Capítulo 20

Catherine, Moira y Daphne, lady Baird, se hallaban en la habitación que utilizaban por las mañanas en Rawleigh House, jugando con sus hijos. Pero cuando se abrió la puerta abandonaron al instante los juegos.

—Rex —dijo Catherine, apresurándose hacia él. Se detuvo y preguntó—. ¿Y Sophie?

El pequeño Peter Adams se dirigió con paso inseguro hacia su padre, pidiéndole que le cogiera en brazos con los incoherentes balbuceos que sólo un padre o una madre es capaz de comprender. La pequeña Amy Baird se acercó a Rex, tirando de la borla de una de sus botas para atraer la atención de su tío. Jamie Woodfall, olvidando que ya era un niño grande, se metió el pulgar en la boca y luego se apoyó en las piernas de su madre y alzó ambos brazos sobre su cabeza.

Sophie se sentía turbada. Pero todos los presentes la acogieron con afecto. Después de abrazarla, Catherine se rio, bajó la vista y contempló su abultado vientre.

—Debo recordar que tengo que mantener de nuevo las distancias con la gente —dijo—. Es maravilloso volver a verte, Sophie. ¿Habéis visto quién está aquí, Moira, Daphne?

—Hola, Sophie —dijo Moira antes de tomar en brazos a su hijo—. Cuando todos dejen de hablar al mismo tiempo, cariño, preguntaremos al tío Rex dónde está papá. ¿Es eso lo que quieres saber? Supongo que no tardará en regresar.

—Amy —dijo Daphne al mismo tiempo—, el tío Rex tiene dos oídos, cielo, pero sólo puede oír a una persona a la vez. Deja que Peter termine de decir lo que tiene que decir y luego podrás hablar tú. —Pero Peter había dejado de balbucear. Se reía alegremente; había agarrado a su padre de las orejas y trataba de morderle en la nariz—. Has venido a una casa de locos, Sophie.

De haber podido pensar con claridad en el coche, reflexionó ella, habría pedido a Rex que la dejara en la puerta de su casa. ¿Por qué había permitido que la trajera aquí?

—Siéntate, Sophie —dijo Catherine, tomándola del brazo y conduciéndola hacia una butaca—. Llamaré a la nodriza para que se lleve a los niños al cuarto de juegos y les dé leche y galletas para merendar. Luego pediré que nos suban el té. Te aseguro que pronto recuperemos el juicio.

Se mostraba muy amable con ella, pensó Sophie, sentada muy tiesa en la butaca que le había indicado y observando cómo la nodriza se llevaba a los niños, después de que su madre depositara a Peter en el suelo y Rex se hubiera agachado para mirar el diente que le había salido a Amy y hubiera asegurado a Jamie que su padre volvería pronto e iría a recogerlo al cuarto de los niños para llevárselo a casa.

—Estábamos todas muy preocupadas —dijo Moira, mirando a Rex y a Sophie—, temiendo que ocurriera algo malo. ¿Dónde está Kenneth? ¿Y Nathaniel y Eden? ¿Cómo te enteraste de esto, Sophie? Todos procuramos evitar que lo supieras.

—Sophie había llegado allí antes que nosotros —dijo Rex—. Apuntaba con una pistola al corazón de Pinter.

Daphne sofocó una exclamación de asombro y Catherine se llevó las manos a la boca.

—¡Bien hecho, Sophie! —dijo Moira—. Te felicito. Aunque supongo que no estaba cargada.

—No, no lo estaba —respondió ella.

—¡Mujeres! —dijo Rex meneando la cabeza—. ¿No comprendéis el peligro que entraña apuntar a un granuja con una pistola que no está cargada?

—Es una cuestión de principios —dijo Moira—. Me alegro de que llegaras antes que ellos, Sophie, y les demostraras a todos que no eres una abyecta víctima. Ahora contadnos lo que ocurrió. Y si vas a contárnoslo tú, Rex, te prohíbo que nos des la versión suavizada. En caso necesario, Sophie te corregirá.

—Me siento fatal —dijo Sophie observando sus manos, que tenía apoyadas en el regazo—. No quise recibiros cuando vinisteis a verme, Moira y Catherine, aunque supongo que sabíais que estaba en casa. Me enfadé con Rex y con los otros por inmiscuirse en mi vida y rompí mi amistad con ellos. Pero seguisteis tratando de ayudarme. Y ahora me tratáis con gran amabilidad. Me siento avergonzada.

