—Lo siento mucho, Nathaniel —dijo Sophie cuando abandonaron juntos el cuarto de estar.
—¿Por qué? —preguntó él ofreciéndole el brazo.
Ella se sentía casi abrumada de vergüenza…, y por la presencia de él.
—Por todo esto —respondió encogiéndose de hombros—. Por sentirme obligada a venir aquí. Por hacer que tú te sintieras obligado a invitarme. Por este tête-à-tête.
—¿A esto hemos llegados querida Sophie? —preguntó él, conduciéndola escaleras abajo e iniciando la visita por la planta baja—. ¿A sentirnos turbados en presencia del otro? Antes éramos buenos amigos. Nada ha sucedido para cambiar esta situación. ¿No podemos volver a ser simplemente amigos?
—Supongo que sí. —Ella le sonrió, aunque se sentía avergonzada por la parte de su relación que no era amistad—. Beatrice y Edwin se habrían sentido dolidos si no hubiera venido, e imagino que Lewis también. Y deseaba volver a ver a Sarah ahora que ha vuelto de su viaje de bodas. Ella y Harry parecen muy felices, ¿verdad?
—Sí. —Él abrió una puerta, después de indicar a un criado que había atravesado el vestíbulo embaldosado que se retirara—. Ésta es la biblioteca, mis dominios personales. Mi habitación favorita.
Sí, era comprensible. Era una estancia espaciosa y elegantemente amueblada. Las paredes estaban cubiertas de libros. Había una voluminosa mesa de roble llena de papeles, tinteros y plumas. En el hogar unos leños, aunque no estaban encendidos. A cada lado de la chimenea había una amplia y confortable butaca de cuero. Era una habitación imponente pero a la vez cómoda y acogedora. Muy masculina.
Era su habitación favorita, pensó Sophie, retirando la mano del brazo de Nathaniel y adentrándose en ella. Aquí era donde pasaba buena parte de su tiempo, solo. Por las noches se sentaba aquí, leyendo un libro. Tocó el reposacabezas de una de las butacas, que parecía más gastada que la otra; en la mesita junto a ella había un libro. Sophie lo tomó.
—¿El progreso del peregrino? —preguntó.
—Sí. —Él estaba de pie junto a la puerta, observándola—. Es un libro que siempre quise leer y no lo había hecho hasta ahora.
Aquí se sentaba a trabajar, pensó ella, acercándose a la mesa, deslizando la mano sobre la superficie. Leía el correo y escribía cartas. A todos sus amigos. A Rex, a Kenneth, a Eden y a otros que ella no conocía. Acababa de decirle que era su amiga. Pero no le escribiría ni leería ninguna carta suya aquí.
Los altos ventanales daban al césped tachonado de árboles que se extendía hasta el lago. Él se situaría ahí mismo, donde ella se encontraba ahora, pensó, para contemplar la vista cuando deseara reflexionar sobre un problema o simplemente descansar.
—Es una habitación preciosa —dijo ella.
—Sí, lo es.
Él no se había movido de junto a la puerta, observó Sophie. No había señalado ningún rasgo concreto de la habitación. Se había quedado quieto, observándola en silencio. Probablemente había pretendido enseñársela rápidamente y seguir adelante. Si se detenían tanto rato en cada habitación, tardarían todo el día en ver la casa. Ella se volvió hacia él y sonrió.
—Ahora te enseñaré la sala de música —dijo él.
Más tarde, cuando se hallaban en el invernadero, admirando unas plantas tropicales que debían convertirlo en un paraíso en invierno, él le hizo una pregunta.
—¿Crees que Lavinia se siente animada?
—No debes preocuparte por ella, Nathaniel —respondió Sophie, sonriendo—. Va a cumplir veinticinco años y ha tomado sus propias decisiones sobre el tipo de vida que desea llevar.
Él asintió con la cabeza.
—Supongo que le disgustó que Eden la visitara ayer, ¿verdad? —preguntó.
Ella escudriñó su rostro.
