no el mar, sino el desierto horizonte sobre la hondonada. Había oído el sonido de unos cascos que se alejaban, pero no estaba convencida de hallarse a solas.
Hacía mucho tiempo que no pensaba en él con odio. Ni siquiera cuando Sean había muerto en el campo de batalla. No realmente. Había tenido que soportar un dolor demasiado lacerante y terrible. Después de eso, y después de la pérdida de su padre a los pocos meses, había tenido demasiadas cosas en qué pensar, demasiados detalles prácticos referentes al presente que afrontar. La vida había cambiado de forma tan drástica que en su memoria no había espacio para las confusas pasiones de la adolescencia. Ni para la joven despreocupada que había sido.
Debió suponer que él regresaría algún día. Debió estar preparada, aunque en realidad no había nada para lo que debía estar preparada. Pero desde que había llegado a Tawmouth la noticia de que él había vendido su nombramiento y había regresado a Inglaterra, las conversaciones a la hora del té, después de asistir a misa y durante las reuniones vespertinas incluían inevitablemente el tema que fascinaba a todos: ¿Regresaría a su casa en Dunbarton? Pero aunque las gentes de Tawmouth no hubieran sido demasiado refinadas para hacer apuestas, habría sido inútil. Todo el mundo habría apostado a que regresaría. Salvo Moira. Ella no esperaba que lo hiciera. Él había afirmado que jamás regresaría, y ella le había creído.
Qué estúpida había sido. Por supuesto que había regresado. Era el conde de Haverford, propietario de Dunbarton, dueño y señor de prácticamente toda esta zona de Cornualles. ¿Cómo iba a resistir la tentación de regresar para ejercer su autoridad? Antes de marcharse le agradaba el poder. Había dispuesto de ocho años para ejercerlo y ella no dudaba de que lo había hecho con implacable eficiencia. Al verlo ahora había observado en él un aire de fría autoridad.
La intensidad de la amargura y el odio que ella sentía la había sorprendido. Respiró profundamente, esforzándose en calmarse. Él tenía todo el derecho de volver. Al igual que ella tenía todo el derecho de evitarlo siempre que pudiera. Las familias Hayes y Woodfall habían sido expertas en evitarse durante generaciones. Por desgracia ella había aprendido por la fuerza a acatar esas reglas.
Durante la conversación que habían mantenido ella no había visto su rostro con claridad debido a que se hallaba de espaldas al sol, pero había visto lo suficiente para percatarse de su imponente físico —de joven era increíblemente guapo, aunque acaso demasiado delgado para su estatura—, a la par que fuerte y saludable. Ella no dudaba de que su rostro conservaba su belleza aguileña y aristocrática. Había vislumbrado debajo de su sombrero su pelo rubísimo. Había regresado con un aspecto aun más espléndido que el que tenía antes de marcharse.
Y Sean estaba enterrado en algún lugar del sur de Francia. Ella no había sentido amargura. Dolor, sí, pero no amargura. Los soldados combaten y mueren. Sean era un soldado, un teniente de infantería, y había muerto en el campo de batalla.
Pero ahora sentía amargura. Y un odio gélido. De no ser por él, Sean nunca se habría alistado en el ejército. Lo cierto es que no había tenido más remedio que hacerlo. Moira sintió frío. Alzó la vista al cielo y le sorprendió comprobar que aún lucía el sol.
No debía odiarlo. No lo haría. El odio era una emoción demasiado fuerte. No quería regresar al pasado. No deseaba experimentar de nuevo las pasiones extremas de la joven que había sido. Ahora era una mujer. Una persona distinta. Sin duda él también había cambiado. Debía olvidarse de él, en la medida en que esto era posible cuando iba a residir a pocos kilómetros de Penwith. ¿Se quedaría mucho tiempo?, se preguntó ella. No importaba. Ella tenía que vivir su propia vida, la cual iba a convertirse en una nueva vida que le aportaría mayor respetabilidad. Y satisfacción. Pensó deliberadamente en los hijos que ahora confiaba en que tendría.
Abandonó la hondonada y miró cautelosamente a su alrededor, pero, como era natural, no había nadie a la vista. Sólo entonces se preguntó por qué se había acercado él a la hondonada en lugar de pasar de largo. Era imposible que la hubiera visto desde la carretera. ¿Por qué se había detenido allí? ¿Y por qué había elegido ella precisamente hoy para venir aquí? No recordaba la última vez que había estado allí. Había sido una lamentable coincidencia. O quizá no tan lamentable. Quizá de haberse enterado de que había vuelto, habría temido encontrarse con él por primera vez. Al menos, el mal trago había pasado.
