Sus criados habían subido laboriosamente unas palanganas de agua caliente a su vestidor, tal como Sophie les había ordenado. Después de lavarse con el jabón que él había confundido con perfume había permanecido media hora relajándose en la profunda tina. Se había lavado también el pelo con él y había dejado que estuviera casi seco antes de cepillarlo con energía hasta dejarlo lustroso. Había elegido su camisón más bonito. La bata no había podido elegirla, pues sólo tenía una.
Se preparaba para él como si fuera una recién casada que espera a su esposo, pensó con cierta tristeza. Pero no dejó que ese pensamiento la disuadiera. Durante una hora después de que él se hubiera marchado, Sophie se había preguntado qué locura se había apoderado de ella, y había estado a punto de enviarle una nota diciéndole que no volviera nunca a su casa.
Pero había tomado una decisión mientras permanecía sentada con Lass en el regazo. Mejor dicho, antes de tomar esa decisión, había tenido una visión de sí misma. Había visto en qué se había convertido. En cierto sentido había sido una víctima desde su matrimonio, pero al menos había tratado de sacar el máximo provecho de las circunstancias. Tenía una vida satisfactoria. No podía decir que los años pasados en la Península, en Francia y en Bélgica hubieran sido agradables. Pero había soportado unas condiciones espantosas e incluso había sobrevivido a ellas. Tenía amigos. Era estimada y respetada. Se respetaba a sí misma.
Posteriormente, a la muerte de Walter, había experimentado la verdadera libertad y había recibido los inesperados regalos y la pensión que le había concedido el gobierno. Se había construido una nueva vida, un nuevo círculo de amistades. Se había sentido feliz y contenta en un sentido plácido. Había asumido el control de su vida y su destino. Había empezado a apreciarse a sí misma.
Pero ¿en qué se había convertido? En una mujer desdichada y desvalida, temerosa de salir de casa, temerosa incluso de mirar a través de la ventana no fuera que lo viera a él y a sus espías vigilándola. Temía asistir a cualquier evento social, especialmente a los organizados por la alta sociedad. Temía incluso pasear por el parque no fuera que se encontrara con alguien con quien no debía encontrarse, y alguien más lo viera. Temía todas las llamadas que sonaban en la puerta principal de su casa.
Había renunciado a casi toda comunicación con los parientes de Walter, por más que ellos se habían mostrado desconcertados por ello e incluso quizá dolidos. Sarah se sentía dolida, pues ella se había negado a asistir la víspera a una recepción al aire libre con ellos. Y había puesto un amargo punto y final a su amistad con los cuatro amigos que más valoraba en su vida, así como a la amistad que había entablado con las esposas de dos de ellos.
Había roto bruscamente la relación amorosa primaveral de la que se había prometido gozar sin remordimientos de conciencia.
Para convertirse en una abyecta criatura que obedecía sin rechistar las órdenes de un canalla y un matón. Para vivir constantemente asustada, asustada, asustada…
¿Y por qué?
Porque Walter la había traicionado y ella no quería traicionarlo a él. Por eso.
Su vida estaba destruida, y dentro de poco la vida de Edwin y de su familia también lo estaría, así como quizá la de Thomas. Y más allá de esa destrucción… ¿qué? ¿El escándalo y la deshonra? Probablemente.
No sólo estaba destruida su vida, pensó volviendo la cabeza y echándose a reír sin poder evitarlo cuando Lass alzó la suya y le lamió la mejilla. Ella misma estaba destruida. Se sentía absoluta y completamente despreciable.
Pero no estaba dispuesta a seguir así. Se negaba a ello. Se había preguntado desde el principio hasta qué punto permitiría que la manipulasen. Se había preguntado si existía algún límite que no estaba dispuesta a rebasar, temiendo que no lo hubiera. Pero lo había. Y lo había alcanzado. No estaba dispuesta a caer en una mayor degradación.
De modo que había permanecido sentada más allá de la hora en que podría llamar para pedir que le subieran el té. Había planeado lo que haría, lo que debía hacer. Tres cosas: averiguar si podía vender su casa y en caso afirmativo la pondría a la venta; buscar las cajas en el desván que contenían las pertenencias de Walter que ella había conservado, y disfrutar de una última y gloriosa noche con Nathaniel. Sí, sería gloriosa. Ella se encargaría de que lo fuera. Y sería la última.
