—Bien —dijo Lavinia cuando hubieron recorrido un trecho en silencio, a una ridícula distancia el uno del otro—. Más vale que hoy dé resultado. Ayer fracasó. Sophie volvió a casa con un aspecto más plácido y alegre que nunca. No mencionó a Nat ni una sola vez en toda la tarde.
—¿Un signo esperanzador? —apuntó Eden.
Lavinia alzó la vista al cielo.
—Basado en el hecho de que todas las mujeres son unas criaturas contradictorias —replicó—, que dicen y hacen justamente lo contrario a lo que piensan, ¿no?
—Debo confesar —dijo él—, que resulta inquietante. Uno nunca sabe cómo interpretar la conducta de una mujer.
—Quizá si los hombres no fueran tan taimados —contestó ella—, las mujeres no tendrían que serlo.
Siguieron paseando, obligados a acortar un poco la distancia que les separaba cuando llegaron a un camino estrecho que se adentraba en el bosque. Era un paraje deliciosamente fresco y sombreado, el cual exhalaba un grato aroma a privacidad.
—¿Debemos decir siempre lo que pensamos —preguntó él—, y arriesgarnos a que nos abofeteen?
—Al parecer —respondió ella— esa idea os aterroriza, lord Pelham. ¿Debo entender que no estáis tan seguro de vuestros encantos como parece?
—Quizás —respondió él mirándola de refilón— albergo unos pensamientos libidinosos que una verdadera dama no desearía que expresara de viva voz.
—Vaya por Dios —dijo ella llevándose una mano al pecho—. Disculpadme mientras me desmayo. Pero he olvidado… Creo que ha quedado muy claro, señor, que no soy una verdadera dama. Al menos, me habéis acusado de ello en más de una ocasión.
—¿De veras? —contestó él, arqueando las cejas y acariciando la cinta de su anteojo—. ¿Es posible que me portara de una forma tan poco caballerosa?
—Creo —dijo ella— que tenéis tan poco de caballero como yo de dama.
—Vaya —dijo él—, veo que hoy no nos andamos por las ramas. ¿Os complace vuestro papel de solterona del pueblo?
Ella le miró con desdén.
—¿Y a vos el de soltero de la alta sociedad? —replicó.
—¡Bravo! —Él hizo girar el anteojo que colgaba de su cinta mientras miraba a su alrededor—. Este lugar parece destinado a los escarceos amorosos.
—Desde luego —convino ella—. Supongo que Dios creó los árboles y el bosque con ese único propósito.
—Sería una lástima contrariar los planes del Altísimo —dijo él.
Lavinia le miró de refilón.
—Nat no tardará en llegar —dijo—. Si os encuentra un palmo más cerca de mí os pondrá los dos ojos a la funerala.
—No lo creo —contestó él—. No creo que nos esté siguiendo. Está muy ocupado con Sophie. Yo que vos, tampoco esperaría que llegaran Ken y Moira. Se han propuesto dejarnos solos. Han urdido un doble complot. Creen que no lo sé, pero conozco a mis amigos tan bien o mejor que ellos mismos.
Lavinia se detuvo en seco y le miró.
—¿Se han propuesto dejarnos a vos y a mí solos? —preguntó, pasmada.
—En efecto, «a vos y a mí», a nosotros —respondió él—. Deberías procurar no ruborizaros tanto. El color de vuestro rostro choca con el de vuestro cabello.
—¡No me he ruborizado, señor! —Ella le miró enojada—. Estoy furiosa. ¿Quién tuvo la idea de dejarnos solos?
—Por lo visto, Nat y Ken —contestó él—. Y Moira. No es inocente en esta historia. Probablemente fue ella quien lo planeó. Me pregunto qué excusa utilizó para obligar a Ken a acompañarla de regreso a la casa.
—¡Qué disparate! —Lavinia soltó un sonoro bufido—. Me voy a mi casa, señor. Os aconsejo que regreséis a la mansión. Buenos días.
—Lavinia —dijo él, mirándola a través del anteojo.
—No recuerdo —respondió ella— haberos autorizado a que pronunciéis mi nombre con esa confianza.
