Pese a una noche en que apenas concilió el sueño, Sophie estuvo muy ocupada durante la mañana y se sintió rebosante de vitalidad e incluso eufórica.
No volvió a acostarse cuando Nathaniel se marchó, sino que se vistió con ropas gruesas para protegerse del frío matutino y llevó a Lass a dar un largo paseo por el parque. Incluso jugó con la perra un rato, arrojándole un palo para que se lo trajera, arrebatándoselo cuando se lo trajo y echando a correr con él, mientras la collie la perseguía ladrando entusiasmada. Luego fingió ofrecerle el palo, alzándolo para que Lass no pudiera alcanzarlo, agitándolo ante ella mientras la perra brincaba para agarrarla y Sophie reía alegremente. Entonces volvió a lanzar el palo, comenzando de nuevo el juego.
Cuando regresó a casa tomó un desayuno copioso —mucho más copioso que de costumbre—, y conversó con Samuel hasta que éste puso fin a la conversación ofreciéndole un monólogo sobre sus silenciosos sufrimientos debido a una uña encarnada en un dedo del pie izquierdo. La señora Armitage no imaginaba el tormento que su alegre talante exterior ocultaba día tras día, le informó Samuel. Sophie sugirió varios remedios, observando los zapatos del criado con gesto de desaprobación, aconsejándole que utilizara unos con la puntera más ancha. Después de haber recorrido la mitad de un continente con el ejército, le explicó amablemente que había visto multitud de callos, ampollas, uñas encarnadas y… Sí, gracias, tomaría otra taza de café.
Tras pasar un rato sentada a su escritorio escribiendo unas cartas, volvió a salir. Primero fue a ver a un abogado, un hombre al que había acudido en otras ocasiones. Dejó en sus manos la venta de su casa, le expuso otro asunto y se marchó, convencida de que éste se encargaría de todo. Ella no quería preocuparse ni pensar siquiera en lo que había hecho.
Pero, como es natural, no pudo evitar pensar en ello. Era imposible. De alguna forma había supuesto que viviría el resto de su vida en la casa de Sloan Terrace. Se había sentido feliz ante esa perspectiva, satisfecha de su vida, de sus limitadas perspectivas. Sólo tenía veintiocho años, pero había aceptado de buen grado el hecho de ser una mujer de mediana edad.
Ahora le parecía increíble que se hubiera conformado con ello. Todavía era joven. Tenía aún mucha vida por delante, y era libre para vivirla. Sí, era libre. Y, además, era bonita. Esta mañana se sentía bonita, y más que eso, sabía que lo era. Él se lo había dicho.
Después de visitar al abogado no regresó a casa inmediatamente. Fue de tiendas. Llevaba muy poco dinero en el bolso y probablemente no dispondría de más durante un tiempo. Se detuvo a mirar las pulseras, los collares y los pendientes en el escaparate de una joyería y pasó de largo. Admiró unos sombreros, unos abanicos, unos bolsos y unas sombrillas, pero se conformó con contemplarlos. Pero no pudo resistirse a un vestido expuesto en el escaparate de una modista que hacía ropa de mujer por encargo. Sophie supuso que seguramente lo había confeccionado para una clienta que había cambiado de parecer y no se lo había quedado, y por tanto estaba en venta. Parecía de una talla demasiado pequeña para ella. Era un sencillo vestido de percal. De un color azul muy pálido.
Entró en la tienda.
Cuando se lo probó, comprobó que el vestido era efectivamente de una talla más pequeña que la suya. Durante la época en que había seguido al ejército, había adquirido la costumbre de encargar que le confeccionaran ropa amplia para sentirse cómoda. El vestido se ajustaba de modo favorecedor a sus pechos y sus caderas, poniendo de realce una figura femenina bien proporcionada y bonita aunque no voluptuosa. Le daba un aspecto delicado y atractivo. Cuando la asistente de la modista se lo dijo, sonrió y la creyó.
