Capítulo 14

Nathaniel había bajado a desayunar temprano, pero había comprobado que no tenía hambre y había decidido ir a White’s a leer la prensa matutina. No le apetecía leer la prensa. Entonces iría a ver si encontraba allí a algún amigo suyo, por ejemplo a Eden. Pero no quería ver a Eden, pues querría averiguar todo lo referente a anoche y qué había sucedido con lady Gullis.

Pero hacía una mañana espléndida, como comprobó al detenerse junto a la ventana de la habitación del desayuno. Una mañana ideal para dar un paseo a caballo. Debió haberse levantado y haber ido a cabalgar por el parque como tenía por costumbre, ya que de todos modos no había dormido. Pero no quería ver a sus amigos. Todos querrían saber qué había ocurrido anoche. Y querrían hablar sobre Sophie.

No había nada que decir sobre Sophie.

—Sí, ¿qué ocurre? —preguntó a su mayordomo cuando éste entró en la habitación detrás de él y carraspeó. Uno siempre podía adivinar la naturaleza del mensaje por la forma en que su mayordomo carraspeaba.

—Una dama desea veros, señor —dijo el sirviente—. Viene sola, señor. Le pregunté si deseaba hablar con las señoritas, aunque todavía están acostadas, pero dijo que no, señor, que deseaba hablar con vos.

¿Una dama? ¿Sola? ¿Lady Gullis? Pero él no creía que cometiera esa indiscreción, o que quisiera demostrarle que tenía más interés que él.

—¿Tiene nombre esa dama? —preguntó.

—La señora Armitage, señor —respondió su mayordomo.

¿Sophie?

—Gracias —dijo él—. Ahora voy. Condúcela al salón de las visitas, por favor.

—Sí, señor.

El mayordomo hizo una reverencia y se retiró.

¿Sophie? Pero ¿qué diantres?, se preguntó arrugando el ceño. Bien, había dudado en si tendría que hablar con ella, romper definitivamente la relación entre ellos. Pero la decisión ya no estaba en sus manos. Ahora podría hacerlo. Pero ¿por qué había venido aquí tan temprano y sola? ¿Tenía algún problema? ¿Habían estado él y sus amigos en lo cierto al intuir que era el temor lo que la había dominado anoche y la noche del baile en casa de lady Shelby? ¿Había necesitado la ayuda de ellos? ¿Su ayuda? ¿La necesitaba ahora?

Salió de la habitación del desayuno y se dirigió al salón de las visitas.

Al entrar la vio situada en el otro extremo de la estancia, de cara a la puerta. Se había quitado el sombrero, depositándolo en una butaca junto a ella. Presentaba su aspecto habitual: pulcro, austero y práctico, vestida con un traje de mañana de un azul ni claro ni oscuro y un tanto despeinada. Pero parecía distinta; lejos de mostrar su habitual talante plácido, amable y jovial, mostraba una expresión decidida y, casi beligerante.

Estaba muy guapa, pensó él, agachándose distraídamente para rascarle las orejas a la perra, que había atravesado la habitación apresuradamente para saludarle meneando la cola y con la lengua colgando entre sus fauces. Pero él no apartó la vista de la visitante.

—Sophie —dijo—. ¿Quieres que llame a una doncella?

—No —respondió ella.

—¿Has venido a ver a Lavinia? —preguntó él—. Me temo que salió hace dos horas.

—No —contestó ella.

Sonaba casi como una declaración de guerra. ¿Había venido para pelearse con él?, se preguntó Nathaniel picado por la curiosidad.

—¿De qué se trata? —preguntó, avanzando unos pasos hacia ella y enlazando las manos a la espalda—. ¿En qué puedo servirte, Sophie?

Al oír las palabras que acababa de pronunciar sonrió para sus adentros. ¿Era el mismo hombre que había decidido poner fin a su relación con ella? Pero en última instancia, seguía siendo su estimada amiga.