—Más bien irritada —contestó, sonriendo.
—Hum. —Él sonrió también—. Formarían la pareja más increíble de la historia.
—No exageres —dijo ella—. Pero me temo que Lavinia se llevará un desengaño, aunque no es el tipo de persona que propicie ese tipo de desastres. Creo que sabe controlar sus sentimientos. Eden no está dispuesto aún a sentar cabeza. Dudo de que lo esté algún día.
—Está preocupado —dijo Nathaniel—. Creo que está enamorado de ella, pero lucha contra ese sentimiento.
—Ya —respondió ella—. Lavinia también.
—¿No crees que necesitan un poco de ayuda? —sugirió él—. ¿Un empujoncito? Si Ken y yo conseguimos que dentro de un par de días se queden solos, confío en que no te sientas obligada a hacer de carabina de Lavinia.
Ella arqueó las cejas y se rio.
—¿Tú, su severo tío y tutor, maquinando para que se quede a solas con él, sin una carabina?
—Bueno —respondió él riendo—, estoy decidido a librarme de ella por las buenas o por las malas antes de que cumpla los treinta.
—No me siento obligada a hacerle de carabina —le aseguró ella—. Te recuerdo, Nathaniel, que nunca he hecho ese papel. ¡Qué disparate! Sólo tengo cuatro años más que ella.
Se sonrieron con gesto de complicidad y Sophie sintió que se relajaba por primera vez en todo el día. Quizá lograra olvidarse de esa otra parte de la relación. Quizá pudieran volver a ser amigos, unos amigos metidos a casamenteros. No estaba segura de que sus maquinaciones dieran resultado. Si se quedaban solos, Lavinia y Eden probablemente tendrían una soberana disputa y no volverían a dirigirse la palabra. Pero eso sería cosa suya. En todo caso merecía la pena tratar de hacerles comprender que quizá pudieran ser felices juntos.
Media hora más tarde Sophie y Nathaniel llegaron a la galería, una hermosa habitación que se extendía a lo largo del piso superior, con unos elevados ventanales en ambos extremos. Estaba bañada en una luz vespertina mientras se detenían ante los retratos que colgaban en las paredes y ella averiguaba algunos detalles sobre los antepasados Gascoigne.
Se sintió fascinada por un retrato de familia de un joven Nathaniel acompañado por sus padres y sus hermanas; la más joven, Eleanor, una niña de corta edad, estaba sentada en el regazo de su madre y lucía un gorrito.
—Sin duda erais una familia feliz —comentó ella.
Nathaniel aparecía de pie junto al hombro de su padre, que estaba sentado, sonriendo al artista con gesto ufano.
—En efecto —respondió él riendo—. Pero recuerdo mi creciente enojo cuando mi madre seguía dándome una hermana tras otra.
—Pero ahora la última está a punto de casarse —dijo ella—, y gozarás de paz e independencia. Ya no estarás rodeado de mujeres. Debes de sentirte muy feliz.
—Sí —respondió él—. ¿Y tú, Sophie, eres feliz?
La incómoda tensión se impuso de nuevo entre ellos, aunque era una pregunta inocente.
—Por supuesto —contestó ella un tanto precipitadamente.
—¿Has comprado ya tu nueva casa? —le preguntó él—. Descríbemela. Me gustaría imaginármela.
—Todavía no —respondió ella, volviéndose de espaldas al retrato, el último que les quedaba por contemplar—. Sigo viviendo con Thomas. No he encontrado aún la casa que deseo. Y quizá me marche a otro lugar donde pueda sentirme más independiente…, quizás a Bristol, o a Bath. No lo sé. Aún no lo he decidido.
—¿No lamentas… cómo acabó todo en Londres? —le preguntó él.
Ella meneó la cabeza con firmeza y se acercó a la ventana situada en un extremo de la galería. Allí estaban las flores que había supuesto que crecían en la parte posterior de la casa: macizos, parterres y prados enteros de flores, una gloriosa profusión de variado colorido.