—Para robaros una frase —dijo él con un tono de infinito aburrimiento—, procurad no ser ridícula, Lavinia.
—¡Pero bueno! —fue lo único que ella atinó a decir.
Parecía haber olvidado que se había despedido de él y podía dar media vuelta y alejarse apresuradamente. Él no la retenía por la fuerza.
—Precisamente —dijo él—. Si nuestros amigos, incluyendo a vuestro tutor, piensan que podemos llegar a formar una pareja, ¿no creéis que deberíamos considerarlo? ¿Averiguar en qué se fundan para pensarlo?
—Prefiero emparejarme con un sapo —replicó ella.
Él apretó los labios y meditó en esas palabras.
—Lo dudo —dijo al cabo de unos minutos—. Creo que deseáis que os convenza.
—Podéis creer lo que queráis, milord —contestó ella—. Mañana hablaré con Nat.
—Besadme —dijo él.
Lavinia abrió la boca para contestar pero la cerró de nuevo.
—¿Por qué? —preguntó con recelo.
—Porque he deseado que lo hicierais desde la última vez que nos besamos —respondió él—. Porque no he podido olvidar el beso ni a vos. Porque si parto mañana sin haber solventado una cuestión con vos, vuestro recuerdo me perseguirá el resto de mi vida. Porque si puede perseguirme el recuerdo de alguien, es el vuestro. Y porque si alguien puede domaros, sospecho que soy yo. Porque os a… ¡Maldita sea, no puedo pronunciar esas palabras! Besadme.
—¿A cuántas mujeres habéis endilgado ese discurso? —preguntó ella observándolo con suspicacia.
—A ninguna —contestó él—. A vos.
—No soy una bestia salvaje que haya que domar —declaró ella.
—Ni yo —replicó él—. ¿Vais a besarme?
—No lo sé —contestó ella.
—¿Qué os hace dudar? —preguntó él, avanzando un paso hacia ella. Ella retrocedió un paso y, al darse cuenta de lo que había hecho, avanzó de nuevo hasta que quedaron casi tocándose.
—No confío en que no os burléis de mí después de haberme hecho caer en la trampa —dijo—. Si deseáis besarme, hacedlo.
Él obedeció.
Luego, cuando se separaran un minuto para recobrar el resuello, la besó de nuevo.
Y más tarde, cuando se separaron unos centímetros durante otros minutos y se miraron a los ojos como para verificar la identidad del otro, ella le besó a él.
—Está claro —dijo él cuando dejaron de besarse, pero sus labios casi se tocaban todavía—. Después de esto no me digas que te soy indiferente.
—Sólo ha sido un beso —respondió ella con voz trémula.
—No —dijo él—. Yo sé más sobre estas cuestiones que tú, Lavinia. Ha sido algo más que un beso. Y ha sido más que una cosa física. ¿Eres capaz de dejar que mañana me marche y no vuelva jamás?
Ella le miró perpleja.
—Yo no podría soportarlo —continuó él—. Tengo la aterradora sensación de que debo regresar a mi finca rural, que visité prácticamente por primera vez en mi vida hace un mes, y convertirla en mi hogar. Y tengo la sensación, aún más aterradora, de que debo casarme y llevar a mi esposa allí e instalarme definitivamente en el campo y, ¡que Dios me asista!, destinar un cuarto para los niños. Pero lo haré si vienes conmigo y compartes todo eso conmigo.
—Qué ridiculez —contestó ella sin su habitual tono desdeñoso.
—Sí —afirmó, y no la contradijo, sino que volvió a besarla.
—Bien —dijo él por fin—. ¿Lo hacemos? ¿O vamos a quedarnos aquí todo el día hasta que nos salgan ampollas en los labios?
—Creo que debemos hacerlo, milord —respondió ella—. Pero no esperéis que me convierta en una esposa sumisa.
—¿Una esposa sumisa? —exclamó él horrorizado—. Qué perspectiva tan horrible. Espero, no, insisto en que tengamos al menos una discusión al día. Empezando a la hora del desayuno. Llámame Eden.
—Eden —dijo ella.
