Capítulo 11

—Lástima que no estuvieras presente, Nat —observó Eden después de divertirles durante unos minutos relatando la partida de cartas de anoche.

Al parecer un joven lord, al que acababan de expulsar de Oxford por haber cometido lo que habían calificado eufemísticamente de «locuras», había perdido una extensa propiedad de la que, por fortuna para su bolsillo y lamentablemente para su honor, sólo era aún el heredero. Le habían echado con cajas destempladas, según les explicó. Y luego otro joven lord, por lo visto en Londres abundaban, como comentó Eden, había desafiado al viejo Crawbridge a un duelo por el tono con que éste se había referido a una cortesana que doblaba en edad al joven lord. Crawbridge había mirado al joven de arriba abajo y le había amenazado con propinarle una azotaina con la mano antes de enviarlo a casa con su madre. El duelo había sido evitado.

—Sí —dijo Nathaniel riendo—, al parecer me perdí un espectáculo la mar de divertido, Eden. Rex y Ken sin duda lamentan amargamente ser hombres casados. O quizá deberían haber llevado a sus esposas a una reunión de gente tan distinguida.

—Piensa en lo que nos perdimos, Ken —dijo Rex—. Y lo único que conseguimos a cambio fue una velada en casa de Claude con música y conversación.

—Y una partida de cartas, confiésalo, Rex —terció Ken—. Yo regresé a casa media corona más pobre. Y tu esposa, media corona más rica.

—También le ganó un chelín a Clayton —dijo Rex—. Esta mañana somos una familia rica.

Los cuatro habían ido de nuevo a dar un paseo a caballo por el parque. Se había convertido en una especie de ritual matutino. El cielo estaba encapotado y el aire húmedo presagiaba lluvia, pero todos convinieron en que el aire puro era un elemento necesario para comenzar bien el día.

—Si me permitís continuar con lo que estaba diciendo —dijo Eden—, es decir, suponiendo que hayáis terminado de hacer chistes a mi costa. —Se detuvo unos momentos, pero los otros se limitaron a responder con una sonrisa—. Lady Gullis estaba allí, Nat.

—¿Lady quién? —preguntó Nathaniel arqueando las cejas.

Rex soltó un silbido.

—De soltera la señorita María Dart —dijo—. ¿No te acuerdas, Nat? ¿Antes y después de Waterloo?

—¿La de… los pechos? —preguntó Nathaniel moviendo las cejas.

—Y las caderas y las piernas y los tobillos —respondió Rex—. Por no mencionar sus labios y sus ojos.

—¿La que nos flechó a todos? —preguntó Kenneth—. Creo recordar que todos convinimos en que de haber estado en el mercado matrimonial buscando esposa, probablemente habríamos acabado a puñetazos y habríamos dejado de ser amigos.

—Claro que lo recuerdo —dijo Nathaniel riendo—. Se casó con el viejo Gullis, con sus millones y su gota.

—Hace más de un año que la lápida del viejo Gullis decora un cementerio —dijo Eden—, y nuestra María se ha convertido en una acaudalada viuda en busca de un amante, Nat.

—¿Y anoche no se fijó en ti, Eden? —preguntó Kenneth chasqueando la lengua y meneando la cabeza—. Tienes que perfeccionar la forma en que utilizas esos grandes ojos azules, amigo mío. Estás perdiendo facultades.

—Se da la circunstancia —contestó Eden—, que abandoné la partida durante un rato y estuve conversando con la susodicha. Lo intentó todo menos invitarme sin rodeos a ir a su casa y acostarme con ella. No obstante, dejó muy claro que deseaba tener una aventura que durara hasta que se embarque este verano en una gira por el Continente. Confieso que me sentí muy tentado, puesto que la relación duraría un determinado tiempo y la dama posee unos encantos más que seductores, por decirlo suavemente. Pero no quiero arriesgarme. Además, Harriet tiene una nueva chica a la que quiero conocer.

—Yo creo, Nat —dijo Rex— que la dama le rechazó.

