Capítulo 13

Sophie no se habría sentido más atónita y humillada si la hubieran abofeteado. Ni más culpable. Iba a presentar a la sobrina de Nathaniel a Boris Pinter cuando podría haberlo hecho el propio Nathaniel. Pero iba a complacer a Pinter porque éste se lo había pedido a ella, al igual que le había presentado a Beatrice en el baile de lady Shelby.

Nathaniel había tomado a Lavinia del brazo, se había inclinado fríamente y hablado con meridiana claridad. Sus palabras y sus actos habían llamado la atención no sólo de su grupo, sino del grupo junto a ellos, en el que se hallaban Rex y Kenneth con sus esposas. Un gran número de personas habían presenciado la humillación que ella había sufrido. Nathaniel le había hecho un imperdonable desaire.

En ese momento le odiaba.

Y se odiaba profundamente a sí misma.

¿En esto se había convertido? ¿En una simple marioneta? ¿Lo sería el resto de su vida? ¿Plasta qué punto estaba dispuesta a dejar que otros la manipularan? ¿Sólo hasta cierto punto?

Pero no había tiempo para entretenerse a reflexionar. Sonrió y extendió el brazo hacia Boris Pinter.

—Señor —dijo—, ¿tenéis la amabilidad de acompañarme a la sala del refrigerio?

Saludó con una inclinación de cabeza a lady Gullis y a Eden, el cual la observaba fijamente, aunque no intentó detenerla.

Pinter le ofreció su brazo.

—Sophie —dijo cuando salieron del cuarto de estar y se detuvieron en el amplio descansillo que abarcaba las tres estancias habilitadas para la velada—, creo que no les caigo bien a nuestras mutuas amistades.

—Basta —se apresuró a decir ella—. Si os divierte hacer el papel de gato, señor, a mí no me divierte el de ratón. Me niego a seguir así.

—¿Preferís otro papel, Sophie? —preguntó él, riendo—. ¿Por ejemplo, el de paria de una nación?

Ella se temía que no era una gran exageración. Incluso se habría arriesgado a ello siempre que fuera la única persona afectada. Pero pensó en Sarah y en Lewis y, por supuesto, en Edwin y Beatrice. Ni siquiera Thomas, su hermano, quedaría inmune. Su éxito en los negocios dependía en gran medida de preservar su buen nombre. Y tenía tres hijos pequeños y esperaban un cuarto.

—Me he convertido a sabiendas en vuestra víctima —dijo—. Os he pagado por cuatro cartas e imagino que habrá más por las que os tendré que pagar cuando os convenga. Esto es una cosa, señor. Pero hay otra, este hostigamiento al que me sometéis. ¿Qué os proponéis con ello?

—Cuando me enrolé en el regimiento de caballería, Sophie —respondió él—, soñaba como todo joven oficial con cumplir con mi deber, distinguirme, obtener una rápida promoción. Desgraciadamente tengo un padre que no me estima, el cual estaba dispuesto a comprar mi nombramiento militar con tal de librarse de mí, pero que se negó a comprarme otro ascenso. Un padre antinatural, ¿no creéis? Todo se desarrolló según lo previsto hasta que, siendo yo un teniente, traté de obtener una capitanía. Vuestro esposo impidió que me concedieran el ascenso por el simple hecho de que me tenía inquina. Yo seguía siendo teniente cuando vendí ni nombramiento.

—Eso fue entre vos y Walter —dijo Sophie—. O entre vos y el ejército. No tiene nada que ver conmigo.

—Y ahora vos —dijo él—, la hija de un simple tratante de carbón, os habéis convertido en la favorita de la alta sociedad. Y en la favorita de esos seres privilegiados, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Quizás os hayáis marcado unos objetivos muy ambiciosos. Pelham es un hombre soltero, al igual que Gascoigne, un barón y un baronet. Cualquiera de ellos constituye un escalón superior al mero hermano de un vizconde.

¡Ay, Nathaniel!