—Creo —dijo ella, inclinando la cabeza hacia atrás y alzando el mentón, lo cual le daba un aire aún más hostil—, que te debo una disculpa. No debí tratar de presentar al señor Pinter a tu sobrina. Debí decirle que te lo pidiera a ti.

Dicho así, el incidente que le había enfurecido y le había mantenido en vela toda la noche decidido a romper con ella parecía muy trivial.

—A veces —respondió él— nos pillan por sorpresa y no tenemos tiempo de pensar u obrar con sensatez. Al reaccionar como lo hice te puse en evidencia. Quizá debí limitarme a decir lo que pensaba. Pero no le habría presentado a Lavinia. Considero a Pinter un sujeto indigno de tener amistad con ella.

—Entonces, ¿aceptas mis disculpas? —preguntó ella, sonrojándose.

—Por supuesto —respondió él—. ¿Y tú aceptas las mías?

Él retiró las manos de su espalda y se dispuso a extenderlas hacia ella. Se estrecharían las manos y quizá se besarían y el asunto de la amistad de ella con Pinter —que a él no le incumbía— quedaría olvidado. Con suerte la temporada social no se habría estropeado de forma irremediable.

—No —contestó ella bajito.

Él arqueó las cejas y enlazó de nuevo las manos a la espalda.

—Creo —dijo ella—, que piensas que te pertenezco, Nathaniel. Como piensas que Georgina y Lavinia te pertenecen. Quizás exista cierta justificación en el caso de ellas, aunque no mucha. No eres dueño de nadie. Esas jóvenes están simplemente bajo tu tutela. Son personas. Yo soy una persona. Pero como soy mujer y tú… has estado dentro de mi cuerpo, crees que te pertenezco, que eres responsable de mí. Crees que puedes elegir a mis amigos y descartar a los que te disgusten. Jamás te he concedido ese poder sobre mi vida. No te lo di junto con mi cuerpo, te di únicamente mi cuerpo. Has contrariado mi expreso deseo de no inmiscuirte en el asunto.

Él sintió como si le hubieran dado un latigazo.

—Quería protegerte de todo daño, Sophie —dijo—. Todos queríamos protegerte.

—¿De todo daño? —preguntó ella—. ¿Del señor Pinter? Es amigo mío. Anoche se sintió profundamente humillado. Al igual que yo. Y tú fuiste el único culpable. No puedo reprocharte que te llevaras a Lavinia. Actuaste, bien o mal, inducido por tu sentido de la responsabilidad hacia ella. Pero te culpo por estar donde estabas en ese momento. Estabas conversando animadamente con lady Gullis hasta que el señor Pinter entró en la habitación. Debiste quedarte junto a ella. No os pedí a ti, a Eden, a Rex o a Kenneth que cerrarais filas a mi alrededor.

Ella tenía razón. Se habían extralimitado. Pero lo habían hecho con la mejor intención, la cual era más fuerte que la inquina que les inspiraba Pinter. Los cuatro habían observado la reacción de Sophie al verlo aparecer en el salón de lady Shelby, y él había visto algo más. La había visto tropezar mientras bailaban el vals y detenerse tan bruscamente que él la había pisado. Se había mostrado horrorizada de ver a Pinter. No sólo disgustada, sino aterrorizada. ¿Acaso era una interpretación demasiado exagerada de lo que los cuatro habían visto?

Él no creía que Pinter fuera su amigo.

Pero no tenía derecho a discutir con ella. Si Sophie no quería revelarle la verdad, estaba en su derecho.

—Es cierto, no lo hiciste —respondió él—. Perdónanos por preocuparnos por ti, Sophie.

—Vuestra preocupación me causó un profundo bochorno —replicó ella.

—Sophie. —Él la miró, ladeando un poco la cabeza. Había pasado toda la noche reflexionando sobre su ira, sobre lo que le reprochaba a ella. No había pensado en la humillación que la había causado—. No volverá a ocurrir, querida.

