Capítulo 15

Al haber venido a Londres para la temporada social parecía haber logrado al menos uno de sus propósitos, pensó Nathaniel una semana más tarde. Él habría preferido regresar a Bowood, pues no lo pasaba bien pese al placer de volver a ver a sus amigos y pasar unos ratos con ellos. Pero Georgina se sentía feliz.

Le encantaba todo lo referente a Londres: las célebres atracciones turísticas, los museos y las galerías, las tiendas, los parques y los eventos sociales. Había reunido a su alrededor a un nutrido grupo de admiradores, dos o tres de los cuales parecían cortejarla con intenciones serias. Su hermana, como descubrió Nathaniel, se estaba convirtiendo, aunque algo tardíamente, en una joven extremadamente bonita y sorprendentemente vivaz.

El joven Lewis Armitage, hijo de Houghton, era claramente uno de los favoritos. Era un joven amable, un buen partido en todos los aspectos. Nathaniel no hizo nada para frenar la creciente amistad entre ambos, aunque habría preferido que el chico no estuviera emparentado con Sophie. No la había visto desde que ella se había presentado en Upper Brooke Street. No había acudido a ninguno de los dos bailes a los que su familia —y la de él— habían asistido. Pero si Georgie y Armitage seguían juntos, más pronto o más tarde tendría que volver a verla.

No deseaba volver a verla.

Ella había roto toda relación con Rex, Ken y Eden, aparte de con él. Y cuando Catherine y Moira habían ido a visitarla, se había negado a recibirlas.

Nathaniel lamentaba haber vuelto a verla. Su presencia había empañado una temporada social en la que él aguardaba participar con entusiasmo. Había bailado dos veces con lady Gullis en los dos bailes de la pasada semana, había paseado con ella a pie por Kew Gardens y en coche por Hyde Park. Había aceptado una invitación a cenar y al teatro con ella y cuatro amigos suyos la próxima semana. Pero aún no se había acostado con ella, aunque la invitación tácita ya se había producido. De hecho, a la dama parecía irritarle el escrupuloso afán de Nathaniel de salvaguardar su reputación.

Edén y los otros, como es natural, daban por descontado que el hecho ya se había consumado y que ambos habían iniciado una relación sentimental en toda regla. Los procaces comentarios con que le asaltaban continuamente les procuraban gran regocijo, y no se cansaban de fingir sorpresa cuando él se reunía con ellos para sus paseos matutinos a caballo, enzarzándose siempre en una animada discusión sobre si había madrugado o trasnochado. Él no se molestaba en llevarles la contraria. Resultaba más sencillo ocultar la verdad detrás de las suposiciones de sus amigos.

La ruptura con Sophie le había dejado curiosamente dolido y resentido.

Lavinia era con la única que Sophie no había cortado su amistad. A diferencia de lo que Nathaniel pudo haber imaginado, la joven no le ocultó el hecho de haber ido sola a visitar a Sophie la misma mañana en que ésta había venido a verlo a él. No fue hasta más tarde que él averiguó, a través del propio Eden, que éste la había acompañado a Sloan Terrace. Nathaniel dedujo que Lavinia había omitido ese detalle para evitar que él se enojara con su amigo.

Pero Nathaniel no la había regañado, sólo le había reprochado que no se hubiera llevado a su doncella. Pero por fin empezaba a comprender que Lavinia no era una niña y no iba a adaptarse a las pautas que él le marcara o a los dictados de la sociedad. Al cabo tan sólo de un par de semanas en la ciudad, podría haber tenido a una auténtica cohorte de pretendientes perdidamente enamorados de ella. Al término de la temporada social probablemente habría podido casarse diez veces de haberlo querido.

Pero no quería. Trataba con escasa amabilidad a los caballeros que quizá tuvieran serias intenciones con respecto a ella; trataba con altivez a los pocos pretendientes de alcurnia que habrían condescendido en casarse con ella; trataba con socarronería y desdén a los que se mostraban posesivos; y se peleaba continuamente con Eden, el cual no se dejaba arredrar por ella.

Nathaniel pensaba a veces, aunque se guardaba mucho de expresar ese pensamiento, que Eden y ella formarían una pareja interesante.

Pero se había resignado a cargar con ella hasta que Lavinia cumpliera los treinta.