—Qué ridiculez —replicó ella con desdén. Pero había captado el mensaje. Pinter deseaba vengarse además de obtener una suculenta cantidad de dinero. Arruinaría su vida social, pensó Sophie, al igual que sus amistades, con tal de consolarse por haber truncado Walter su carrera militar.

¿Arruinaría también su maravillosa primavera? Ella no podía olvidar la frialdad en los ojos de Nathaniel cuando éste la había mirado a los suyos y había adivinado su intención de presentar a Boris a Lavinia. Sin embargo, unos minutos antes de ese incidente, sus miradas se habían cruzado y en sus rostros se había pintado una sonrisa apenas perceptible. Un signo de que cada uno era consciente de la presencia del otro, quizás incluso de afecto.

Ahora todo se iría al traste. No, no era algo que ocurría en el futuro. Ya se había ido al traste.

—Entiendo —dijo ella—. Debo permanecer alejada de mis amigos, de los eventos organizados por la alta sociedad. ¿Es eso lo que pretendéis? ¿Proclamar lo que sabéis a los cuatro vientos? ¿Enviar un par de cartas a los periódicos? Habréis provocado un glorioso escándalo, pero habréis perdido vuestro poder sobre mí. ¿Qué preferís?

—Cualquiera de las dos cosas, Sophie —respondió él—, me proporcionaría una gran satisfacción.

Sí, ella le creía. Y comprendía también, aunque quizás él no había pretendido que lo supiera, que con el tiempo conseguiría ambas cosas: todo el dinero que ella pudiera reunir de sus propios fondos y de los de sus parientes y destruirla socialmente. Los miembros de la alta sociedad no aceptarían de buen grado que ella les hubiera engañado tan descaradamente.

—Voy a dejaros, señor —dijo ella—, para ir en busca de mi cuñada. Si fuera vos, no me precipitaría, no sea que arruinéis vuestra diversión demasiado pronto. Todos los escándalos acaban muriendo. Entonces tendréis que buscar algo nuevo, o a otra persona, con quien divertiros.

—Sophie. —Él tomó su mano y se inclinó sobre ella, aunque esta vez no se la besó—. Sois una adversaria peligrosa, estimada amiga. Walter no os merecía. Aunque supongo que cuando una tiene hollín debajo de las uñas, no puede permitirse demasiados remilgos.

—Buenas noches, señor.

Ella le sonrió para que lo vieran todas las personas que se hallaban en el descansillo y regresó al cuarto de estar. Le disgustaba volver a entrar allí, imaginar —y no estar segura de que fueran imaginaciones suyas— que los demás la observaban con curiosidad. Kenneth y Moira seguían ahí. Pasó junto a ellos y fue en busca de Beatrice. Había decidido alegar que tenía jaqueca y pedir que el coche la llevara de regreso a casa. Pero cambió de parecer. No se comportaría como una cobarde.

Al cabo de unos minutos vio a Nathaniel. Mantenía de nuevo un tête-à-tête con lady Gullis, inclinándose hacia ella para oír lo que ésta decía sobre el barullo de voces. Tenía su maravillosa sonrisa pintada en los labios. Mientras les observaba, ambos abandonaron el cuarto de estar, no para dirigirse hacia las otras estancias, sino hacia el descansillo y la escalera. No regresaron.

Bien, pensó ella, sabía que su relación con él sería algo muy pasajero. Había confiado en que durara algo más, quizás unos pocos meses más. Pero no lamentaba que se hubiera terminado tan pronto. Sabía desde el principio que jugaba con fuego, que acabaría haciéndola sufrir. Nunca lograría convencerse de que su amor por él podía persistir más allá de lo que dura una intensa relación sexual. Todo lo contrario.

Había pasado dos noches con él. Al menos tendría esos momentos para recordarlos el resto de su vida. Pero la relación no había durado lo suficiente para dejarla sola y desconsolada. Era preferible así.

Cinco minutos después de verlo partir se preguntó cómo se sentiría si se quedaba sola y desconsolada. ¿Acaso podía ser peor que lo que sentía ahora?