—Sophie —dijo Nathaniel con tono quedo.
Ella sintió que él se acercaba por detrás. Enderezó la espalda y dijo lo que no se había propuesto en ningún momento decir, lo que jamás había imaginado que revelaría a nadie.
—Debo decirte algo —dijo—, sobre esas cartas.
Se produjo un breve silencio. Si él no lo rompía, pensó ella, el silencio podía prolongarse indefinidamente. Jamás experimentaría la sensación de liberación que no se había percatado que ansiaba experimentar hasta este momento.
—¿Las cartas que quemó Ken? —preguntó él—. No es preciso que me cuentes nada, Sophie. Ninguno de nosotros las leímos. No me importa quién fuera esa mujer. Sólo me importa lo te hizo Walter. Quizá sea mejor para todos que haya muerto.
—No las escribió a una mujer.
Ella cerró los ojos y agachó la cabeza.
Esta vez el silencio fue más prolongado.
—Era el teniente Richard Calder —continuó—. Yo no lo conocía. Quizá tú sí le conociste. O quizá recuerdes su nombre.
—El hombre al que salvó Walter muriendo en el intento.
El tono de Nathaniel era casi chocantemente normal.
—Es irónico, ¿no? —Ella soltó una risa amarga—. A Walter le concedieron una medalla póstuma y a mí una casa y una pensión por su heroicidad al morir tratando de salvar a un oficial de menor graduación que él, su amante.
—Sophie —dijo él.
No era justo que le abrumara con esto, pensó ella. Debía de sentirse profundamente abochornado. Quizás incluso horrorizado y escandalizado. Esto era lo que ella había temido en Londres, durante la primavera, cuando Boris Pinter aún le hacía chantaje. De alguna forma ya no le importaba. Se había sentido obligada a decírselo.
—Yo no lo sabía —dijo—. Esas cartas fueron escritas a lo largo de dos años, Nathaniel. Eran unas cartas tiernas y apasionadas que dejaban muy claro que entre ellos existía una relación amorosa física. Pero Walter fue muy discreto. Yo ni siquiera lo sospeché. Aunque es natural que obrara con discreción. Si la verdad se hubiera descubierto habría quedado deshonrado como oficial. Y es un delito capital. Podría haber sido ahorcado por ello, ¿verdad?
—Sí —respondió él.
—Si el teniente Calder hubiera sido tan discreto como él —dijo ella—, jamás me habría enterado. Ni tampoco Boris Pinter. Pero fue él quien examinó las pertenencias de Walter cuando éste murió. Y se quedó con las cartas.
—Sophie —dijo él. No parecía horrorizado, pensó ella, asiendo la repisa de la ventana con ambas manos—. Sin duda Walter te amaba también. Quizá…
—Yo conocía sus preferencias —se apresuró a decir ella—. ¿Cómo no iba a conocerlas? Se casó conmigo cuando yo tenía dieciocho años y era aún tan ingenua para pensar que viviría feliz toda la vida. No era un hombre cruel. No creo que pretendiera hacerme sufrir. Creo que se casó conmigo sólo en parte para sentirse respetable. Y también para convencerse de que era… normal. Él… ¡oh, Nathaniel! —Ella sepultó el rostro en sus manos—. En nuestra noche de bodas…, más tarde…, echó a correr a través de la habitación, se ocultó detrás del biombo y vomitó.
La galería no estaba alfombrada. Ella oyó a su espalda el sonido de las botas de él al alejarse de ella y sofocó una exclamación de angustia. No había imaginado que fuera a revelar esos detalles íntimos y horripilantes de su vergüenza. ¿Cómo había sido capaz de decir esas cosas en voz alta, precisamente a Nathaniel?
Oyó sus pasos acercándose por detrás hasta que se detuvieron cerca de ella. Sophie temía que no podría moverse ni alzar la vista nunca más.
—Cuéntame el resto —dijo él—. Cuéntame lo que necesites contarme, Sophie. Soy tu amigo.
