Capítulo 19

Boris Pinter tenía alquiladas unas habitaciones en la segunda planta de una casa en Bury Street, detrás de St. James Street. Sophie llegó a media mañana, lo cual molestó visiblemente al sirviente que le abrió la puerta y a la mujer que salió de una habitación de la planta baja, probablemente la casera, para examinar su aspecto. Pero Sophie se había vestido con esmero y lucía la voluminosa capa que siempre había lucido en la Península, la cual opinaba que le daba un aspecto un tanto militar. Y se presentó con fría desenvoltura como la señora Sophie Armitage, esposa del comandante Walter Armitage, que deseaba ver al teniente Boris Pinter.

De alguna forma, pensó, con lo que en otras circunstancias habría sido regocijo, había logrado impresionarlos a ambos hasta el punto de que la habían tratado con gran deferencia. La casera incluso la había precedido escaleras arriba hasta la segunda planta, como si ella misma fuera una criada. Llamó a la puerta que debía de dar acceso a las habitaciones del señor Pinter y esperó a que su ayuda de cámara la abriera.

El señor Pinter esperaba a la señora Armitage, informó el ayuda de cámara a la casera, y Sophie entró. Su corazón, que llevaba un rato latiendo con fuerza, amenazaba ahora con dejarla sin aliento. Se negó a que el ayuda de cámara se llevara su capa. No estaría mucho rato, le informó. El criado la condujo a un salón, una espaciosa estancia rectangular decorada con pesados muebles y cortinajes oscuros. Permaneció unos minutos sola.

Estaba de pie junto a la puerta cuando ésta volvió a abrirse. Se había sentido tentada a atravesar la habitación para colocarse junto a la ventana o la chimenea. No soportaba la idea de estar cerca de él. Pero no quería que él se situara entre ella y la puerta.

—Ah, Sophie, querida —dijo él, cerrando la puerta a su espalda—, me llevé una sorpresa muy agradable al saber que ibais a venir, y antes de lo previsto. Pero ¿habéis venido sola, sin siquiera una doncella?

Pinter tenía un aspecto casi apuesto, pensó ella desapasionadamente, vestido con ropa de buena factura, su pelo oscuro bien cepillado y su rostro risueño. A cualquiera que no le conociera le habría parecido un joven encantador.

—Veo que no respondéis —observó—. Sentaos —dijo señalando un sofá.

—No, gracias —contestó ella—. ¿Dónde está la carta?

—Aquí —respondió él, palpándose el lado derecho del pecho—. Pero imagino que no queréis leerla, ¿verdad, Sophie? Ya habéis sufrido bastante. Por supuesto, podéis leerla si no confiáis en mí y deseáis verificar su autenticidad. Detesto caer en la ordinariez, pero ¿habéis traído el dinero?

Mientras hablaba atravesó la habitación y se sentó en una butaca junto a la ventana, aunque ella no se había sentado. Una deliberada descortesía.

—No —dijo ella.

Él arqueó las cejas, cruzó una pierna y comenzó a balancear el pie calzado en una bota.

—¿No? —preguntó bajito—. ¿No habéis traído el dinero, Sophie? Pero ¿habéis venido a por la carta? ¿Y qué podéis ofrecerme a cambio de ella? ¿Vuestra poco atractiva persona? Me temo que vale menos para mí que una esquina arrancada de la carta —declaró esbozando una sonrisa encantadora y mostrando la blancura de sus dientes.

En ese momento ella comprendió algo, algo que lo explicaba todo, algo que debió haber comprendido antes: el motivo por el que Walter había impedido que Pinter obtuviera el ascenso, el motivo de la profunda inquina que Pinter sentía hacia él, el motivo de su empeño en utilizar esas cartas para destruirla a ella.

La mayoría de canallas, pensó Sophie, no eran sólo unas pérfidas encarnaciones del mal. La mayoría tenía alguna justificación para hacer lo que hacían, por equivocado que fuera. Ella comprendió ahora la justificación de Pinter.

—Quiero que me entreguéis todas las cartas restantes —dijo—. Todas ellas. Por un precio bien simple. A cambio de vuestra vida.

Él dejó de balancear el pie y la sonrisa se heló en sus labios.

—Estimada Sophie —dijo con tono divertido—, ¿dónde está vuestra pistola?

—Aquí.