A la mañana siguiente Nathaniel no fue a dar su habitual paseo a caballo con sus amigos. Yacía en la cama, pero no dormía. Se había acostado una hora antes de la hora que solía levantarse, convencido de que dormiría, de que necesitaba dormir.

Había pasado buena parte de la noche deambulando por las calles. Podría haber ido a casa de Sophie, puesto que era allí donde había deseado ir antes. O podría haber pasado esas horas en el lecho de lady Gullis; la había acompañado a casa, pero se había disculpado por no entrar diciendo que no deseaba comprometer su reputación ante sus criados. Ella se había mostrado halagadoramente decepcionada, pero era un argumento que no podía refutar. O podría haber ido en busca de Eden u otro de sus amigos, muchos de los cuales tenían la costumbre de trasnochar y regresar a casa al amanecer.

O podría haber vuelto a casa y acostarse.

Pero había deambulado por las calles e incluso había tenido la experiencia, profundamente satisfactoria, de ahuyentar a un ladrón en ciernes con su bastón.

Estaba de mal humor porque su relación con Sophie no se desarrollaba como él había previsto. Buscaba paz y comodidad —además de un sexo ardiente y placentero— después de haber asumido durante los últimos años la responsabilidad de convivir con una legión de parientas femeninas. Exageraba, desde luego. Pero ésa era la sensación que había tenido. Había confiado en satisfacer sus propios deseos esta primavera, además de encontrar marido para Georgina y Lavinia.

Sophie le había parecido la elección perfecta después de la sorpresa inicial al comprobar que se sentía atraído por ella en ese sentido, una atracción que al parecer era mutua.

Pero ella había cambiado. Pese a mostrar el aspecto y talante habituales, ahora tenía su propio criterio y su propia vida. No tenía que extrañarle, puesto que no la había visto en tres años. Y no eran unos rasgos indeseables en una mujer que vivía de forma independiente. Y tenía un secreto —estaba convencido de ello— que no quería compartir con él.

Ya no era la plácida y entrañable Sophie que siempre estaba dispuesta a satisfacer la necesidad de un hombre de sentirse mimado y su afán de proteger. Quizá podría haber satisfecho este último deseo, pensó, pero era evidente que Sophie no deseaba su protección. Por tanto, la relación se había hecho incómoda para él, problemática. Precisamente había venido a la ciudad huyendo de este tipo de conflictos.

Pensó con tristeza en las dos noches que habían pasado juntos, en la reconfortante sensación de complicidad que había experimentado cuando habían yacido juntos, en la insólita pasión que ella le había demostrado, en la intensa satisfacción que ambos habían obtenido al copular. Pensó también en la inquietante sensación que él había experimentado después de la segunda noche —anoche— al comprender que era una relación más seria de lo que él pretendía.

Anoche había sido muy desagradable. Por motivos que sólo ella conocía —¿quizá su afán de reafirmar su independencia?—, Sophie había decidido desairarlos a todos. Debió de comprender que los cuatro habían permanecido cerca de ella para que no tuviera que saludar a Pinter o soportar su presencia. Ella les había demostrado que se reservaba el derecho de tener los amigos que quisiera.

El hecho de comprender que ella tenía razón no contribuyó a mejorar su talante. Después de una relación que había durado menos de una semana, había empezado a pensar en ella casi como pensaba en sus hermanas y Lavinia, como alguien que necesitaba su protección, que la ayudara a manejar las riendas de su vida. Casi como si ella le perteneciera.

Todo había terminado entre ellos. Había terminado antes de que el asunto se pusiera demasiado serio. No debió comenzar nunca. Una relación amorosa entre amigos siempre acababa mal. Una cosa era la amistad, y otra muy distinta el sexo. Era absurdo tratar de aunar ambas cosas, salvo quizás en el matrimonio. Pero ése era otro tema. Él no buscaba esposa.