—No cabe duda de que eres una mujer sumisa —dijo él sonriendo pícaramente, y volvió a besarla en la boca antes de que ella pudiera protestar—. Ahora creo que debemos dirigirnos al lago para ver si Nat y Sophie han concluido su tête-à-tête. En caso afirmativo, insinuaremos a Nat que mañana por la mañana, o antes, le haré una visita formal en la biblioteca. Supongo que se quedará de piedra.
—Dilo, Eden —dijo ella abrazándolo por la cintura cuando él echó a andar hacia el lago.
—¿El qué? —le preguntó torciendo el gesto.
—Lo que aún no has dicho —contestó ella—. Dilo. Quiero oírlo.
—Disfrutas vengándote, ¿eh? —dijo él arrugando el ceño.
Lavinia le dirigió una sonrisa cautivadora.
—Cielo santo —dijo él—, no hagas eso hasta que nos hallemos junto a nuestro lecho nupcial, o mejor acostados en él. Ya tengo bastantes problemas en este momento. Bien, a lo que íbamos —añadió carraspeando para aclarase la garganta—. Te amo. ¿Era lo que deseabas oír? Confío en no haber tenido que padecer este suplicio para que ahora me digas que deseabas oír otra cosa.
—No, era eso —respondió ella—. Suena maravilloso. Puedes decírmelo cada día cuando nos hayamos casado hasta que brote con toda facilidad de tus labios…, a la hora del desayuno. Yo también te amo.
—Es injusto —dijo él—. A ti no te ha costado nada.
Ella apoyó la frente en su hombro y él la abrazó con fuerza.
—Sí que me ha costado —contestó ella—. Te lo aseguro. Siempre me ha aterrorizado el amor, Eden. No deseaba casarme, como otras mujeres, conformándose con un poco de amor romántico para que resulte más apetecible. Deseaba lo que aparece en las poesías y los sueños. Prefiero renunciar a todo antes que conformarme con una sombra de lo auténtico. Quiero que esto sea lo auténtico. Debe serlo. Si no lo es dímelo y nos diremos adiós y cada cual seguirá su camino. Y no regreses jamás, ni siquiera para ver a Nat. Si te marchas ahora, no regreses jamás.
Él la abrazó durante largo rato, sin decir nada.
—Has conseguido preocuparme, Lavinia —contestó por fin—. Yo creo que es auténtico. Nunca supuse que ocurriría. No deseaba que ocurriera. No son imaginaciones mías simplemente porque deseo una esposa. Nunca quise tener una esposa. Por supuesto que es auténtico. Te amo, estoy seguro de ello.
—Sabía que si lo intentaba —respondió ella— lograría que me lo dijeras de nuevo.
Ambos se echaron a reír. Pero sabían que lo que ella había dicho había surgido de lo más profundo de su corazón. Y que él no habría renunciado a su libertad excepto a cambio de un amor profundo y duradero.
—Vamos en busca de Nat —dijo él.
—Sí. —Ella se apartó de él y se alisó los pliegues del vestido. Luego le miró sonriendo tímidamente—. Eres tú, ¿verdad? Todos esos gestos tan íntimos de afecto han sido contigo, ¿no?
—Soy yo —respondió él modestamente, ofreciéndole el brazo—. Más vale que nos casemos cuanto antes. No sabes nada sobre las intimidades de una pareja, amor mío. Ah, sabía que si me empeñaba lograría que volvieras a sonrojarte.
—Me ha salido el tiro por la culata —farfulló Nathaniel.
—¿Qué? —Sophie dejó de observar a Kenneth y a Moira mientras se alejaban y le miró.
—Nada —respondió él—. Quiero enseñarte el lago y el «capricho». Ésta fue siempre la parte del parque que me gustaba más. Me encantaba nadar y surcar las aguas en un bote. También me gusta sentarme ahí y a soñar.
—Sí, lo comprendo —dijo ella. Se acercaban a la orilla del lago y a los árboles que crecían junto al mismo, cuyas ramas pendían sobre la superficie—. Tienes una finca preciosa, Nathaniel.