—Descuida, Sophie —dijo Catherine—, todos lo entendimos. Y me alegro de que esta mañana fueras a casa de Pinter aunque fuera una temeridad. Si no hubieras ido, ninguno de nosotros te habríamos revelado por qué había dejado de chantajearte ese individuo, y no habríamos tratado de verte enseguida para que no sospecharas. Pero nunca hemos dejado de ser tus amigos, ¿verdad, Rex?

—Por supuesto —contestó éste—. Y nunca dejaremos de serlo. Aquí está el té. Imagino que a Sophie le sentará bien una taza.

—Pero ¿dónde se han metido Kenneth y los otros? —inquirió Moira con tono exasperado.

Rex les explicó lo que había ocurrido en el domicilio de Bury Street. Sophie aceptó agradecida una taza de té y se lo bebió a sorbos, aunque estaba muy caliente.

Habían decidido castigar a Boris Pinter. Nathaniel iba a encargarse de darle su merecido. No con una pistola o una espada, sino con sus puños. No para rescatar las cartas —ella no dudaba de que la presencia de los tres habría bastado para que el señor Pinter se las entregara—, sino por ella, por lo que éste le había hecho.

Nathaniel iba a hacerlo por ella.

Y de paso, descubriría la verdad. Todos la descubrirían. A esas alturas ya debían de saberlo. Cuando regresara, ella observaría en sus semblantes que lo habían averiguado.

Lo vería en el rostro de él.

Debería haberse ido a casa, pensó Sophie. Debió dar las gracias a Rex y haber enviado una nota de agradecimiento a los otros por lo que habían hecho por ella, pero debería haberse ido a casa.

¿Estaría herido? ¿Le habría lastimado el señor Pinter? Ella no dudaba de que habría sido una pelea justa. No un castigo, sino una pelea en la que tanto Nathaniel como el señor Pinter podían resultar heridos.

Notó que las manos le temblaban y depositó su taza en el platillo.

—Todo ha terminado, Sophie —dijo Daphne amablemente—. Pero debe de haber sido una experiencia terrible para ti.

—Sí. —Sophie sonrió—. Pero me siento afortunada por tener unos amigos tan buenos como vosotros.

—¿Sabías —preguntó Catherine, inclinándose hacia delante en su butaca— que Harry, mi hermano Harry, el vizconde de Perry, irá a visitar a tu cuñado esta mañana? Por supuesto, ninguno de nosotros alcanzamos a adivinar remotamente el motivo. Quizá se deba a que la primavera está en puertas.

¿Sarah iba a casarse con el más que apuesto y amable lord Perry? ¿Tan pronto? Pero si eran muy jóvenes. O quizás ella se estaba haciendo vieja, pensó Sophie.

—Vaya —dijo—. No, no lo sabía. A mí tampoco se me ocurre el motivo —añadió riendo—. Pero si para Sarah es importante la aprobación de su tía, ya la tiene.

Estuvieron conversando durante media hora sobre diversos temas, hasta que el sonido de voces de unos recién llegados puso de relieve lo tensos que se sentían todos. Moira se levantó de un salto, Rex hizo lo propio y se dirigió hacia la puerta, Catherine y Daphne se inclinaron hacia delante en sus butacas, expectantes, y Sophie se reclinó hacia atrás en la suya, agarrando los brazos de ésta con fuerza.

Todos se pusieron a hablar al mismo tiempo. Moira se arrojó a los brazos de Kenneth y, por alguna razón, rompió a llorar. Rex preguntó con fingido tono de desdén si lo que tenía Nat en la comisura de la boca era una herida o tan sólo una pupa. Eden insistió en la nociva influencia de vivir en el campo sobre el instinto de autodefensa de un hombre. Nathaniel le invitó a irse al diablo, a riesgo de repetirse y hacerse pesado. Catherine exigió saber qué había sucedido.

De pronto Nathaniel se apartó del grupo que se había formado en la puerta y atravesó la habitación para detenerse frente a la butaca de Sophie. Extendió una mano y ella le entregó la suya.

—Sophie —dijo—, todo ha terminado, querida. No volverá a molestarte, y la información que tenía nunca será publicada. Tienes mi palabra, y la palabra de estos otros amigos tuyos.

—Gracias —respondió Sophie cuando él se llevó su mano a los labios…, y ella observó sus nudillos.

