A veces Sophie recordaba con nostalgia la vida estable y tranquila que había llevado en Sloan Terrace en Londres. En los tres meses desde que la había abandonado, su vida había sido todo menos estable. La venta de su casa había tardado más de lo que había imaginado, de forma que aunque ahora tenía el dinero con que comprar una casita en Gloucestershire, todavía no lo había hecho. Seguía viviendo con Thomas, Anne y sus hijos.
Ya no estaba segura de querer adquirir una casa allí. Quizá, pensó, la compraría en otro lugar, más lejos, donde nadie la conociera, donde pudiera partir realmente de cero. Pero era una perspectiva deprimente y un poco inquietante. A veces se sentía tentada de tomar el camino más obvio.
Había postergado la decisión. Primero había asistido a la boda de Sarah con el vizconde de Perry en julio. Había ido con la intención de pasar sólo dos semanas con Edwin y Beatrice, pero éstos habían insistido en que se quedara y viajara con ellos a Yorkshire a fines de agosto para asistir a la boda de Lewis con Georgina Gascoigne; como es natural, Sophie había recibido una invitación a la boda. Nadie comprendía por qué vacilaba en aceptar.
¿Cómo iba a ir? Había sido un suplicio ver a Rex y a Catherine en la boda de Sarah. Unas heridas que apenas habían cicatrizado se habían abierto de nuevo, en especial cuando una tarde Catherine, en avanzado estado de gestación, dio un paseo con Sophie y le confesó que en primavera Rex y ella estaban convencidos de que había algo entre ella y Nathaniel.
—Confundimos nuestros deseos con la realidad —le había dicho riendo—. Nos complace tener a todos nuestros amigos estrechamente vinculados entre sí. Y el hecho de que fuera Nathaniel quien peleara por ti nos pareció maravillosamente romántico. Temo que vuelvas a echarnos en cara que pretendamos dirigir tu vida, Sophie. ¿Te sientes feliz en Gloucestershire?
Pero ¿cómo no iba a asistir a la boda de Lewis? No podía ofrecer una explicación razonable para no ir. Todos se sentirían dolidos y ofendidos si no asistía.
Excepto Nathaniel. Aunque le había enviado una invitación, sin duda confiaba en que no acudiera.
Pero otra persona resolvió su dilema, o una parte del mismo. Lavinia había escrito a Sophie cada semana desde que se habían despedido. Ahora vivía sola —a excepción de unos pocos sirvientes— en una casa en el pueblo de Bowood y afirmaba sentirse idílicamente feliz. La había invitado a alojarse con ella cuando fuera para asistir a la boda. Estaría más a gusto allí, dijo, que en la mansión, que estaría llena de invitados.
De modo que Sophie partió para Yorkshire con su hermano y su cuñada, deseando estar en cualquier otro lugar del mundo, aunque no era exactamente cierto, se confesó cuando se aproximaban a su destino. Edwin y Beatrice estaban dormidos.
Le complacía volver a ver a Lavinia. Le complacía ver el pueblo, la casa y el parque. Así, siempre que pensara en él —quizá dentro de un tiempo dejara de hacerlo a cada momento del día— podría imaginarlo en el contexto adecuado. Y, por supuesto, deseaba volver a verlo a él, lo ansiaba y temía al mismo tiempo.
De repente comprendió que echaba de menos a Lass, la presencia cálida y constante de otro ser vivo. Había dejado a su collie en Gloucestershire, donde los hijos de Thomas la mimaban espantosamente.
El carruaje dobló un recodo en la carretera y divisó a lo lejos la torre de la iglesia. ¿Era Bowood? Debía de serlo. Bowood era el próximo pueblo en el itinerario que seguían. Sophie sintió una extraña opresión en la boca del estómago y se llevó una mano a él para evitar que esa sensación diera paso al pánico.
—¿Eso es el pueblo? —preguntó Beatrice, despertando a Edwin con el sonido de su voz—. Espero que sí. Tengo los huesos molidos. ¿Y tú, Sophie? Será maravilloso ver de nuevo a Lewis. ¿Crees que estará nervioso, Edwin?