Ella no pudo articular palabra durante un rato. Se mordió con fuerza el labio superior, luchando contra el escozor que le producían las lágrimas en la garganta. ¿Podía haberle dicho él algo más puramente maravilloso?
—Al cabo de una semana casi tan desastrosa como la primera noche —respondió ella por fin—, le pedí que me enviara de regreso a casa de mi padre. Entonces me contó su problema. Me suplicó que me quedara con él. Yo no podía soportar la idea de regresar a casa y reconocer mi fallo. De modo que hicimos un pacto. Viviríamos juntos como marido y mujer a los ojos del mundo —o del ejército—, pero en la intimidad nos comportaríamos como meros compañeros. Ambos prometimos ser fieles a nuestros votos matrimoniales y vivir una vida de celibato. Yo cumplí mi promesa. Creía que él había cumplido la suya, hasta que Boris Pinter vino a verme con una de esas cartas.
Se produjo otro largo silencio. Pero ella sabía que él seguía allí. De haberse alejado, le habría oído.
—Así que después de la primera semana de tu matrimonio —dijo él—, cuando tenías dieciocho años, ¿no hubo nadie más… hasta que te acostaste conmigo?
—No —contestó ella meneando la cabeza.
—Y supongo —dijo él—, que fue después de esa primera semana que decidiste ocultarte.
—¿Qué? —preguntó ella.
Se apoyó de nuevo en la repisa de la ventana mientras observaba a Lewis y a Georgina pasear por el jardín entre los parterres.
—¿Fue entonces —repitió él— que empezaste a vestirte con ropa que no te favorecía y a cultivar un talante plácido, alegre y campechano de una mujer dos veces mayor que tú?
—La razón me decía —respondió ella— que incluso la mujer más bella, encantadora y fascinante del mundo no habría logrado tentar a Walter. Él me explicó, y yo le creí, que le resultaba tan natural admirar y desear a otros hombres como a la mayoría de los hombres admirar a las mujeres. No lo hacía por un sentido de perversidad o algún fallo por mi parte. Había nacido así. Yo no le odiaba, Nathaniel, ni siquiera le tenía rencor. Pero me sentía inútil. Pensaba que de haber sido más guapa, más elegante o más experimentada… O de haber sido una dama, tal vez… Walter no soportaba tocarme.
—Maldita sea, no es justo —dijo Nathaniel, sorprendido por sus palabras y el tono con que las había pronunciado— que luego tuvieras que padecer lo que padeciste cuando nos conocimos en primavera, Sophie. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no te reíste en las narices de Pinter y le enviaste al diablo? ¿O por qué no acudiste a nosotros en busca de ayuda cuando volvimos a encontrarnos?
Ella se volvió al fin para mirarlo. El rostro de él traslucía una dureza que ella había visto algunas veces después de una batalla, cuando había soldados muertos y heridos a quienes atender. Estaba muy pálido.
—Walter era mi marido, Nathaniel —respondió—. Era un hombre decente, sí, lo era, pese a su infidelidad. Y era un buen oficial. Cumplió siempre con su deber. Luchó con valor aunque no fuera tan brillante como vosotros cuatro. Por un capricho del destino alcanzó fama después de muerto, pero salvó al duque de Wellington y a otros hombres importantes. Y sacrificó su vida intentado salvar a un camarada. De haberse sabido la verdad habría estallado un escándalo mayúsculo. Walter habría alcanzado una notoriedad superior a su fama. Su nombre habría sido pronunciado con repugnancia y desprecio.
—Sin embargo, te fue infiel —dijo él.
—Eso no habría justificado mi conducta —contestó ella—. Además, tenía que pensar en las personas vivas, que eran aún más importantes para mí. Edwin y Beatrice son buenas personas. Sarah acaba de contraer un excelente matrimonio, lo cual no habría sido posible si se hubiera descubierto la verdad y hubiera estallado el escándalo. Lewis va a contraer un magnífico matrimonio con tu hermana, el cual no habría tenido lugar. El negocio de mi hermano va viento en popa, por suerte, ya que tiene hijos pequeños que mantener. De haberse sabido que estaba emparentado con un notorio delincuente, es posible que su negocio se hubiera ido a pique. Y luego estaba yo. —Sophie sonrió brevemente—. Me siento satisfecha de ser independiente y tener un buen nombre.