Kenneth, que estaba detrás de Nathaniel junto a Moira, que tenía un brazo enlazado en el suyo, entregó a Sophie un paquete más grueso de lo que ella había imaginado. Debía de contener unas diez cartas o más, las suficientes para hundir a Edwin y a Thomas antes de que las últimas dos fueran utilizadas para provocar el escándalo que no dudaba que Boris Pinter se había propuesto desde el principio.

—Todas están aquí, Sophie —dijo Kenneth—, incluyendo la que se encontraba en el suelo. Y aun suponiendo que se diera la remota posibilidad de que él se hubiera atrevido a conservar alguna, te aseguro que jamás se atreverá a publicarlas. Walter no nos puso el apodo de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis en vano.

Ella miró el paquete, sintiéndose un poco mareada.

—El fuego está encendido en la chimenea —dijo Kenneth con tono quedo—. ¿Quieres que las queme, Sophie, y contemplemos cómo arden?

—Sí —contestó ella, y observó cómo él arrojaba las cartas al fuego. Las llamas las engulleron al instante hasta que quedaron reducidas a unas cenizas de color dorado y marrón—. Gracias.

—No las hemos leído, Sophie —dijo Eden desde el otro lado de la habitación—. No sabemos quién era ella ni queremos saberlo. Lo único que queda por decir al respecto es que, personalmente, opino que el viejo Walter tenía pésimo gusto y si estuviera vivo no vacilaría en decírselo. Pero no diré más. Era tu marido y supongo que le querías, y tu matrimonio no nos incumbe a ninguno de los que estamos aquí presentes. Con esto doy por zanjado el tema. ¿Queda algo de té, Catherine, aunque esté tibio?

De modo que no lo sabían. No habían leído las cartas, y por lo visto Boris Pinter no había dicho nada. Sophie cerró los ojos y percibió un zumbido en los oídos al tiempo que sentía un aire helado en la nariz.

—Ha perdido el conocimiento —dijo alguien desde muy lejos—. Pero se recuperará enseguida. Mantén la cabeza inclinada, Sophie. —Ella sintió una mano apoyada con firmeza en la parte posterior de su cabeza, obligándola a inclinarse hasta que casi rozó sus rodillas—. Así se restablecerá el riego sanguíneo.

Era la voz de Nathaniel.

Alguien frotó sus manos frías con las suyas, que estaban tibias.

—Pobre Sophie —dijo Catherine, junto a su oído—. Esto te ha provocado una gran tensión. Llévala arriba, Nathaniel, a uno de los cuartos de invitados. Subiré antes para disponerlo todo.

Pero Sophie alzó la cabeza, tratando de obligar a Nathaniel a retirar la mano que tenía apoyada en la parte posterior de ella.

—No —dijo—. Ya estoy bien. Qué tonta he sido. Debo irme a casa. Por favor, debo irme. No puedo expresar lo agradecida que estoy por todo lo que habéis hecho por mí, pero debo irme a casa.

—Desde luego —dijo Rex—. Ordenaré que traigan el coche. Nat te acompañará.

A Sophie no se le ocurrió preguntarse por qué Rex había mencionado a Nathaniel en lugar de a otra persona. Lo único que deseaba era irse a casa para poder tranquilizarse, para asumir de nuevo el talante que había tenido ayer y reflexionar sobre los planes que había trazado.

Era libre. Completamente libre, y ellos no sabían nada.

Pero aunque debería sentirse eufórica, lo cierto era que se sentía profundamente deprimida. ¡Qué perversas eran a veces las emociones humanas!

Necesitaba estar en casa. Necesitaba empezar a hacer el equipaje. Necesitaba librarse del pasado y el presente y encarar esperanzada el futuro.

Un futuro prometedor.

Una vez sentados en el coche él había apoyado la mano de ella sobre su brazo, sosteniéndola con la que tenía libre. La miró varias veces para asegurarse de que no iba a perder de nuevo el conocimiento. Pero no conversaron. Ella tenía la vista fija en el asiento de enfrente.

¿Qué debía sentir una mujer, se preguntó él, al descubrir que su marido había tenido una larga relación sentimental con otra persona y que había dejado a su muerte una pila de cartas de amor? ¿Y soportar que un chantajista sin escrúpulos hurgara en su herida amenazándola con poner al descubierto la infidelidad de su esposo, al que todos consideraban un héroe, y la vergüenza que ella sentía?