—No tardará en estarlo, querida —respondió él riendo—, cuando te tenga trajinando a su alrededor y recordándole que pronto se convertirá en un flamante esposo.
—Me pregunto —dijo ella, sin morder el anzuelo—, si Sarah y Harry habrán llegado ya. Estoy impaciente por que me cuenten su viaje de novios a Escocia y a los lagos. Confieso que aún me cuesta creer que nuestra querida Sarah ya sea una señora casada. La vizcondesa de Perry. Ha hecho una excelente boda, ¿no crees, Sophie?
Sophie sonrió y asintió con la cabeza. Habían decidido que se instalara en casa de Lavinia antes de trasladarse a Bowood Manor. Quizá, pensó ella, en la mansión tendrían tanto trajín debido a los numerosos invitados a la boda que apenas vería a Nathaniel salvo en la iglesia y en el convite. Dedujo que él no se sentiría más nervioso ante la perspectiva de verla que ella ante la perspectiva de verlo a él.
Sí, estaba hecha un manojo de nervios.
La mano que tenía apoyada en el estómago no conseguía calmar la sensación de opresión y las crecientes náuseas que el hecho de aproximarse a su destino había provocado en ella.
—Es como para estremecerse —comentó Eden— comprobar los cambios que se producen en la vida de un hombre si no se anda con cautela. ¡Y pensar, Nat, cómo imaginamos que serían nuestras vidas cuando vendimos nuestros nombramientos y abandonamos el regimiento de caballería!
—Éramos muy jóvenes, Eden —respondió Nathaniel—, aunque todos estábamos más cerca de los treinta que de los veinte. Habíamos vivido en un ambiente artificial que en cierto sentido nos hizo madurar rápidamente y en otros nos impidió que lo hiciéramos.
—Eso es lo peor —dijo Eden—. No solías filosofar, Nat —agregó estremeciéndose con gesto melodramático.
Faltaban sólo dos días para la boda de Georgina y Bowood estaba repleto de invitados y de sirvientes adicionales que habían sido contratados para la ocasión. Los establos y la cochera estaban a rebosar. A medida que se acercaba el día una histeria controlada se apoderó de las mujeres de la familia, salvo de Lavinia, que había tomado la sabia decisión de quedarse en su casa.
Edén había llegado la víspera. Él y Nathaniel habían huido de la mansión para dar un paseo vespertino por el parque.
—Ken y Rex hace tiempo que están casados —continuó Eden—, y en la carta que llegó esta mañana Rex no hace más que hablar de bebés. ¡Es increíble, Nat! ¿Imaginas a Rex hace unos años escribiendo una larga carta sobre su nerviosismo ante el hecho de que su esposa se ponga de parto un mes antes de lo previsto, sobre su insistencia en permanecer junto a ella durante todo el trance, ¡nada menos que Rex!, sobre su estúpida incredulidad por haber engendrado a una niña menuda pero perfectamente sana, sobre su terror de que le ocurriera algo a Catherine hasta que el médico le comunicó que estaba fuera de peligro? ¿En eso nos hemos convertido todos?
Nathaniel se rio y se volvió cuando habían recorrido la mitad del largo césped que se extendía frente a la casa para contemplarla. No se cansaba del gozo que le producía saber que era su hogar, un gozo que en cierta medida había atemperado la desagradable depresión y apatía que gravitaban sobre él desde que había regresado de Londres.
—Eso parece, Eden —dijo.
—Y tú, Nat —dijo Eden señalando la casa—. Todos habríamos sufrido un ataque colectivo de angustia de haber imaginado esto, los trámites de la boda, el ambiente de domesticidad… ¡Y tú el anfitrión del evento!
—Llevé a Georgina a Londres confiando en encontrarle marido —respondió Nathaniel—. Lo conseguí, mejor dicho, lo consiguió la propia Georgie, y me alegro por ella.
—Y tú te quedarás solo —apuntó Eden.
—Así es.
Nathaniel esperaba experimentar la satisfacción que había supuesto que experimentaría en semejante ocasión. Pero no fue así.