Se compró el vestido, sintiendo que la sangre le martilleaba en las sienes. No era un vestido costoso, pero no podía permitírselo. Sin embargo, cuando salió de la tienda con el paquete debajo del brazo, no era temor o remordimientos de conciencia lo que sentía sino puro gozo. Tenía una prenda bonita que ponerse. Su buen humor estuvo a punto de disiparse cuando recordó que él no la vería lucirlo nunca, pero sonrió y apretó el paso. El sol brillaba de nuevo esta mañana y alzó el rostro hacia él.
No dependía de nadie para calibrar su propia valía. Lo había hecho durante demasiado tiempo. Iría a Gloucestershire, donde había crecido, donde su hermano y la familia de éste seguían viviendo, y empezaría allí una nueva vida. Quizá con el tiempo volvería a casarse. Estaba segura de que alguien se lo pediría, pues era bonita. Quizás era aún lo bastante joven para tener uno o dos hijos. A lo largo de los años se había acostumbrado a dejar de pensar en tener hijos.
Cuando llegó a casa, entregó el paquete a Pamela ordenándole que planchara el vestido, y llevó una de las cajas con las pertenencias de Walter que había encontrado la víspera en el desván al cuarto de estar, donde permaneció largo rato puliendo meticulosamente la pistola que contenía. Lo había hecho en otras ocasiones. No a menudo, desde luego. Walter, como la mayoría de los soldados, prefería limpiar él mismo sus armas de fuego, y ella siempre había temido un poco manipularlas, especialmente cuando recordaba que todas habían sido utilizadas para matar y volverían a ser utilizadas con el mismo fin. Pero lo había hecho de vez en cuando. Sabía perfectamente cómo hacerlo.
Mientras pulía la pistola, redactó en su mente las cartas que escribiría cuando terminara. La carta a Thomas, explicándole que iba a vender su casa y trasladarse a Gloucestershire, indicándole que llegaría aproximadamente dentro de una semana. La carta a Boris Pinter, informándole de que le iría a ver mañana por la mañana si tenía la amabilidad de recibirla. Tenía que hallar la medida adecuada en esa carta entre la cortesía y el servilismo, pensó. Y la carta a Nathaniel. Pero comprobó que ni siquiera podía empezar a redactarla en la cabeza.
No le resultó más fácil escribirla cuando se sentó más tarde a su escritorio, pluma en mano, después de haber escrito las otras dos. Se acarició el mentón con la pluma una y otra vez mientras reflexionaba. El suelo a su alrededor estaba sembrado de pedacitos de papel arrugados, un papel que no podía permitirse el lujo de malgastar. Por fin decidió escribir una misiva tan breve como cortante.
«Querido Nathaniel —escribió—. Debo darte de nuevo las gracias por la amabilidad que me has demostrado.» La palabra «amabilidad» no le parecía adecuada, especialmente para describir la noche anterior, pero no se le ocurría otra más indicada. «Dijiste que vendrías esta noche. Te ruego que no lo hagas. Te ruego que no vuelvas nunca más. No tengo nada contra ti. Te recordaré siempre con afecto. Pero te ruego que no vengas nunca más. Tu amiga, Sophie.»
Una carta breve, pensó al releerla, sintiéndose tentada de arrugarla y arrojarla junto con las otras al suelo. Breve y repetitiva. Pero ya estaba escrita. No tenía nada más que decirle, y el ruego que le hacía era importante repetirlo para que él no creyera que no lo decía en serio.
Por supuesto que lo decía en serio. Sabía que esta mañana experimentaba una extraña euforia, que de algún modo se negaba a reconocer la verdad. Sabía que cuando recobrara la razón sufriría terriblemente. Pero también sabía que durante las últimas veinticuatro horas había cambiado de modo permanente a mejor. Había adquirido confianza en sí misma como persona y como mujer, y ello se debía en gran parte a él.
Le amaba desesperadamente. Y los recuerdos de anoche —no sólo la pasión y la ternura, sino la pura alegría— la atormentarían durante mucho tiempo, quizá para siempre. Pero sabía que no le necesitaba excepto a nivel de sus emociones más profundas. Podía vivir su vida sin él. Podía vivir una vida nueva e interesante sin él. El hecho de quedarse hasta el término de la temporada social con el único propósito de prolongar una relación que terminaría inevitablemente junto con ésta —había sido ella quien lo había sugerido— no la beneficiaría en absoluto. Sólo la lastimaría.