Había pedido que subieran agua caliente a su vestidor.
No se sentía tan nerviosa, cohibida y abochornada como se había sentido la segunda vez, en todo caso no de la misma forma. Estaba muy excitada, como es natural. Poco después de las once ya estaba arreglada y no dejaba de pasearse por su alcoba y su vestidor, mirando a través de la ventana cada dos minutos. No podía quedarse sentada. Y como no sabía qué hacer con las manos, se había cepillado de nuevo el pelo mientras se paseaba arriba y abajo.
Lass se cansó de trotar detrás de ella y saltó sobre una butaca en la que tenía prohibido sentarse. Apoyó la cabeza sobre sus patas delanteras, mirando a Sophie como si esperara que ésta le ordenara que se bajara, y cerró los ojos. Luego emitió un profundo suspiro.
—Tienes razón —dijo Sophie—. Parece que la medianoche no llega nunca.
Pero él sí llegó. Siete minutos antes de la hora prevista. Ella bajó volando la escalera y descorrió los cerrojos con impaciencia, aunque procurando no hacer ruido. Por fin abrió la puerta.
—Llegas temprano —dijo.
—¿Ah, sí? —Él entró, se quitó el sombrero e inclinó la cabeza para besarla—. ¿Hubieras preferido que esperara fuera hasta que dieran las doce?
Ella le sonrió, rebosante de felicidad y emoción.
—No —respondió—. Me arreglé temprano. Te estaba esperando.
—¿De veras, Sophie? —Él tomó la vela de su mano y la levantó más—. Pareces muy contenta. ¿Estás contenta de verme?
—Sí. —Ella le sonrió arrobada antes de conducirlo arriba—. Mucho.
Esta noche no quería jugar al juego de fingir indiferencia. Esta noche era para ella e iba tomar todo cuanto le ofreciera. Por una vez en su vida, iba a ser completamente egoísta.
Cuando llegaron a su alcoba él depositó la vela sobre el tocador, miró a Lass, que meneó la cola sobre el cojín y abrió los ojos brevemente, y se volvió hacia Sophie. Quizás esperaba una repetición de la otra noche, cuando ninguno de los dos había sabido cómo comportarse. Pero esta noche ella no permitiría que se produjera ningún momento embarazoso. Le siguió hasta el tocador. Alzó las manos y le desabrochó la chaqueta. Se la quitó, deslizándola sobre sus hombros y sus brazos, mientras él permanecía quieto, observándola.
—No vas vestido de etiqueta —dijo ella—. Es tu atuendo de montar.
—En efecto —dijo él.
Ella empezó a desabrocharle los botones del chaleco.
—Esta noche había un baile —dijo—, en casa de lady Honeymere. ¿Asististe?
—Sí —respondió él.
Su chaleco estaba en el suelo detrás de él, sobre su chaqueta. Ella sacó el faldón de la camisa que tenía remetido en el calzón y luego empezó a quitárselo.
—Pero ¿no te quedaste?
Ella extendió las manos hacia su nuca para terminar de quitarle el corbatín.
—Tenía otra cosa más importante que hacer —contestó él.
De modo que se había ido a casa y se había puesto sus ropas matutinas. ¿Significaba eso que iba a quedarse toda la noche? Ella confiaba que sí. Era más de medianoche. El tiempo pasaba volando. Pero ahora no quería pensar en eso.
Él levantó los brazos para que pudiera sacarle la camisa por la cabeza. Ella la dejó caer al suelo, sobre el chaleco, apoyó las manos sobre su torso y el rostro contra el suyo. Él olía ligeramente a agua de colonia con almizcle.
—Sophie. —Él la tomó por los brazos y la apartó para observarla con sus maravillosos y sensuales ojos—. Eres bellísima.