—Y lo peor de todo, Nat —dijo Eden con tono tan sombrío como el de Nathaniel—, es que yo estoy a punto de sucumbir también.
Nathaniel le miró.
—El mes pasado regresé a casa para pasar un par de semanas —dijo Eden—, es decir, en la casa y la propiedad que heredé a la muerte de mi padre. Nunca había vivido allí. Ni él tampoco. Fui por curiosidad. Casi todas las habitaciones de la casa estaban cerradas, como es natural, y los muebles y las decoraciones cubiertos con fundas de Holanda. Pero el ama de llaves, que ha vivido allí toda su vida y siente un gran cariño por la casa, la había limpiado de arriba abajo y lo había dejado todo impecable. Y el administrador, que lleva allí tanto tiempo como ella, se había encargado de arreglarlo todo, incluso el parque, que parecía de exposición. Yo sabía que era rico, Nat, pero cuando examiné los libros, descubrí que soy poco menos que un nabab. Y todos los vecinos empezaron a organizar bailes, fiestas y cenas y a tratarme como si fuera el hermano de alguien que vuelve al hogar al cabo de muchos años. Fue muy embarazoso.
—¿Y muy tentador? —preguntó Nathaniel.
—Y muy tentador —convino Eden—. ¿Qué me ocurre, Nat? ¿Me estoy volviendo senil?
—Supongo que has madurado, como todos nosotros —respondió Nathaniel—. ¿Seguimos caminando? —Llevaban un rato detenidos frente a la casa.
—¿Sophie se aloja en casa de tu prima? —inquirió Eden—. ¿Quieres que nos acerquemos para presentarle nuestros respetos, Nat? Supongo que también debería presentarle mis respetos a la señorita Bergland, aunque sin duda soltará un bufido y me acusará de tratarla como un caso de caridad o de haber ido a verla para decirle con tono paternalista que tiene una casa muy acogedora, o algo por el estilo. Me choca que no la instalaras en una casa más alejada del pueblo. Para tu tranquilidad de espíritu, viejo amigo.
Los Houghton habían llegado la víspera, después de dejar a Sophie en la casa de Lavinia. Nathaniel pensó que debió haber ido ayer. O en todo caso esta mañana. Se había dicho que tenía que atender a sus invitados. Se había convencido de que ella no deseaba verlo, al igual que él no deseaba verla a ella. Pero el hecho carecía de importancia. A fin de cuentas, era su invitada, puesto que había venido para asistir a la boda de Georgina con su sobrino. Debía ir a visitarla por cortesía.
Lo cierto es que le aterraba verla. Apenas había logrado superar su ruptura con ella. Ahora la herida volvería a abrirse.
—Por extraño que parezca, Lavinia y yo hemos estado prácticamente de acuerdo en todo desde que regresamos de la ciudad —dijo cuando echaron de nuevo a andar hacia el pueblo—. Sí, debemos ir a presentar nuestros respetos a Sophie.
Caminaron en silencio, y sumidos en la melancolía. Nathaniel estaba seguro de que Eden compartía su estado de ánimo. Era raro verlo silencioso o abatido. Quizá se animarían cuando aparecieran Ken y Moira, los cuales llegarían más tarde.
La casa de Lavinia era más grande de lo que cabía imaginar, y aunque formaba parte del pueblo, estaba situada en un lugar un tanto apartado de los edificios que rodeaban el prado comunal. Estaba rodeada por un amplio jardín que era casi como un pequeño parque. Había sido la vivienda de un rector jubilado y su esposa hasta que a principios de primavera habían tomado la oportuna decisión de mudarse para estar más cerca del resto de su familia.
Nathaniel buscaba una excusa para presentarse allí casi todos los días. Había ido ayer por la mañana. Si Eden no lo hubiera sugerido, es más que posible que hoy no hubiera aparecido. Habría hecho lo que fuera, pensó cuando atravesaron la verja y enfilaron el sendero de grava hacia la puerta principal, con tal de encontrar una excusa para no ir hoy. Quizás ambas habían salido. Quizá Lavinia había llevado a Sophie de paseo o a visitar a unos lugareños.