—No, no volverá a ocurrir —contestó ella—, como acabo de comunicar a tus amigos en el parque.

—¿Los has visto allí? —le preguntó él.

—Les he dicho lo que ahora te digo a ti —respondió ella—. No quiero más intromisiones en mi vida. Por parte de ninguno de vosotros. No quiero seguir siendo amiga vuestra. Ni tener más trato con vosotros.

Él asimiló sus palabras de una en una. Tardó unos momentos en encajarlas de forma que tuvieran sentido. Al hacerlo, observó que ella desviaba los ojos una fracción de segundo y luego volvía a fijarlos en los suyos.

—Debimos conformarnos con encontrarnos esa mañana en el parque —dijo ella—, cuando yo iba con Sarah. No debí acudir a Rawleigh House. No debí dejar que me acompañaras a casa, Nathaniel. Fue un error. Todo fue un error.

Era lo que él había pensado durante toda la noche. Sintió que se le encogía el corazón y un dolor lacerante en el pecho.

—Nuestra amistad es cosa del pasado —dijo ella—. Prosperó en unas circunstancias muy precisas y durante ese tiempo fue muy valiosa. Sigo atesorándola en mi memoria. Pero de eso hace mucho. Todos hemos cambiado, y todos tenemos ahora nuestras propias vidas, unas vidas separadas y muy distintas. No puedo integrarte en la mía y no permitiré que trates de integrarme en la tuya. Regresa junto a lady Gullis, Nathaniel. Ella puede ofrecerte lo que necesitas mejor que yo.

—¿Que regrese junto a ella?

Él arrugó el ceño.

—Sé dónde has pasado la noche —dijo ella, sonrojándose de nuevo—. Y tu semblante esta mañana indica que no has pegado ojo. Pero no importa. No tengo ningún derecho sobre ti y he renunciado a cualquier pequeño derecho que pudiera haber tenido. Te deseo que todo te vaya bien. Buenos días.

La perra, intuyendo que la visita estaba a punto de concluir, se levantó de donde estaba tumbada junto al hogar con gesto impaciente. Sophie se inclinó y recogió su sombrero.

—No puedes romper una amistad así como así, Sophie —dijo Nathaniel—. Puedes mantenerte alejada de mí y de mi familia, ignorarme cuando me veas, vivir tu vida sin ninguna intromisión o intento de protegerte por mi parte. Es evidente que no opinamos lo mismo sobre lo ocurrido con Pinter. Puedes comportarte como si no fuéramos amigos, como si nunca lo hubiéramos sido. Pero siguen estando presentes la solicitud, el afecto y la alegría que sentimos con sólo vernos. Éste es el fin de nuestra amistad como consecuencia de una decisión tomada por una de las partes.

Sin embargo, ella se había limitado a decir lo que él había decidido decirle…, y que no habría podido decirle, como comprendió ahora, al volver a verla.

—Maldito seas, Nathaniel —exclamó ella, sorprendiéndolos a los dos con ese lenguaje tan poco refinado y la vehemencia de su tono. Y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Maldito seas. Si no puedes sujetarme con cadenas, estás dispuesto a utilizar hilos de seda. Pero no lo toleraré. Te lo aseguro.

Ató las cintas de su sombrero con un lazo debajo de la barbilla con manos visiblemente temblorosas.

La perra se hallaba junto a la puerta, gimiendo debido a la impaciencia y moviendo la cola como un péndulo.

—¿Me permites que te acompañe a casa? —preguntó él bajito, desviando la mirada para que ella pudiera llevar a cabo su tarea con mayor facilidad.

—¡No! —contestó ella—. No, gracias. No quiero tener más trato con vos, señor.

Debió ser una decisión mutua, racional, pensó él. De repente no soportaba pensar en la vida sin Sophie, lo cual le alarmó. Durante tres años había vivido tan feliz sin verla ni tener noticias de ella, salvo la carta que ella le había escrito en respuesta a la suya.