—Eres muy amable, Nathaniel —respondió ella, riendo turbada—, pero no es necesario que digas eso. Sé que no soy bella. Pero… —Alzó una mano y la aplicó sobre sus labios para impedirle decir lo que iba a decir— gracias de todos modos por decirlo. Todas las mujeres deberían oírlo decir al menos una vez en la vida. De repente has hecho que me sienta casi bella.
Siempre, siempre recordaría que él se lo había dicho, que se había sentido atraído por ella.
Pero él la miraba fijamente a los ojos.
—Hoy he comprendido algo —dijo—. En algún momento de tu vida, no sé cuándo, quizá desde el principio, te convenciste de que no eras bonita. Y te afanaste en ocultar tu belleza a tus ojos y a los de los demás. Lo hiciste con gran habilidad, mediante el estilo, el corte y el color de la ropa que sueles ponerte, mediante tu forma de tratar con los demás. Si alguien me hubiera preguntado hace una semana qué opinaba de tu aspecto, posiblemente te habría descrito como una mujer de aspecto agradable pero no especialmente hermosa. Y esta tarde pronunciaste esas palabras, dijiste que me mirara en el espejo, que te mirara a ti y que mirara a lady Gullis. Insinuando que tú me parecerías la más inferior de los tres. Y comprendí que siempre me habías obligado, desde el principio, a verte cómo te ves a ti misma.
Hace un tiempo ella se consideraba bastante bonita. A veces, en un arrebato de vanidad, incluso pensaba que era bella. Luego se había casado con Walter…
Sophie se mordió el labio y deseó que las manos de él no la mantuvieran inmovilizada para seguir contemplándola. Deseaba volver a apoyar su rostro contra el suyo.
—Sophie —dijo él—, deberías vestirte siempre con colores claros como éste. Deberías peinarte en un estilo que realzara la hermosura de tu cabellera, no para ocultarla. Y deberías sonreír siempre como me sonreíste abajo al abrirme la puerta esta noche. Eres sin duda una de las mujeres más bellas que conozco, quizá la más bella, aunque, claro está, no soy un juez imparcial.
Ella siempre se había dicho que la belleza no importaba. Y estaba convencida de ello. Se había dicho que era más importante ser una persona amable, tener amigos que la estimaran. Se había dicho que era preferible ser «la buena de Sophie» que una belleza espectacular.
Pero en estos momentos se sentía increíblemente feliz por haber oído decir a Nathaniel que era quizá la mujer más bella que conocía.
Le miró sonriendo como le había sonreído abajo.
—Gracias —dijo—. Te lo agradezco mucho.
—¿No te lo dijo nunca Walter? —le preguntó él.
Ella se puso seria al instante. Walter no soportaba tocarla siquiera.
Él soltó sus manos y la abrazó con tanta fuerza como si tuviera los brazos de hierro.
—Lo siento —dijo, besándola en la parte superior de la cabeza—. Lo siento mucho. Tu matrimonio no me incumbe. Te ruego que me perdones.
Pero ella no permitiría que nada estropeara su gloriosa noche. Alzó el rostro para mirarlo y sonrió de nuevo.
—No quiero pensar en Walter —dijo—. Quiero pensar en ti, aunque no estoy segura de que esta noche quiera pensar en nada.
—Sophie. —Él restregó la nariz contra la suya—. No sabes cuánto te he echado de menos, Sophie.
Ella le rodeó el cuello con los brazos mientras él la besaba y se abandonó a su noche de amor. Aunque no lo expresaría de palabra, no quería fingir que no iba a ser para ella justamente eso: una noche de amor.
—Sophie —dijo él al cabo de unos minutos—, estás tan hambrienta como yo. Quitémonos el resto de la ropa y tumbémonos en la cama. Hagamos el amor.
—Sí —respondió ella sonriendo mientras desataba el lazo del cuello de su bata. Pensaba que iba a estallar de felicidad—. Hagamos el amor.
Afuera empezaba a clarear. Ocurría temprano en esta época del año, pero tenía que marcharse dentro de poco, pensó Nathaniel con pesar. Sería muy agradable volver a dormirse sintiendo la cabeza de Sophie apoyada sobre su brazo y uno de sus brazos sobre su pecho, como ahora. Y despertarse con ella más tarde, quizá volver a hacerle el amor antes de que se levantaran para desayunar juntos y planificar la jornada juntos.