Ella sacó la reluciente pistola de Walter de uno de los grandes bolsillos del interior de su capa, sosteniéndola con firmeza con ambas manos y apuntándole al centro del pecho con los dos brazos extendidos.

Pero había un problema casi insalvable, pensó ella. Él llevaba sólo una carta en la casaca. Las otras seguramente estaban en otra habitación. Tendría que ir con él a buscarlas, sin dejar de apuntarle con la pistola. Y el fornido ayuda de cámara andaría cerca, en una habitación contigua. Ella había previsto estas incidencias, pero no se le había ocurrido ninguna solución.

Tenía que mostrarse firme. No podía permitirse flaquear en ningún momento.

Él empezó a balancear de nuevo el pie y su sonrisa se hizo más amplia.

—Pardiez —dijo—. Casi siento admiración por vos, Sophie. Pero es mejor que guardéis el arma antes de que me acerque y os la arrebate por la fuerza. Quizá me vea obligado a enviaros a casa con algunas magulladuras para recordaros que no volváis a hacerme perder el tiempo.

—Olvidáis, señor Pinter —contestó ella—, que no soy una mujer corriente y vulgar. Seguí a la tropa durante siete años. He visto a hombre combatir en el campo de batalla y morir. He manipulado armas de fuego y las he utilizado. La idea de derramar un poco de sangre no me asusta. Si creéis que no seré capaz de disparar, acercaos y tratad de arrebatarme la pistola. Pero os advierto que sólo conseguiréis que os meta una bala en corazón. Ahora, dadme primero esa carta, la que lleváis encima. Arrojadla al suelo cerca de mí.

Él mostraba una tranquilidad casi insolente. Pero Sophie, sin dejar de apuntar el cañón de la pistola hacia él, sin quitarle ojo, vio unas perlas de sudor en el labio superior y la frente de Pinter. Éste se encogió de hombros y metió la mano dentro de su casaca. A continuación le arrojó una carta a través de la alfombra.

—Os seguiré el juego unos momentos —dijo él—. Confieso que esto me parece muy divertido, Sophie. Ésta es, por supuesto, la última carta. Supongo que puedo permitirme ser generoso esta vez y entregárosla. ¿Cerramos el trato con un apretón de manos? —preguntó levantándose a medias de su butaca.

—¡Sentaos! —le ordenó ella.

Él se sentó y cruzó los brazos, sonriendo.

—Dentro de unos momentos —dijo ella—, iremos en busca de las demás cartas. Soy consciente de que trataréis de manteneros un par de pasos detrás de mí para poder proseguir con vuestro jueguecito en el futuro. Pero debéis saber algo. Me he cansado de seguir ocultado este secreto. He escrito una carta y he hecho varias copias. Las tiene un abogado al que visité ayer. Tiene órdenes de entregar las cartas en cuanto se lo pida o en caso de que yo muera o desaparezca de modo imprevisto. Le daré esas instrucciones en cuanto tratéis de volver a chantajearme o en cuanto publiquéis una de esas cartas para que todo el mundo la lea. Y os aseguro, señor Pinter, que no es una baladronada.

—Pero el escándalo saldría igual a la luz, querida —respondió él.

Ella se preguntó si no estaba cansado de reírse estúpidamente.

—Sí —dijo—. Y creo que mi hermano, el vizconde de Lloughton, sir Nathaniel Gascoigne, lord Pelham, el vizconde de Rawleigh y el conde de Haverford tendrán gran interés en averiguar la identidad del autor de ese escándalo. No quisiera estar ese día en vuestro lugar, señor Pinter. Sería mejor para vos que os matara ahora mismo.

Sophie comprendió que su convencimiento de que él no era más que un cobarde y un matón era más que fundada. Su postura y su talante no habían cambiado, pero era evidente que estaba preocupado. Movía el pie con brusquedad en lugar de balancearlo rítmicamente. También los ojos de un lado a otro, buscando la forma de distraerla o desarmarla. Las gotas de sudor le caían en los ojos y sobre su corbatín.

—Hasta ahora os habéis mostrado extraordinariamente deseosa de mantener esto oculto —dijo él—. No creo que hayáis escrito esas cartas.

—Quizá tengáis razón —contestó ella—. Es muy posible que así sea. Pero no lo sabréis con seguridad hasta que no hagáis la prueba. ¿Es una baladronada o no? ¿Creéis que a partir de ahora podréis dormir tranquilo?