—Descuida —dijo él, tomando su mano y acercándola a sus labios—, no discutiré contigo. Pero si me necesitas, Sophie, aquí me tienes.

Ella retiró la mano bruscamente, recogió el borde de su vestido y pasó apresuradamente frente a él. Él permaneció de espaldas a la puerta, escuchando cómo se abría, escuchando las pezuñas de la perra arañando el suelo de mármol del vestíbulo, escuchando al fin el silencio que se produjo cuando la puerta se cerró.

Ni siquiera se habían despedido.

Él le había besado la mano izquierda…, su mano izquierda desnuda.

Edén había ido solo a desayunar a White’s. Pero podría haberse ahorrado la molestia, pensó al abandonar el club al cabo de una hora aproximadamente. No tenía hambre y Nat no se había presentado. Quizá se habría animado de haber podido oír el relato —en versión corregida y enmendada, claro está— del éxito que había tenido Nat la noche anterior. Pero entonces habría tenido que contarle el encuentro con Sophie en el parque, un encuentro que les había disgustado e incluso contrariado considerablemente.

Sophie se había comportado de una forma nada característica de ella, haciendo que todos se sintieran como unos escolares que habían recibido una azotaina. Maldita sea, ellos sólo habían tratado de ayudarla, porque la estimaban y Walter ya no estaba aquí para ayudarla.

Edén se había encaminado a White’s después de regresar a casa a caballo. Se alegraba de haber ido caminando al enfilar un sendero a través del parque. Una buena caminata quizá le ayudara a despejarse. No sabía si ir a Upper Brooke Street para ver si Nat estaba en casa. Sería interesante comprobar que no estaba. Pero lo más probable es que estuviera. Nat se había vuelto condenadamente respetable y tenía que casar a su hermana y a su prima, aunque sabe Dios qué hombre se aventuraría a cargar con esa arisca pelirroja. Y puede que ni siquiera Dios tuviera la respuesta.

De pronto arrugó el ceño y se detuvo. ¡Hablando del rey de Roma! Había varias personas paseando por el parque, pues ya era bien entrada la mañana. Pero una de ellas, aunque se hallaba cierta distancia, destacaba entre las demás. Para empezar, caminaba como un hombre, aunque saltaba a la vista que no había ninguna otra cosa en su aspecto que fuera masculino. Segundo, iba sola. No se veía a ningún acompañante, doncella o lacayo junto a ella. Y tercero, Eden estaba convencido de que se trataba de Lavinia Bergland.

Cambió de rumbo y apretó el paso. Echó a andar hacia ella y por poco chocan, pues la joven tenía tanta prisa por llegar a su destino, fuera el que fuere, que caminaba sin mirar dónde pisaba. Se detuvo bruscamente cuando él apareció ante ella, quitándose el sombrero y haciéndole una exagerada reverencia.

—Ah —dijo ella—, sois vos.

—En persona —respondió él—. Debo aconsejaros que aminoréis el paso para que vuestra doncella pueda aparecer resollando y os dé alcance.

—Procurad no hacer el ridículo, milord —contestó ella.

—Lo procuraré —respondió él—, pero será muy aburrido. ¿Debo deducir que no habéis venido con vuestra doncella?

—¿Resollando detrás de mí? —preguntó ella—. Por supuesto que no. Tengo veinticuatro años, milord. Buenos días. Debo irme y no puedo entretenerme charlando con vos.

Durante unos momentos él pensó que la joven seguiría adelante aunque tuviera que derribarlo, pero en el último momento, al comprender que él no estaba dispuesto a apartarse, Lavinia no tuvo valor para seguir avanzando. Se quedó inmóvil, arqueó sus altivas cejas y asumió una expresión displicente que encajaba a la perfección con su talante.

—Disculpadme —dijo.

—Desde luego —respondió él—. ¿Puedo preguntaros vuestro destino, señorita Bergland?

—Mi destino no os incumbe, milord —replicó ella.