Él abrió los ojos y empezó a incorporarse. Ésta era la parte de una noche pasada con una mujer con la que solía sentirse a gusto y lamentaba tener que abandonar el confort de su lecho, pero al mismo tiempo siempre quería marcharse, respirar aire puro, regresar a casa andando, sentirse de nuevo libre e independiente. Por lo general no pensaba en desayunar con su compañera de cama ni pasar el resto del día con ella.
Pero el término «por lo general» ya no se aplicaba a él. No solía pasar noches como ésta.
Y jamás había pasado una noche comparable a esta.
Apenas habían dormido. Habían hecho el amor una y otra vez, con intensa pasión, con ternura y gemidos, con un placer silencioso y compartido. Habían hecho el amor sin ropa, sin taparse, sin máscaras. Habían dado, recibido y compartido. Se habían agotado el uno al otro y habían restituido uno al otro las fuerzas. Era como si fueran una sola persona.
Él no estaba seguro de que al término de la temporada social fuera capaz de dejar que ella se marchara. Le sorprendió pensar eso, pero no se apresuró a apartar ese pensamiento de su mente. Lo retuvo y meditó sobre él. No, no estaba seguro de poder hacerlo.
Inclinó la cabeza y la besó en la boca. Ella abrió los ojos y esbozó una sonrisa somnolienta.
—¿Me he dormido? —le preguntó—. Me pregunto por qué lo hice.
—Debo irme —dijo él.
Pero ella se acurrucó contra él y le rodeó el torso con fuerza.
—Aún no —dijo—. No te marches aún. Debe de ser muy temprano.
—Temo haberte hecho daño. He estado insaciable.
—No demasiado —respondió ella—. Me siento maravillosamente…, allí. Donde has estado tú. Un poco lastimada y dolorida, pero ansiosa de más. Penétrame de nuevo.
Ella hablaba —había hablado toda la noche— de forma muy distinta a la Sophie que él conocía. Le había referido con todo detalle lo que le complacía, lo que podía complacerla más. Le había preguntado con igual franqueza qué podía hacer para complacerle más a él y había hecho todo lo que él le había indicado, sin escandalizarse por las indecorosas intimidades que él no se había resistido a pedirle.
Él había tenido razón en lo que le había dicho a anoche. Ella se había estado ocultando desde que él la conocía. La menuda y poco agraciada Sophie, su amable y plácida camarada Sophie, era en realidad una mujer bellísima, esbelta, apasionada y vibrante.
Era un hallazgo insólito.
—Si insistes. —Él se montó sobre ella y deslizó su miembro dentro de su cálida y húmeda zona genital hasta el fondo, mientras ella se aferraba a él con fuerza—. Volveré mañana por la noche, ¿o debo decir esta noche?, si me lo permites, Sophie, pero no te prometo que todas las partes de mi cuerpo funcionen como es debido. Las has dejado fuera de combate durante un tiempo.
La miró sonriente antes de apoyar buena parte de su peso sobre ella y empezó a moverse en su interior.
Pero ella no quería que le hiciera el amor con ternura y sentido del humor. Contrajo sus músculos interiores, intensificando el deseo de él, gimiendo con cada movimiento suyo. Alcanzó el orgasmo muy pronto y permaneció inmóvil y relajada mientras él alcanzaba el suyo.
Nathaniel se preguntó si ella sería capaz de dejar que se marchara cuando terminara la temporada social. ¿Estaba él beneficiándose simplemente de la pasión de una mujer ardiente que había reprimido durante largo tiempo sus apetitos sexuales? ¿O era ella quien le hacía el amor a él?
Había comprendido una cosa con alarmante claridad. Ella no había gozado de un matrimonio feliz con Walter Armitage. Siempre habían dado la impresión de sentirse a gusto juntos, pero quizá fuera ése el término clave: «a gusto». Sophie no estaba hecha para sentirse simplemente «a gusto». Y él siempre había reconocido que era imposible saber qué ocurría entre una pareja en la privacidad de su hogar.
No había sido un matrimonio feliz.