—Me disgusta reconocerlo, Rex —respondió Nathaniel—. Pero creo que tienes razón.

—¡Maldita sea! —exclamó Eden indignado—. Lo que trato de decir, si me prestarais atención, es que le hablé de ti, Nat. Le conté que te dedicas a acompañar a tu hermana y a tu prima por la ciudad y que apenas te queda tiempo para ocuparte de tus asuntos personales. No hay nada más calculado para ganarte la simpatía de una mujer.

—Suena interesante —dijo Kenneth—. Creo que Eden dice la verdad y trata de buscarte pareja, Nat, aunque no con fines matrimoniales, por supuesto.

—Ella se acuerda de ti, Nat —dijo Eden—. Cuando empecé a hablarle de ti, apoyó la mano en mi brazo y preguntó «¿lord Pelham, el que tiene esos ojos?»

Todos prorrumpieron en carcajadas, incluso Nathaniel. Eden había hecho una excelente imitación de una sensual voz de contralto.

—«¿Y el que tiene una… sonrisa maravillosa?» —prosiguió Eden—. Toma nota de esa pausa, Nat, amigo mío. No dijo simplemente «¿el que tiene una sonrisa maravillosa?», sino «¿el que tiene una… sonrisa maravillosa?» Durante esa pausa bajó el tono de su voz una octava. ¿Ha quedado claro?

—Bueno, ya lo sabes, Nat —dijo Kenneth después de que volvieran a estallar en carcajadas—. Te espera una mujer para ser tu amante durante el resto de la temporada social. Y con un cuerpo fabuloso. Además de ser capaz de hacer unas pausas cargadas de significado.

—Un arreglo perfecto, Nat —terció Rex—. Hace tres o cuatro años sólo podías conseguirla mediante una alianza matrimonial y una fortuna cuantiosa. Ahora puede ser tuya durante un determinado tiempo por el precio de unos ojos y… una sonrisa maravillosa. Maldita sea, sólo he podido bajar el tono media octava. No soy tan buen imitador como Eden.

—Esta noche lady Gullis asistirá a la velada que organiza la señora Leblanc, Nat —dijo Eden con gesto triunfal—. Le dije que tú también asistirías.

—Con Georgina y Lavinia —respondió Nathaniel secamente—. Por no mencionar a Margaret y a las esposas de Ken y Rex y… a Sophie.

—Si no sabes cortejar a una amante con discreción ante las narices de la flor y nata —comentó Eden—, significa que estos dos últimos años te han cambiado en sentido negativo, Nat. Deberías ser capaz de cortejarla, acostarte con ella y conservarla sin que ni siquiera lo averiguáramos nosotros tres.

—¿Creéis que al fin va a caer un chaparrón? —preguntó Nathaniel, alzando la vista al cielo y sosteniendo una mano con la palma hacia arriba—. A propósito de Sophie… Creo que tiene algún problema con Pinter.

—¿Ha vuelto a molestarla? —preguntó Kenneth—. Nada me gusta ría más que mantener una pequeña charla con ese tipo. Me arrepiento cieno haberla tenido anteanoche. Estaba demasiado preocupado por sacar a Sophie del comedor.

—Le vi salir de su casa ayer por la tarde cuando llegué con Lavinia —dijo Nathaniel.

—Esto es el colmo. —Toda señal de frivolidad había desaparecido del grupo de amigos. Kenneth estaba claramente enojado—. Espero que lo echara con cajas destempladas.

—No lo echó —dijo Nathaniel—. Cuando le pregunté el motivo dique fuera a visitarla adoptó una actitud decididamente fría, y cuando sugerí que no debía recibirlo se enfureció.

—¿Sophie? —preguntó Rex frunciendo el ceño—. ¿Furiosa? Jamás la he visto enfurecerse.

—Os aseguro que estaba furiosa —dijo Nathaniel—. Me dijo, con toda la razón, que no tenía derecho a inmiscuirme en sus asuntos y decirle a quien debía o no recibir en su casa.

