Capítulo 12

Lady Gullis estaba convencida de que había saldado su deuda con la sociedad y que ahora tenía el derecho de hacer lo que le viniera en gana. Se había casado a los veinte años —Nathaniel pensaba que para describir la transacción con más exactitud cabía decir que «la habían casado»— con el inmensamente rico lord Gullis, quien le triplicaba la edad. Éste había vivido para gozar de su matrimonio poco más de un año. No había dejado de estar enamorado de su esposa hasta su muerte, y ésta había heredado todo lo que no le correspondía por derecho propio a su heredero.

Ahora, todavía muy joven y más bella incluso que antes de casarse, la viuda perseguía su gratificación personal. No buscaba marido, sospechaba Nathaniel, aunque no se lo hubiera dicho Eden, sino un amante que satisficiera sus deseos sexuales hasta que partiera en verano para emprender una gira por el Continente que duraría aproximadamente un año.

Estaba claro que la noche anterior Eden había cumplido a la perfección el papel de casamentero que había asumido. La dama no tardó en ingeniárselas durante la velada en casa de la señora Leblanc para incorporarse a un pequeño grupo que conversaba animadamente, en el cual se hallaba Nathaniel. Sus parientes femeninas le habían abandonado: Georgina porque el joven Lewis Armitage la había invitado a unirse a un grupo alrededor del piano, y Lavinia porque se había alejado sin mayores explicaciones para charlar con Sophie. Margaret, puesto que de momento no tenía que hacer de carabina de nadie, se había alejado con su esposo para cambiar novedades y cotilleos con un grupo de amistades.

De modo que se había quedado con la viuda, pensó Nathaniel divertido. Al poco rato los demás componentes del grupo se habían dispersado y ellos dos se habían quedado solos. Lady Gullis, pensó Nathaniel, daba la impresión de ser una mujer que sabía lo que quería y cómo conseguirlo. Era extremadamente hermosa, desde luego, aunque la palabra «hermosa» no alcanzaba a describir sus encantos. Era, para decirlo sin rodeos, increíblemente voluptuosa. Asimismo era una buena conversadora y tenía un gran sentido del humor, unos rasgos que equilibraba el efecto de su presencia física. No era la típica mujer bella pero tonta.

Edén había cumplido su palabra, según comprobó Nathaniel. Estaba con Sophie y Lavinia, aunque ésta sin duda le hacía sentirse como un intruso. Había algo en Eden que suscitaba decididamente una profunda hostilidad en Lavinia. Quizá la joven presentía que no era el tipo de hombre que tomaba en serio sus relaciones con las mujeres, aunque le gustara utilizar su encanto —y sus ojos azules— para encandilarlas. Sí, era el tipo de hombre que ella despreciaba.

Lady Gullis le preguntó sus impresiones sobre España, uno de los destinos que pensaba visitar el año próximo. Era lo bastante inteligente para saber que en tiempos de guerra un país sin duda parecía radicalmente distinto que en tiempos de paz. Él respondió a sus preguntas mientras una parte de su mente estaba en otro sitio.

Si Eden había juzgado necesario desafiar las iras de Lavinia y renunciar a la compañía de otras bellezas para permanecer junto a Sophie, pensó Nathaniel, debía de tener un buen motivo. Ese motivo sólo podía ser la presencia de Boris Pinter en la casa. Nathaniel no le había visto, pero había tres salones contiguos habilitados para la velada, y todos estaban llenos de gente. Rex y Ken se habían dirigido con sus esposas a la sala de música, situada junto al cuarto de estar, pero habían regresado al poco rato y se habían situado no lejos de Sophie. No formaban parte de su grupo, pero se hallaban cerca.

Sí. Nathaniel sonrió ante un comentario que hizo lady Gullis sobre las incomodidades de viajar. Si pudiera ponerle ruedas a su casa y llevársela consigo, dijo sonriendo, se sentiría completamente feliz. Sí, Pinter debía de estar aquí. Y Rex, Ken y Eden se afanarían en disuadirle de que se acercara a Sophie y le estropeara la velada, como había hecho en el baile de lady Shelby. Quizás él también…

—Sigamos a esa bandeja —sugirió, indicando a un criado que se hallaba cerca—, para poder ofreceros otro refresco. Hace mucho calor aquí, ¿no os parece?