Todo había terminado entre ellos. Lo único que no había decidido durante la noche que había permanecido en vela era si debía comunicárselo a ella, hacerle una visita formal con ese propósito, o si bastaba con dejar que el asunto muriera de forma natural.

Había decidido iniciar una relación con lady Gullis. Aunque era una mujer inteligente, con sentido del humor y encantadora, su relación con ella tendría una sola función. Era preferible así. Había quedado en llevarla a los Kew Gardens dentro de dos días. Luego se acostaría con ella. Probablemente sería mejor alquilar una casa. Ella no querría que la visitara en la suya, aunque anoche le había invitado a entrar. Pero él no deseaba hacerlo. El rumor se propagaría inevitablemente, y aunque nadie podría hacerles ningún reproche porque llevarían su relación con la suficiente discreción para satisfacer los escrúpulos de la alta sociedad, no quería adquirir ese tipo de notoriedad. Esos tiempos habían pasado para siempre.

Trató de conciliar el sueño, aunque la luz del día inundaba la habitación. Pero no dejaba de ver la mano de Sophie con la marca visible en el dedo anular en el que había lucido siempre su anillo de casada. Y su cuello desnudo. No llevaba sus perlas. Ni su anillo. Había multitud de explicaciones, ninguna de las cuales le concernía.

Sophie no le concernía.

Trató de pensar en lady Gullis, imaginar…

Por fin retiró bruscamente las ropas de la cama, se levantó de pésimo humor y llamó a su ayuda de cámara.

Sophie no pegó ojo en toda la noche, aunque permaneció acostada en la cama durante dos horas antes de levantarse e instalarse cómodamente en la butaca junto al hogar, que estaba apagado. No podía dormir en esa cama, al menos esta noche. Había imaginado percibir el olor de él en la almohada junto a la suya, y se había tumbado boca abajo para sepultar la nariz en los recuerdos antes de colocarse de nuevo boca arriba, furiosa consigo misma, furiosa con él, furiosa con todo y con todos.

Odiaba sentirse impotente. Odiaba sentirse atrapada en todos los aspectos. Tenía que hacer algo. Pero apenas podía hacer nada, aunque anoche su ira la había inducido en un principio a desafiar a Boris Pinter, a librarse de su poder, a retarle a que tratara de arruinarla.

Pero Sarah había estado acompañada del vizconde de Perry, mostrando un aspecto juvenil, inocente y feliz…

No obstante, había algo que podía hacer, y lo haría. Ya no estaba en España. Esos tiempos habían pasado hacía mucho. Ahora era una persona distinta. Llevaba tres años sola, organizando su vida sin ayuda de nadie. ¿Es que no lo comprendían? Pues había llegado el momento de que lo comprendieran.

Se había alegrado de volver a verlos. Había creído que podría rescatar el tiempo perdido, pero era imposible. Su vida ahora era más complicada, y más desdichada.

Infinitamente más.

Recordó a qué hora de la mañana se había encontrado con ellos en el parque con Sarah. Se preguntó si acudían cada mañana a dar un paseo a caballo. Suponía que sí. Alguien lo había mencionado la primera noche en Rawleigh House. Lo más práctico sería que volviera a verlos a todos juntos lo antes posible. De esa forma podría empezar a recomponer una parte de su vida.

Durante un breve tiempo podría hacerse la ilusión de que controlaba la situación. Hasta que él «descubriera» la siguiente carta y ella tuviera que afrontar el hecho de que no tenía dinero con que pagarle ni nada que vender.

Ya pensaría en ello cuando llegara el momento. Día a día.

Así pues, Sophie fue a dar un paseo por el parque a primeras horas de la mañana, sola, aunque acompañada por Lass, por supuesto. Samuel le había preguntado si quería que llamara a Pamela para que la acompañara y la había mirado con gesto de desaprobación cuando ella había respondido negativamente, pero sus criados no eran sus guardianes. Era más que capaz de asumir el control de su vida y eso era justamente lo que iba a hacer hoy.

Era una quimera, desde luego.