Por fin ocurrió lo inevitable: su encuentro con Sophie. Les habían invitado a una velada de música y cartas en casa de los Houghton, una reunión de amigos íntimos, según había dicho lady Houghton. Nathaniel supuso que le consideraban un amigo debido al interés de Lewis Armitage por Georgina, al igual que Rex gozaba también de ese estatus debido al interés del vizconde de Perry por Sarah Armitage; Rex y Catherine también habían sido invitados.

Y, como cabía esperar, Sophie estaba allí, mostrando su aspecto habitual y comportándose como si ellos no estuvieran presentes.

Era difícil ignorarla. Nathaniel jugó unas manos de cartas, un entretenimiento al que no era muy aficionado, y permaneció un rato junto a la banqueta del piano, observando a una colección de jóvenes señoritas tocar y cantar. Sophie permaneció todo el rato sentada en la esquina más remota del cuarto de estar, conversando con diversas ancianas. El hecho de que permaneciera allí, identificándose con ellas, le irritó profundamente. Y que a él no le incumbiera en absoluto donde se sentara y lo que hiciera le irritó aún más.

Al cabo de un rato Lavinia se reunió con él y Nathaniel se sintió tres veces más irritado. ¿Había decidido Sophie proseguir con esa amistad para herirlo deliberadamente porque él la había humillado impidiéndole que presentara a su prima a Pinter? Confiaba en que Sophie no tratara de desafiarlo hasta el extremo de presentarles entre sí. Aunque, tras meditar en ello detenidamente, comprobó que el resultado de dicha amistad no le inquietaba tanto como le había inquietado al principio. Lavinia era una joven sensata en muchos aspectos. No se dejaría engañar fácilmente por el superficial encanto que Pinter solía mostrar.

Nathaniel abandonó el cuarto de estar durante un par de minutos al descubrir que se había dejado el pañuelo en el bolsillo de su capa. No era el tipo de reunión en la que los invitados se alejaran del principal centro de diversión. El vestíbulo estaba desierto, iluminado sólo por dos candelabros. En el preciso momento en que él regresaba al cuarto de estar vio salir de él a otra persona, una persona que probablemente se dirigía a la salita de señoras. Se detuvo a tiempo de evitar chocar con ella. Ella también se detuvo y le miró, sobresaltada.

—Sophie —dijo él con tono quedo.

Tenía la cara más delgada, pensó él, los ojos más luminosos. Su pelo estaba enmarcado por el habitual halo de rizos rebeldes.

Ella no respondió, sino que le miró como si en ese momento fuera incapaz de articular palabra o moverse. Y a él no se le ocurrió nada más que decir. Percibió el olor del jabón que ella utilizaba y de golpe comprendió una cosa, el motivo de que no lograra apartarla de su pensamiento y concentrarse en lady Gullis.

Seguía sintiendo un poderoso deseo sexual por Sophie Armitage.

Más tarde recordó abochornado que había estado a punto de besarla, de no ser porque en ese momento ocurrieron dos cosas que le salvaron. Ella habló por fin, y él captó un breve movimiento en la puerta a sus espaldas.

—Os ruego que me disculpéis, señor —dijo Sophie con su voz serena y plácida.

Lavinia estaba con ella.

—Os pido perdón —respondió él, apartándose apresuradamente para dejar que pasaran ambas. Habían transcurrido unos segundos entre la colisión que casi se había producido y que ella hablara. Unos segundos de eternidad que él confiaba en que hubieran transcurrido a su habitual velocidad y falta de importancia para las dos mujeres.

Había llegado el momento, pensó Nathaniel cuando regresó al cuarto de estar y respondió a la indicación que le hizo lady Hougton con la mano para que se acercara a la mesa de juego, de que se acostara con lady Gullis. Si ésta no conseguía aplacar los otros deseos sexuales, estaba perdido.

A la mañana siguiente Lavinia se levantó algo más temprano que de costumbre. Nathaniel alzó sorprendido la vista del informe de su administrador, que acababa de llegar de Bowood, cuando la joven entró en su estudio después de llamar pero sin esperar una respuesta. Él se levantó.

—Bien —dijo ella, indicándole que volviera a sentarse y sentándose ella misma, sin que él la invitara a hacerlo, en una butaca frente a su mesa de trabajo—, me alegro de que estés de regreso de tu paseo a caballo y que no hayas vuelto a salir. Es difícil encontrarte en casa por las mañanas, Nathaniel.

—De haber supuesto que mi ausencia te disgustaba, Lavinia —respondió él sentándose de nuevo—, habría procurado estar en casa para atenderte.