—¿Por qué no nos lo dijiste al menos? —preguntó él—. Podríamos haberte ayudado antes de lo que lo hicimos, Sophie.
—No quería que lo supierais —respondió—. Para mí erais dioses, Nathaniel, aunque suene un tanto exagerado. Atesoraba vuestra amistad, en especial la tuya. No soportaba la idea de ver en vuestros rostros una expresión de repugnancia…
—Sophie —dijo él arrugando el ceño—. Santo Dios, Sophie, ¿tan poco sabes sobre la naturaleza de la amistad?
—Para mí era natural ocultar secretos —respondió ella—, no confiar en nadie. Tuve que arreglármelas sola desde los dieciocho años. Creo que en algunos aspectos soy una persona más fuerte de lo que habría sido en otras circunstancias. Pero siempre he valorado los pocos amigos sinceros que he tenido. No os había visto desde hacía tres años. Pero la carta que me escribiste después del acto en Carlton House fue muy valiosa para mí. Y cuando volví a encontrarme con vosotros en el parque, comprendí de pronto que para mí habíais sido… inolvidables. Y que aunque pasaran otros tres años sin veros, o no os viera nunca más, no podía arriesgarme a perder vuestra amistad.
—Sin embargo —dijo él—, nos mandaste a todos al diablo…, aunque con palabras más delicadas, por supuesto.
—Sé por qué Boris Pinter odiaba tanto a Walter —dijo ella—. Y por qué Walter impidió que le ascendieran.
—Sí. —Él alzó una mano—. No hay que tener mucha imaginación para unir las piezas. Gracias por habérmelo contado, Sophie. Sé que te ha costado sacar a la luz todo lo que habías mantenido implacablemente oculto durante años. Y sé que sólo habrías podido hacerlo con un amigo muy especial. Gracias por confiar en mí.
—¿Me odias? —preguntó ella. Pese a sus esfuerzos por reprimirlas, las lágrimas afloraron a sus ojos—. ¿Odias la idea de que Georgina se case con Lewis, el sobrino de Walter?
—Lewis es Lewis —contestó él—. Es un joven que ha conquistado el corazón de mi hermana, lo suficientemente amable y educado para merecer mi aprobación. Me siento feliz por los dos. ¿Y tú, Sophie? Creo que conoces mis sentimientos por ti. Desde luego no son de odio. Pareces agotada. Deja que te sostenga.
¿A qué se refería?, se preguntó ella. No, no sabía qué sentía por ella. ¿A qué se refería? Pero la respuesta apenas importaba en estos momentos. Él tenía razón. Estaba absolutamente agotada. Avanzó los pocos pasos que les separaban y dejó que él la rodeara con sus brazos y la estrechara contra sí. Apoyó el rostro contra los pliegues de su corbatín y aspiró el olor familiar y reconfortante de su agua de colonia.
En este momento era su amigo más querido y con eso bastaba.
—No quería abrumarte con esto —dijo al cabo de unos minutos.
—No me has abrumado —respondió él—. Es un privilegio.
—Nathaniel. —Ella alzó la vista y la fijó en su rostro, un rostro tan querido para ella—. Eres el hombre más bueno que he conocido jamás.
Él inclinó la cabeza y la besó brevemente en los labios.
Ella se apartó cuando él alzó de nuevo la cabeza. Se sentía exhausta, pero al mismo tiempo tranquilo y aliviado después de las vergonzosas confesiones que le había hecho.
—Necesito respirar aire puro —dijo—. Regresaré a casa de Lavinia caminando. ¿Te importa que vaya sola?
Él escrutó sus ojos.
—No si es lo que deseas —contestó.