—¡Maldita sea! —Edén frunció también el ceño—. ¿Dices que recibió a Pinter, Nat? Cuando Ken y yo fuimos a rescatarla en el baile de lady Shelby parecía a punto de desmayarse.

—Ella no me contó el motivo de su visita —dijo Nathaniel—, excepto que había ido a presentarle sus respetos, como había hecho en otras ocasiones, y que no se había quedado a tomar el té.

—¿Qué diablos se trae entre manos ese tipo? —preguntó Kenneth—. ¿Acaso trata de aprovecharse de la fama de Sophie? Aunque desde el año pasado su fama se ha disipado un poco. Y Pinter es hijo de un conde. No la necesita para granjearse la entrada a las fiestas de la alta sociedad. Y no creo que Sophie tenga dinero. No da la impresión de ser rica. ¿Qué pretende ese canalla de ella?

—Sea lo que sea —dijo Rex—, no lo conseguirá. Todos pudimos observar la reacción de Sophie al verlo anteanoche, aunque no estábamos sentados con ella. Está claro que no le cae bien, lo cual demuestra un buen gusto digno de encomio. ¿Cuándo queréis que hagamos una visita al ex teniente Pinter? ¿Hoy? No perdamos un momento.

—Estoy de acuerdo contigo, Rex —dijo Eden con tono hosco—. Ya es hora de que ese sinvergüenza sepa que Sophie tiene amigos leales.

—No —dijo Nathaniel—. Por más que me gustaría, no podemos hacer eso. Sophie me dijo que no me inmiscuyera en sus asuntos. Pinter no hizo nada abiertamente ofensivo en el baile de lady Shelby. Ayer tarde ella le recibió en Sloan Terrace al igual que nos recibió a Lavinia y a mí. Pinter no forzó la entrada. Y Sophie no se quejó de su visita. No tenemos ningún derecho a actuar en su nombre yendo a ver a Pinter y advirtiéndole que no se acerque a ella.

—Lo cierto, Nat —dijo Eden—, es que yo actuaría tanto en mi nombre como en el de Sophie.

—Ella jamás nos lo perdonaría —dijo Nathaniel—. No tenemos derecho a inmiscuirnos en su vida.

—Tienes razón —dijo Rex.

—Entonces, ¿por qué has sacado el tema, Nat? —inquirió Kenneth.

Nathaniel arrugó el ceño al recordar la escena en la alcoba de Sophie esta mañana. La había visto enojada en otras ocasiones. A fin de cuentas era humana, y nadie puede estar siempre de buen humor. Pero jamás la había visto furiosa. Pero esta mañana se había enfurecido aunque no había alzado la voz ni había utilizado los puños que tenía crispados a sus costados. Más furiosa de lo que la provocación requería. ¿Simplemente porque él se había mostrado preocupado por ella? ¿Porque él había cometido la torpeza de darle un consejo que parecía una orden? Había obrado mal, desde luego, y se había dado cuenta de inmediato. Su disculpa había sido sincera.

Pero ella no sólo se había indignado. Se había enfurecido.

¿Sophie, furiosa?

Nat meneó la cabeza.

—Había algo que no encajaba —dijo—. Estaba… ¿asustada, quizás? ¿Era eso lo que ocultaba detrás de su ira? Ignoro lo que es, pero había algo que no encajaba.

O puede que el motivo de su ira obedeciera simplemente a la falta de tacto de él. Se había puesto a darle órdenes inmediatamente después de haber pasado la noche copulando con ella. Como si ella le perteneciera. No había pretendido hacerlo, pero ahora comprendía que ella había interpretado su actitud de esa forma.

—Maldita sea —dijo de nuevo Rex—. ¿Merece la pena que insistamos en esto? Al fin y al cabo, Sophie es una mujer independiente. Hacía tres años que no la veíamos y hace poco que hemos reanudado nuestra amistad con ella. Tiene su vida y nosotros la nuestra. Dijo a Nat que se abstuviera de inmiscuirse en sus asuntos. Quizá debamos hacerlo todos. Al fin y al cabo, Pinter sólo la importunó con su indeseable presencia. Si Sophie está dispuesta a tolerarlo, ¿quiénes somos nosotros para oponernos?