Ella frunció los labios.

—¡Dios no lo quiera! —exclamó, y Nathaniel estuvo a punto de añadir un fervoroso «amén».

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó, reclinándose en su butaca.

—Estoy preocupada por Sophie —dijo Lavinia.

Era muy propio de ella no distraerse hablando del tiempo o de la salud de su interlocutor o la suya cuando había temas más urgentes que abordar.

Pero había algunos temas sobre los que él no deseaba hablar, y Sophie era uno de ellos.

—¿Ah, sí? —respondió—. Me temo que ya no tengo tratos con ella y por tanto no puedo seguir hablando del tema contigo.

—No seas ridículo, Nat —le espetó ella, irritada.

Él se limitó a arquear las cejas.

—¡La señora Armitage! —dijo Lavinia poniendo los ojos en blanco—. Al menos podrías tener el detalle de llamarla Sophie.

Él recordó que al verla había tenido la impresión que su rostro estaba más delgado y sus ojos más luminosos.

—¿Por qué estás preocupada? —preguntó.

—Anoche se comportó como si tú no existieras —respondió Lavinia—, ni Catherine ni lord Rawleigh. Cuando casi choca contigo frente al cuarto de estar, te llamó «señor», al igual que tú acabas de llamarla «señora Armitage», y más tarde se negó a hablar de ello aunque yo traté de bromear sobre el asunto. Se limitó a cambiar de tema. ¿Hay algo que yo no sé, Nat? Estuviste un poco grosero con ella, en realidad muy grosero, la noche en que me obligaste a alejarme de su grupo. Sophie tiene un amigo que no es simpático. Pero ¿por qué tuvo ese incidente tanta importancia para inducirla a romper toda relación contigo, con lord y lady Rawleigh, con lord y lady Haverford y con lord Pelham? Me consta que os tenía una gran estima.

Nathaniel suspiró.

—A veces unos incidentes que parecen insignificantes constituyen la punta de un iceberg, Lavinia —dijo—. Te aconsejo que no te preocupes por ello. Yo no he tratado de cortar tu amistad con ella, ¿verdad?

—Nat. —La joven se inclinó hacia delante en su silla y apoyó las manos sobre la mesa—. No me trates como si fuera una niña.

—Si lo hiciera —replicó él—, ya te habría enviado de regreso a Bowood. Puede que ella prefiera más a Pinter que a nosotros.

—Pero si ni siquiera le cae bien —protestó Lavinia—. Ella misma me lo confesó cuando le dije que podía presentármelo cuando quisiera. Me aseguró que no era amigo suyo.

Nathaniel apoyó los codos en los reposabrazos de su butaca, juntó las manos y apoyó la barbilla en ellas. Eso ya lo sabía. Pero Sophie les había arrebatado a él y a los otros el derecho de intentar averiguar los motivos de su comportamiento.

—En tal caso —dijo—, quizá deseaba simplemente darnos un escarmiento, Lavinia. Esa noche los cuatro tratamos de protegerla de Pinter, aunque ella me había expresado con toda claridad que yo no tenía derecho a decirle qué amigos debía tener y a quién debía recibir. A pesar de eso, nos entrometimos en el asunto y ella se enfureció. Supongo que te identificas con su actitud —añadió sonriendo con pesar.

Pero ella observaba con el ceño fruncido sus manos, que tenía apoyadas en la mesa.

—Podría comprender e incluso aplaudir que te echara una bronca, Nat —dijo—. Es más, yo misma la conminé a hacerlo antes de que me dijera que ya lo había hecho. Pero romper toda relación con vosotros…, incluso con Catherine y Moira… Está muy triste, Nat.

—¿Triste?

Él emitió un largo suspiro.

—Anoche sonrió y conversó conmigo como si se estuviera de excelente humor —dijo Lavinia—, pero se esforzaba tanto en no miraros ni hablar contigo, con lord Rawleigh o con Catherine que estaba claro que se sentía muy incómoda. ¿Qué poder tiene el señor Pinter sobre ella?

Lavinia acababa de expresar verbalmente la idea más que obvia que él y sus amigos habían sorteado al comentar el tema y que él había descartado de su mente. Pinter ejercía algún tipo de poder sobre Sophie. Nathaniel miró a Lavinia a los ojos y, por primera vez, la miró como a una igual, como alguien que se sentía lo bastante preocupada por una amiga mutua como para querer ayudarla.

—Lo ignoro, Lavinia —respondió él.