Y ahora todo esto le pertenecía por fin. Había ansiado que llegara este día. Saber que sus hermanas estaban bien casadas, instaladas en sus propios hogares, y que Bowood le pertenecía sólo a él. Saber que podía hacer lo que quisiera y entrar y salir a su antojo. Hoy parecía un triunfo vacuo.
Y temía alimentar sus esperanzas.
—Ahí está —dijo, señalando a la derecha. Era un pequeño templo griego de piedra gris, con unas columnas y un frontón tallado—. Una auténtica extravagancia, ¿no? Pero supongo que por eso se llaman «caprichos».
—Es encantador —respondió ella, sonriendo mientras se acercaban a él.
Había sido construido en un lugar elegido de forma que quedara oculto por la loma y los árboles a la mansión, situada más arriba. Y cuando uno se sentaba en un banco de piedra en el interior del pequeño templo, sólo alcanzaba a ver la orilla frente al lago y los árboles más allá, quedando desconectado del mundo exterior.
Sophie entró y se sentó. Nathaniel se quedó fuera, con las manos enlazadas a la espalda, observándola mientras ella miraba a su alrededor. En verano el jardinero cuidaba con esmero de los tiestos de flores que había dentro del pequeño templo.
—Sophie —dijo él—, estás muy bonita, querida. Me encantan estos vestidos livianos que luces. Y te has cortado el pelo. Te favorece mucho así, aunque sospecho que cuando te lo sueltas no resulta tan espectacular como antes.
Ella apartó los ojos del lago para mirarlo brevemente y sonrió.
—Y has ganado un poco de peso —dijo él, riendo—. Aunque no es un comentario muy halagador para una mujer, ¿verdad? Pero tienes mejor aspecto.
Ella volvió a sonreír y fijó de nuevo la vista en el lago.
—Ha sido una boda preciosa —dijo—. Georgina estaba guapísima y se la veía muy feliz. Debes de sentirte muy satisfecho por ella, y de que hayan acabado los festejos.
—Mañana a esta hora —contestó él—, prácticamente todos los invitados se habrán marchado. Dentro de unos días tendré Bowood para mí solo.
—Lo cual debe de complacerte —comentó ella.
—Sophie. —Él apoyó el hombro contra la columna que había a un lado de la puerta—. ¿Y tú, eres feliz? ¿Te atrae la idea de regresar a Gloucestershire y elegir un nuevo hogar, quizás en un lugar donde no conozcas a nadie y partir de cero?
—Por supuesto —respondió ella, pero no le miró.
La misma pregunta, y la misma respuesta, que habían intercambiado ayer.
—¿Sabes por qué te he traído aquí? —le preguntó él—. ¿Y por qué te enseñé ayer la casa?
Ella le miró, pero no respondió a sus preguntas.
—No quería que vinieras —dijo él—. Te envié una invitación y supuse que aceptarías por Lewis y por la familia. Pero confiaba en que hallaras la forma de rechazarla.
Ella se levantó apresuradamente.
—No quería ir a visitarte a casa de Lavinia —continuó él—. No quería invitarte ayer a tomar el té. No quería que pusieras los pies en Bowood.
—Déjame pasar —dijo ella—. Debo volver a casa de Lavinia. Debo recoger mis cosas. Edwin quiere que partamos mañana temprano.
Podía haber pasado sin que él se moviera, pero temía rozarlo si lo intentaba. Él no se movió.
—Pero cuando llegaste —dijo él—, comprendí que lo había deseado siempre. Comprendí que quería saturar mi hogar con recuerdos de tu persona. Quería imaginarte en cada habitación. En la biblioteca tocaste el reposacabezas de la butaca en la que suelo sentarme. Pasaste la mano por la superficie de mi mesa. Te detuviste junto a la ventana para admirar la vista.
Ella volvió a sentarse y apoyó las manos en el regazo.
—Quería traerte aquí —dijo él—. Para que durante el resto de mi vida pudiera venir a este lugar y sentarme donde ahora estás sentada y sentir tu presencia.