—Pero no debemos olvidar lo que sucedió anteanoche, Rex —terció Kenneth—. No sólo estaba pálida, sino que se apoyó en mi brazo con tal fuerza cuando Moira y yo la sacamos del comedor, que casi soportaba todo su peso. Sólo su indómita fuerza de voluntad, que todos conocemos, impidió que se cayera redonda al suelo.

—¡Maldita sea! —exclamó de nuevo Rex.

—¿Qué hace que una mujer como Sophie se desmaye? —preguntó Eden arrugando el ceño con gesto pensativo.

—El temor —respondió Nathaniel.

—De ser eso cierto —dijo Eden—, habría permanecido inconsciente a lo largo y ancho de la Península.

—Otro tipo de temor —dijo Nathaniel—. No un temor físico.

—¿Alguna sugerencia? —preguntó Kenneth.

—No. —Nathaniel meneó la cabeza—. Él la llamó «Sophie» e hizo alusiones a su bella y encantadora persona. Esto ocurrió en los escalones de la casa cuando se disponía a irse y llegué yo; por fortuna había dejado a Lavinia en el coche hasta asegurarme de que Sophie nos recibiría. ¿La llamaba Pinter «Sophie» en la Península?

—¿Cómo va a llamar un teniente a la esposa de un comandante por su nombre de pila? Es imposible.

—¿Por qué le recibió Sophie al día siguiente de verlo en el baile y sentirse tan afectada que estuvo a punto de desmayarse? —preguntó Nathaniel—. ¿Y por qué se enfureció conmigo cuando le ofrecí nuestros servicios para defenderla?

—¿Debido a su espíritu independiente? —apuntó Kenneth. Pero él mismo respondió a su pregunta—. No. Sophie no es así. En la Península siempre aceptaba nuestra ayuda al igual que nosotros aceptábamos la suya. Todos sabíamos que el motivo era la amistad, no el paternalismo ni la convicción de que era más débil que nosotros y no podía arreglárselas sola sin ayuda masculina. ¿Crees que hay algo raro en ello, Nat?

—En todo caso no es algo que nosotros podamos solventar de la forma más obvia y satisfactoria —añadió Rex—. Me encantaría darle una paliza a Pinter. ¿Cómo se atreve a mirar siquiera a Sophie?

—Creo que deberíamos vigilarlos a los dos en la medida de lo posible sin inmiscuirnos en la independencia de Sophie —dijo Nathaniel—. Debemos averiguar por qué le tiene miedo y se niega a confiar en nosotros. Es decir, suponiendo que esté efectivamente atemorizada.

—No cabe duda de que lo está, Nat —le aseguró Kenneth—. Sophie no pierde los nervios con facilidad, pero anteanoche los perdió. Y sin embargo ayer le franqueó la entrada en su casa.

—¿Dices que esta noche asistirá a la fiesta de la señora Leblanc? —preguntó Eden sin dirigirse a nadie en particular—. Me pregunto si Pinter asistirá también. No me separaré de ella. Rex y Ken tendréis que atender a vuestras esposas, y Nat estará ocupado cortejando a la viuda con toda discreción ante nuestras narices, aparte de que tendrás que ocuparte también de tu hermana y de tu prima. De modo que dejad a Sophie de mi cuenta. Quizá salga con ella de vez en cuando durante los próximos días y las próximas semanas. No me costará ningún esfuerzo. No existe compañía más agradable que la de Sophie, aunque no sea la belleza más impresionante del mundo.

Nathaniel sintió deseos de asestar a su amigo un puñetazo en la nariz, pero no era oportuno y tuvo que tragarse su irritación.