Ella apoyó una mano en la manga de él, rozando levemente con sus dedos largos y cuidados la piel del dorso de su mano. Él se las ingenió para conducirla cerca del grupo en que se hallaba Sophie. Confiaba en que ésta no sospechara sus intenciones. Probablemente se enojaría, como no se había enojado nunca con ellos, al percatarse de que estaba bajo la estrecha protección de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.

En cuanto ella había entrado en el cuarto de estar con su familia, él había observado que no lucía su collar de perlas. No era una pieza muy valiosa y nunca se había fijado detenidamente en ella, pero ahora notó su ausencia. El vestido oscuro y un tanto anticuado que llevaba parecía más insulso que nunca. Su cuello parecía desnudo. Trató de recordar las joyas que ella solía llevar y reconoció que siempre lucía un collar de perlas de una vuelta. Siempre, en todas las veladas sociales a las que ambos habían asistido.

Pero esta noche no lo llevaba.

Él se fijó en si lucía su alianza matrimonial, aunque era difícil verlo desde el otro lado de la habitación. Anoche sí la llevaba. En esos momentos Nathaniel había supuesto que quizá se la había quitado en deferencia a él. De no ser por la ausencia del collar de perlas, no se le habría ocurrido fijarse en si la llevaba esta noche. Estaba casi seguro de que no.

Algo andaba mal, pensó, convencido de que no reaccionaba de forma exagerada ante una circunstancia trivial.

Lady Gullis mantuvo la mano sobre su brazo incluso después de que él retirara el vaso vacío que sostenía en la suya y lo sustituyera por uno lleno que tomó de la bandeja que portaba el criado. Las yemas de sus dedos juguetearon distraídamente sobre el dorso de su mano. Ella le preguntó, con una voz gutural que él no recordaba haber oído en los años precedentes, cómo era posible que un caballero que había vivido una vida tan intensa como oficial de caballería en la guerra se conformara presentando a su hermana y a su prima en sociedad sin buscar otras diversiones. Nathaniel supuso que se disponía a asestarle el golpe de gracia.

Se le ocurrió que de haber sucedido hacía unos días, se habría sentido más que complacido. Ella era todo cuanto él había soñado hallar en una mujer: rica e independiente, deseosa de divertirse sólo durante unos meses, muy bella, extremadamente apetecible y, para colmo, interesada en él.

—Tengo, como es natural —respondió él—, mis clubes, las carreras y mis amigos, por no mencionar la amena conversación que me ofrecen mis compañeros, además de mis parientes.

Recordó demasiado tarde la opinión que al parecer tenían las mujeres con respecto a su sonrisa. La miró sonriendo y ella se sonrojó ante lo que interpretó como un cumplido.

Maldito Eden.

Pero no era justo. Si lo deseaba podía pasar la noche en el lecho de esta mujer, pensó Nathaniel. Si lo deseaba podía ser su compañera de cama durante el resto de la primavera, y ninguna mujer se había quejado nunca de sus dotes amatorias. No tenía duda de que lady Gullis sería una amante interesante y apasionada. Y si el asunto cuajaba sería gracias a Eden. Al pensar en ello y mirar a su amigo, vio que éste le guiñaba el ojo. Y Kenneth, que estaba situado a espaldas de Moira, le miró arqueando las cejas y frunciendo los labios.

Maldita sea, todos parecían mostrar su aprobación. Incluso Ken.

Lo que él debería sentir en estos momentos, pensó Nathaniel, era rabia de que esto hubiera ocurrido demasiado tarde. Podía haber conquistado a esta mujer y haber evitado complicarse la vida con Sophie. La miró mientras lady Gullis le preguntaba si había visitado este año los Kew Gardens, añadiendo que si no lo había hecho, debía hacerlo acompañado de alguien que supiera apreciar su belleza junto con él.

En cuanto a su aspecto, Sophie no podía compararse con lady Gullis, era muy elegante y vestía ropa cara, con el cuello, las orejas, las muñecas e incluso su cabello rubio adornados con joyas. Sophie no vestía con elegancia ni ropa que la favoreciera. Nunca lucía un atuendo que pusiera de realce su bonito cuerpo excepto en la alcoba, pensó él. Con su bata de color pálido y el pelo suelto estaba muy atractiva. Desnuda estaba bellísima. Tenía un estilo sereno y alegre, desprovisto de las artes y los encantos de la mujer que en estos momentos llevaba él del brazo. Por lo demás, recordó Nathaniel, Sophie era capaz de una gloriosa pasión.

