Capítulo 16

Era una mañana fría, nublada y ventosa, y todo apuntaba a que iba a llover. Sophie había encendido la chimenea en el cuarto de estar. Se hallaba frente al hogar, con las manos extendidas hacia el fuego. Nathaniel se detuvo, observándola, mientras el mayordomo cerraba la puerta tras él. La collie restregó el morro contra su mano y él le acarició la cabeza.

—Sophie —dijo.

Lucía un vestido desteñido de muselina, liviano y bonito pese a tener muchos años. Había perdido peso, pensó él. Ella no se volvió hacia él.

—Creo haberos dicho —dijo ella—, que no deseaba tener más tratos con vos, señor.

Sin embargo, le había franqueado la entrada.

—Sophie —repitió él.

Trató de verla como siempre la había visto, como la valerosa, práctica y amable esposa de Walter Armitage, no como una mujer extraordinariamente hermosa cuya belleza residía principalmente en su carácter. Simplemente como una amiga, como su querida Sophie. Pero era imposible. No podía seguir viéndola con objetividad. Se había convertido en una persona a la que quería con todo su corazón.

—Si tenéis algo que decir —dijo ella—, haced el favor de decirlo y marchaos. Si no tenéis nada que decir salvo mi nombre, ¿por qué habéis venido?

—¿Por qué ocurre esto, Sophie? —le preguntó él, avanzando unos pasos hacia ella.

—¿Esto? —Por fin se volvió hacia él, aunque no le miró a la cara. Tenía los ojos fijos en un punto debajo de su barbilla—. Lo ignoro, señor. Decídmelo vos.

—¿Por qué has rechazado a unos amigos que se preocupan por ti? —preguntó él—. ¿Por qué me has rechazado a mí? Hemos sido amantes.

Las mejillas de ella, pálidas, casi demacradas, se sonrojaron.

—No exageréis —respondió—. Fui vuestra compañera de cama durante dos noches. ¿Consideráis a todas las mujeres con las que os habéis acostado vuestras amantes?

—No —contestó él, tratando en vano de hacer que ella le mirara a los ojos—. No, sólo a ti, Sophie. ¿Por qué te has alejado de nosotros?

—Porque os habíais entrometido en mi vida —respondió ella arrugando el ceño—. Porque hicisteis que me sintiera desdichada.

Desdichada. ¿Se refería a los cuatro? ¿O sólo a él en su calidad de amante? Pero eso carecía de importancia ahora.

—¿Acaso unas personas que estiman a una amiga, que desean ayudarla y protegerla, pueden ser consideradas unas entrometidas y recibir un castigo tan severo? —inquirió él—. Nosotros también nos sentimos desdichados, Sophie. Yo me siento desdichado.

Durante un momento ella le miró a los ojos. Pero se volvió y fijó la vista en el fuego.

—Lo lamento —dijo—. Pero no creo ser muy importante para vos ni para vuestros amigos. Os ruego que os vayáis.

—¿Te ordenó él que rompieras toda relación con nosotros? —le preguntó entonces.

Ella se volvió y le miró estupefacta.

—¿Qué? —respondió.

—¿O temías que él se enojara contigo y te hiciera sufrir aún más?

Él la observó fijamente mientras ella se esforzaba en recobrar la compostura. Dejó de arrugar el ceño y sus ojos asumieron una expresión neutra.

—¿Quién es ese misterioso «él»? —preguntó—. ¿El señor Pinter? ¿Estáis empeñado en convertirlo en un villano, Nathaniel? Quizá yo consiga convencerle de que se enfunde un dominó negro y una máscara y se oculte en las sombras. Así podréis sentiros satisfecho. No. Tendré que convencerlo de que me lleve por la fuerza, pataleado y gritando, a una oscura y húmeda guarida para que los Cuatro Jinetes del Apocalipsis puedan acudir en mi auxilio y matarlo.

Cuando él no respondió, sino que se quedó observándola, ella fijó de nuevo la vista en un punto debajo de su barbilla.

—¿Qué poder tiene ese hombre sobre ti, Sophie? —inquirió él.

Ella chasqueó la lengua e hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—¿El chantaje? —insistió él.

—¡No! —Ella le miró furiosa a los ojos—. Salid de aquí, Nathaniel. ¡Fuera!