—Hum —dijo él, percatándose de que había relajado todo su peso sobre ella—. Te he aplastado, Sophie. Debiste hacer que me apartara.
Pero cuando quiso levantarse, ella le retuvo de nuevo con fuerza.
—Todavía no —dijo ella—. Aún no. Me gusta sentir tu peso.
Él suspiró y se relajó unos minutos más. Pero observó que ella no se había relajado. Le abrazaba como si no quisiera soltarlo jamás.
Quizá no dejaría que se marchara cuando terminara la primavera. Y a él quizá no le molestaría que tratara de retenerlo. Quizá sería una decisión mutua, como todo lo que había ocurrido esta noche.
—Está bien —dijo ella, dejando caer por fin los brazos a los costados—, estás impaciente por marcharte. Ha llegado la hora. Anda, vete.
Él la besó y sonrió antes de levantarse de encima de ella y de abandonar la cama.
—No estoy impaciente —dijo—. Pero es hora de que me vaya. No quiero dar los buenos días a Samuel cuando salga de aquí.
Ella tenía los ojos llenos de lágrimas cuando le abrió la puerta para que se fuera diez minutos más tarde. Pero al mismo tiempo mostraba esa sonrisa radiante que él no había visto en su rostro hasta anoche.
—Gracias —dijo ella—. Muchas gracias, Nathaniel. Siempre fuiste mi favorito, ¿sabes? Siempre.
Él meditó esas palabras cuando echó a andar por la calle después de besarla por última vez. ¿Su favorito? ¿Entre quiénes? ¿Ken, Rex, Eden y… Walter? ¿Sólo hombres? Él había sido su favorito. ¿En qué sentido? ¿Sexualmente?
Sin embargo, ella sólo había sido una estimada amiga para él. ¿Cómo había logrado Sophie ocultar ese sentimiento durante tanto tiempo? ¿Cómo es que él no había visto en ella desde el principio a la mujer que significaba más para él que ninguna otra mujer, más que ninguna otra persona, con la cual se sentía tan unido como con los latidos de su corazón?
¿Era esto, pensó preocupado, lo que sentía uno cuando estaba enamorado? ¿Estaba enamorado de Sophie? ¿La amaba realmente?
¿Podía vivir sin ella? Ésa era sin duda la prueba definitiva. ¿Podía vivir sin el aire que respiraba? ¿Podía vivir sin los latidos de su corazón?
¿Podía vivir sin Sophie?
—Más vale que Nat mantenga los ojos ocultos debajo del ala de su sombrero —dijo Kenneth—. Los tiene inyectados en sangre.
—La cuestión, Ken —apostilló Rex—, es si las damas opinarán que sus ojos parecen aún más sensuales que de costumbre.
—La mujer que ha hecho que los tenga así, probablemente —respondió Kenneth, y los dos rompieron a reír como si fueran los autores de un chiste de lo más cómico.
—Es de esperar —terció Eden, frenando a su caballo para no perderse una palabra de la conversación— que lady Gullis no muestre esta mañana unos ojos tan «sensuales» como él. No estaría tan favorecida como nuestro Nat.
—Y es también de esperar —dijo Rex— que nadie salvo nosotros reparara en que dicha dama no se hallaba en el baile anoche cuando Nat lo abandonó a una hora indecentemente temprana.
—Pero a todo el mundo le parecería sin duda delicioso —apuntó Kenneth—. Aunque a Moira no le hace ninguna gracia. Piensa que podrías aspirar a algo mejor, Nat. Tuve que recordarle que no buscas esposa. Según ella, deberías sentirte avergonzado —concluyó sonriendo.
—Me pregunto —respondió Nathaniel al fin, observando los árboles a su alrededor y sintiendo añoranza del campo—, si todo el mundo en la ciudad padece la misma enfermedad matemática, de sumar dos y dos y obtener cinco como resultado.
Sus tres amigos estallaron simultáneamente en carcajadas.
—¿De modo que quieres proteger la reputación de la dama, Nat? —preguntó Eden—. Todos coincidimos en que tienes un gusto impecable, amigo mío. —Carraspeó para aclararse la garganta—. Pero me permito recordar a todos los presentes que fui yo quien eligió para ti a esa dama.