Selló la carta y llamó a Samuel para que echara las tres al correo, antes de que cambiara de parecer. Luego llamó para que le subieran el té.
Se sentó en su butaca favorita junto a la chimenea, con Lass tumbada satisfecha a sus pies, mientras su taza de té se enfriaba a su lado, sosteniendo algo que había hallado en la caja que contenía la pistola de Walter. Algo que ella había depositado allí después de su muerte, aunque no era de él. Algo de lo que ella casi se había olvidado, aunque lo había buscado afanosamente en cuanto había abierto esa caja.
Extendió el pañuelo de lino doblado sobre la palma de su mano y pasó el índice de la otra sobre el suave hilo de seda de la letra G que había bordada en una esquina. Oprimió el pañuelo contra su rostro. Olía a humedad, aunque lo había lavado y lo había guardado con unas bolsitas de lavanda después de que él se lo diera el día en que la había montado en su caballo, cubierta de barro de los pies a la cabeza.
Siempre se había dicho que se lo devolvería, que nunca se acordaba de hacerlo cuando él estaba presente, sólo cuando estaba ausente. Pero lo cierto era que durante varias semanas después de que se lo hubiera dado, había temido que le pidiera que se lo devolviera.
Solía sacarlo del pequeño baúl, donde reposaba entre unas bolsitas de lavanda, de vez en cuando —en realidad lo hacía muy menudo—, y lo oprimía contra su nariz y sus labios como hacía ahora. Durante todo ese tiempo se había convencido de que sólo estaba un poco enamoriscada de él, al igual que de los otros tres, como todas las esposas de los oficiales que seguían al regimiento allá adonde iba.
Ay, Sophie, se dijo, durante estos años no has hecho más que mentirte. Nunca has sido libre.
Pero por fin sería libre. Pensó en la pistola envuelta en un paño limpio en la caja y sintió un nudo de angustia en la boca del estómago. Y pensó en la nota que había enviado a Nathaniel.
Sería libre. Cerró los ojos y restregó repetidas veces contra su mejilla el suave pañuelo de lino que olía a humedad y tenía bordada en una esquina la G de Gascoigne.
Nathaniel había estado muy atareado ese día, por más que aguardaba con impaciencia que transcurrieran los minutos. Regresó después de haber dado un tonificante paseo a caballo por el parque pese a no haber pegado apenas ojo la noche anterior. El hecho de permanecer desvelado por una buena causa, pensó sonriendo mientras subía los peldaños de la escalera de dos en dos hacia su vestidor para cambiarse antes del desayuno, hacía que uno se sintiera menos cansado que permanecer desvelado por otros motivos.
Observó sus ojos en el espejo. Sus amigos habían exagerado. Sólo habían visto lo que deseaban ver. No tenía los ojos inyectados en sangre.
Había prometido a Lavinia llevarla a la biblioteca esta mañana.
Mientras caminaban pensó que hacía un día muy agradable. Estaba impaciente por que llegara la noche. Aunque no esperaba una repetición de anoche, pues ninguno de los dos tendría la energía suficiente para ello. Pero se conformaba con yacer junto a ella, estrecharla entre sus brazos, hablar con ella, besarla y —lo mejor de todo—, dormir con ella y despertarse con ella. Sí, apenas podía reprimir su impaciencia.
—Esta mañana pareces muy satisfecho de ti, Nat —dijo Lavinia, haciéndole regresar al presente con un sobresalto. Confiaba fervientemente en que la joven no tuviera la habilidad de leerle la mente.
—Hace un día espléndido —respondió—. ¿Lo pasaste bien anoche en el baile?
Ella se ruborizó. ¿Lavinia ruborizándose? Durante unos momentos sintió curiosidad —y renovadas esperanzas—, hasta que recordó lo que había ocurrido anoche en el baile.
—Sí, muy bien, gracias —contestó ella.
—Edén me dijo que conseguiste que se ruborizara hasta la raíz del pelo —comentó él.
—¿Ah, sí?
El rubor se extendió hasta el cuello de Lavinia. Nathaniel se alegró de comprobar que la joven tenía conciencia.