—¿Cómo podemos averiguarlo? —preguntó ella.

—No tengo derecho a hacerlo —le dijo él—. Ella no quiere que yo lo averigüe.

—Quizá sí quiere —insistió Lavinia—. Quizás él le ha dicho que no te pida ayuda.

Él cerró los ojos y oprimió la barbilla contra las yemas de los dedos. Eso también se le había ocurrido…, y había desechado ese pensamiento.

—Eres su amigo, Nat —dijo Lavinia—, al igual que yo soy su amiga. Un amigo más íntimo que yo. La conoces desde hace más tiempo que yo, y me consta que la estimas. Más que los otros.

Él abrió los ojos y los fijó en los suyos. Frunció los labios. Esa chica veía demasiado. Pero por una vez no se enojó con ella.

—Entonces, ¿crees que él la ha amenazado? —preguntó—. ¿No te parece una interpretación demasiado gótica, Lavinia? ¿Demasiado melodramática?

—Cuando fui a visitarla hace tres días —respondió ella—, y, por cierto, me llevé a una doncella, oímos a alguien llamar a la puerta de entrada. Ella palideció, se levantó de un salto, corrió a la ventana y me dijo que subiera a su gabinete porque era demasiado tarde para salir sin ser vista. Pero antes de que me empujara fuera del cuarto, sí, te aseguro que me empujó, su mayordomo apareció para anunciar que había venido su amiga Gertrude. Las tres nos sentamos a tomar el té y ni Sophie ni yo volvimos a referirnos al incidente. ¿Quién crees que supuso que era, Nat?

Era una pregunta que apenas requería respuesta.

—¿Lo hizo porque no quería contrariarte teniendo que presentarme al señor Pinter? —preguntó Lavinia.

—¿No te parece excesivo que quisiera que subieras a su gabinete por esa razón?

—Nosotros tenemos que ayudarla, Nat —dijo la joven.

—¿«Nosotros»? —Él la miró más detenidamente, pero alzó una mano, con la palma hacia fuera, antes de que ella pudiera responder—. Sí, nosotros, Lavinia. Perdóname por querer excluirte. Gracias por acudir a mí. Me has obligado a afrontar lo que he estado evitando desde hace más de una semana. Sophie es mi amiga aunque yo no sea su amigo.

—Por supuesto que lo eres —dijo Lavinia, reclinándose en su silla—. Háblame del señor Pinter, Nat. No me digas que era un oficial al que nadie estimaba en la Península. Cuéntame todo lo que sepas de él.

Él no hubiera contado a sus hermanas nada más que eso, pensó mirándola con gesto pensativo. Pero Lavinia era distinta, para decirlo suavemente. Y debía corresponder a la confianza que había depositado en él contándole la verdad.

—Gozaba con el poder —dijo—. Lo utilizaba con crueldad. Se dedicaba a hacer encerronas a sus hombres, haciendo que cometieran pequeñas faltas, para luego ordenar que los castigaran.

—¿Qué clase de castigos? —inquirió ella.

—Latigazos, principalmente —contestó él—. Un severo castigo que era llevado a cabo mientras el resto del regimiento permanecía en formación, observando. El infractor era desnudado y atado a lo que se denomina el triángulo de castigo para que le dieran de latigazos en la espalda. Todos lo odiábamos.

—¿Excepto el señor Pinter? —preguntó ella.

Él asintió con la cabeza. Kenneth solía decir que Pinter se excitaba sexualmente presenciando una flagelación. Nathaniel se abstuvo de decírselo a Lavinia. Pero no fue necesario.

—Supongo —dijo la joven— que lo utilizaba como sustituto de las putas.

Nathaniel se levantó de un salto.

—¡Lavinia! —protestó con ojos centelleantes.

—Ay, Nat —dijo ella, mirándole enojada—, no seas ridículo. ¿Le gustaban también las putas?

Él volvió a sentarse, apoyó un codo en la mesa y sepultó el rostro en la mano.

—No puedo continuar esta conversación contigo —respondió.

—Lo siento —dijo ella—. Te he abochornado. Pero apuesto a que no le gustaban. Creo que deberíamos averiguar todos los detalles sobre él que podamos, Nat. Se lo preguntaré a lord Pelham. Protestará y rezongará tan enérgicamente como tú, desde luego, y mascullará de nuevo con tono sombrío que no soy una verdadera dama, pero quizá recuerde más que tú. No obstante, lo que has dicho es muy revelador.