—Sin duda —respondió Nathaniel— obtendrás tu recompensa en el cielo, Eden.
—Se me ha ocurrido una idea para ayudar a Sophie —dijo Eden, cambiando repentinamente de tema, como solía hacer—. Es decir, la idea no se me ocurrió exactamente a mí, sino a tu prima, Nat. Anoche me acorraló impidiéndome que pudiera cenar. Pero su idea era excelente.
—Yo tengo una idea mejor —contestó Nathaniel con tono sombrío—. Provocaré a ese cabrón para obligarle a desafiarme a un duelo. Recuerdo que todos colaboramos con Rex cuando se enfrentó a Copley. Voy a matarlo y será la única vez en mi vida que disfrute matando a un ser humano.
Rex protestó con firmeza.
—Ni se te ocurra, Nat —dijo—. Recuerdo que me sentía igual que tú, y no me arrepiento de haber matado a Copley en lugar de malgastar una bala disparando al aire como quizás hubiera hecho de no haber disparado él antes de tiempo. Pero sigo viéndole en sueños y temo que no dejaré de hacerlo nunca. Sigo teniendo su muerte en mi conciencia, por más que mi razón me diga que hice lo que debía hacer. Pinter es culpable de chantaje, lo cual es sin duda despreciable. Pero no tan despreciable como el delito del que era culpable Copley. Además, lo hice por mi esposa. Sophie sólo es nuestra amiga.
Nathaniel apretó los labios.
—No obstante —dijo—, voy a matarlo. —Se volvió hacia Eden—. ¿Qué te dijo Lavinia? Lamento no haber evitado que se involucrara en esto. Me ayudó a localizar las perlas y el anillo. Es difícil negar algo a Lavinia, y fue la propia Sophie quien me hizo comprender que no debía hacerlo simplemente porque es una mujer.
—Lavinia opina que deberíamos chantajear a Pinter —dijo Eden.
Kenneth y Rex se echaron a reír.
—¿Bajo la amenaza de que Nat le colgará de una cuerda y le descuartizará si no deja en paz a Sophie? —preguntó Kenneth—. Pardiez, quizá dé resultado. ¿Habéis visto alguna vez a un oficial dirigir a sus hombres situándose detrás de ellos como solía hacer Pinter? No cabe duda de que es un cobarde y un cabrón. Incluso el hombre más curtido se echaría a temblar ante la perspectiva de que Nat la emprendiera contra él cuando está de mal humor.
—¿Pero qué diablos ha podido hacer Sophie? —preguntó Rex, sin dirigirse a nadie en particular—. No me la imagino haciendo algo que pudiera convertirla remotamente en víctima de un chantajista.
Nathaniel había pensado en ello. Todos habían tenido la respuesta ante sus propias narices, pero parecía casi tan improbable como la primera conclusión a la que habían llegado.
—Puede que ella no haya hecho nada —dijo—. Quizá fue Walter.
—¿Walter? —preguntó Eden, incrédulo—. No había hombre más cabal, respetable y profundamente aburrido que Armitage. No habría reconocido la tentación aunque se hubiera topado de narices con ella.
—¿Es más improbable que el asunto tenga que ver con Walter que con Sophie? —inquirió Nathaniel.
—Todo esto me parece un misterio. —Edén se encogió de hombros, hizo girar a su caballo y se dirigió hacia la entrada del parque. Todos le siguieron—. Pero me parece justo que chantajeemos a Pinter, que hagamos que sude frío y se eche a temblar. No sólo por la amenaza de Nat. La señorita Bergland hizo que me sonrojara hasta la raíz del pelo cuando soltó que estaba convencida de que Pinter obtenía satisfacción sexual presenciando las flagelaciones.
—¡Maldita sea! —exclamó Nathaniel, escandalizado—. ¿Eso te dijo, Eden? ¿En voz alta? —añadió torciendo el gesto.
—Pero ella tiene razón —respondió Eden—. Todos lo sabíamos. Recuerdo que Ken lo comentó en más de una ocasión. La cuestión es, ¿podremos reunir suficiente basura de ésa para hacer que tema que hagamos públicas nuestras opiniones?