¿Cómo había incidido ese hecho y esa experiencia en su autoestima, en su valía personal? ¿La había obligado a ocultarse detrás de una fachada poco atractiva y de plácida amabilidad?

Pero ¿por qué había roto su amistad con ellos en lugar de pedirles ayuda? ¿Tanto le avergonzaba que supieran que Walter había sido un marido infiel? Costaba imaginarse a Armitage manteniendo una apasionada relación amorosa y escribiendo cartas a su amante.

Deseaba poder decir algo que la consolarla. Pero cualquier cosa que dijera sobre el tema sólo empeoraría la situación. Por lo demás, Eden le había prometido que el asunto quedaría zanjado para siempre. Y Ken había arrojado las cartas al fuego.

¿Por qué le había escrito ella esa carta ayer?, se preguntó él. ¿Porque sabía lo que iba a hacer esta mañana y no quería que nada la disuadiera? ¿Porque no quería continuar su relación con él? ¿Porque sólo le quería como amigo?

Pero no podía preguntárselo en esos momentos. Aún estaba muy afectada debido a los acontecimientos de esta mañana. Maldita sea, ¿qué habría sido de ella si ellos no hubieran llegado en el momento en que lo hicieron? Más pronto o más tarde Pinter le habría arrebatado la pistola.

El carruaje se detuvo frente a la casa en Sloan Terrace.

—¿Quieres que pase, Sophie? —preguntó él—. ¿O prefieres estar sola?

Supuso que desearía estar sola. Pero ella le miró como si acabara de percatarse de que estaba a su lado.

—Pasa —respondió.

Cuando entraron en el cuarto de estar ella se disculpó y ausentó unos minutos. Cuando regresó, portaba una palangana de agua, una toalla y un paño sobre el hombro. En una mano sostenía un tarro de ungüento.

—Siéntate —dijo, al tiempo que él la miraba sorprendido.

Él obedeció y observó en silencio mientras ella tomaba una de sus manos y la sumergía en el agua —que estaba tibia— y empezaba a lavarle los nudillos con el paño. Lo hizo con infinita suavidad. Él apenas sintió dolor, aunque tenía las dos manos muy magulladas. Ella le secó la mano con la toalla con cuidado y le puso un poco de ungüento en los nudillos. Luego le curó la otra mano.

Sophie lucía un vestido de mañana de color oscuro que él conocía y que le quedaba grande, como si fuera una talla mayor de la que utilizaba. Se había recogido el pelo en un peinado severo, adecuado a lo que se proponía hacer esta mañana. Era evidente que no se había peinado desde que había abandonado el domicilio de Pinter. Unos rizos rebeldes se habían soltado de lo que debió ser un pulcro moño durante cinco o diez minutos. Estaba concentrada en lo que hacía. Y un poco pálida todavía.

Estaba muy hermosa, pensó él.

Cuando terminó de curarle, se levantó sin decir palabra ni mirarle a la cara y se lo llevó todo para dejarlo en su sitio. Él flexionó los dedos con cuidado. Tenía los nudillos relucientes debido al ungüento y le dolían menos.

En cuanto entró de nuevo en la habitación él alzó la cabeza. Ella se detuvo y le miró; a él no se le había ocurrido ponerse en pie.

—Gracias por lo que has hecho, Nathaniel —dijo ella—. Lamento haberte calificado de entrometido. Hoy comprendo que era amistad. Es reconfortante tener amigos.

—Sophie —dijo él—, ¿quieres casarte conmigo?

Ella le miró durante largo rato mientras las lágrimas afloraban a sus ojos. El resto de su vida pendía de un hilo, pensó Nathaniel sin apenas atreverse a respirar.

—No —respondió ella—. Gracias, pero no, Nathaniel. Me marcho esta semana. Voy a vender mi casa. No estaba segura de poder hacerlo, pero al parecer me pertenece sin ninguna cláusula que me lo impida. Regreso a Gloucestershire para instalarme en casa de mi hermano y su familia hasta que haya vendido la mía. Luego me compraré una casita en el campo e iniciaré una nueva vida con viejos conocidos y amigos. Pensé que quizá debería quedarme aquí un tiempo para recuperarme de tantos años de ir de un lado para otro, sin echar raíces. Pero sé que me sentiré más feliz en el campo. Tengo ganas de ir, comenzar de nuevo.