—Nathaniel —dijo ella—, por favor…
—Sí, lo sé —contestó él—. Me estoy comportando de forma muy grosera. Te estoy agobiando con esta emotiva confesión. Me sentiré culpable, temiendo haberte disgustado. Pero creo que me sentiría peor si dejara que te fueras de aquí sin decirte que te estaré siempre agradecido por haber venido.
Ella estaba cabizbaja, en silencio. Pero al observarla, vio caer una lágrima sobre el dorso de su mano. Ella la alzó y se enjugó la mejilla. Él agachó la cabeza para no golpeársela contra la puerta, que era muy baja, y penetró en la mágica sombra del «capricho». El pequeño templo parecía iluminado desde dentro, según había observado, debido a la luz del lago que se reflejaba en el techo de éste. Estaba inundado del perfume a guisantes de olor y otras flores.
—Veo que te he disgustado.
Él apoyó el pie calzado en una bota sobre el banco junto a ella y un brazo sobre el muslo. Luego agachó la cabeza para aproximarla a la suya.
—Nathaniel —dijo ella—, ¿qué me estás diciendo?
—Que te amo —respondió él.
—Es compasión, lástima, afecto —dijo ella—. Piensa en quién soy, Nathaniel. Soy hija y hermana de tratantes de carbón. Nunca he poseído belleza, inteligencia, sentido del humor, encanto. Mientras que tú… Tú lo tienes todo: distinción, dinero, tierras, elegancia, encanto, buena planta. Podrías tener… ¿Te has fijado en cómo te miran las mujeres, las damas? ¿Mujeres muy bellas? ¿Tus iguales?
Por fin la tocó. Apoyó la mano suavemente en una de sus mejillas, con la palma debajo de su mentón. No la obligó a alzar el rostro. Deslizó el pulgar sobre sus labios.
—Te han causado un daño terrible, Sophie —dijo—. Ojalá te hubiera conocido cuando tenías diecisiete años. ¿Me habría encontrado con una chica inocente y hermosa que se consideraba digna de lo mejor que pudiera ofrecerle la vida? ¿Me habría encontrado con una muchacha convencida de poseer todo cuanto podía ofrecer al hombre que la amara? ¿Me habría percatado entonces de que había encontrado un tesoro inapreciable? Quizá no. Quizás hubiera sido demasiado joven. Quizá tú también. Quizá tenías que padecer lo que has padecido para que toda la perfección de tu belleza resplandeciera a través de tu persona. No dejes que ese daño sea irreparable, amor mío. Confía en ti. Confía en el amor. Quizá nunca puedas amarme, pero tendrás a alguien junto a ti. Alguien que sea casi merecedor de ti. Alguien que sea tu igual.
Ella alzó la mano y la apoyó en el dorso de la que él tenía apoyada en su mejilla.
—Nathaniel —dijo. Su voz denotaba que estaba a punto de romper a llorar—. Debo decirte algo, algo que te abrumará, aunque me prometí no decírtelo. Perdóname.
Él la obligó entonces a alzar el rostro y la miró a los ojos, que estaban llenos de lágrimas.
—¿Sophie? —murmuró.
—Te dije que sabía cómo impedirlo —dijo ella—. Te dije que no sucedería. Pero la última noche…, sabía que lo nuestro no duraría…, quería que fuera la noche más maravillosa de mi vida. Y lo fue. Pero olvidé los aspectos prácticos, Nathaniel…
Él la silenció oprimiendo su boca contra la suya.
—Dios mío —dijo—. Dios mío, Sophie. ¿Estás embarazada?
—No importa —respondió ella—. Me marcharé a algún sitio en donde pueda decir que he enviudado hace poco. Te aseguro que no me importa. Me siento muy feliz. Tendré un recuerdo tangible el resto de mi vida. ¿Qué haces?
Él la tomó en brazos. Salió del pequeño templo al soleado exterior y la depositó en la orilla del lago, oculta a la mansión, resguardada por los árboles. Un pequeño lugar agreste perfumado por los aromas que exhalaban los árboles, la hierba y el lago, donde se oía el canto de los pájaros y el chirrido de los insectos, caldeado por el sol de últimos de agosto. Se detuvo junto a ella, contemplando el lago.