Sonrió con gesto serio, pero sin perder su concentración ni dejar de mirarlo fijamente.

—Creo, Sophie —dijo él—, que deberíamos hablar de ello.

—Levantaos —dijo ella—, con las manos alzadas a los costados para que pueda verlas. Soy una mujer que está furiosa, señor Pinter. No apasionadamente, sino fríamente furiosa. Nada me gustaría más que tener una excusa para mataros. Os aconsejo que no me tentéis. ¡En pie!

Debió haber ensayado, se dijo ella. No había pensado en ello. Estaba cansada de tener los brazos extendidos. La pistola le pesaba una tonelada. Y esto no se había acabado ni de lejos. Trató de hacer acopio de todo su valor. Sabía que lo conseguiría. Siempre lo había conseguido cuando se había enfrentado a circunstancias adversas durante las guerras.

De pronto, cuando él se levantó y alzó los brazos a la altura de los hombros, con las palmas hacia arriba, ocurrió algo totalmente imprevisto. Alguien llamó a la puerta.

Él la miró sonriendo de nuevo estúpidamente.

—Esto podría resultar muy inoportuno para vos, Sophie —dijo.

—No os mováis.

Ella no apartó la vista de él. Con suerte, sería un comerciante o alguien a quien pudiera atender el ayuda de cámara sin consultar con su amo. En caso contrario… Ella no tenía ningún plan.

Se oyeron unas voces al otro lado de la puerta. No sólo dos. Más de dos. Y habían entrado en la casa. Sophie respiró hondo para calmarse. Los ojos de Boris Pinter se movían de nuevo de un lado a otro. Su sonrisa denotaba una mayor seguridad.

La puerta se abrió.

—Es Sophie —dijo Kenneth—. Y tiene una pistola.

—No lo hagas, Sophie —dijo Rex con firmeza—. No dispares.

—Baja la pistola, Sophie —dijo Eden—. No es necesario que la uses por más que ese tipo merezca morir.

—Vaya —dijo Boris Pinter, bajando las manos—, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis vienen en vuestro auxilio.

Pero su tono afable era fingido. Sus ojos mostraban más temor que hasta ahora, un hecho que la irritó sobremanera.

—¡Levantad las manos! —le espetó, y durante un momento sintió de nuevo una gran satisfacción cuando él se apresuró a obedecerla. Como mínimo, le había puesto en ridículo.

De improviso Nathaniel apareció ante ella, de forma que la pistola le apuntaba a él al corazón.

—Dame la pistola, Sophie —dijo, alargando una mano.

—Cuidado, Nat —dijo Eden—. Es posible que Sophie no se dé cuenta de lo que hace.

—Este tipo no lo merece —explicó Nathaniel, avanzando un paso hacia ella—. No merece que tengas que vivir con eso el resto de tu vida y en tus sueños hasta el día que te mueras. Créeme, amor mío. Sé lo que digo. Dame la pistola.

Avanzó otro paso hacia ella sin la menor intención de detenerse.

Sophie no esperó a la ignominia de que él le arrebatara la pistola de sus dedos inertes. Volvió a guardaría en el bolsillo dentro de su capa.

—Una pistola descargada causa escasos daños —dijo—, salvo quizás a los nervios de un hombre.

Alguien emitió un suspiro de alivio.

—Está loca —dijo Pinter—. Iba a devolverle algo que perteneció a Walter, pensando que le gustaría conservarlo. Lamentablemente es una carta de amor que el viejo Walter escribió a otra persona y Sophie se enfureció. Supongo que quiso desquitarse conmigo, ya que no puede hacerlo con su difunto marido.

—No os canséis, Pinter —replicó Kenneth—. Dentro de poco tendréis que hacer acopio de todas vuestras energías. ¿Estás bien, Sophie?

Ella fijó los ojos en los de Nathaniel, quien se hallaba a pocos pasos de ella. Se despreciaba a sí misma por el profundo alivio que sentía, y procuró ocultarlo. Ni siquiera se había preguntado aún qué hacían aquí los cuatro.

—Me las habría arreglado sola —dijo.

—No lo dudo —respondió Nathaniel—. Pero los amigos se apoyan mutuamente, Sophie. Y nosotros, quieras o no, somos tus amigos.