Él tragó saliva. Quizá no había comprendido hasta ahora que todo había terminado, que ella no le quería. Él le había sido útil durante un tiempo —aunque no creía que ella le hubiera utilizado deliberadamente—, pero eso era cosa del pasado. Había planeado su futuro con ilusión. Y no le incluía a él.

—Bien —dijo, levantándose y sonriendo—. Tenía que preguntártelo, Sophie. Perdóname. Te deseo todo lo mejor. Te deseo toda la felicidad del mundo. ¿Podemos despedirnos como amigos?

—Por supuesto —respondió ella—. Por supuesto, Nathaniel. Siempre puedes contar con mi afecto. Quiero que lo sepas. Siempre.

Él mantuvo su sonrisa sintiendo el escozor de las lágrimas en el fondo de su garganta y la parte posterior de la nariz.

—Sí —dijo—. Siempre.

Pero sería una amistad sólo en el sentido de que siempre se recordarían con afecto, pensó. No se escribirían. Probablemente no volverían a verse. Confiaba en que no volvieran a verse.

—Bien, me marcho, Sophie —dijo—. Te aconsejo que descanses un rato.

—Sí —respondió ella asintiendo con la cabeza.

—Bien. —Se produjo un momento de turbación, un momento de pánico casi insoportable—. Buenos días.

—Buenos días, Nathaniel —dijo ella.

Ella se quedó donde estaba, cerca de la puerta, de espaldas a ella, mientras él pasaba a su lado sin tocarla y salía. Nathaniel despidió al cochero de Rex y echó a andar hacia su casa.

En realidad se habían dicho adiós.

—Te vas a Gloucestershire —dijo Lavinia innecesariamente puesto que Sophie ya se lo había dicho. Había llegado sabiéndolo, pues Nathaniel se lo había comunicado a su regreso a casa—. Te comprarás una casita y llevarás una vida idílica en el campo.

—Sí —respondió Sophie.

Había unas cajas abiertas en diversos lugares de la habitación, en las que había empezado a guardar objetos decorativos y libros y el contenido del escritorio. Lavinia se paseaba por la habitación mirando en el interior de las cajas, aunque de forma más distraída que inquisitiva.

—Me alegro por ti —dijo—. Pero no te envidio como cabría imaginar. Nat y yo regresaremos pronto a Bowood. Georgina se quedará en casa de Margaret y John. Nat me permitirá que viva sola en alguna zona de la finca. Es un gran triunfo para mí.

—Lo celebro. —Sophie sonrió, aunque no le pasó inadvertido que Lavinia estaba seria—. Pero ¿estás segura de que eso es lo que quieres? A veces puede parecer idílico vivir sola, pero con frecuencia comporta soledad.

—¿Te sientes sola?

Lavinia la miró, arrugando el ceño.

—A veces —reconoció Sophie—. Aunque no a menudo, pero a veces una desearía tener a alguien con quien hablar durante las horas de quietud en casa, aparte de con una perra. —Alguien junto a quien acostarse por las noches, alguien con quien comentar los sucesos del día mientras yaces satisfecha en sus brazos. Alguien junto a quien acurrucarse para conciliar el sueño más fácil y profundamente.

—Pensé que te sentías feliz —dijo Lavinia con el ceño aún arrugado—. No pareces feliz, Sophie. Estás pálida. Parece como si no hubieras dormido. ¿Estás segura de lo que vas a hacer?

—Desde luego. —Sophie sonrió alegremente—. Es sólo que supone mucho trabajo desmontar una casa y trasladarse al otro extremo del país. Tiempo atrás estaba acostumbrada a hacerlo, pero esos tiempos han pasado. Además, por aquel entonces tenía muy pocas pertenencias.

—¿Cómo eran en realidad? —preguntó Lavinia. Tomó el pañuelo que había sobre el brazo de una butaca. ¡El pañuelo!—. Me refiero a Nat, a lord Haverford y a lord Rawleigh. —Se dispuso a dejar de nuevo el pañuelo sobre la butaca, pero en vez de ello lo extendió sobre la palma de su mano y lo dobló—. Y lord Pelham. ¿Eran odiosos?

—No. —Sophie apenas podía concentrarse en lo que estaba haciendo. Deseaba arrebatarle el pañuelo de las manos—. Eran apuestos, valientes, intrépidos, encantadores, divertidos, imposibles…, y unos excelentes oficiales. Exasperaban a sus superiores, pero éstos siempre recurrían a ellos cuando había una misión importante que llevar a cabo. Sus hombres confiaban en ellos y estaban entregados a sus órdenes. Las mujeres, todas nosotras, estábamos enamoradas de ellos.