—No debiste acorralarlo de esa forma —dijo—. A fin de cuentas, es casi un extraño para ti.
Ella le miró con ojos centelleantes.
—Debí suponer —replicó— que no sería capaz de mantener la boca cerrada. ¡Es un idiota y un engreído!
—Descuida, Lavinia, no se jactó de habérsele ocurrido a él —contestó él—. No tuvo reparos en reconocer que se te había ocurrido a ti.
—¿De veras? —dijo ella, sulfurada. De repente se detuvo y le miró pasmada—. ¿De qué diablos estás hablando, Nat?
—De tu sugerencia de que demos a Pinter una dosis de su propia medicina —respondió él, arrugando el ceño—. ¿De qué creías que estaba hablando?
—De nada —contestó ella, haciendo que sonara como «de todo»—. Ya veo que nos referíamos a lo mismo. Sí, hablamos de eso. Y está más claro que el agua que será muy fácil, Nat. Probablemente el señor Pinter no podía hacerlo con mujeres, así que…
—Basta —se apresuró a decir Nathaniel, alzando una mano y mirando a su alrededor para cerciorarse de que ningún transeúnte había escuchado su conversación—. Sólo lamento que no hubieras acudido a mí en lugar de abochornar al pobre Eden.
—Me habrías despachado diciendo que me comportara como una dama —respondió ella.
—Te aseguro que no —contestó él acariciándole la mano que tenía apoyada sobre su brazo—. En estas últimas semanas he aprendido un par de cosas, Lavinia. Sigo confiando en que antes de que termine la temporada social conozcas a un hombre al que puedas estimar y respetar lo suficiente para casarte con él. Pero en caso contrario, regresaremos a Bowood para pasar el verano y hablaremos sobre lo que más te conviene, sobre lo que deseas hacer y al mismo tiempo me permita cumplir con mis responsabilidades como tu tutor. Procuraremos llegar a algún tipo de acuerdo que nos satisfaga a los dos. Una casita en el pueblo o en la finca, quizás, un lugar lo bastante cerca para que me sienta tranquilo, pero lo bastante alejado para que te sientas independiente. Con el tiempo puede que logres convencerme de que no vaya a verte más de dos o tres veces al día —concluyó sonriendo.
Ella ladeó la cabeza y le miró detenidamente antes de sorprenderlo arrojándole los brazos al cuello y estampándole un sonoro beso en la mejilla.
—¡Nat! —exclamó—. ¡Oh, Nat! Siempre supe que podías ser un encanto si te lo proponías.
—¡Vaya! —dijo él, profundamente abochornado. Un anciano caballero que estaba en la acera de enfrente le guiñó el ojo—. Creo que es mejor que sigamos andando, Lavinia.
Siguieron avanzando en un amigable silencio. Ella sin duda soñaba con vivir una vida independiente, pensó él. Y él soñaba con una vida maravillosamente pacífica en casa, sin estar rodeado de mujeres. Pero pensó en cómo sería Bowood con la presencia de Sophie. En su casa. La imaginó en todas las habitaciones principales, y en su alcoba, en su lecho. En el cuarto de los niños. Inclinada sobre una cuna. En el parque, paseando con él, con su collie y los perros de él correteando delante de ellos, acompañados por un niño de corta edad que se paraba cada dos por tres para coger las cabezas de las margaritas.
Le ocurrían cosas muy alarmantes, pensó al darse cuenta del rumbo que habían tomado sus ensoñaciones. Quizá lo más alarmante de todo, se dijo, era que no se sentía alarmado.
Fue una jornada bastante ajetreada, pues por la tarde iban a asistir a un picnic. Cuando regresó a casa con Lavinia, el mayordomo le informó de que había unas cartas sobre su escritorio, pero no era un día para atender asuntos profesionales. Los informes de Bowood, o cualquier otra cuestión de negocios, podían esperar. Georgina ya habría examinado la voluminosa pila de invitaciones que recibían cada día y las habría llevado arriba.
Era una tarde perfecta para un picnic, y no podían haber elegido un lugar más indicado que el escenario rural de Richmond Park. Quizá fuera un escenario especialmente propicio para un romance, o quizá lo que sucedió esa tarde fuera inevitable. Georgina dio un paseo por uno de los herbosos senderos bordeados por robles con Lewis Armitage durante una hora antes del té, y durante media hora después de éste.