Llevaba tres cuartos de hora caminando por el parque cuando los vio a lo lejos, dirigiéndose a caballo hacia ella: tres jinetes, no cuatro. Se preguntó cuál de ellos faltaba y rogó en silencio que no fuera Nathaniel. No quería tener que hablar con él por separado.

Pero era Nathaniel. Al parecer, la suerte no estaba de su parte.

Ellos la habían visto. Sonrieron alegremente cuando se acercaron, como si anoche no hubiera ocurrido nada de particular. Quizás a ellos no les había parecido un incidente digno de tener en cuenta. Pero ella no dejaría que esa posibilidad la disuadiera de su empeño.

—Sophie —dijo Kenneth mientras Lass brincaba alrededor de ellos como si los caballos y los jinetes fueran unos amigos a quienes no veía desde hacía mucho tiempo—. Buenos días. Hace realmente un día espléndido, para variar.

—¿Estás sola, Sophie? —preguntó Rex, mirando a su alrededor como si esperara ver a una criada salir de detrás de unos arbustos cercarnos y hacerles una reverencia.

—Como habrás observado, Sophie —dijo Eden, sonriendo—, estamos todos presentes y a punto de revista, salvo Nathaniel. Al igual que tú. Confío en que nos ayudes a tomarle el pelo. Anoche acompañó a lady Gullis a casa después de la fiesta —añadió guiñándole el ojo.

—Una noticia por la que sin duda Sophie te estará eternamente agradecida, Eden —comentó Rex secamente—. No se te ocurra compartirla también con Catherine.

—Sophie no tiene tantos remilgos —replicó Eden—. Y tengo que alardear de mis dotes de casamentero ante alguien que los aprecie.

Todos parecían sentirse muy satisfechos consigo mismos y con el ausente Nathaniel, observó Sophie, dadas las circunstancias de su ausencia.

Les miró con gesto serio.

—Ya no estamos en la Península, Eden —dijo—. Ya no soy la esposa de Walter, la «buena de Sophie». Esos tiempos han pasado para siempre y te agradecería que lo tuvieras presente.

Kenneth sonrió con picardía. Eden parecía abochornado.

—Lo siento mucho, Sophie —dijo—. Supuse que la broma te haría gracia.

—No me ha hecho gracia —respondió ella—. Ni tampoco vuestro empeño en tratarme como alguien incapaz de vivir su propia vida, tener su propio criterio o elegir a sus propios amigos. —Los miró a todos de uno en uno; ellos también se habían puesto serios—. No me gusta que nadie se inmiscuya en mi vida.

—¿Te refieres a anoche? —preguntó Rex después de un incómodo silencio—. No queríamos que se repitiera lo que había ocurrido en el baile de lady Shelby, Sophie. No queríamos que ese individuo te atemorizara.

—No estaba atemorizada —contestó ella secamente—. El ambiente en el comedor era irrespirable y estuve a punto de desmayarme. El señor Pinter es amigo mío. Ninguno le teníais simpatía en la Península. Ni tampoco Walter. Yo soy yo, Sophie, y a mí me cae bien. Es amigo mío y me molesta profundamente el bochorno de anoche, cuando dejasteis muy claro, a él y a mí, que os considerabais mis guardaespaldas para mantenerlo alejado de mí. No lo toleraré.

—Sophie… —dijo Eden, pero ella se volvió y le miró indignada.

—No lo toleraré —repitió—. Si tengo que elegir entre vosotros cuatro o él, elijo al señor Pinter. No ha hecho nada que me ofenda. Vosotros, sí. Quizá no lo hicisteis adrede, pero me tratasteis como a una niña. No, peor que a una niña. Tú, Eden, crees que tus comentarios subidos de tono me divierten, que soy vuestra «camarada». No lo soy. Soy una mujer con la sensibilidad de una mujer, al igual que Catherine o Moira o cualquier otra dama. Quizá nos sea una dama, pero tengo los mismos sentimientos que una dama.