—De modo que es cierto que lo hicisteis, Sophie. —Boris Pinter se rio de nuevo, aunque no era una risa alegre—. Ni siquiera por carta. Se lo dijisteis personalmente.

—¿Es esta la carta, Sophie? —preguntó Kenneth, agachándose y recogiéndola del suelo.

—Sí —contestó ella.

—¿Hay más?

—Sí.

—Dentro de unos minutos —dijo Kenneth—, estarán en tu poder.

—Las habría rescatado aunque vosotros no os hubierais presentado —dijo ella, sin aparar la vista de Nathaniel. ¿Lo sabían? Pero ¿qué más daba a estas alturas? Dentro de poco no tendría que sufrir el suplicio de verlo a él ni a ninguno de ellos. Habría partido.

—Sophie —dijo él, acercándose a ella y estrechándola entre sus brazos. Ella sintió sus labios rozarle una mejilla. En ese momento se dio cuenta de que se había puesto a temblar, mostrándole su alivio—. ¿Puede uno de vosotros acompañarla a casa, por favor?

—No.

Ella inclinó la cabeza hacia atrás, pero protestó con tono débil.

¿Por qué no podía acompañarla él?

—Vamos, Sophie —dijo Rex tras una breve pausa.

Al parecer, ninguno de ellos quería marcharse y perderse lo que iba a ocurrir ahí. ¿Y qué es lo que iba a ocurrir?, se preguntó ella. ¿Qué habían venido a hacer aquí? ¿Por qué habían venido? ¿Qué iban a hacer con Boris Pinter? ¿Habían evitado que ella lo matara —lo cual no habría podido hacer con una pistola descargada— sólo para tener la satisfacción de hacerlo ellos mismos?

¿Lo sabían?

—Vamos, Sophie —repitió Rex—. Catherine está en Rawleigh House con Moira y con Daphne. Te llevaré junto a ellas.

Nathaniel la soltó y Rex rodeó los hombros de Sophie con el brazo.

—Vamos —dijo de nuevo—. Ya no tienes nada que temer. Podrías haberlo conseguido sola, eso lo comprendimos en cuanto entramos. Pero deja que tus amigos terminen por ti la tarea.

Terminar la tarea. Rex no ofreció más detalles, pero a ella no le importaba. Ya no. Aunque todavía no lo supieran, no tardarían en averiguarlo. Eso tampoco le importaba. Lo único importante era que todo había terminado, que sería libre —aunque hubiera necesitado que los Cuatro Jinetes la ayudaran a liberarse—, y dentro de unos días iniciaría la nueva vida que había planificado ayer con ilusión.

Volvería a sentir ilusión, se dijo mientras dejaba que Rex la sacara del salón de Boris Pinter, la condujera escaleras abajo y fuera de la casa, donde aguardaba su carruaje. Se sentía deprimida sólo porque no le habían dejado que pusiera fin al problema tal como había planeado, deprimida y al mismo tiempo profundamente aliviada.

Después de ayudarla a subir al carruaje, Rex se montó también y el vehículo partió de inmediato. Sophie inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

—¿Qué ocurrirá? —preguntó.

—Rescatarán tus cartas —respondió él—. Las traerán a Rawleigh House y todo habrá terminado. Los amigos están para apoyarse mutuamente, Sophie. Cuando yo tuve que resolver una cuestión de honor hace unos años, los otros tres permanecieron a mi lado al igual que hoy permanecemos los cuatro junto a ti. Su apoyo significó mucho para mí.

Ella sonrió a medias, pero no abrió los ojos.

—Entiendo lo que tratas de decirme, Rex —dijo—. No volveré a acusaros de entrometeros en mi vida. ¿Qué más ocurrirá?

—Ese tipo recibirá su castigo —le aseguró tras un breve silencio.

—¿Tres contra uno?

A ella no le parecía justo.

—Uno contra uno —dijo él—. Todos queríamos ser la persona que se enfrentara a él, Sophie. Quizá debimos echarlo a suertes. Pero Nat se negó en redondo. Yo tampoco habría permitido que nadie ocupara mi lugar hace unos años, pues deseaba vengar el daño que alguien había causado a Catherine.

Sophie abrió los ojos y le miró. Él sostuvo su mirada.

Entonces recordó que Nathaniel la había abrazado y besado en la mejilla. La había llamado «amor mío».