—¿Qué has hecho? —le preguntó él—. ¿Qué puedes haber hecho tú, Sophie, que sea tan malo como para permitir que él tenga ese poder sobre ti?

Ella cerró los ojos y contuvo el aliento.

—¡Estúpido! —respondió en voz baja—. ¡Sois un estúpido! Marchaos. Dejadlo.

—Dímelo —insistió él—. Deja que te ayude. No me importa lo que sea, Sophie. ¿Fue una relación adúltera? ¿Quizás un pequeño hurto? No me importa. Deja que comparta contigo el problema y te ayude.

Cuando ella abrió los ojos él vio que estaban llenos de lágrimas.

—Sois un buen hombre, Nathaniel —dijo ella—, pero tenéis una imaginación demasiado viva.

—Entonces, ¿por qué rompiste nuestra amistad y nuestra relación íntima? —le preguntó él.

—Eso fue un error —respondió ella, pestañeando para reprimir las lágrimas—. Miraos, Nathaniel. Miraos en el espejo. Y miradme a mí —dijo esbozando una media sonrisa—. Y a lady Gullis.

—¿Crees que me ha acostado con ella? —preguntó él.

Ella volvió la cabeza.

—No me importa —contestó—. No me concierne, Nathaniel. No me concernía.

—No me he acostado con ella —dijo él.

—Ah —respondió ella bajito, y durante unos momentos no dijo nada más. Luego se encogió de hombros y prosiguió—: No deja de ser un error. No estoy hecha para una relación ocasional ni para el mero placer sin un compromiso. Lo siento. Sé que yo os lo propuse. Cometí un error. Por favor, marchaos.

Al fin habían salido a colación los temas personales, cosa que él no se había propuesto.

—Te he mirado —le dijo—, y he mirado a lady Gullis. Te prefiero a ti, Sophie.

Ella sonrió y durante un breve instante le miró con gesto divertido.

—Tenéis un gusto pésimo, señor —dijo con amargura.

—Sophie —dijo él—, deja que te ayude. Dime qué poder tiene ese hombre sobre ti y acabaré con él. No es una fanfarronada. Los Pinter de este mundo son invariablemente unos cobardes, aparte de dedicarse a atemorizar a las mujeres.

Ella suspiró.

—Me temo, Nathaniel —dijo— que tendréis que tener que aceptar el hecho de que soy amiga de alguien que no os cae bien y que tampoco caía bien a Walter. Y que cuando le insultasteis me insultasteis a mí. Si no podéis aceptar la idea de que alguien pueda elegirlo a él en lugar de a vos, tenéis un problema de vanidad. Pero no es el mío. ¿Queréis hacer el favor de marcharos ahora? No quisiera tener que llamar a Samuel para que os eche.

—Yo tampoco —respondió él—. Pobre hombre. No tendría la menor probabilidad de conseguirlo. Me marcharé. Pero primero quiero darte algo.

Sacó el paquete que llevaba en un bolsillo interior y se lo ofreció.

Ella lo miró recelosa.

—No —dijo—. No quiero regalos. Gracias, pero no.

—Tómalo —dijo él, con la mano extendida—. Te pertenece.

Cuando ella comprendió que él no iba a moverse hasta que ella lo tomara, se acercó. Miró el paquetito cuadrado casi como si temiera que le estallara en la mano. Luego lo abrió, retirando el papel del envoltorio y levantando la tapa de la cajita.

Nathaniel observó su rostro mientras ella contemplaba su anillo de casada rodeado de sus perlas. Palideció hasta tal punto que los labios se le pusieron blancos.

—¿De dónde los habéis sacado? —murmuró sin apartar los ojos del contenido de la cajita.

—Del joyero al que se los vendiste —contestó él.

A Lavinia y a él les había tomado tres largos y tediosos días localizar las joyas después de haber recorrido todas las casas de empeño salvo las situadas en los barrios más peligrosos.

Sophie movió los labios varias veces como si quisiera decir algo antes de poder articular palabra.

—Ha sido una estupidez por vuestra parte —dijo—. Los vendí porque ya no deseaba conservarlos.

—No lo creo, Sophie. —Él avanzó un paso, sacó el anillo de la cajita, tomó su mano, que estaba fría e inerte, y se lo colocó en el dedo anular—. No puedo obligarte a confiar en mí ni dejar que te ayude, pero no consentiré que me mientas. Sería inútil, querida.