Moira echó a andar hacia casa a paso ligero. No debió quedarse tanto rato en la hondonada en pleno mes de diciembre, por agradable que fuera el día. Estaba aterida de frío.
Hacía muchos años que las gentes de Tawmouth y propiedades circundantes no habían vivido unos eventos tan emocionantes. A fin de cuentas, el fallecimiento del pobre sir Basil Hayes, acaecido hacía catorce meses, no podía considerarse un evento emocionante, dijo la señorita Pitt al reverendo y a la señora Finley-Evans con tono quedo y piadoso mientras tomaba el té con ellos, con la señora Meeson y con la señora y la señorita Penallen.
No bien se hubieron recobrado todos de la noticia de que el conde de Haverford había llegado a Dunbarton Hall de forma tan imprevista que la señora Whiteman, el ama de llaves de su señoría, se había enterado de ella sólo un día antes, les llegó la noticia de que la madre de su señoría, la condesa de Haverford, iba a venir también por Navidad, junto con un gran número de invitados. Las madres con hijas casaderas empezaron a soñar con invitados varones solteros. Las madres con hijos casaderos hicieron otro tanto con invitadas femeninas.
Los caballeros empezaron a ir a presentar sus respetos a su señoría. Las señoras aguardaban impacientes a que éste les devolviera la visita. A fin de cuentas, como comentó la señora Trevellas a la señora Lincoln y a la señora Finley-Evans, sus maridos apenas les habían explicado nada. Lo único que les habían comentado después de su visita a Dunbarton era que su señoría había combatido en Waterloo y había visto al duque de Wellington con sus propios ojos. Como si eso pudiera considerarse una noticia interesante, aunque decían que su excelencia era un hombre muy apuesto.
—Nada —concluyó con tono de profunda indignación— sobre el aspecto que presenta su señoría. O sobre su atuendo. El señor Trevellas ni siquiera recordaba lo que llevaba su señoría, aunque pasó media hora conversando con él.
Las otras señoras menearon la cabeza con gesto de comprensión e incredulidad.
Cuando los caballeros no comentaban entre sí lo que cada cual había averiguado sobre las experiencias de la guerra de su señoría y las señoras no se preguntaban si seguía tan guapo como cuando era niño, se dedicaban a conjeturar sobre lo que la Navidad les tenía reservado en materia de diversión. En vida del viejo conde siempre habían organizado el tradicional baile de Navidad en Dunbarton.
—Y en vida del conde anterior a él —añadió la señorita Pitt. Era una de las pocas mujeres entre ellas que recordaba al abuelo del presente conde—. Era un hombre muy apuesto —añadió con un suspiro.
—Quizás este año organicen también algunas celebraciones en Penwith —observó la señora Meeson cuando fue a tomar el té con la señora Trevellas—, puesto que esperan la llegada de sir Edwin Baillie un día de éstos.
Sir Edwin Baillie había pasado a ocupar un lugar inferior en la lista de sucesos emocionantes que esperaban que se produjeran en Tawmouth, aunque había encabezado la lista antes de la repentina aparición del conde. Pero seguían esperando con interés su llegada a Penwith, especulando sobre el propósito de su visita justamente en esta época del año. ¿Propondría matrimonio a la estimada señorita Hayes? ¿Le aceptaría ella? Todos se habían llevado una gran sorpresa cuando ella había rechazado al señor Deverall hacía cuatro años. Aunque todo el mundo sabía que la señorita Hayes era una mujer de mucho carácter y a veces mostraba una excesiva independencia.
Algunas damas se volvieron hacia la señora Harriet Lincoln para conocer su opinión, puesto que era muy amiga de la señorita Hayes. Pero la señora Lincoln se limitó a decir que si sir Edwin se declaraba a Moira Hayes y ella le aceptaba, no tardarían en enterarse todos.
Había otra cuestión que las tenía a todas intrigadas. ¿Qué ocurriría entre Penwith y Dunbarton cuando llegara sir Edwin Baillie? ¿Persistiría la enemistad durante otra generación?