Pero no tendría tanta suerte. Ambas se hallaban en la rosaleda detrás de la casa, y el mayordomo de Lavinia les había indicado que fueran allí. Estaban sentadas en un banco de piedra, charlando y riendo, de espaldas a la casa, de forma que no se percataron de la llegada de los visitantes hasta que éstos se detuvieron ante ellas. Ambas alzaron la vista, sobresaltadas.
Nathaniel se inclinó ante Lavinia y luego se volvió hacia Sophie. Había cambiado, observó en un par de segundos antes de inclinarse ante ella. Lucía un vestido liviano de muselina estampado con flores, nuevo, pensó él, confeccionado de forma que realzaba su figura en lugar de ocultarla. Se había cortado el pelo, no mucho, pero lo llevaba peinado en un estilo favorecedor con los rizos enmarcándole el rostro. Tenía la cara más llena, por lo que él dedujo que había recuperado el peso que había perdido durante las semanas llenas de tensión en Londres. Y tenía los ojos grandes y luminosos.
—Sophie —dijo, inclinándose ante ella—. ¿Cómo estás? Es maravilloso volver a verte, querida. Tienes un aspecto magnífico.
—Nathaniel —respondió ella.
No dijo nada más. Sonrió y le miró a los ojos.
Tenía en efecto un aspecto magnífico. Toda remota esperanza que él hubiera albergado de que estuviera arrepentida por haberlo rechazado y presentara un aspecto apagado y triste, se disipó al instante. ¡Qué ridiculez! ¿Cómo se le había ocurrido pensar eso?
—Ah, sois vos —dijo Lavinia dirigiéndose a Eden.
—En efecto —respondió éste—, entrometiéndome en vuestro rústico idilio, señorita Bergland. Pero no temáis. Me marcharé en cuanto haya saludado a Sophie y os haya dedicado la media hora de rigor, conversando sobre el tiempo, la salud y las amistades que tenemos en común.
Esos dos tenían una forma muy chocante de hablarse, pensó Nathaniel mientras Eden se volvía hacia Sophie y la saludaba con bastante más afecto y cortesía.
Los cuatro permanecieron sentados, rodeados por el espectáculo y el perfume de las rosas y otras flores estivales, bajo el cielo azul y el cálido sol agosteño que lucía sobre ellos, conversando sobre poco más de lo que Eden había propuesto. Todos se mostraban muy afables. Todos hablaban y reían.
Nathaniel y Eden se marcharon media hora después de haber llegado. Las señoras les acompañaron hasta la verja, Sophie junto a Eden y Lavinia junto a Nathaniel. Se despidieron con una inclinación de cabeza, reverencias y sonrisas.
—Bien, asunto concluido —comentó Eden tan aliviado como se sentía Nathaniel—. Debo decir que tiene un aspecto magnífico.
—Sí —dijo Nathaniel— tiene un aspecto magnífico. —Aún le costaba creer que ella hubiera ocultado su belleza tan hábilmente durante tanto tiempo bajo unas ropas oscuras y anticuadas que no le sentaban bien, un peinado severo y poco favorecedor y una expresión de alegre camaradería—. La verdad es que es muy guapa.
—Pensé —dijo Eden— que quizás había comprobado que vivir sola en el campo no era tan agradable como había imaginado.
—Sí —respondió Nathaniel con un suspiro—. Yo pensé lo mismo.
—Pensé que quizás habría perdido parte de su lozanía —comentó Eden.
—Pero no es así.
De hecho, pensó Nathaniel, ofrecía un aspecto juvenil y maravilloso, aunque debía de rondar los treinta. Se preguntó cómo era antes de casarse con Walter. ¿Habría tenido el aspecto que tenía ahora? ¿Habría tenido alguna vez este aspecto? ¿O era una novedad?
Edén se rio.
—Supongo —dijo—, que confié en que hubiera perdido parte de su lozanía. Es humillante comprobar que uno no tiene el menor efecto sobre una mujer aunque no desee tenerlo.