—Lavinia —dijo él—, te ruego que dejes este asunto en mis manos. El pobre Eden opina que alguien debería haberte dado una azotaina cuando eras más joven.

—No me choca —contestó ella con tono aburrido—. Supongo que unos azotes en el trasero agitan el cerebro y hacen que una chica se convierta en una dama debidamente estúpida. Muy conveniente para los caballeros.

—Pero puedes hacerme un favor —dijo él, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Ignoraba cómo se le había ocurrido esa idea, pero suponía que se había estado formando durante bastante tiempo en esa parte recóndita de su mente que desconocía—. Puedes venir de compras conmigo, en busca de un collar de perlas y una alianza matrimonial.

Una de las primeras cosas que él había observado en Sophie la noche anterior había sido la persistente ausencia de sus perlas y su anillo de casada. No sabía muy bien por qué se había fijado en ese detalle o por qué la ausencia de esas joyas había adquirido tanta importancia para él.

—Caramba, Nat —dijo Lavinia—, no sospechaba que albergaras esos sentimientos.

Pero a pesar de su tono frívolo, le observaba detenidamente.

—Sophie ya no lleva esas joyas —respondió él—. Hasta hace una semana no la había visto nunca sin su anillo de casada. Y nunca la había visto en una reunión social sin sus perlas. La noche de esa fiesta no lucía ninguna de las dos cosas.

La noche anterior tampoco llevaba su anillo de casada, pero él no quería hablar sobre ese encuentro.

—¿Crees que las ha perdido? —preguntó ella—. ¿O que se las han robado?

—Quizá las haya empeñado —respondió él. Su mente aún no había verbalizado la última y funesta palabra, pero ahora lo hizo con palmaria aunque silenciosa claridad.

Chantaje.

Pero ¿qué diablos podía haber hecho ella?

—¿Quieres tratar de localizarlas? —preguntó Lavinia.

—Quizá sea una búsqueda infructuosa —contestó él—. Y tendremos que ofrecer un aspecto un tanto empobrecido si queremos adquirir una alianza matrimonial en una casa de empeño, Lavinia. O en una joyería poco importante, unas de esas cuyo dueño compra joyas para revenderlas. Pero primero visitaremos las casas de empeño; no creo que Sophie haya vendido su anillo de bodas. Puedo ir solo, desde luego.

Pero Lavinia se había animado visiblemente. Tenía las mejillas encendidas y parecía feliz. Sus ojos relucían cuando se inclinó sobre la mesa hacia él.

—Querido Nat —dijo, dejándolo pasmado—, te adoro, amor mío, hasta el punto de que te aceptaría incluso sin una alianza o unas perlas como regalo de bodas. Y, por supuesto, te perdono por haber dilapidado toda tu fortuna en las mesas de juego. Sé que no volverás a hacerlo. El poder de mi amor te transformará en un ser más noble.

—Eres una desvergonzada —dijo él riendo—, pero quizá tengas que hacer ese papel durante unos días, y puede que no encontremos nada.

—Por ti, amor mío —respondió ella haciéndole ojitos—, haría cualquier cosa. —Acto seguido volvió a asumir su habitual talante práctico—. Y por Sophie también.

Pero maldita sea, pensó Nathaniel, no sabía de qué forma el hecho de rescatar las joyas de Sophie contribuiría a esclarecer el asunto. Lo único que haría sería demostrar que había tenido que desprenderse de ellas porque necesitaba reunir dinero urgentemente.

Ella le había ordenado que no se inmiscuyera.

Aparte de algunos paseos por el parque con Lass a ciertas horas del día en que no era probable que se encontrara con algún conocido, y de una visita a Gertrude y otra que ésta le había hecho, y un par de visitas de Lavinia, Sophie había permanecido durante casi dos semanas sola en casa, sin contar la velada en casa de su cuñado.

No había sido un fastuoso evento como los que solían organizar los miembros de la alta sociedad, y ella había asistido por esa razón y porque Beatrice le había pedido especialmente que fuera. Estúpidamente, porque le habían dicho que sería una reunión íntima de familiares y amigos; no había esperado encontrarse allí con ninguno de los Cuatro Jinetes. Se había olvidado de los jóvenes y de sus respectivas parejas sentimentales.