Se comportaban de forma un tanto indiscreta, pensó Nathaniel, preguntándose si debía hacer algo para separarlos. Pero no hizo nada. No eran tan imprudentes como para desaparecer de la vista siquiera por un momento y parecían sentirse muy a gusto juntos, quizás algo más que muy a gusto.
Era una impresión inducida por la reacción de Georgina cuando regresaron a casa más tarde y él le preguntó si lo había pasado bien en el picnic. Estaban solos Nathaniel y ella. Lavinia había subido enseguida a cambiarse de ropa. Georgina le había echado los brazos al cuello, la segunda joven que lo hacía ese día. No, la tercera, puesto que Sophie lo había hecho a primera hora de la mañana.
—Oh, Nathaniel —dijo Georgina con los ojos llenos de lágrimas de evidente felicidad—, me siento muy feliz.
—¿De veras, Georgie? —preguntó él, abrazándola. Estaba un poco preocupado. No quería que se llevara un chasco—. Deduzco que la causa es Lewis Armitage. ¿Te ha dicho algo?
El hermoso rostro de Georgina se tiñó de rubor.
—Cómo iba a hacerlo —respondió—, cuando todavía no ha hablado contigo.
—Desde luego —convino él, y su hermana y él se sonrieron con picardía. ¿De modo que ella y Armitage estaban enamorados?
—Lord Perry ha anunciado su deseo de visitar a lord Houghton mañana por la mañana —dijo ella—. Supongo que le pedirá la mano de Sarah. Lewis, es decir, el señor Armitage, dice que a sus padres les llevará un par de días recobrarse de la impresión.
—Entiendo —dijo él.
—¡Pero soy tan feliz! —repitió ella.
—Entonces yo también lo soy —respondió él, besándola en la frente—. Supongo que el joven me hará una visita aproximadamente dentro de una semana.
Ella sonrió de gozo y subió la escalera apresuradamente.
¿Cuántas horas faltaban para la medianoche? Tras observar a su hermana subir la escalera, Nathaniel sacó el reloj de su bolsillo. Las cinco; faltaban siete horas. Una eternidad. Siete horas menos siete minutos. Anoche había llegado temprano a casa de Sophie, pero a ella no le había molestado. Esta noche tampoco le molestaría.
Pero no dejaba de ser una eternidad.
Nathaniel recordó que esta noche había quedado en cenar con lady Gullis para luego asistir al teatro con ella y un pequeño grupo de amigos suyos. Por fortuna ella le había enviado la víspera una nota rogándole que la disculpara, pues unos amigos la habían invitado a pasar unos días en su casa de campo. ¿Quizás en otra ocasión?
Nathaniel dedujo que su reticencia a iniciar una relación con ella sin duda la había enojado y había decidido poner fin a su amistad con él de forma amigable.
Podría haber ido a un concierto al que asistirían Georgina y Lavinia con Margaret y John, pero se alegraba de no tener ningún compromiso esta velada, para variar. Se sentaría en la biblioteca, con los pies en alto, con un libro. Quizá cerrara los ojos y descabezara un sueñecito. Aunque esta noche no permaneciera desvelado tantas horas ni fuera tan cansada como la noche anterior, sin duda habría un dispendio de energía y permanecería despierto varias horas.
Tras despedir después de cenar a los miembros de su familia que iban a asistir al concierto, y de instalarse cómodamente en la biblioteca con un libro, recordó que había unas cartas sobre su escritorio en el estudio. Decidió leerlas por la mañana. Pero por la mañana iría a ver a Pinter con sus amigos; Eden había averiguado la dirección de ese sujeto y Kenneth le había enviado una copia del documento contra Pinter. Ken debería dedicarse a la política, pensó Nathaniel después de leerla. Conseguía que la suciedad pareciera una inmundicia.