Nathaniel crispó los puños. ¿A qué venía esto?
—Ella no es para ti, Eden —dijo secamente—. No te acerques a ella si sabes lo que te conviene.
—¿Qué? —Edén se detuvo; habían dejado el pueblo a sus espaldas y enfilado el camino bordeado de árboles que conducía a la mansión—. ¿A qué diablos te refieres? Es mayor de edad, Nat, suponiendo que me sintiera atraído por ella. Lo cual no es así. Dios me libre. Tengo un sentido de autoconservación muy acusado.
—Lo siento, Eden —masculló Nathaniel—. Ambos damos pena. Hemos estado a punto de liarnos a puñetazos por una mujer que ha dejado muy claro que no nos quiere a ninguno de los dos.
Acto seguido se echó a reír y siguió caminando.
Edén lo alcanzó y anduvieron un rato en silencio. Por fin Eden carraspeó y dijo:
—Oye, Nat, para que yo me aclare, ¿de quién estábamos hablando?
—¿De quién? —Nathaniel arrugó el ceño—. De Sophie, claro.
—Ah —dijo Eden—. Sí, desde luego. Tiene un aspecto excelente. Se ha hecho algo en el pelo.
Pero ¿qué diablos?, pensó Nathaniel. ¿Acaso Eden se había referido a Lavinia? De no estremecerse para sus adentros por haber revelado lo que sentía por Sophie, habría sonreído divertido.
¿Cómo podría ir a visitar a Lavinia en el futuro sin sentir la presencia de Sophie allí, incluso cuando ella se hubiera marchado? Aunque ella acudiera a Bowood pocas veces, su presencia se dejaría sentir en la casa durante largo tiempo, quizá durante el resto de su vida.
¿Cómo podría soportarlo?
A la mañana siguiente las dos jóvenes recibieron una invitación para ir a tomar el té en Bowood Manor. Sophie habría preferido ofrecer alguna excusa para no ir si Lavinia hubiera estado de acuerdo. Pero ésta opinaba que sería una descortesía no presentarse.
—Hay algunas convenciones sociales que ni siquiera yo puedo ignorar —dijo suspirando.
No dejaba de suspirar desde la llegada de Sophie, especialmente desde la visita que habían recibido la tarde anterior. Ambas habían convenido en que había sido muy amable por parte de los dos caballeros ir a visitarlas, aunque si habían ido porque creían que la compañía masculina era esencial para la felicidad de las mujeres, estaban muy equivocados. Pero lord Pelham le parecía a Lavinia uno de los caballeros más engreídos que había conocido, pues estaba convencido del poder de esos ojos azules que tenía. Y Nat se presentaba en su casa al menos una vez al día, no fuera que ella cometiera una terrible indiscreción de la que no pudiera salir sin su ayuda.
Habían pasado el resto de la tarde asegurándose mutuamente, como venían haciendo desde que Sophie había llegado, que vivir sola e independiente de toda intromisión masculina constituía el paraíso en la Tierra. Al menos, eso era lo que parecían insinuar, pensó Sophie, aunque no lo expresaran en esos términos. Era casi como si tuvieran que tranquilizarse la una a la otra para convencerse.
Sophie sospechaba que Lavinia sentía un curioso afecto por Eden, aunque ambos apenas eran capaces de hablarse con un mínimo de educación. También suponía que Eden era el caballero por el que Lavinia se había mostrado entristecida durante el último encuentro de las dos en Londres. Pobre Lavinia. No parecía probable que Eden compartiera sus sentimientos. De hecho, temía que no se dejaría atrapar fácilmente.
Fueron a Bowood andando, pues hacía buen tiempo, aunque no tan magnífico como el día anterior. Pero el parque y la mansión no requerían del cielo azul y del sol para aparecer en todo su esplendor a los ojos de Sophie. Todo el parque consistía en árboles y verdes céspedes. Si había macizos de flores, dedujo que se hallaban en la parte posterior. La casa, sólida e imponente aunque no fuera una de las mansiones más inmensas de Inglaterra, se alzaba sobre una loma. A los pies de la cuesta, a un lado de ésta, había un lago bordeado de sauces llorones y vetustos robles.