—Sophie… —dijo de nuevo Eden, con gesto consternado—. Querida…

—No soy tu «querida» —dijo—. No soy nada para ti, Eden. No soy nada para ninguno de vosotros. Convendría que lo tuvierais presente. Tiempo atrás fuimos amigos, y me alegré de volver a veros. Disfruté recordando en Rawleigh House los viejos tiempos, Rex. Te agradezco que tú y Kenneth me presentarais a vuestras esposas. Pero los tiempos han cambiado. No quiero tener más trato con vosotros.

Todos la miraban fijamente como esperando que rompiera a cantar en cualquier momento o se pusiera a bailar, pensó ella.

Kenneth fue el primero en recobrar la compostura. Se tocó el ala del sombrero con su fusta e inclinó la cabeza ante ella.

—Mis más sinceras disculpas, Sophie —dijo—. Buenos días.

Los otros dos murmuraron algo semejante y los tres se alejaron a caballo. Ella se alegró de que ninguno se volviera, pues habría visto que seguía clavada en el sitio, temblando como una hoja agitada por el viento.

No se había propuesto decir la mitad de lo que había dicho. Y menos lanzarse a la yugular de Eden, acusándolo de ofenderla con sus comentarios subidos de tono. Y les había acusado a todos de no tratarla como a una dama simplemente porque no lo era. Nunca había pensado en ello. Las palabras habían surgido de no se sabe dónde.

Se había propuesto poner fin a su amistad con ellos con calma y de forma racional, suponiendo que fuera posible poner fin a una amistad de esa forma.

Se sentía desolada, pensó, tratando de controlar sus temblores y los latidos de su corazón. Así era como se sentía en estos momentos. ¿Era mejor o peor que la tristeza que había sentido anoche? Pero no podía compararse. Aún no había hablado con Nathaniel. Parecía una crueldad del destino que precisamente esta mañana él no estuviera con sus amigos.

Estaba con lady Gullis. Había pasado la noche con esa mujer en su lecho, haciéndole las cosas que había hecho con ella la noche anterior. Al pensarlo se horrorizó, no sólo debido a los intensos celos que sintió —aunque también por eso, por más que le humillara reconocerlo—, sino porque hacía que se sintiera como una vulgar pelandusca.

Él llevaba poco tiempo en Londres, pero ya había pasado una noche en un burdel —¿acaso no se lo había contado Eden en casa de Rex?—, dos noches con ella y una noche con lady Gullis.

Y ella había pensado que había algo hermoso, algo especial en las noches que habían pasado juntos… Incluso se había humillado proponiéndole que mantuvieran una relación duradera. ¡Cómo debió de reírse él de lo fácil que le había resultado conquistarla!

Le odiaba. Y se odiaba a sí misma. Principalmente a sí misma. ¿Cuándo aprendería que los sueños —o en todo caso la posibilidad de alcanzarlos— no eran para ella? Era demasiado vulgar y corriente y poco interesante. Poco femenina. Detestaba su falta de autoestima.

Y cuando había soñado con un hombre, éste había resultado ser un sinvergüenza. Siempre lo había sido. ¿No había aprendido nada en todos los años que ella había permanecido con el ejército?

¿Podía dar por zanjada la tarea que se había propuesto llevar a cabo esta mañana?, se preguntó. ¿Irían todos a contar a Nathaniel lo que ella les había dicho? Estaba convencida de que lo harían. No era necesario que siguiera sometiéndose a este suplicio.

Pero no. Perversamente, había habido algo maravillosamente satisfactorio para su dolorido corazón en la confrontación que había tenido con ellos. Sería aún más satisfactorio arrojar a la cara de Nathaniel su desprecio y resentimiento. Aún veía los ojos de él fijos en los suyos anoche segundos antes de volverse desdeñosamente con Lavinia, dejándola con la mano extendida, la sonrisa en los labios y la boca abierta, dispuesta a hacer las presentaciones de rigor.

¿Cómo pudiste hacerme eso, Nathaniel?

Se volvió y echó a andar con paso decidido hacia Upper Brooke Street.