No menos estúpidamente, había supuesto que su único castigo sería la tristeza que sentiría esa noche. En efecto, se había sentido muy triste. Rex la había evitado, ella supuso que para ahorrarle la turbación. Catherine la había mirado unas cuantas veces con consternación. Y él, Nathaniel… Al cabo de cinco días, ella aún se estremecía al recordar que, cuando había salido del cuarto de estar, había estado a punto avanzar ese paso hacia él que la hubiera llevado a sepultar de nuevo la cara en su corbatín, aspirando su grato, familiar y reconfortante olor.

Había sido un suplicio volver a verlo sabiendo —les había visto en el parque, aunque ellos no la habían visto a ella— que llevaba más de una semana con lady Gullis.

Pero la velada aún le reservaba otro castigo. Él, es decir, Boris Pinter, debía de estar espiándola, pensó Sophie estremeciéndose de nuevo. Sin duda había descubierto que ella había asistido a una fiesta, aunque modesta, ofrecida por la alta sociedad, y que Rex y Nathaniel habían asistido también. En todo caso, ella suponía que lo había descubierto. O quizá fuera una coincidencia que dos días más tarde recibiera una nota. Como era de prever, Pinter había «hallado» otra carta de amor y sabía que su estimada Sophie —insistía en jugar al absurdo juego de ser amigo suyo y preocuparse por ella— no querría que cayera en manos inoportunas. La suma que le pedía era tan exorbitante que por fortuna la mente de ella se había quedado en blanco y no lo había asimilado del todo hasta al cabo de tres días.

Se encontraba en su cuatro de estar, por la tarde, dedicándose tan sólo a acariciar el lomo de una Lass satisfecha, la cual yacía sobre su regazo. El calor del cuerpo de la collie y el sonido de sus suspiros de satisfacción le procuraban una ilusoria sensación de confort.

Tenía pocas opciones; su mente recobraba lentamente su actividad habitual. Podía dejar simplemente que la fecha de entrega del dinero, dentro de once días, transcurriera, para comprobar qué hacía él. Pero era una opción que había descartado. Podía tratar de vender la casa. No sabía si estaba en sus manos. Era un regalo del gobierno, pero no estaba segura de que pese a ser un regalo no estuviera sujeto a ciertas condiciones. Podía averiguarlo, pero si elegía esa opción, debía hacerlo sin demora. O podía acudir a Edwin o a Thomas —probablemente acudiría primero a Edwin— para contarles la verdad y dejar que ellos decidieran lo que convenía hacer. Seguramente acabaría haciéndolo, pero le disgustaba preocuparles con sus problemas y temía que en cualquier momento el asunto pudiera ser del dominio público.

Sin embargo, se sentiría muy aliviada de saber que ya no estaba sola, tener a alguien con quien compartir el problema.

Cerró los ojos e ignoró el morro húmedo de Lass restregándose contra su mano, pues había dejado de acariciarla y de rascarle detrás de las orejas. Si vendía su casa, quizá perdiera también su pensión. Se convertiría en una persona dependiente de otra. Tendría que vivir con Edwin y Beatrice o con Thomas y Anne.

Sin embargo, debía tratar de vender su casa. Cuando el pensamiento cobró forma en su mente, se estremeció angustiada.

Sonó una discreta llamada en la puerta.

—Pasa —dijo.

Su mayordomo entró portando una tarjeta en una bandeja y se acercó a ella.

Sophie la tomó, leyó el nombre escrito en ella y la estrechó contra su pecho. Bien, si había un espía, ahora tendría algo de qué informar.

—Di a sir Nathaniel Gascoigne que se vaya, Samuel —dijo—. Dile que no estoy en casa. Dile que no volveré a estar en casa nunca más. Y si se presenta otra vez, ahórrate la molestia de subir la escalera.

—Sí, señora —respondió el mayordomo esbozando una sonrisa cómplice.

Sophie se preguntaba a menudo si los otros sirvientes sabían que Nathaniel Gascoigne había pasado dos noches con ella en su alcoba. Probablemente. Era difícil ocultar algo al servicio doméstico.

—Samuel —gritó cuando el criado abandonó la habitación y cerró la puerta tras él. Sobresaltada, Lass saltó de su regazo y buscó un refugio apacible frente al hogar.

—¿Sí, señora? —preguntó éste abriendo de nuevo la puerta del cuarto de estar.

—Hazle pasar —dijo Sophie.

—Sí, señora.

La sonrisa cómplice había dado paso a una sonrisita de satisfacción.

Sí, lo sabían.

¿Qué había hecho ella ahora?

¿Qué había hecho?