No estaba seguro de haber obrado bien esta mañana. Se sentía casi como si hubiera traicionado a Sophie. Lo que hiciera en su casa sólo le incumbía a ella. Pero Ken tenía razón. Su reacción al ver a Pinter en el baile de lady Shelby no había estado motivada sólo por la antipatía que éste le inspirara. Y su furia anoche —o esta mañana— no había sido mera indignación. Era evidente que había algo raro en el asunto. Y era natural que él hubiera recurrido a sus amigos para que le ayudaran a resolver el problema. A fin de cuentas, también eran amigos de ella. Y esto tenía que ver con la amistad que todos se profesaban. No con el hecho de que Sophie fuera su amante.

Salvo, como reconoció Nat para sus adentros, que eso le inducía a mostrarse más protector hacia ella que nunca. Y a sentirse más preocupado. Si ella no quería confiarse a su amante, es que había algo grave en el asunto. Y, por supuesto, estaba el otro hecho que él no había podido contar a sus amigos sin revelarles que ayer había ido en dos ocasiones a casa de Sophie. Cuando había ido a verla la primera vez, ella había fingido que no había recibido la visita de Pinter. No quería que él lo supiera.

—¿Quedamos en White’s para desayunar, Nat? —preguntó Eden.

—Hoy, no —respondió Nathaniel—. Lavinia me ha informado de que esta mañana debo acompañarla a casa de Sophie; por lo visto quieren ir juntas a la biblioteca. Y Georgina me ha pedido que la lleve a Rawleigh House. Al parecer va a visitar a un tal Peter Adams.

—Así es —dijo Rex—. Mi hijo estará encantado de adquirir otra admiradora. Tiene muchas en la ciudad. Ya se le bajarán los humos cuando dentro de unos meses tenga que compartir el cuarto de juegos con un hermanito o una hermanita.

La conversación discurrió por otros derroteros, pero Nathaniel se sentía satisfecho —y un tanto inquieto— de saber que contaba con unos aliados en su empeño de proteger a Sophie de lo que fuera que había alterado su habitual serenidad y buen humor.

Sophie estuvo a punto de no asistir a la velada en casa de la señora Leblanc. No tenía por costumbre, ni siquiera en los momentos álgidos de su fama y popularidad, asistir a más de unos pocos eventos durante la temporada social. Y aunque comprendía que este año sería distinto debido a la presencia de Edwin y Beatrice en la ciudad y la presentación de Sarah en sociedad, no pensaba acudir a todas partes con ellos. Había decidido aceptar quizás una invitación a la semana, e incluso eso le parecía algo excesivo. Hacía sólo dos noches que había asistido al baile en casa de lady Shelby.

Pero había sucumbido al influjo de la amistad…, y de otra cosa. En primer lugar Lavinia, durante la visita que habían hecho esta mañana a la biblioteca, le había rogado que asistiera a la velada en casa de la señora Leblanc. ¿Con quién iba a mantener una conversación sensata si no asistía ella?, le había preguntado.

Era agradable sentirse apreciada, no sólo como cuñada, tía o carabina, sino como amiga. Ambas habían comprobado que tenían unos gustos muy parecidos en materia de lectura. A las dos les gustaba leer libros de historia, viajes y arte. Las dos eran aficionadas a las novelas, con moderación, pero les desagradaban las historias románticas góticas, más espectaculares, que complacían a muchas mujeres que conocían. A las dos les gustaba la poesía, aunque Sophie amaba a Blake, a Wordsworth y a Byron, mientras que Lavinia prefería a Pope y a Milton. Había sido una mañana maravillosa, durante la cual habían conversado animadamente y se habían reído mucho.

Durante la tarde Moira y Catherine, que habían venido para llevar a Sophie de tiendas, habían expresado su disgusto al averiguar que no estaba segura de si asistiría a la velada de esta noche. Ambas le habían pedido que recapacitara. Ahora que la habían conocido estaban decididas a intimar más con ella.

La velada ofrecía otro atractivo, claro está. Asistiría Nathaniel, que era justamente el motivo por el que ella no debía ir. Habían pasado dos de las tres últimas noches juntos; había bailado con él en el baile de lady Shelby; ayer tarde le había recibido, aunque brevemente, en su cuarto de estar. Debía procurar no abusar de la relación que mantenían. Y ante todo de no suscitar la menor sospecha entre sus amigos y conocidos, ni en ningún otro miembro de la alta sociedad.