Sonrió a lady Gullis y le dijo que procuraría sacar tiempo para visitar los Kew Gardens antes de regresar a casa en verano, siempre y cuando los numerosos eventos organizados por la alta sociedad y el tiempo lo permitieran.

Oyó la risa de Eden, seguida por la de Sophie y la de Lavinia, y comprendió que prefería estar con ese grupo que con lady Gullis. Prefería el olor del jabón que utilizaba Sophie y contemplar el desordenado halo de rizos rebeldes que enmarcaban su rostro. Prefería escuchar su sensata voz diciendo cosas sin ánimo de flirtear con un hombre. Prefería no tener que sopesar cada palabra que decía y cada sonrisa que esbozaba para no dar una impresión errónea.

Y si deseaba pasar la noche en el lecho de una mujer, pensó, prefería pasarla en el de Sophie. Le había sorprendido recordar a lo largo del día la primera parte de la noche anterior, cuando yacían juntos conversando y cogidos de la mano, al igual que la grata satisfacción con que recordaba las dos veces que habían copulado.

Ser amante de Sophie le producía una satisfacción tan agradable como sensual. No había esperado hallar ambas cosas en el lecho de una mujer. Pero así era. Y recordó que después de la primera vez que habían copulado anoche había tenido la sensación de que habían iniciado algo mucho más serio de lo que él se había propuesto. Lo recordó sin la inquietud que había experimentado en ese momento.

Había algo especial en Sophie. Siempre lo había sabido, al igual que todos. Nunca habían tomado bajo su protección a la esposa de otro oficial como habían hecho con ella, pese a que Walter no era amigo íntimo de ninguno de ellos. Pero había también algo especial en esta nueva relación que mantenían ahora. Especial en una forma imposible de expresar con palabras.

De pronto su mirada se cruzó con la suya y ambos se sonrieron discretamente. Él se preguntó si a ella le parecería que se extralimitaba si iba a verla de nuevo esta noche. Decidió buscar un momento más tarde para preguntárselo. De paso le recordaría que era libre para negarse. Pero confiaba en que no se negara.

—Esta noche no he traído a mi acompañante —dijo lady Gullis—. Una tiene que tener una acompañante para cubrir las apariencias. Había sido mi institutriz, pero ahora la pobre está sorda, y se cansa con facilidad. Le prometí que esta noche no me ocurriría ningún percance si no me acompañaba, y la convencí para que se acostara temprano. Duerme como un tronco —añadió riendo ligeramente—. Estoy segura de que esta noche no me ocurrirá nada cuando circule por las calles de Mayfair sola en mi carruaje, ¿verdad, señor? Tengo un cochero y un lacayo fornidos.

Algunas situaciones eran inevitables.

—Estoy seguro de que mi hermana y mi cuñado estarán encantados de acompañar a casa a mis pupilas —respondió él—. Y a mí me complacerá tranquilizaros, si me lo permitís, acompañándoos en vuestro coche.

—Sois muy amable —dijo ella, deslizando los dedos durante un instante debajo del volante que adornaba el puño de la camisa de él.

Pero algo distrajo de pronto la atención de Nathaniel. Boris Pinter había aparecido en la puerta entre el cuarto de estar y la sala de música. Se detuvo unos momentos, mirando a su alrededor, calibrando la situación, con una divertida sonrisa pintada en los labios.

Él retiró el brazo de debajo de los juguetones dedos de lady Gullis, apoyó la mano en la parte posterior de su cintura y la condujo con paso decidido hacia donde se hallaban Eden, Sophie y Lavinia.

Sophie, que había decidido que esta noche iba a pasarlo bien, lo estaba consiguiendo. No tenía necesidad de pasearse por los salones, acercándose a uno y otro grupo. Era perfectamente capaz de hacerlo, pero no le agradaba. Siempre imaginaba —y no estaba convencida de que fueran meras imaginaciones suyas—, que las personas que formaban un determinado grupo no querían que se entrometiera. Lo cual era absurdo, por supuesto. Todos los invitados que acudían a cada fiesta o baile hacían lo mismo que ella.

Esta noche ni siquiera tenía que moverse del lugar donde se había detenido en el cuarto de estar. Mientras el vizconde de Perry se había llevado a Sarah —parecía existir una auténtica chispa de mutua atracción entre ellos, pensó Sophie—, y Beatrice y Edwin habían decidido pasear por los tres salones para comprobar quién estaba presente, Lavinia se había acercado a ella de inmediato para informarle de que había leído algunos de los poemas de Blake por recomendación suya, los cuales le habían asombrado y deleitado.