Créeme, amor mío., había dicho.

Ella cerró de nuevo los ojos.

—Ahora, Pinter —dijo Kenneth con firmeza cuando oyeron que la puerta principal se cerraba detrás de Rex y Sophie—. El resto de las cartas, por favor.

Boris Pinter soltó una carcajada,

—Sólo había una —dijo—. Iba a entregársela a ella, pero supongo que estaba tan disgustada al averiguar qué tipo de carta era que imaginó que yo pretendía amenazarla con ella. Todos sabemos lo propensas que son las mujeres a los vahídos, sobre todo cuando descubren que sus maridos tienen una aventura sentimental.

Kenneth atravesó pausadamente la habitación y se detuvo a un palmo de Boris Pinter, al que le sacaba una cabeza.

—Creo que no habéis comprendido la naturaleza de la orden, teniente —dijo—. No quiero alzar la voz porque no estamos en una plaza de armas. Os acompañaré a buscar el resto de las cartas. ¿Lo habéis comprendido?

—Sí, señor —respondió Pinter.

El tono de camaradería había desaparecido. Kenneth se hizo a un lado y señaló la puerta, Pinter se encaminó con paso apresurado hacia ella.

Cuando se quedaron solos, Nathaniel y Eden se miraron.

—Maldita sea —dijo Eden—, Sophie estuvo magnífica. ¿Quién habría sospechado que la pistola no estaba cargada? Yo, no.

—Ayúdame a retirar los muebles —sugirió Nathaniel, y comenzaron a apartar unas sillas y unas mesitas que ocupaban el centro de la habitación.

—Nat. —Edén se enderezó después de que hubieran retirado entre ambos un sofá—. ¿Un beso? ¿En la cara? ¿Amor mío?

Nathaniel observó el centro despejado de la habitación. Eso estaba mejor. Había estado de espaldas a los demás, nervioso al ver que ella le apuntaba con la pistola y pensando en lo que podría haberle ocurrido a Sophie si Pinter hubiera tratado de arrebatársela antes de que ellos llegaran. Durante unos pocos y desastrosos momentos había olvidado que no estaban solos.

—¿Por eso no nos contaste la verdad y te negaste a que uno de nosotros se encargara de resolver este asunto? —le preguntó Eden, señalando el espacio despejado.

Nathaniel le miró sin decir nada.

—¿Sophie? —preguntó Eden; su expresión y el tono de su voz denotaban incredulidad—. ¿Sophie, Nat? ¿No era lady Gullis?

Pero en ese momento aparecieron de nuevo Ken y Pinter. Ken portaba lo que parecían ser ocho o diez cartas, todas ellas parecidas a la primera.

—Nuestro Walter era una buena pieza —comentó Pinter con tono jovial.

—Comandante Armitage —le rectificó Eden—. A partir de ahora os abstendréis de mencionar al comandante Armitage en vuestras conversaciones y correspondencia, teniente. Al igual que estas cartas y todo lo relacionado con ellas. No os pedimos vuestra palabra de honor, porque francamente no nos fiamos de ello. Digamos simplemente que si desobedecéis estas órdenes os arrepentiréis de ello. No os preguntaré si lo habéis entendido.

—Eso es una amenaza —dijo Pinter—. Señor.

—Así es. —Edén le miró con frialdad—. Y una promesa. Al igual que esto. —Sacó del interior de su casaca un folio doblado, que arrojó sobre una de las mesas que habían retirado del centro de la habitación—. Este documento será publicado, Pinter, a menos que os portéis bien durante el resto de vuestra vida. En él constan algunos datos interesantes sobre vuestras preferencias sexuales.

Pinter palideció visiblemente.

—Es mentira —dijo.

—¿Qué es mentira? —preguntó Eden—. Pero no importa. Nada de esto es preciso que se haga público, ¿verdad? —bramó con tal ferocidad que hasta Nathaniel se sobresaltó.

—No, señor.

El tono jactancioso de Pinter se había desvanecido como todos sabían que ocurriría. Aunque Nathaniel confiaba en que no del todo.

—Por cierto, hay varias copias de ese documento —dijo Eden—. Todos tenemos una. No podemos imponeros una condena o enviaros al exilio, Pinter, pero os aconsejamos vivamente que abandonéis este país durante un año o mejor diez. ¿Está claro?