Por supuesto, eran unos temas que procuraban evitar cuando lady Hayes o Moira Hayes se hallaban presentes. Entonces hablaban del tiempo y de la salud de todos con prolijo y archisabido detalle.
—Pobre señorita Hayes —comentó la señorita Pitt en cierta ocasión en que la joven no estaba presente—. Y también lady Hayes. Si la enemistad continúa, no podrán asistir al baile navideño en Dunbarton. Suponiendo que organicen un baile, claro está.
—Por supuesto que habrá baile —dijo la señora Finley-Evans con firmeza—. El reverendo Finley-Evans ha accedido a hablar del tema con su señoría.
—Pobre señorita Hayes —dijo la señorita Pitt.
Sir Edwin Baillie llegó solo a Penwith Manor una semana y un día después de que el conde de Haverford regresara a Dunbarton Hall. Sir Edwin tomó el té con lady Hayes y Moira en el cuarto de estar antes de retirarse a la suite principal —lady Hayes la había evacuado en deferencia al nuevo propietario—, para supervisar al criado cuando éste deshiciera sus maletas. Nunca permitía que nadie, ni siquiera su ayuda de cámara, llevara a cabo esta tarea sin que él estuviera presente, según les explicó. Pero aparte de esa breve explicación, pasó la media hora del té disculpándose ante lady Hayes por la ausencia de su madre, quien por supuesto le habría acompañado en una ocasión tan importante —según dijo señalando a Moira con la cabeza— de no ser porque padecía un leve resfriado invernal. No era nada grave, se apresuró a remarcar para alivio de lady Hayes, pero él había insistido en que se quedara en casa como medida de precaución. Un viaje de cincuenta kilómetros podría causar un perjuicio permanente a su delicada salud.
Lady Hayes le aseguró que había tomado una sabia decisión y había demostrado una admirable devoción como hijo. A la mañana siguiente escribiría a la prima Gertrude para interesarse por su salud. Por lo demás, confiaba en que las señoritas Baillie se encontraran bien.
Al parecer las señoritas Baillie se encontraban perfectamente, aunque Annabelle, la menor, había padecido otitis hacía unas semanas a raíz de dar un paseo en coche un día en que soplaba mucho viento. Todas aguardaban ansiosas noticias de que su hermano había llegado sano y salvo a Penwith Manor. Todas le habían aconsejado que no emprendiera un viaje tan largo en diciembre, pero él estaba tan impaciente por concluir de forma satisfactoria sus asuntos —dijo señalando de nuevo a Moira con la cabeza—, que se había aventurado a transitar por las carreteras en invierno. Su madre, como es natural, lo había comprendido y había insistido en que no se quedara en casa tan sólo porque ella se hubiera resfriado. Si él era un hijo entregado —esta vez hizo una inclinación de cabeza a lady Hayes— lo había aprendido de una madre entregada.
Moira le observó y escuchó sin participar de forma activa en la conversación, pero sir Edwin sólo requería una palabra o una sonrisa de aliento de vez en cuando para que la conversación prosiguiera con naturalidad. Al menos, pensó Moira, tendría un marido para quien la familia constituía una de sus primeras prioridades. Podría haber tenido peor suerte.
Durante la cena sir Edwin anunció su intención de permanecer en Penwith Manor hasta después de Navidad, aunque tanto él como su madre y sus hermanas se sentirían muy tristes por estar separados durante las fiestas. Pero había llegado el momento de familiarizarse con la propiedad que había heredado a la muerte de sir Basil Hayes, si lady Hayes y la señorita Hayes disculpaban que se expresara con tal claridad —una inclinación de cabeza dedicada a cada una de las damas—, y visitaría a sus vecinos para que conocieran al nuevo baronet de Penwith. Y, por supuesto, estaría encantado de ofrecer su compañía durante las celebraciones navideñas a sus dos parientas —otra inclinación de cabeza—, y confiaba en que una de ellas aceptara mañana estrechar sus lazos de parentesco con él. Sonrió casi con coquetería a Moira.
En el cuarto de estar, después de cenar, sir Edwin pidió a Moira que tocara el piano para entretenerles a su estimada madre y a él. Nada le complacía más que escuchar un recital de piano ejecutado por una dama refinada y de buen gusto. Cuando Moira empezó a tocar, él alzó la voz para explicar a lady Hayes que sus tres hermanas eran unas consumadas pianistas, aunque el talento de Cecily residía más bien en su voz, cuya dulzura había heredado de su madre. La destreza de la señorita Hayes como pianista era admirable, aunque, puestos a compararla con la de Christobel, ésta tal vez tenía un toque más sutil. No obstante, lady Hayes debía sentirse orgullosa de su hija.