Más tarde Eden se unió a ellas y les divirtió relatando una historia picante sobre un duelo que habían logrado evitar por los pelos anoche en una partida de cartas en la que él había participado. En todo caso Sophie sospechaba que detrás de la anécdota se ocultaba una historia picante, pues le costaba creer que la causa de la disputa fuera un comentario desfavorable que el hombre mayor había hecho sobre la madre del más joven, aunque ésa era la versión suavizada que Eden les había ofrecido de los hechos. En la Península habría contado la anécdota sin omitir ningún detalle por atrevido y sórdido que fuera. Pero esta noche se afanaba en comportarse como un auténtico caballero, en atención a Lavinia, claro está. Aunque ésta no se había dejado engañar por él.

—Es muy gratificante —dijo la joven sonriendo dulcemente a Eden—, ser tratada como una idiota, lord Pelham, ¿no te parece, Sophie? ¿Merecía al menos esa… madre que los dos caballeros se pelearan por ella, milord?

Edén se limitó a sonreír y recordarle que había ciertas cosas que una verdadera dama debía fingir ignorar.

—Supongo —replicó Lavinia, intensificando la dulzura de su sonrisa—, que estaríais dispuesto a afirmar en presencia de Nat que no soy una verdadera dama, ¿verdad, milord?

—¡Maldita sea! —soltó Eden olvidando sus modales—. Nat siempre ha sido un magnífico espadachín. ¿He dicho acaso que no seáis una verdadera dama? ¿He dicho eso, Sophie? La memoria empieza a fallarme. No recuerdo haber dicho semejante cosa. Pero si lo he hecho, os pido mil perdones, señora.

Sophie comprendió tras los primeros instantes de esta insólita conversación que ambos se estaban divirtiendo. Les observó picada por la curiosidad. Probablemente estaban convencidos de que sentían una profunda antipatía mutua.

Él no estaba aquí, pensó después de observar detenidamente el cuarto de estar. De modo que podía relajarse y dejar que la velada siguiera su agradable curso. No obstante, había visto a Nathaniel con lady Gullis. Al principio formaban parte de un grupo, pero al poco rato comprobó que mantenían un tête-à-tête, y al cabo de unos minutos observó que se tocaban. Ella tenía la mano apoyada en la manga de él, pero no en una posición normal, sino que sus dedos asomaban sobre el borde del puño para tocarle la mano.

Lady Gullis era una viuda rica y muy bella con la creciente reputación de ser una coqueta. Su fortuna y su posición en sociedad preservaban su respetabilidad. Esta noche, estaba tan claro como si un mayordomo hubiera aparecido en la habitación para anunciarlo con voz estentórea, que esa mujer se había empeñado en conquistar a Nathaniel. Y era innegable que formaban una pareja tremendamente atractiva.

—Creo —murmuró Eden a Sophie al oído en un momento en que un conocido había acaparado la atención de Lavinia—, que nuestro Nat se siente cautivado, Sophie.

—Y tú pareces sentirte decididamente satisfecho —respondió ella—. Supongo que lo tramaste todo, ¿no, Eden?

—Por supuesto. —Él sonrió pícaramente—. Soy un excelente casamentero, Sophie. A su servicio, señora. ¿A quién quieres que atrape para ti?

—Cuida tus modales, Eden —replicó ella bruscamente dándole un golpecito en el brazo—, y no te entrometas en lo que no te concierne.

—Vamos, Sophie —dijo él con divertida expresión contrita—, por supuesto que la felicidad de mis amigos me concierne. ¿Acaso no eres mi amiga?

Por fortuna, Lavinia se volvió de nuevo hacia ellos en ese preciso instante.

Estaba muerta de celos, pensó Sophie despreciándose. ¿Qué tenía ella para competir con mujeres como lady Gullis? Absolutamente nada. Y cómo se le había ocurrido siquiera que podía competir con ellas. No tenía derecho alguno sobre Nathaniel, y cuanto antes desterrara cualquier ilusión que pudiera haberse hecho, mejor.

Pero mientras se hacía estas reflexiones tan sensatas, miró hacia la puerta entre el cuarto de estar y la sala de música y se quedó helada.