—Sí, señor —contestó éste.

—Bien. —Edén se hizo a un lado—. Tu turno, Nat.

Pinter llevaba unos minutos observándole con inquietud. Nathaniel se había quitado metódicamente la casaca y el chaleco y se había arremangado las mangas de la camisa.

—No vais a morir, Pinter —dijo con tono conciliador—, como no sea del susto. Y no vamos a ataros, aunque os decepcione que no lo hagamos, dado que era uno de vuestros castigos favoritos. Podéis despojaros de algunas de vuestras prendas para poder moveros mejor, os concederé el tiempo necesario, y luego podéis utilizar los puños tanto como gustéis. Yo utilizaré los míos.

Pinter retrocedió un paso.

—Ya tenéis las cartas —dijo—. Y mi promesa de guardar silencio. Incluso abandonaré el país. ¿A qué viene esto?

—¿Esto? —Nathaniel arqueó las cejas—. A cuento de la señora Armitage, Pinter. Nuestra amiga. Tenéis un minuto para prepararos. A partir de entonces será una pelea entre vos y yo o simplemente un castigo. Lo que prefiráis. A mí me da lo mismo.

—Sois tres contra mí.

Para su vergüenza, el tono de Pinter sonó como un quejido.

—Pero afortunadamente para vos, Pinter —dijo Nathaniel—, somos hombres honorables. Si lográis evitar el castigo noqueándome, el comandante lord Pelham y el comandante lord Haverford no os pondrán un dedo encima. —Sonrió antes de añadir—: Treinta segundos.

Quizá Boris Pinter pensaba que podía vencer. O quizás estaba demasiado asustado para tratar de huir como un cobarde. O quizá no comprendía que trataba con un hombre honorable, el cual no habría seguido golpeándole después de derribarlo.

Fuera como fuere, Pinter logró permanecer en pie durante más tiempo de lo que cabía suponer. Lo cual no significa que pudiera equipararse con su rival. Uno de sus puñetazos aterrizó dolorosamente en el omóplato de Nathaniel, y otro fortuito logró hacerle sangrar por la comisura de la boca. Los demás golpes apenas rozaran a su contrincante o no le alcanzaron siquiera.

El propio Pinter, cuando por fin cayó al suelo inconsciente debido a un contundente puñetazo debajo del mentón, tenía la nariz rota y sangraba profusamente, un ojo hinchado el doble de su tamaño normal, el cual no tardaría en ostentar un moratón, las mejillas magulladas y dos dientes delanteros partidos. Los moratones en el resto de su cuerpo, de la cintura para arriba, quedaban ocultos por la camisa.

Nathaniel flexionó los dedos y miró con pesar sus magullados nudillos. Observó por primera vez que había unas personas en el umbral de la habitación: el ayuda de cámara de Pinter, la casera, que había subido de la planta baja, y el sirviente que les había abierto la puerta.

—Si eres su ayuda de cámara —dijo Nathaniel, indicando al joven con la mirada—, te aconsejo que vayas en busca de agua y la arrojes sobre tu amo.

El ayuda de cámara desapareció al instante.

—Mi tarjeta. —Kenneth se la entregó a la casera—. Si ha habido desperfectos, señora, podéis enviarme las facturas.

—Mi alfombra está manchada de sangre —dijo ésta, sin preocuparse por la persona que yacía inconsciente y ensangrentada en ella.

—Así es, señora —dijo Kenneth—, tenéis razón. ¿Estás vestido, Nat? Buenos días, señora.

—Estás perdiendo facultades, Nat —dijo Eden cuando bajaron la escalera y salieron a la calle—. Te falta práctica. Llevas demasiado tiempo viviendo en el campo. Dejaste que ese tipo te golpeara en la cara. Yo de ti me habría muerto de vergüenza.

—Tiene que llevarle algún trofeo a Sophie —terció Kenneth—. ¿No tienes nada que decirnos, Nat, viejo amigo? ¿Algo que te pesa sobre la conciencia?

—Vete al diablo —le espetó Nathaniel, enjugándose la comisura de la boca con el pañuelo.

—Según creo haber entendido, Ken —dijo Eden—, lady Gullis es tan inocente como el día en que nació. Blanca como la nieve. Nat nos ha estado tomando el pelo.

—Vete también al diablo —dijo Nathaniel.