—En tal caso —dijo él—, deduzco que debe de ser Upper Brooke Street. Se da la circunstancia de que también me dirijo hacia allí. Os ofrezco mi brazo.

Upper Brooke Street se hallaba en la dirección opuesta a la que ella había tomado.

—Por supuesto, los lobos de Hyde Park me devoraran si voy sola —comentó ella—. No voy a casa, lord Pelham. Voy a ver a Sophie.

Ah.

—Supongo —dijo él—, que Nat sabe que os dirigís allí.

Después de alejarla de Sophie y de Pinter la noche anterior.

Ella alzó la vista al cielo,

—Esta mañana Nat tiene aspecto de no haber pegado ojo en toda la noche —respondió para satisfacción de Eden—, y está de un humor pésimo. Y cuando mencioné a Sophie soltó un bufido.

—¿Os parece prudente? —preguntó él—. Anoche tuve la impresión de que a Nat no le parecía bien que tuvierais tratos con el amigo de Sophie.

—Pero no voy a visitar al señor Pinter —replicó Lavinia—. Voy a visitar a Sophie. A mi amiga, señor. ¿Qué tiene que ver Nat con esto?

—Veamos —respondió Eden frunciendo el entrecejo—. ¿Todo?

Ella chasqueó la lengua con gesto impaciente.

—No voy a cortar mi amistad con Sophie simplemente porque Nat tenga manía al señor Pinter —dijo—. ¿Vais a quedaros ahí parado toda la mañana, milord? En tal caso, daré la vuelta y tomaré otro camino. A menos que penséis detenerme por la fuerza, claro está. Pero debo advertiros antes de que lo intentéis que me pondré a gritar con todas mis fuerzas y os causaré un espantoso bochorno.

Él no dudaba de que fuera capaz de hacerlo. En otra ocasión quizá la habría puesto a prueba. Pero esta mañana, no. Tenía otra alternativa, o puede que dos. Podía apartarse de su camino. Podía echársela al hombro y transportarla por la fuerza a su casa y entregársela a Nat. O podía acompañarla a casa de Sophie y dejarla ante la puerta sana y salva. Sería interesante comprobar cómo se comportaría Sophie con sus amigas: la señorita Bergland, Catherine y Moira. Le hizo una elegante reverencia y volvió a ofrecerle su brazo.

—¿Qué os parece si ambos transigimos para resolver nuestras diferencias de opinión? —le propuso—. Os acompañaré a casa de Sophie.

Tras reflexionar unos instantes, la joven asintió secamente.

—Gracias —dijo, aceptando el brazo que le ofrecía.

—Entiendo que sentís por el señor Pinter tan poca simpatía como Nat, ¿verdad, milord? —preguntó Lavinia después de que hubieran recorrido un trecho en silencio.

—Le conocimos en la Península —le explicó Eden—. Era teniente, dos grados por debajo de nosotros y de Walter Armitage. En cierta ocasión Walter, el esposo de Sophie, impidió que le ascendieran a capitán. Huelga decir que a partir de entonces no sintió precisamente simpatía por el comandante Armitage.

—¡Qué bobadas! —dijo ella—. Juegos de niños. La guerra es un juego para niños díscolos que no han madurado, ¿lo sabéis?

—Sí —respondió él—. Gracias por el cumplido.

Nat merecía ser elevado a los altares, pensó Eden. Dejando a un lado toda galantería, si Lavinia hubiera sido su pupila hace tiempo que la habría tumbado sobre sus rodillas y le habría propinado una azotaina. No aprobaba que los hombres pegaran a las mujeres, pero esa chica tenía la habilidad de introducirse debajo de la piel de un hombre como un molesto sarpullido.

Cuando se aproximaron a la casa de Sloan Terrace se preguntó si Sophie recibiría a Lavinia Bergland. Decidió esperar para comprobarlo, aunque, por supuesto, no trataría de entrar en la casa. Sophie se había expresado hacía unas horas con meridiana claridad.