—¿Qué más necesitamos? —replicó Nathaniel—. Yo podría crear una historia muy pintoresca con eso. Con algunos adornos y un montón de rumores y connotaciones sexuales, podríamos contrarrestar lo que Sophie o Walter pudieran haber hecho.
—Quizás haya algo más —dijo Kenneth con evidente reticencia, haciendo que todos se volvieran hacia él—. En cierta ocasión un nuevo recluta acudió a mí para quejarse de que Pinter se le había insinuado. Sexualmente, claro está.
Sus palabras fueron acogidas con silencio.
—Tuve una charla con Pinter —dijo Kenneth—, y le aseguré que ese chico sin duda lo había interpretado mal y probablemente debería ser azotado por mentir de forma tan abominable sobre un superior, pero pensé que sería menos humillante dejar pasar el incidente esta vez y conceder al chico la oportunidad de redimirse. Me pareció el único medio de evitar que imputara al pobre desgraciado unos cargos amañados.
—¿Y no le denunciaste? —preguntó Rex.
—¿A Pinter? —respondió Kenneth—. No. Conocí a algunos chicos en el colegio que tenían esa orientación sexual, supongo que al igual que vosotros, y también en el ejército. Dejando aparte la ley, no sentí la necesidad de odiarlos, denunciarlos o molestarlos siempre y cuando no me molestaran a mí o a alguien bajo mis órdenes. Siempre he pensado que nacieron así, y nadie puede hacer nada al respecto. El hecho de que Pinter fuera un tipo despreciable no me pareció suficiente excusa para denunciarlo.
—Entonces lo tenemos en nuestras manos —dijo Nathaniel con tono hosco—. No tiene escapatoria. ¡Pardiez, es un delito capital!
—Creo que tienes razón —convino Eden.
—Salvaremos a Sophie tanto si quiere como si no —dijo Rex—. No tiene por qué averiguar que fuimos nosotros, ¿verdad? Puede pensar durante el resto de su vida que en el último momento ese cabrón tuvo remordimientos de conciencia. Me pregunto si alguna vez volverá a dirigirnos la palabra.
—Podéis estar seguros de que él la amenazó para que se mantuviera alejada de nosotros —dijo Eden—. Especialmente teniendo en cuenta lo que acabas de revelamos, Ken. Es consciente de que tú sabes eso sobre él, o al menos que tienes motivos para sospecharlo, que los cuatro somos amigos íntimos y que sentimos gran estima por Sophie. Cuando le hayamos explicado las opciones que tiene y consigamos que se mantenga alejado de ella durante un tiempo, confío en que ella comprenda que puede reanudar su amistad con nosotros. La buena de Sophie. Tendremos que esperar un tiempo para que no sospeche que hemos intervenido en el asunto. Pero creo que antes de que concluya la temporada social, podremos invitarla a salir con nosotros de nuevo.
—Debemos hacerlo de forma que Pinter capte bien el menaje —terció Kenneth—. ¿Qué os parece si lo decidimos mañana por la mañana? Hoy mismo redactaré un documento que firmaremos todos. Haré varias copias para que todos dispongamos de una. Es preciso que comprenda que si insiste en seguir atormentado a Sophie, tendrá que liquidamos a todos.
—Buscaré otro medio de convencerlo de eso —apuntó Nathaniel—. Quizá no tenga el placer de matarlo, pero juro que le haré una cara nueva.
—Quizá sea mejor que lo dejes de mi cuenta, Nat —dijo Eden riendo—. A lady Gullis quizá no le gustes con el rostro destrozado.
—Opino que debemos echarlo a suertes —dijo Kenneth—. No es justo que vosotros dos acaparéis la parte más divertida.
—Si quieres partirle también la cara —dijo Nathaniel—, me temo que tendrás que ponerte a la cola y esperar tu turno. Esto será por Sophie, y lo haré yo. Como Rex lo hizo por Catherine.
Espoleó a su caballo para ponerlo a galope y dejó a sus amigos temporalmente atrás, mirándolo sorprendidos.