Y acto seguido acercó su mano a los labios.

Ella rompió a llorar con sonoros y entrecortados sollozos. La cajita y el envoltorio cayeron al suelo cuando le echó los brazos al cuello y sepultó el rostro contra su corbatín. Él la estrechó contra sí.

Nathaniel recordó las guerras, los hombres que había matado en el campo de batalla, muchos sin rostro, otros sí. Eran unos rostros que a veces se le aparecían en sus pesadillas y probablemente lo harían siempre. Recordó otra muerte que había presenciado una mañana hacía dos años, esta vez en Inglaterra, en un duelo. Era un hombre al que había matado Rex, aunque los demás habían estado presentes y habían dado su beneplácito; es más, Nathaniel había apuntado al hombre con una pistola cuando éste había quebrantado las reglas y había disparado prematuramente, hiriendo a Rex en el brazo derecho. El hombre que había muerto había violado a más de una mujer, entre ellas a Catherine.

Nathaniel recordó haber pensado en esos momentos que no quería volver a verse envuelto en más muertes. A partir de ese día ni siquiera cazaba en sus tierras. La guerra le había hecho valorar la vida, incluso la de las aves y los animales salvajes.

Pero iba a matar a Boris Pinter. De una u otra forma, le mataría. No quería plantearse siquiera la pregunta que se hacía inevitablemente: ¿acaso matar era la única respuesta a los problemas más graves de la vida? Tal vez la respuesta fuera afirmativa. En este caso lo era. Iba a matar a Pinter por Sophie.

Oprimió su boca contra la de ella, sintiendo que tenía el rostro tibio y húmedo. Quería consolarla, pero ella respondió con ardiente pasión, entreabriendo los labios contra los suyos, abrazándolo con fuerza, apretándose contra él. No era el momento oportuno, pensó él con pesar al cabo de un rato, preguntándose si los criados entraban alguna vez en una habitación sin permiso. Era un momento demasiado precipitado. Si no se detenían ahora ambos lo lamentarían.

Retiró la cabeza y la miró.

—Permite que venga a verte esta noche —dijo—. A mí tampoco me interesa ya una relación ocasional, Sophie.

No estaba seguro de a qué se refería con eso, o quizá no quería saberlo. Pero sabía que la deseaba. No sólo acostarse con ella, sino recuperarla. Se había sentido muy solo sin ella.

Ella se apartó, rebuscó en su bolsillo hasta encontrar un pañuelo y se volvió para enjugarse los ojos y sonarse la nariz.

—Sí —dijo sin mirarle, y se agachó para recoger la cajita y las perlas.

—No volveré a mencionar el otro asunto, Sophie —dijo él—, a menos que lo hagas tú. Pero quiero que sepas que siempre estaré aquí, que siempre te escucharé, que siempre estaré dispuesto a ayudarte. Si necesitas dinero desesperadamente…, sé que no acudirás a mí. Pero debes saber que puedes hacerlo, que la situación nunca es tan desesperada, que siempre hay una salida. No añadiré más al respecto. ¿Quieres que venga a medianoche?

—Si —respondió ella—. Te estaré esperando.

—Gracias —dijo él. A continuación se volvió sin decir otra palabra y salió de la habitación.

Pero tenía el convencimiento de que se había metido en algo de lo que no se libraría nunca. Y quizá no quisiera hacerlo. Era un pensamiento tan desconcertante como alarmante.

Esa noche se celebraba el baile de lady Honeymere en Hanover Square. Antes de partir, Nathaniel había manifestado su deseo de abandonarlo temprano, pero Georgina y Lavinia podían quedarse hasta que el evento terminara, pues Margaret y John les harían de carabinas y las acompañarían a casa.

En circunstancias normales Lavinia se habría contentado con marcharse temprano con su primo. Aunque le complacían las actividades sociales de la temporada, creía que eran excesivas. Como había dicho a Sophie cuando la había visitado el día antes, una se cansaba de ver a los mismos estúpidos caballeros en todas partes, oír los mismos estúpidos cumplidos y rechazar los mismos estúpidos intentos de cortejarla. ¿Es que los caballeros no albergaban un pensamiento sensato en sus cabezas?

Sophie y ella se habían reído de buena gana al comentarlo. Pero Lavinia se había percatado de que Sophie, aunque no había hecho ninguna alusión al respecto, había dejado de asistir a las funciones organizadas por la alta sociedad, aunque su hermano y su cuñada sí asistían.