Todo ello podría haber sido suyo, pensó Sophie con tristeza al aproximarse a la casa. Podría haber sido dueña y señora de Bowood.
La hermana de Nathaniel, Margaret, lady Ketterly, salió a recibirlas y las condujo al cuarto de estar, donde les sirvieron el té y Sophie fue presentada a otros invitados que se alojaban en la casa y a las otras hermanas de Nathaniel. Edwin y Beatrice también estaba presentes, como es natural, así como Sarah y Lewis. Moira y Kenneth, que habían llegado la víspera, se acercaron a hablar con ella. Se sintió menos turbada de lo que había temido, hasta que apareció Nathaniel.
¿Era él también consciente de que ella podía haberse convertido en dueña y señora de todo aquello? ¿O había olvidado la propuesta de matrimonio que le había hecho movido por el sentido del honor y el deber? Quizá no se había turbado. Desde luego, ayer, en casa de Lavinia, no había dado muestras de estarlo. Incluso la había llamado «querida» con el tono afable y afectuoso que utilizaba siempre.
Se acercó a ella, sonriendo.
—Sophie —dijo—, ¿te gustaría ver la casa después del té? Aún no he ofrecido tampoco a Moira y a Ken una visita guiada.
Ella notó que se sonrojaba. Pero no había ningún mal en ello si Moira y Kenneth les acompañaban. Y, perversamente, ansiaba ver toda la casa, a fin de hacer acopio de unos recuerdos para poderlo ver allí, para poder atormentarse con los detalles.
—Gracias, Nathaniel —respondió—. Me gustaría mucho.
Pero cuando él propuso a Moira y a Ken enseñarles la casa, éstos alegaron que habían prometido regresar andando a la rectoría con Edwina y Valentine. Eden iría con ellos.
—Nos llevaremos también a Lavinia, si quiere acompañarnos —dijo Moira—. Estoy impaciente por ver su casa. Margaret dice que es muy pintoresca.
—En tal caso —terció Sophie—, quizá debería ir también con ellos.
—Creo, Sophie —dijo Kenneth sonriendo pícaramente—, que Nat se sentirá profundamente ofendido si todos le abandonamos. Debes quedarte y mostrarte oportunamente impresionada por la casa. Nosotros la veremos más tarde, Nat —concluyó guiñando el ojo a su amigo.
Sophie miró a Nathaniel sin saber qué hacer.
—Más tarde te acompañaré a casa de Lavinia, Sophie —dijo él—. Por favor, quédate.
Era verdad, pensó ella. Él no mostraba la menor turbación. ¿Acaso había confiado en que se mostrara turbado? ¿Que lo que habían compartido en el pasado le induciría a sentirse incómodo con ella? Lo más probable es que hubiera casi olvidado ese episodio, o al menos lo hubiera relegado a la categoría de un recuerdo carente de importancia. Al fin y al cabo, no podía recordar a todas las mujeres con las que se había acostado.
¡Qué pensamiento tan humillante!
—Gracias —dijo ella.
—Has estado muy bien, Ken —dijo Eden cuando los seis echaron a andar hacia el pueblo. El reverendo Valentine Scott y su esposa caminaban unos metros por delante de ellos—. Dudo de que alguno de los dos sospechara algo.
—Dale las gracias a Moira —respondió Kenneth—. Tiene una mente más ladina que la mía. Pero no es empresa fácil conseguir que se queden solos en medio de esas hordas.
—En realidad no estoy seguro de que consigamos nada —dijo Eden—, a menos que ella sienta lo mismo que él. Lo cual parece dudoso. La buena de Sophie probablemente no reconocería una situación romántica aunque la tuviera delante de las narices.
—Pero visto desde una perspectiva femenina —terció Moira—, está claro que él es prácticamente irresistible. Tiene una sonrisa maravillosa.
—¿Irresistible, Moira? —preguntó Kenneth observándola con las cejas arqueadas.