En efecto, lady Hayes se sentía orgullosa de ella.
Y él también, le aseguró sir Edwin inclinándose hacia ella y haciendo una elegante media reverencia, se sentiría orgulloso de la señorita Hayes cuando tuviera derecho a sentirse orgulloso de ella y no sólo complacido por su alarde de talento musical. Pero entonces, por supuesto —añadió sonriendo con gesto de complicidad—, ella ya no sería la señorita Hayes sino que habría ascendido a un nivel superior.
Sir Edwin se retiró a descansar a una hora prudente, después de inclinarse ante las damas y besarles la mano asegurándoles que el día siguiente sería sin duda el más importante —y quizás el más feliz— de su vida.
También sería el día más importante de su vida, pensó Moira después de retirarse y durante una noche en la que apenas logró pegar ojo. Dudaba que fuera el más feliz. No deseaba casarse con sir Edwin. Era aún más pomposo, aburrido y remilgado de lo que ella recordaba. Cuando lo había visto por primera vez, por supuesto, no lo había contemplado como un marido en ciernes. Temía que convivir con él durante el resto de su vida fuera una dura prueba para ella. Y la madre de él, según recordaba, era en muchos aspectos parecida a él. Pero en la vida a veces una no puede elegir. Si sólo tuviera que pensar en sí misma, quizá pudiera hacerlo. Pero tenía que pensar en su madre, por lo que era inútil plantearse si tenía o no otra opción. De modo que se centró en sus futuros hijos.
A la mañana siguiente desayunó con deliberada calma y aspecto animado. No tenía más remedio que aceptar el ofrecimiento que sir Edwin le iba a hacer, se dijo de nuevo. Su madre y ella no disponían de rentas propias. A sus veintiséis años no tenía otras perspectivas matrimoniales. Habría sido una irresponsabilidad por su parte, tanto por lo que respectaba a su madre como a ella misma, rechazar a sir Edwin Baillie. Y aunque tenía numerosos defectos, al menos no tenía vicios. Podría haberse visto obligada a aceptar a un jugador, un borracho, un mujeriego o las tres cosas a la vez. Sir Edwin era sin duda un hombre absolutamente respetable.
Así pues, cuando él se presentó ante ella, con gran pompa, ceremonia, reverencias y sonrisas, en el saloncito orientado al este que utilizaban por las mañanas cuando la mañana casi había transcurrido, ella aceptó tranquilamente su proposición de matrimonio, que él estaba seguro que la sorprendería pero se consoló pensando que la complacería. Ella permitió a su flamante prometido que declarara sentirse el hombre más feliz del mundo y le besara la mano, aunque se disculpó profusamente por dejar que su dicha le condujera a semejante frivolidad.
La boda, según informó sir Edwin a lady Hayes y a Moira durante el almuerzo, aunque si por él fuera se celebraría mañana mismo o incluso hoy —sonrió por su tono frívolo, sin duda disculpable en un flamante prometido cuya amada acababa de aceptarlo—, se celebraría a fines de primavera, cuando su madre se hubiera restablecido de su indisposición y el tiempo fuera más benigno para que ella y sus hijas pudieran hacer el largo viaje de cincuenta kilómetros. Entretanto, él tendría el honor de permanecer en Penwith Manor hasta después de Navidad, y luego regresaría a casa para poner en orden sus asuntos antes de mudarse permanentemente a Penwith para casarse con su novia.
Moira emitió un suspiro de alivio. Dispondría de unos cuantos meses para prepararse para la nueva vida que le aguardaba. Su madre le acarició la mano sobre la mesa y la miró sonriendo. Sir Edwin expresó su satisfacción ante esa muestra de felicidad por parte de su futura suegra por la fortuna de su hija. Moira sabía que su madre lo comprendía, y que comprendía al igual que su hija el sacrificio que ésta debía hacer. Aunque era injusto pensar que abordaba el matrimonio como un sacrificio. No sería peor que la inmensa mayoría de matrimonios que se celebraban todos los días, y bastante mejor que muchos.