Lavinia había decidido que esta noche le apetecía quedarse hasta tarde en el baile, habiendo averiguado que aunque Nathaniel se fuera temprano no se llevaría a sus amigos, como ella había temido. Los cuatro estaban muy unidos, y era evidente que les complacía gozar durante unos meses de su mutua compañía. Pero sólo se marchó Nathaniel. Lady Gullis no había asistido al baile, según había observado ella. Dedujo que ambas circunstancias estaban relacionadas.

Nathaniel le había dado permiso para bailar el vals en Almack’s el miércoles anterior. Tras mostrar su evidente desprecio por esa extraña prohibición desde que había asistido a su primer baile, y tras amenazar una docena de veces con bailar el vals tanto si él se lo permitía como si no, Lavinia se había sentido obligada por principio a negarse a bailarlo incluso después de que Nathaniel le autorizara a hacerlo. Pero esta noche bailaría el vals, que la orquesta tocaría antes de cenar.

Trató de localizar a Eden antes de que el baile comenzara, y vio que estaba con un grupo, en su mayoría caballeros, pero aún así no dejó que ese hecho la disuadiera. Le dio un golpecito en el brazo con su abanico. Él se volvió hacia ella, arqueando las cejas sorprendido. Pero si creía que con esa expresión iba a hacer que ella se arredrara, estaba muy equivocado.

—Tengo permiso para bailar el vals —le informó Lavinia, que hacía años había decidido que era una solemne pérdida de tiempo andarse por las ramas.

—Ah. —Él se llevó la mano al anteojo, volviéndose de espaldas a sus amigos para conceder a Lavinia mayor privacidad—. Mi más sincera enhorabuena, señorita Bergland.

—El próximo baile es un vals —dijo ella.

—Creo que tenéis razón —respondió él observándola a través del anteojo.

—Deseo bailarlo con vos —dijo ella.

Si los caballeros supieran que un anteojo ampliaba el tamaño del ojo haciendo que el otro pareciera desproporcionadamente pequeño, pensó Lavinia, no lo utilizarían con tanta frecuencia.

—¿De veras? —contestó él—. ¿Acaso soy vuestra obra caritativa, señora? ¿Teméis que sea incapaz de encontrar yo mismo pareja para bailar?

—Qué ridículos son los hombres —exclamó Lavinia irritada—. ¿Habéis disfrutado con vuestra pequeña venganza?

—Ha sido muy divertido —respondió él con tono decididamente aburrido—. ¿Me hacéis el honor de bailar el vals conmigo, señorita Bergland?

—Sí, si sois capaz de ejecutar los pasos sin pisarme —respondió ella.

—Hum. —Él dejó caer el anteojo, que quedó suspendido de su cinta, y extendió un brazo hacia ella—. ¿Tan grandes tenéis los pies? Soy demasiado educado para bajar la vista y mirarlos.

Edén no la pisó. De hecho, Lavinia tuvo la curiosa impresión, mientras él la conducía con destreza alrededor del salón de baile durante una media hora, haciendo que los colores de los vestidos y las casacas y el destello de las joyas se confundieran en un maravilloso calidoscopio, que sus pies ni siquiera tocaban el suelo. De haber sabido que bailaba tan bien, pensó, habría bailado con él la primera vez que se lo había pedido. No, no lo habría hecho, porque él se había mostrado demasiado condescendiente y convencido de que sus ojos azules la encandilarían hasta nublarle la mente.

Eran unos ojos azules impresionantes, desde luego, pero eso no venía a cuento.

—Permitid que os acompañe a cenar —dijo él cuando terminó el vals, demasiado pronto para su gusto—. ¿O queréis dejar sentado que sois muy capaz de buscar vos misma un lugar donde sentaros y serviros del bufet?

—No tengo hambre —contestó ella, tomándolo del brazo—. Llevadme al jardín.

Él arqueó las cejas y la miró de nuevo por su anteojo.

—¿Nos sentimos románticos, señorita Bergland? —le preguntó.

—No puedo responder por vos, milord —dijo ella—, pero yo desde luego, no. Deseo hablar con vos.

—Ah —dijo él—. Qué interesante.