—Quiero que sepas algo —dijo—. Te casarás conmigo tan pronto como adquiera una licencia. Cuando iniciamos nuestra relación en Londres te dije que si te quedabas embarazada tendrías que casarte conmigo. Pero deseo saber qué sientes por mí. Necesito saberlo. La verdad, Sophie, te lo ruego.
Ella calló durante largo rato. Él se preparó para lo peor. Sabía que ahora sería sincera con él. Pero era una mujer de buen corazón, atenta a los sentimientos de los demás. Sabía que sentía un afecto especial por él. Sabía que mediría bien sus palabras para hacerle el menor daño posible.
—Recuerdo la primera vez que te vi —dijo ella al fin—. Fue en una fiesta en Lisboa organizada por el coronel Porter. Walter me había presentado a todos los otros oficiales. Rex, Kenneth y Eden me parecieron muy apuestos y encantadores. Tú conversabas con otra persona, de espaldas a mí. Pero cuando Walter te llamó, te volviste, y cuando me presentó a ti me miraste y sonreíste. Supongo que te han dicho infinidad de veces que tienes una sonrisa irresistible. En ese instante me robaste el corazón. Desde entonces te pertenece. En cierta ocasión me prestaste un pañuelo que nunca te he devuelto. Lo guardaba entre bolsitas de lavanda y lo sacaba con frecuencia para contemplarlo y oprimirlo contra mi rostro. Como ves, en cierto modo fui infiel a Walter. Cuando murió guardé el pañuelo en un baúl. Pensé que no volvería a verlo. Pensé que te habías convertido para mí en un recuerdo entrañable hasta que me escribiste esa carta, hace dos años, y esta primavera me encontré de nuevo contigo en Hyde Park.
Él se volvió para mirarla. Ella sostuvo su mirada.
—No estoy segura —dijo ella—, si en un momento de enajenación me convencí de que tener una relación contigo me ayudaría a superar mi amor por ti. Creo que supe desde el principio que eso trastocaría mi vida. Temía venir aquí, Nathaniel. Temía verte. Pero desde que he llegado he hecho acopio de recuerdos para poder imaginarte durante el resto de mi vida en el lugar donde vives. Toqué el reposacabezas de la butaca en la que te sientas, y la superficie de tu mesa, y contemplé el lago que tú contemplas.
Él la miró sonriendo lentamente y extendió la mano.
—Ven, amor mío —dijo.
Ella apoyó la mano en la suya y él la ayudó a levantarse. Pero al principio no la estrechó contra sí, sino que apoyó las manos en su cintura y las deslizó hacia dentro y hacia abajo, al tiempo que la miraba a los ojos. Palpó la leve hinchazón de su vientre. Luego deslizó las manos hacia arriba y las apoyó en sus pechos. Estaban más llenos, más pesados. Unos pechos que amamantarían a su hijo.
Ella sonrió por fin, suavemente, como si estuviera soñando.
—Menos mal que te complace que haya engordado un poco —observó—. Me engordaré mucho más durante los próximos meses.
—Por supuesto que me complace —le aseguró él—. Y me aterroriza. ¿Qué te he hecho?
—Has hecho que vuelva a sentirme como una mujer —respondió ella—. Como una mujer deseable, incluso hermosa. Hace años me procuraste un sueño que soñar en la deprimente realidad de mi vida. Y ahora ese sueño se ha hecho realidad. Me has dejado preñada. Y me amas. ¿Es cierto que me amas, Nathaniel, no lo has dicho por…?
Él la besó con pasión.
—Tengo la impresión —dijo— que tu recuperación del daño que has sufrido no será instantánea, Sophie. Durante un tiempo seguirás dudando de ti misma. Yo te ayudaré a sanar, amor mío. Ésta será tu medicina cada vez que expreses tus dudas. —La besó de nuevo—. Te amo.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y se rio cuando él la levantó en volandas y se puso a girar sosteniéndola en brazos. Fue una temeridad. Se hallaban cerca del agua. Él también se rio.
De pronto oyeron carraspear a alguien.