—Lo es. —Ella sonrió con tristeza—. Y tú tienes que preparar la boda que se celebrará mañana, Nathaniel. No quiero entretenerte más. Espero que todo vaya bien, aunque estoy segura de que así será.
—Con cuatro hermanas aparte de Georgie, las cuales afirman ser unas autoridades en materia de bodas —respondió él—, ¿cómo podría fallar?
Se sonrieron hasta que ella se volvió y alejó apresuradamente por la galería, dejándolo solo.
De no haberse marchado en ese momento, pensó ella, él la habría besado de nuevo. Y quizás habría vuelto a proponerle matrimonio inducido por la profunda compasión que sentía por ella. ¿Cómo era posible que hubiera temido que él, precisamente Nathaniel, reaccionara con repugnancia a lo que le había revelado?
De haberle propuesto matrimonio, es posible que esta vez ella hubiera sido tan débil de aceptar. Bajó la escalera apresuradamente y salió al casi soleado exterior, pues había unas nubes en lo alto del cielo. Había visto su casa, había vuelto a verlo a él, y había sentido la delicada fuerza de sus brazos.
Y le necesitaba.
No, no le necesitaba, se dijo Sophie, alzando el rostro al cielo y descendiendo por la cuesta hacia el pueblo. No necesitaba a nadie. Y le amaba demasiado para hacer que tuviera que cargar con ella.
Entre hoy y mañana, pensó, tendría que asumir la disposición de ánimo adecuada para asistir a una boda. Apretó el paso y sonrió, asumiendo, inconscientemente, el talante de la vieja Sophie.
El sol tan sólo se había tomado un respiro, según dijo Margaret al día siguiente. El día de la boda hizo un tiempo espléndido, soleado, un día perfecto en todos los sentidos. Aunque ella no se habría percatado, según dijo Georgina a través de lágrimas cuando se despidió de todos abrazándolos en la terraza antes de que su flamante esposo la ayudara a montarse en el carruaje y partieran de luna de miel, no se habría percatado aunque hubiera llovido a cántaros todo el día, o incluso nevado.
—Gracias. Gracias por todo —dijo echando a Nathaniel los brazos al cuello—. Eres el mejor hermano que existe. ¡Oh, Nathaniel, soy tan feliz!
—Celebro que me lo hayas dicho —respondió él, riendo—. Jamás lo habría sospechado. Anda, vete.
—Confío de todo corazón que algún día encuentres también la felicidad.
Acto seguido partió, agitando la mano, sonriendo y llorando desde la ventanilla cuando el coche arrancó, con Lewis sentado junto a ella. La mitad de los invitados a la boda había salido a la terraza para verlos partir. Había mucho bullicio y risas, y lágrimas por parte de lady Houghton y lady Perry, su hija, y de las hermanas de Nathaniel.
Él mismo estaba a punto de derramar algunas, pensó sintiéndose un tanto estúpido. Se volvió para entrar de nuevo en casa.
—¿Te apetece dar un paseo, Nat? —preguntó Kenneth guiñándole el ojo—. Eden dice que es preciso evitar a toda costa quedarnos en casa durante la próxima hora. Demasiada emotividad para su gusto.
—Las bodas conmueven al tipo más duro —dijo Eden.
Nathaniel observó que Moira iba del brazo de Lavinia y de Sophie. De modo que la habían involucrado también en el complot. Pensó que hoy no era el día adecuado para que consiguieran su propósito. Eden y Lavinia habían permanecido todo el día tan alejados, uno del otro como permitía la ocasión. Pero Sophie y él habían hecho otro tanto.
La deseaba intensamente. Ayer se había animado al pensar que debía de ser especial para ella cuando le había confiado tantas cosas. No tenía que hacerlo; él y los otros tres le habían asegurado en Londres que por lo que a ellos respectaba el asunto de Walter y su aventura sentimental era un capítulo cerrado. Y él había recordado las palabras que ella había dicho: Todos erais muy queridos para mí, sobre todo tú. Recordaba que ella le había dicho en Londres que él siempre había sido, de los Cuatro Jinetes, su favorito.