Pero menos de un minuto después de que Lavinia dio su nombre al lacayo de Sophie, éste regresó y le pidió que le acompañara. Eden se inclinó para despedirse de ella y desearle buenos días, pero la joven echó a andar hacia la escalera sin decir una palabra ni volverse.

A fin de cuentas, pensó Eden cuando se alejó de la casa y se encasquetó de nuevo el sombrero, ella no le había pedido que la acompañara a casa de Sophie.

Sophie se había echado a llorar en cuanto había llegado a casa. Se había tumbado boca abajo sobre la cama y se había entregado a la más abyecta autocompasión. Pero al cabo de menos de media hora se había levantado, se había lavado la cara con agua fría y había sonreído con pesar al contemplar su enrojecido rostro en el espejo.

No se había producido el fin del mundo, pensó. Al menos, todavía.

Hacía poco menos de una semana, aparte del problema de las persistentes demandas de dinero por las cartas, se sentía relativamente satisfecha. El problema no era baladí, desde luego, pero vivía muy feliz sin ellos. Sin él.

Volvería a ser feliz. Tenía un agradable círculo de amigos y suficientes actividades sociales para impedir que se sintiera sola o se convirtiera en una ermitaña. No había nada en esas personas ni en esas actividades que pudiera suscitar el rencor de un pérfido individuo. Anoche se había quedado estupefacta al comprobar que Pinter pretendía robarle su tranquilidad de espíritu, impedir que gozara de los eventos organizados por la alta sociedad y despojarla de sus amigos y de su dinero.

Pues bien, aún no la había destruido ni lo conseguiría.

No puedes romper una amistad así como así… Siguen estando presentes la solicitud, el afecto y la alegría que sentimos con sólo vernos.

Sophie torció el gesto. Era muy propio de Nathaniel comportarse más que como un mero caballero. Al menos los otros habían tenido la elegancia de despedirse de ella cortésmente y marcharse, como unos perfectos caballeros, cuando ella había dicho lo que tenía que decirles. Pero él se había negado a aceptar la ruptura de la amistad entre ellos. No había gritado ni había discutido con ella. Había hecho algo peor. Se había mostrado amable, bondadoso y digno.

¿Se alegraba él con sólo verla?

Hoy le odiaba por las mismas razones que amaba en él, que siempre había amado en él. Aunque no había sido consciente de ello antes, ahora comprendía que Nathaniel siempre había sido menos egoísta, más sincero en su afecto que los otros. Quizá fuera el motivo por el que le parecía irresistible, el motivo por el que siempre hubiera estado más enamorada de él que de los otros tres.

Pero no quería seguir pensando en ellos. Hoy se había librado de una complicación en su vida y tenía que vivir con la tristeza y la soledad que ello le producía. Pero no dejaría que nada de eso la hundiera.

La noticia de que Lavinia esperaba abajo para verla le había parecido bastante inoportuna, pero no podía negarse a recibirla. Además, había sentido una dolorosa punzada de gozo al saber que la joven había venido, que venía de esa elegante y nada ostentosa mansión en Upper Brooke Street. Y quizá, pensó estúpidamente, le traía un mensaje de él.

Cuando el criado la hizo pasar al cuarto de estar, le tendió las manos.

—Supongo —dijo—, que es una visita secreta. Confío en que no te cause graves problemas.

—Cuando lord Pelham me vio en el parque, sola, se lanzó hacia mí a toda velocidad como todo oficial de caballería que se precie —le explicó Lavinia—. Le informé de que me pondría a gritar con todas mis fuerzas si trataba de obligarme a regresar a casa. De acuerdo, Lass, te acariciaré para que veas que me he fijado en ti. —Tiró de las orejas de la perra y Lass regresó satisfecha a su lugar junto a la chimenea—. Lord Pelham se asustó y decidió acompañarme aquí. De modo que supongo que si Nat siente la necesidad de emprenderla contra alguien, lo hará contra lord Pelham —añadió sonriendo alegremente.

Sophie se echó a reír.