Decidió que leería las cartas por la tarde, abriendo el libro por la página donde había interrumpido su lectura. Pero mañana por la tarde había prometido llevar a Lavinia y a Georgina a la Torre de Londres, siempre y cuando el tiempo lo permitiera. Lavinia quería ver el arsenal, mientras que Georgina quería ver las joyas de la corona. Además, mañana llegaría otra pila de cartas.
Suspiró y se levantó de la butaca. Con suerte, pensó mientras se dirigía al estudio, hoy no habría llegado ningún informe de Bowood, al menos nada urgente que requiriera que le dedicara mucho tiempo y atención. Bostezó sonoramente. Esta tarde no se había sentido cansado, pero en estos momentos tenía sueño.
No había ningún informe de Bowood. Tomó las pocas cartas que había, regresó a la biblioteca con ellas y se instaló de nuevo en su butaca.
Había un par de facturas por unas compras que habían hecho Georgina y Lavinia la semana pasada, pero modestas. Había una carta de Edwina desde la rectoría en Bowood, escrita con su letra menuda, apretada e inclinada, de forma que era casi imposible leer lo que decía. Y si se esforzaba en leerla, comprobaría que la carta era tan aburrida como uno de los sermones de su marido. Se sentía culpable. Al menos Edwina se había molestado en escribirle. De modo que se esforzó durante quince minutos en tratar de leer la carta para demostrarse que había tenido razón.
Había otra carta. La abrió y la leyó. Y la dejó caer en su regazo mientras inclinaba la cabeza hacia atrás y cerraba los ojos.
¿Le había escrito Sophie esta carta inducida también por el temor que Pinter le infundía?
Anoche no le temía. Y era imposible que Pinter hubiera averiguado lo ocurrido la noche anterior a menos que tuviera la casa constantemente vigilada, una idea absurda aun tratándose de él.
Entonces, ¿por qué? Si no era por temor, ¿por qué?
¿Porque no le deseaba?
Anoche le había deseado.
Te doy las gracias por la amabilidad que me has demostrado.
Él sintió como si le hubieran asestado un bofetón. ¿Era por eso que se había acostado con él anoche? ¿En señal de agradecimiento por haberle devuelto él su anillo y sus perlas?
Te recordaré siempre con afecto.
Ay, Sophie. El tono de la carta era muy propio de ella: sereno, práctico, jovial. De alguna forma la imagen que él tenía ahora de ella era la de la vieja Sophie, una mujer poco agraciada, carente de estilo y un tanto desaliñada: la esposa de Walter.
No podía asociar esta carta con la amante apasionada y vibrante de anoche.
¿Había pretendido ella simplemente vivir una noche inolvidable? ¿Había sabido esta mañana antes de que él se marchara que le escribiría esta carta? ¿Le había utilizado, al igual que él había utilizado años atrás a multitud de mujeres?
No tenía más remedio que reconocer que habría sido justo.
Pero Sophie no. Sophie no.
Sus amigos y él habían decidido no informar a Sophie de la visita que iban a hacer a Pinter mañana. Ella descubriría que era libre, pero no sabría que ellos —que él— habían intervenido en el asunto. No tendría ninguna excusa para ir a verla.
No volvería a verla nunca, a menos que se encontrara con ella por casualidad.
Pero procuraría que eso no sucediera, pensó. Si Georgina se prometía formalmente dentro de unos días, quizá deseara regresar al campo para preparar allí su boda. Quizá podrían regresar todos a Bowood. No creía que Lavinia protestara por no poder permanecer en Londres hasta el fin de la temporada social.
O si Georgina lo prefería, podía quedarse en la ciudad con Margaret y él y Lavinia regresarían a Bowood para ocuparse de buscar para ella una casa relativamente cerca de la mansión. Lavinia estaba impaciente por independizarse desde que él había mencionado esa posibilidad.
Él deseaba abandonar la ciudad cuanto antes. Regresar a la apacible seguridad que le ofrecía Bowood.
Sophie, pensó, comprendiendo de pronto que no necesitaba descansar puesto que no había motivo para hacerlo. Ay, Sophie. Fue un sueño maravilloso, amor mío. Pensé que quizá tú también habías albergado ese sueño. ¡Qué estúpido he sido!
Pero se quedó donde estaba, con los ojos cerrados. No tenía otra cosa que hacer.