Ayer la situación le había parecido prometedora. Hoy ella había guardado las distancias. Pero él también. Temía propiciar el momento y que sus esperanzas se fueran de nuevo al traste, esta vez definitivamente. A veces era preferible vivir con una dolorosa esperanza.
Echaron a andar hacia el bosque situado a los pies de la casa, hacia la apacible privacidad y grata sombra de los senderos que discurrían a través de él. Lavinia caminaba con Kenneth, Eden con Sophie, y él con Moira.
—Ahora —dijo Moira al cabo de unos minutos con tono divertido—. Es el lugar ideal, Nathaniel.
Él carraspeó para aclararse la garganta.
—Escuchad —dijo para llamar la atención de los demás—. Quiero enseñar a Moira y a Ken el «capricho» construido junto al lago; Sophie tampoco lo ha visto aún. Tú sí lo conoces, Eden, de modo que Lavinia y tú podéis seguir paseando y os alcanzaremos luego.
—Una idea espléndida —dijo Kenneth, con excesivo entusiasmo para el efecto teatral deseado—. No tardaremos.
—Sí —dijo Sophie—. Margaret me ha dicho que no debo dejar de ver el «capricho».
Curiosamente, dio resultado. Lavinia y Eden se dirigieron hacia el bosque sin protestar, separados por un metro distancia, y los cuatro conspiradores se encaminaron hacia el lago.
—Si no terminan a puñetazos —comentó Nathaniel—, será porque están demasiado alejados el uno del otro para insultarse mutuamente.
Tres de ellos se rieron.
—Vaya por Dios —dijo Moira, deteniéndose y llevándose una mano a la frente.
Kenneth se acercó al instante, preocupado por ella.
—¿Qué ocurre, amor mío? —le preguntó enlazándola rápidamente por la cintura.
—Me temo que es el calor —respondió ella—. Qué rabia.
—Sabes que no puedes permanecer al sol más de un minuto seguido —dijo Kenneth—. Debí subir en busca de tu sombrilla.
—Sólo necesito descansar unos minutos en un lugar fresco —dijo ella—. Regresaré a casa sola. No es necesario que me acompañes, Kenneth.
—Por supuesto que iré contigo —contestó él—. Apóyate en mí. No tardaremos en llegar a casa. Tú sigue hacia el lago, Nat. Y Sophie, claro.
Ambos se alejaron, ella débil y mareada y él mostrándole su tierna solicitud. Al menos, ésa era la impresión que daban vistos de espaldas. En realidad no dejaban de reírse por lo bajinis.
—Me siento como una pecadora —dijo Moira—. Probablemente no dará resultado con ninguna de las dos parejas. Pero Nat estaba de acuerdo en seguir el plan para dejar solos a Eden y Lavinia. Ay, temo que nos abrasemos en el infierno.
—Si da resultado —respondió él suspirando—, tenderemos que asistir a otras dos bodas, amor mío. Y los únicos culpables seremos nosotros. Dentro de poco tendremos que ir a Kent para admirar al recién nacido y asegurarnos de que Rex no ha sucumbido a la fuerte tensión a que ha estado sometido. ¿Crees que algún día podremos regresar a Cornualles y a Dunbarton?
—La distancia hace que añore nuestro hogar —dijo ella.
—Cuando regresemos —dijo él—, nos pondremos a buscar con insistencia el segundo. Quedas advertida.
—Hum —contestó ella—. Suena maravilloso. Si van a celebrarse otras dos bodas, confiemos en Nathaniel y Eden estén tan impacientes que se apresuren a sacar unas licencias especiales.
—Supongo que podríamos sugerírselo de forma inocente e indirecta —apuntó él.
Ambos rompieron de nuevo a reír.
—No olvides fingir que te sientes mareada —añadió él—. Dudo que nos estén observando, pero nunca se sabe.
Moira fingió sentirse mareada.