Ella alzó la vista al cielo.
—Para las mujeres que no hayan sucumbido aún a los encantos de un hombre más atractivo que él, por supuesto —respondió.
—Por supuesto —dijo él, y ambos se miraron sonriendo con picardía.
—Perdonadme —terció Lavinia secamente—, pero ¿debo entender que estoy involucrada en un complot? ¿Acaso estáis tratando de emparejar a Sophie y a Nat?
Eden suspiró.
—Olvidé advertiros —dijo, dirigiéndose a Moira y a Kenneth—, que no dijerais una palabra delante de la joven aquí presente. Los hombres, según criterio de la señorita Bergland, han sido creados única y exclusivamente como un castigo que otros hombres imponen a las mujeres. Y dado que Nat es el hombre que la ha oprimido ejerciendo su autoridad sobre ella durante años y que Sophie es amiga suya, sin duda sufrirá un ataque de histerismo con solo pensar que tratáis de promover esa unión entre ambos.
—¿Sufrís vos ataques de histerismo, lord Pelham? —inquirió Lavinia—. ¿Debo sufrirlos yo simplemente porque soy mujer? Procurad no ser tan ridículo.
Moira se echó a reír.
—Te lo has ganado, Eden —dijo—. Bravo, Lavinia.
—En realidad —contestó Lavinia—, es verdad que Sophie siente afecto por Nat. Sospecho que más que afecto.
—¿De veras? —dijeron Eden y Kenneth al unísono.
—Se mostró visiblemente alterada por la visita que ayer nos hizo Nat —dijo Lavinia.
—Las visitas de sus amigos no suelen alterar a Sophie —comentó Kenneth, arrugando el ceño—. ¿Y la de Nat la alteró?
—Es absurdo concluir de esa observación que Sophie está enamorada de él —dijo Eden.
—Gracias —dijo Lavinia secamente—. Tengo más pruebas que ésa, señor. Sophie conserva un pañuelo de Nat.
—Pardiez —exclamó Eden, golpeándose la frente con la palma de la mano—. Una prueba contundente. ¿Qué mejor prueba podemos pedir? Tiene su pañuelo.
—No le hagas caso, Lavinia —le aconsejó Moira, riendo—. Es un maleducado. Cuéntanos más cosas.
—Fui a visitarla en Londres poco antes de que partiera para Gloucestershire —dijo Lavinia—. Había recogido casi todas sus pertenencias, pero había un pañuelo sobre el brazo de una butaca. Lo tomé distraídamente y lo sostuve en la mano, sin apenas fijarme en él hasta que Sophie dijo que su padre se llamaba George. Señaló el pañuelo, y entonces vi que tenía una G bordada en una esquina. Pero la forma de la letra era muy particular. Era la misma que Nat tiene bordada en todos sus pañuelos y grabada en su sortija. El pañuelo le pertenecía a él. Quizá no tenga importancia. Pero si no la tiene, ¿por qué se inventó Sophie la historia del nombre de su padre y se apresuró a rescatar el pañuelo del brazo de la butaca sobre el que yo lo había dejado para guardárselo en el bolsillo?
—En efecto, es sospechoso —dijo Kenneth.
—Así pues, el viejo Nat aún tiene alguna probabilidad —comentó Eden—. ¿Es éste el nivel más bajo al que podemos caer, Ken? ¿Nos hemos convertido en vulgares casamenteros?
—Sophie y Nat —dijo Kenneth sacudiendo la cabeza—. Parece imposible.
—Yo creo que forman una pareja perfecta —observó Moira alegremente—. Ambos son amables y bondadosos.
—Y Sophie está muy guapa —dijo Eden—. Nat lo comentó ayer y hoy la he observado detenidamente. Casi se diría que está en su segunda juventud.
—¡Es fantástico! —protestó Lavinia—. Una mujer tiene sólo veintiocho años y si está guapa es porque debe de estar en su segunda juventud.
—Es cuando alguien se refiere a la tercera juventud que una mujer puede sentirse ofendida.
Lavinia chasqueó la lengua.