—¿No eran unos engreídos? —inquirió Lavinia mientras deslizaba el dedo sobre el contorno de la letra G bordada en el pañuelo.

—Tenían sobrados motivos para serlo —respondió Sophie—. Había algo en ellos que se salía de lo corriente, pero nunca se mostraban engreídos. Fueron unos excelentes amigos para mí. Mi padre se llamaba George, ¿sabes?

Su padre se llamaba Thomas.

—Hum.

Lavinia alzó sus ojos azules y la miró.

—El pañuelo —dijo Sophie.

Qué mentira tan torpe. Lavinia ni siquiera se había fijado en el pañuelo. Pero ahora lo miró con curiosidad.

—Ah —dijo, y volvió a dejarlo sobre el brazo de la butaca.

Sophie se acercó a la butaca, tomó el pañuelo de lino y lo guardó en el bolsillo de su delantal.

—Supongo —dijo Lavinia— que los hombres que son demasiado guapos no son necesariamente engreídos. No pueden evitar ser guapos, tener un buen físico y… tener experiencia en la vida.

Estaba de un extraño talante, pensó Sophie. Parecía inquieta. No se había sentado en todo el rato, por más que ella la había invitado a hacerlo y a tomarse una taza de té.

—Georgina está enamorada de tu sobrino —dijo Lavinia, tomando una figurita de porcelana que aún no había sido guardada en la caja junto a la que se hallaba—. Y tu sobrina va a casarse con el vizconde de Perry. No han tardado mucho en decidirse, ¿verdad? ¿Es eso posible, Sophie? ¿Conocer a alguien desde hace poco tiempo y saber con certeza que es el único hombre en el mundo con quien deseas pasar el resto de tu vida? ¿Y que la vida resultaría insoportablemente vacía sin él? No es posible, ¿verdad? Sin embargo, se les ve muy felices.

¿A qué venía esto? Sophie se sentó y miró detenidamente a su visitante.

—¿A quién has conocido? —preguntó bajito.

Lavinia la miró sobresaltada y se sonrojó.

—A nadie —contestó riendo—. No me refería a mí. Hablaba en sentido figurativo. ¿Existe el amor, Sophie? ¿Como ese hombre que parece formar parte de nuestra alma? A mí me parece ridículo y disparatado, aunque supongo que siempre he soñado…

Sophie recordó que había pasado la noche en vela. Recordó que ayer Nathaniel se había sentado en esa butaca y le había pedido que se casara con él. Con serena y amable cortesía. Porque se compadecía de ella y se sentía responsable de ella. Porque se había acostado con ella. Porque la quería sinceramente. Porque era un hombre honorable. Recordó la tentación, peor que todo dolor físico. Recordó lo que durante la noche había comprendido con toda claridad. Nunca más. Dos de las palabras más siniestras de la lengua inglesa cuando las unías.

Nunca más.

—Sí —respondió bajito—, el amor existe.

—¿Lo has conocido, Sophie? —preguntó Lavinia con curiosidad.

—Desde luego —contestó ella—. Desde luego. —Se levantó bruscamente y se acercó a la campanilla—. Me apetece una taza de té, aunque a ti no te apetezca.

—A veces —dijo Lavinia, suspirando—, desearía que la vida fuera más simple. Desearía poder vivirla sólo con la razón. ¿Por qué tenemos que soportar que las emociones nos trastornen?

—La vida sería muy aburrida —dijo Sophie— sin amor, sin amistad, sin alegría, sin esperanza y todas las emociones positivas.

—Es cierto. —Lavinia se rio y se sentó por fin—. Son las emociones negativas las que me irritan. Quiero ser una persona sensata, sensible, libre e independiente.

Pero te has enamorado, pensó Sophie, preguntándose quién era el caballero. No imaginaba que ningún hombre no correspondiera al amor que Lavinia sintiera por él.

Sin embargo, era evidente que la joven no deseaba confiarle su secreto y ella no debía entrometerse en su vida.

Trajeron el té.

Más tarde se despidieron con profundo pesar. Sophie partía al día siguiente para Gloucestershire. Lavinia y Nathaniel regresarían poco después a Bowood, en Yorkshire.

Prometieron escribirse. Pero ambas sabían que no era probable que volvieran a verse.