El jardín estaba exquisitamente iluminado con farolillos y decorado con asientos rústicos. Hacía una noche un poco fresca, pero al menos el jardín estaba desierto, pues los otros invitados debían de sentirse famélicos después de haber bailado durante un buen rato.

—Quiero averiguar más sobre el señor Boris Pinter —dijo Lavinia cuando salieron.

—No os lo aconsejo —respondió lord Pelham—. Nat sufriría un par de ataques de apoplejía si supiera que estáis interesada en ese hombre.

—Procurad no hacer el ridículo —replicó ella—. Está chantajeando a Sophie.

Él guardó silencio durante unos momentos y detuvo el paso.

—¿Cómo lo sabéis? —inquirió—. ¿Os lo ha dicho ella? Se negó a decírselo a Nat cuando él le devolvió el anillo y las perlas esta tarde. Pero no os conviene involucraros en este asunto. Es posible que se ponga feo.

Lavinia chasqueó la lengua.

—He pasado tres días fingiendo estar enamorada de Nat pese a haber dilapidado su fortuna en las mesas de juego y no poder comprarme una alianza matrimonial nueva o un regalo de bodas —dijo—. Debo ser recompensada con la santidad o bien poder participar en este asunto. Nunca me apeteció ser una santa, pues lucir un halo y pulsar las cuerdas de un arpa debe de resultar bastante tedioso al cabo del primer siglo.

—Ah —dijo él—, Nat no nos dijo que os habíais convertido en su cómplice.

—Contadme todo lo que sepáis sobre el señor Pinter —dijo ella.

—¿Para hacer que aumente vuestra indignación contra él? —contestó—. No adelantaríamos nada. Nat quiere matar a ese ca… —Lord Pelham carraspeó para aclararse la garganta—. Pero no queremos ver a Nat colgando de una soga. Si tenéis alguna influencia sobre él, procurad hacerle entrar en razón. Aunque quizá no seáis la persona más adecuada para ello.

—Nat me habló de la crueldad del señor Pinter —dijo Lavinia—. Me dijo que hacía encerronas a sus hombres para que cometieran una falta y luego ordenaba que los azotaran…, y que disfrutaba presenciando el castigo.

—Hum —dijo él distraídamente.

—Se sonrojó y se mostró muy abochornado cuando sugerí que el señor Pinter probablemente hacía esas cosas en lugar de contratar a una puta —dijo ella.

La tos se lord Pelham se agravó.

—Me sentiré eternamente agradecido —dijo cuando se le pasó el acceso de tos— de que paseemos en la penumbra. ¿Es un rumor maledicente el que afirma que sois una dama?

—Entonces, ¿creéis que es cierto, que ese hombre es un tanto peculiar? —preguntó ella.

—Me cuesta creer…

Lord Pelham empleó un tono evasivo pero Lavinia no estaba dispuesta a aceptarlo.

—Sí, sí —dijo, irritaba—. Pero ¿no lo veis? Uno no se enfrenta a un chantajista sermoneándole y conminándole a portarse bien. Ni se resuelve matándolo y pagando con ello con la horca, como vos mismo habéis dicho. Se resuelve pagándole con la misma moneda.

—¿A qué os referís? —preguntó él, deteniéndose y volviéndose hacia ella, aunque no podían verse con claridad puesto que se hallaban bajo unos árboles de los que no pendían farolillos.

—Me refiero —respondió ella— que debemos descubrir algo que ese hombre no desea que salga a la luz.

—Un chantaje —dijo él.

—Por supuesto —contestó ella con firmeza—. ¿A qué creíais que me refería? Si lleva a cabo alguna de las cosas con que ha amenazado a Sophie, aunque no imagino qué puede utilizar contra ella, pero suponiendo que lo haga, por insignificante que sea, le pondremos al descubierto ante todo el mundo. Pero primero debemos averiguar qué consecuencias pueden tener sus actos.

—Cielo santo —dijo él—, sois puro veneno, señora.

—Con tal de defender a mis amigos, desde luego —contestó ella—. Si el señor Pinter obtiene placer, ese tipo de placer, contemplando cómo desnudan a un hombre y lo azotan, y si hallamos pruebas suficientes para hacer que se inquiete, pondremos fin a este asunto con Sophie. ¿Estáis de acuerdo en que intervengamos en ello?

—¿Nosotros? —inquirió él débilmente.

—Sí, nosotros —respondió ella con firmeza—. Vos y yo. Si se lo propongo a Nat me enviará de regreso a Bowood y ordenará al cochero que dé rienda suelta a los caballos.