Qué error haber supuesto que por el mero hecho de no haberlo visto en el cuarto de estar no estaba presente. Y ahora se encontraba frente a ella, mirándola directamente, con una sonrisa entre divertida y burlona en los labios. A continuación miró a las personas que la acompañaban. Eden estaba a su lado, pero por una lamentable coincidencia tanto Kenneth como Rex se hallaban también cerca. Al igual que Nathaniel.

Pinter no podía dejar de reparar en ello y enojarse. Quizá pensara que era algo hecho aposta, que ella los había reunido a su alrededor para que la protegiesen. Pero ¿cómo podía pensar que cometería semejante insensatez?

En aquel momento Sophie sintió que el corazón se le encogía de temor cuando Nathaniel decidió, en el peor momento, unirse a su grupo y presentar a lady Gullis a Lavinia y a ella.

Marchaos, quiso gritarle a Eden y a Nathaniel. Alejaos, quiso suplicar a Rex y a Kenneth. No quiero que se enfade conmigo. Había confiado en poder gozar de unas semanas de libertad.

Mientras sonreía a lady Gullis y pronunciaba unas frases corteses de saludo que un minuto más tarde habría sido incapaz de recordar, vio que Boris Pinter se dirigía hacia ellos con paso decidido pero pausado. Se dio cuenta de que Eden y Nathaniel se habían aproximado a ella por ambos lados, procurándole la ilusoria idea de que estaba a salvo.

De modo que lo habían planeado. ¡Maldito Nathaniel! Maldito fuera una y mil veces.

Nathaniel siguió hablando. Lady Gullis felicitó a Lavinia con encantadora condescendencia por su aspecto y le preguntó si había recibido ya los bonos de Almack’s.

Nathaniel confiaba en que Sophie no se diera cuenta de que estaban protegiéndola deliberadamente. Rex y Ken parecían disponerse a incorporarse al grupo. Pero eso parecía demasiado obvio. Y era innecesario. Pinter captaría el mensaje y se abstendría de disgustarla como había hecho anteanoche.

Pero Pinter no captó el mensaje. Y en última instancia, los amigos de Sophie apenas podían hacer nada al respecto salvo montar una escena, lo cual habría llamado la atención de otros invitados.

—Sophie. —Pinter se inclinó hacia ella, dirigiéndole su blanquísima sonrisa—. Me duele que hayáis saludado a vuestros amigos antes que a mí.

Tomó su mano izquierda y miró el dedo anular, tras lo cual oprimió los labios sobre el preciso lugar donde ella solía lucir su alianza.

Sí, Nathaniel vio que el dedo estaba decididamente desnudo.

—Señor Pinter —dijo ella con su habitual tono sereno y jovial.

—Pinter. —Edén utilizó su tono más altanero y lánguido al tiempo que le observaba a través de su anteojo—. Sois justamente la persona que sin duda sabe dónde se encuentra la sala de juego. Haced el favor de mostrármelo.

Pero éste no estaba dispuesto a que le distrajeran de su empeño.

—Sophie —dijo, bajando su mano pero sin soltársela—, veo que estáis con algunos de vuestros amigos más estimados. Algunos son también conocidos míos. Pero hay una joven a la que no conozco. ¿Queréis hacer el favor de presentármela? —preguntó volviéndose y sonriendo a Lavinia.

Durante unos instantes la mirada de Nathaniel se cruzó con la de Sophie. Ella… sonreía. Esbozaba su habitual sonrisa plácida y amable. Estaba rodeada de amigos, cualquiera de los cuales estaría dispuesto a derramar su sangre para defenderla. A estas alturas ya se habría dado cuenta que todos habían permanecido deliberadamente cerca de ella para protegerla contra las inoportunas atenciones de Pinter. Podría haberle hecho un desaire sin llamar la atención. Pero en lugar de ello le sonrió y empezó a extender la mano hacia Lavinia. Dentro de un momento —o menos— se la presentaría y ese canalla podría jactarse de conocer a la joven.

¡Pero él no lo permitiría!

—Disculpadnos —dijo bruscamente, tomando a Lavinia del brazo—. ¿Lady Gullis? ¿Sophie? —Se inclinó brevemente ante ambas damas—. Debemos reunimos con mi hermana y mi cuñado.

Y con esto se llevó a Lavinia, pasando frente a Rex y a Kenneth, quienes sin duda habían oído lo que había sucedido.