—Espero que no interrumpamos nada importante —dijo Eden.
Nathaniel observó complacido que tenía los dedos enlazados con los de Lavinia.
—Cuando un hombre y una mujer están en un lugar apartado, abrazados —respondió secamente—, sin duda esperan a que aparezca otra persona para hacer que la vida resulte más interesante, Eden.
—Exacto. —Edén sonrió—. Tienes dos testigos, Sophie. Yo que tú exigiría a Nat que haga lo que Dios manda y restituya tu honor.
—Nunca lo perdió. —Nathaniel arrugó el ceño—. ¿Es la mano de mi pupila la que sostienes en la tuya, Eden?
Edén no dejó de sonreír.
—En efecto —contestó—. Dime que me calle si digo una inconveniencia, pero ¿no ahorraríamos tiempo y energía si celebramos una doble boda? ¿Dentro de una semana?
—No he oído a nadie pedirme la mano de Lavinia —respondió Nathaniel.
—Nat —terció Lavinia, tratando inútilmente de no ruborizarse—, no seas ridículo.
—Yo tampoco te he oído pedir la mano de Sophie —dijo Eden—. Aunque no es necesario que lo hagas, por supuesto. Pero soy su amigo. ¿Te ha pedido que te cases con él, Sophie? ¿Como Dios manda? ¿Con una rodilla hincada en el suelo?
—Tú no me lo has pedido con una rodilla hincada en el suelo, Eden —se quejó Lavinia.
—Tengo por costumbre no hacer el ridículo —respondió él—. ¿Y bien, Sophie?
—No te metas en lo que no te incumbe, Eden —contestó ella agitando un dedo con gesto de reproche.
Nathaniel le rodeó los hombros con el brazo y la estrechó contra sí.
—¿Crees que debo entregarle a Lavinia? —le preguntó—. ¿Y quieres que celebremos una doble boda? Nuestras familias pueden quedarse aquí en lugar de tener que volver dentro de unos meses. Enviaremos recado a tu hermano enseguida, y puede traerse a Lass, pues deduzco que la perra está con él, y la echas de menos, y cualquier miembro de la familia de Eden que éste haya mantenido oculto hasta ahora. Supongo que Moira y Ken se quedarán, aunque sospecho que anhelan regresar a Cornualles. Pero deben quedarse. A fin de cuentas, esto es obra suya. ¿Qué te parece, amor mío?
Sophie y Lavinia se miraron sonriendo.
—Yo digo que sí —respondió Sophie inclinando la cabeza y apoyándola en su hombro aunque no estaban solos—. Digo que sí, sí, sí —añadió riendo bajito.
—Creo, Lavinia —dijo Eden—, que nuestra presencia aquí está de más. No habían terminado de besarse cuando les interrumpimos. ¿Qué te parece si regresamos a la casa y averiguamos si Moira se ha recuperado después de haberse torcido el tobillo o romperse el bajo del vestido o lo fuera que la obligó a volver a la casa?
—Un golpe de sol —dijo Nathaniel.
—Ah, mal asunto —contestó Eden. Tras lo cual se alejó con Lavinia.
—No estoy muy seguro de esos dos —comentó Nathaniel inclinando la cabeza para aproximarla a la de Sophie.
—No es preciso que lo estés —respondió ella, rodeándole el cuello con los brazos—. Tienen que vivir su propia vida y forjar su matrimonio, Nathaniel. Al igual que nosotros. Deja de preocuparte por personas que son lo bastante mayores para organizar su propio futuro.
—Dentro de poco tendré que preocuparme de otras personas —respondió él—. En todo caso, de una nueva persona. ¿Crees que será una hija?
—Que Dios la proteja de un padre excesivamente protector —contestó Sophie, riendo—. Quizá sea un varón. Podrás enseñarle a sonreír.
Él se rio también hasta que sus risas se desvanecieron cuando ambos sintieron de nuevo el prodigio de haber descubierto un amor que habían compartido desde hacía tiempo sin saberlo y que compartirían plenamente conscientes el resto de sus vidas.
Ambos se movieron simultáneamente para cerrar la distancia entre sus bocas.