—No —contestó él con no menos firmeza—. «Nosotros» incluye a Nat, a Rex y a Ken, señorita Bergland. Pero reconozco que es una idea brillante y me avergüenza que no se nos ocurriera a nosotros. Imagino que no somos tan ladinos como vos.

Ella reflexionó unos momentos.

—Muy bien —dijo al fin—. Pero a condición de que me informéis de todo. No quiero que cuando la cosa haya terminado me digáis que los pormenores no son aptos para los delicados oídos de una dama.

—¿Los vuestros? —preguntó él, tomando su anteojo a pesar de la densa penumbra y observando a través de él una de las orejas de ella—. Yo diría que son de hierro fundido.

Ella le sonrió.

—Sé que entre todos lograréis salvar a Sophie —dijo—. No quisiera estar en el lugar del señor Pinter. Será un espectáculo inenarrable veros a los cuatro aunar fuerzas para derrotar a ese sujeto.

Ambos se sonrieron con insólita complicidad.

—Supongo —dijo él—, que si os besara me darías un bofetón y tendría que soportar el bochorno de reaparecer en el salón de baile con la marca de cinco dedos en mi mejilla.

Ella le miró con gesto pensativo.

—¿Deseáis besarme? —le preguntó.

—Confieso que se me había ocurrido —respondió él—. ¿Me daréis un bofetón si lo hago?

Ella reflexionó de nuevo, tomándose su tiempo.

—No —contestó al fin.

—Ah —dijo él, inclinando la cabeza y oprimiendo sus labios contra los suyos. Pero la alzó casi de inmediato—. Esto es pueril —murmuró, rodeándola con sus brazos—. Si vamos a hacer esto, y todo indica que ambos estamos lo bastante locos para hacerlo, al menos hagámoslo como es debido.

Y la besó como es debido.

Lavinia apartó la cabeza al cabo de unos minutos, cuando pensó que debía hacerlo, y le miró frunciendo el ceño.

—¿Todos los caballeros besáis así? —le preguntó, tras lo cual se apresuró a aclarar—: ¿Con la boca abierta?

—No tengo la menor idea —respondió él, sorprendido—. Nunca me he acercado lo bastante para comprobarlo. Pero así es como besa este caballero. ¿Os molesta?

—Me ha producido un extraño efecto en la barriga —respondió ella.

—Vaya por Dios —dijo él—. ¿Es vuestro primer beso, señorita Bergland? ¿A vuestra edad?

—No conseguiréis avergonzarme —replicó ella—, y obligarme a mentir afirmando que me han besado tantas veces que he perdido la cuenta. Nunca había deseado que me besaran, de modo que no lo habían hecho.

—¿Y esta vez lo deseabais? —le preguntó él.

Ella no había querido revelarle algo tan íntimo, pero se le había escapado y ahora no podía negarlo.

—Supongo —dijo—, que tenéis mucha práctica, y si una debe experimentar algo al menos una vez en la vida, más vale que lo experimente con alguien que sabe lo que hace.

—Ya —dijo él—. ¿Lo intentamos otra vez? Pero espero que en esta ocasión no apretéis los labios y abráis la boca.

Ella siguió su consejo. Y si la primera vez sintió que le producía una sensación extraña en la barriga, la segunda le produjo unas sensaciones increíbles.

—Si seguimos así —dijo él al cabo de un rato, cuando ella notó que apartaba la mano de uno de sus pechos y la deslizaba dentro de su corpiño—, mañana tendré que hacer una visita formal a Nat. Estoy seguro de que ni vos ni yo deseamos que eso ocurra.

—¡Dios me libre! —respondió ella, estremeciéndose y bajando la vista para cerciorarse de que no enseñaba nada que no debía enseñar.

—Mañana por la mañana, cuando demos nuestro habitual paseo a caballo, hablaré del asunto con Nat y los otros —dijo él—. Quizá se nos ocurra algo.

—Nada de «quizá» —replicó ella, aceptando el brazo que le ofrecía para regresar al salón de baile. Otros invitados salían de nuevo al jardín y los miembros de la orquesta afinaban sus instrumentos—. Es preciso que os tracéis un plan. Sophie es amiga vuestra y mía. Tenéis que conseguirlo.

—Sí, señora —respondió él.