Había humillado a Sophie, pensó Nathaniel. Y no creía que su desaire hubiera pasado inadvertido. Todos los miembros del grupo de Rex y Ken se habían vuelto para observarlo mientras se alejaba. Pero estaba demasiado furioso para que le importara.

Cuando se acercaron a la puerta, Lavinia trató de soltarse.

—Nat —le increpó indignada—. Suéltame al instante. ¿A qué venía eso? ¿Quién es ese hombre con el que has estado tan grosero? Y no me digas, como hiciste ayer, que no me conviene conocerlo. ¿Quién es?

Él respiró hondo.

—Se llama Boris Pinter —respondió—. Es hijo del conde de Hardcastle. Y amigo de Sophie Armitage. No quiero que tengas tratos con él, Lavinia. ¿Lo has entendido? Ni que sigas viéndote con la señora Armitage. Es una orden.

—Nat. —Lavinia consiguió por fin soltarse cuando entraron en la sala de música—. No seas ridículo. Y si estás pensando traducir esa expresión feroz en un acto de violencia contra mí, te advierto que no lo aceptaré sin rechistar.

El sentido de las palabras de Lavinia penetró a través la furia que le había nublado el pensamiento. Nathaniel se humedeció los labios y enlazó las manos a la espalda. Luego espiró una bocanada de aire antes de hablar de nuevo.

—Jamás he empleado la violencia contra una mujer, Lavinia —dijo—. Y no voy a empezar contigo. Disculpa mi expresión. No iba dirigida contra ti.

—Entonces, ¿contra quién? —preguntó ella—. ¿Contra el señor Pinter? ¿O contra Sophie?

Él cerró los ojos y trató de poner en orden sus caóticos pensamientos. ¿Por qué estaba tan furioso? Pinter era un indeseable y dudaba de que hubiera cambiado en tres o cuatro años. Pero Sophie era una mujer libre e independiente. Era libre de tener amistad con quien quisiera. Pero ¿por qué con Pinter? ¿Y por qué no había querido que él supiera que Pinter había ido a visitarla ayer y luego había tratado de quitar hierro al asunto? Esta noche le había sonreído y había estado a punto de presentarle a su sobrina sin que él se lo autorizara.

Esta noche no había mostrado el menor signo de temor; probablemente todos habían imaginado que la presencia de Pinter la había sobresaltado en el baile de lady Shelby. Esta noche mostraba su habitual disposición de ánimo sereno y jovial.

Nathaniel pensó que quizá se arrepentía de haber iniciado una relación con una mujer con tan mal gusto como para tener amistad con un individuo como Pinter, un hombre al que su esposo había detestado.

—Quizá contra mí mismo, Lavinia —dijo en respuesta a la pregunta de la joven—. Vamos a reunimos con Margaret.

—Quiero saber más sobre el señor Pinter —dijo Lavinia, observándolo detenidamente—. Pero tú no me lo dirás, ¿verdad? Soy una mujer frágil y delicada. Es hijo de un conde y parece encantador. Y sin embargo estuviste muy grosero con él y con Sophie simplemente porque ella quiso presentármelo. ¿Estás celoso de él, Nat?

—¿Celoso? —Él la miró, atónito—. ¿Celoso de Pinter? ¿Por qué iba a estar celoso de él?

—Ya, supongo que no tienes motivos para estarlo —respondió ella, arrugando el ceño—. Reconozco que eres tan apuesto como el que más, Nat. Puedes atraer a cualquier mujer que desees. No creas que no he visto por dónde iban los tiros esta noche con lady Gullis. Sophie, lamentablemente para ella, no es el tipo de mujer que te ponga celoso. Pero es mi amiga, y sus amigos son mis amigos.

—Mi brazo —contestó él secamente, ofreciéndoselo—. Veo que Margaret está junto al piano.

Lavinia le tomó el brazo sin decir una palabra, pero él observó que tenía la mandíbula crispada en un gesto característico en ella.

Empezaba a lamentar no haberse quedado en Bowood.

O haber dado ese paseo a caballo por el parque la mañana siguiente de su llegada a la ciudad.

Lamentaba haber vuelto a ver a Sophie. O al menos haberse convertido en su amante. ¿Qué diantres le había inducido a cometer semejante torpeza? ¡Y con Sophie!

Ahora, maldita sea, se sentía responsable de ella. ¿Es que no tenía suficientes mujeres de las que responsabilizarse?