Pero hacía muchos años que le amaba. Y ahora eran amantes…, durante un breve momento en el tiempo. Durante una primavera de su vida. Y había comprobado, alarmada, que ansiaba verlo siquiera un instante. Aunque durante la velada no llegaran siquiera a saludarse, aunque ella le viera sólo de lejos y no oyera el sonido de su voz… Incluso eso era preferible a no verlo.

O eso se dijo, por más que no estaba convencida de ello.

Se puso el segundo mejor vestido que tenía, de color verde oscuro, el que había lucido en casa de los Rawleigh. No podía ceder a la tentación de asistir a muchos más eventos, pensó al mirarse en el espejo con tristeza. ¿Cómo iba a hacerlo cuando sólo tenía dos anticuados vestidos que ponerse? ¿Y sin ni siquiera un collar de perlas con que adornarlos? Se llevó la mano al cuello. Se sentía medio desnuda sin ellas.

Como era de prever, fue lo primero en lo que se fijó Beatrice cuando llegaron a casa de la señora Leblanc y entraron en el salón después de que un criado se hubiera llevado sus capas.

—Sophie, querida —comentó Beatrice en el preciso momento en que Rex y Catherine se dirigían hacia ellos, acompañados por un risueño vizconde de Perry que no dejaba de sonreír a Sarah—, has olvidado tus perlas.

—Es verdad —respondió Sophie llevándose la mano izquierda al cuello y fingiendo sorpresa—. Vaya por Dios.

¡Cielo santo! ¿Qué respondería la próxima vez?

—¡Pero Sophie! —Esta vez el tono de Beatrice indicaba que se sentía más horrorizada que sorprendida—. ¡Y también tu alianza de bodas!

—Cielos. —Sophie miró su mano. La reluciente franja blanca en la base de su dedo anular parecía aún más visible de lo que había sido su anillo—. Bueno, no creo que nadie se fije en ello, Bea. Menos mal que me acordé de ponerme el vestido. ¿Te gusta el sombrero que Catherine se ha comprado esta tarde, Rex? Le prometí utilizar mi influencia sobre ti si te enfadabas. Parece hecho a medida para ella, ¿no crees? A ninguna mujer le sentaría tan bien.

—¿Tu influencia, Sophie? —preguntó él sonriendo—. ¿De modo que eres una de las culpables que la convenció para que se lo comprara?

—Desde luego —contestó ella.

—En tal caso debo darte las gracias —dijo él, tomándole la mano y acercándola a sus labios. La miró a los ojos con gesto risueño—. Es un sombrero casi tan bonito como su dueña.

Era magnífico, pensó Sophie, comprobar que Rex se había casado por amor y que Catherine era su igual en todos los aspectos importantes. Rex siempre había sido el mayor bribón de todos ellos, el más hábil a la hora de utilizar su encanto para conseguir lo que quisiera y a quien quisiera. Sophie sospechaba que en este caso había sido Catherine quien le había seducido a él, con resultados tan afortunados como felices.

Al parecer los demás se habían olvidado de sus perlas y de su alianza matrimonial. No se arrepentía de haber venido esta noche. Todos sus mejores amigos estaban presentes. Hoy había saldado su deuda y esta noche podía relajarse. Quizá Nathaniel… No, no debía esperar que fuera a verla todas las noches. No importaba. Los recuerdos de anoche eran lo bastante maravillosos para vivir de ellos durante unos días. Confiaba en disponer de unas semanas de libertad para poder gozar de esta primavera en su vida, aunque sabía que la libertad no duraría. Habría otras cartas.

Pero en estos momentos, esta noche, durante unos pocos días y unas pocas semanas, disfrutaría de la vida.

Día a día.

Esta noche iba vestido de verde oscuro, combinado con gris, plata y blanco. Nathaniel. La primera persona que ella había visto al entrar en el salón, aunque no le había mirado directamente.

Estaba decidida a pasarlo bien.