—Lavinia —dijo—, eres deliciosa. Me alegro de verte. Siéntate y pediré que nos traigan el té.

—Gracias —respondió ésta, quitándose el sombrero y dejándolo a un lado—. Ahora quiero que me hables de tu amistad con el señor Pinter. Es bastante guapo, ¿no crees? Entiendo que a Nat y a sus amigos, y también a tu esposo, no les caía bien, quizá porque era un oficial de rango inferior a ellos y le consideraban un arribista. Los hombres se comportan como niños sobre estas cuestiones, como le comenté a lord Pelham. No le hizo ninguna gracia. Cuando se enfada pone una cara de superioridad deliciosa. En cualquier caso, quiero que sepas que si el señor Pinter es amigo tuyo, Sophie, también será amigo mío, y puedes presentármelo cuando lo desees.

—Querida —dijo Sophie, sentándose—, no deseo hacer eso. En realidad no es mi amigo.

—¿Ah, no?

Lavinia se sentó también, y se inclinó hacia delante, picada por la curiosidad.

No debía haber dicho eso, pensó Sophie. Pero ¿cómo iba a inducir a Lavinia a desafiar a Nathaniel sobre la conveniencia de entablar amistad con Boris Pinter cuando Nat tenía toda la razón? ¿Qué iba a decirle ahora?

Sonrió.

—El señor Pinter es un caballero que no goza de la estima de los demás —dijo—. Pese a su buena planta, tiene una personalidad desagradable que en lugar de atraer repele. Quizá sienta lástima de él. O puede que anoche tratara de imponer mi criterio sobre el de Eden y Nathaniel, que se habían acercado para protegerme contra las atenciones del señor Pinter, y sobre el de Rex y Kenneth, que se habían acercado también con la misma intención. Hace mucho que soy independiente para permitir que los hombres me ofrezcan su protección.

Lavinia parecía satisfecha.

—Los hombres son abominables —comentó—. Yo que tú, los reuniría a los cuatro y les echaría una buena bronca. Ojalá pudiera estar presente para oírlo —añadió riendo.

—Ya lo he hecho —dijo Sophie—. He ido aún más lejos, Lavinia. —De todos modos la joven no tardaría en enterarse—. He roto mi amistad con todos ellos. Les he dicho que no deseo tener más tratos con ellos.

Lavinia la miró sin comprender.

—De modo que no creo que Nathaniel te anime a continuar tu amistad conmigo —dijo Sophie sirviendo el té, que acababa de llegar—. Y no debes sentirte obligada a hacerlo. A fin de cuentas, es tu tutor hasta que te cases o cumplas treinta años, para lo cual aún faltan seis.

—¿Has roto todo trato con ellos? —preguntó Lavinia como si no hubiera escuchado lo último que había dicho su amiga—. Pero, Sophie, te estiman mucho. Y tú a ellos. Y aunque a veces Nathaniel y lord Pelham son muy irritantes, a los otros dos no los conozco bien, de modo que no puedo… Bueno, yo… Es decir, estoy segura de que obran de buena fe. En todo caso esto no me incumbe. ¿Quieres que hablemos de otra cosa?

—He leído El paraíso perdido, de Milton —dijo Sophie—. Es un volumen algo pesado. Pero tienes razón, Lavinia. Merece la pena leerlo.

—El pobre Milton no se percató de que creaba un héroe maravilloso en Satanás —observó Lavinia.

—La quintaesencia del rebelde —apostilló Sophie—. No me sorprende que simpatices con él.

Charlaron cómoda y animadamente. Sophie no pensó en el tremendo problema al que se enfrentaría si Boris Pinter decidía visitarla hoy, pero no creía que lo hiciera. Esperaría un tiempo antes de ofrecerle la siguiente carta con el fin de saborear la victoria de anoche durante unos días o unas semanas.

¿Se alegraba Nathaniel con sólo verla?, se preguntó. ¿Al igual que ella se alegraba al verlo a él?