Nathaniel comprobó que se sentía un poco turbado. Tiempo atrás había mantenido de vez en cuando a una querida, a la que visitaba mediante cita previa. Nunca le había producido la menor turbación. Iba a verla con un solo propósito. Ni él ni la mujer en cuestión esperaban otra cosa ni creían que fuera necesario nada más.
Con Sophie era distinto. Ella no era su querida. Era su amiga. Le abrió la puerta antes de que él llamara. Lucía una bata larga y amplia sobre su camisón y llevaba el pelo suelto, aunque recogido en la nuca con una cinta. Pero le recibió con su sonrisa habitual y le dijo «buenas tardes» antes de conducirlo escaleras arriba sosteniendo una palmatoria.
Él no sabía si agachar la cabeza y besarla o no. No lo hizo, pues ella no parecía esperar que la besara. Nathaniel supuso que se detendría en el primer descansillo para conducirlo al cuarto de estar, pero siguió escaleras arriba hasta llegar al siguiente piso y lo condujo a su alcoba. La perra, que yacía sobre la alfombra delante del hogar, le saludó meneando la cola varias veces sin mostrar la menor objeción al verlo allí. Esa collie, pensó él, no se llevaría nunca un premio como perro guardián ni de un pastor; sin duda acogería al lobo en el redil.
En la mesilla de noche había otra vela encendida, y Sophie dejó la palmatoria junto a ella. Había abierto la cama. La puesta en escena había sido minuciosamente preparada.
Él no se había sentido turbado la primera vez. No había sido un encuentro planeado. Esta vez, sí. Y hacía que se sintiera profundamente incómodo. No sabía si entablar conversación con ella o ir directamente al grano. No habían intercambiado una palabra desde los saludos iniciales y un tanto ceremoniosos en la puerta.
—Esto me resulta incómodo, Sophie —dijo, pasándose la mano por el pelo después de dejar su sombrero y su bastón y quitarse la capa.
La miró sonriendo con pesar.
—¿Prefieres marcharte? —le preguntó ella con calma—. Puedes hacerlo, Nathaniel. No protestaré.
Supuso que no la deseaba.
Él tomó su mano y la atrajo hacia sí. Ella le observó sin pestañear y con rostro inexpresivo. Él alzó la otra mano y le desató la cinta que le sujetaba el cabello en la nuca antes de dejarla caer al suelo.
—Me cuesta tratarte sólo como una mujer con la que deseo acostarme —dijo—, por más que deseo acostarme contigo. Te veo como Sophie, una persona a la que he estimado y respetado durante años.
Ella esbozó una media sonrisa antes de cerrar la distancia entre ellos y apoyar el rostro contra su corbatín. Él la sintió suspirar lentamente. Aspiró el olor de su pelo. Dedujo que se lo lavaba con el mismo jabón con que se lavaba el cuerpo. Imaginó que se deslizaba en unas ondas pequeñas y densas por su espalda.
Estaba muy guapa, pensó él de pronto. Y no era sólo su cabello. Entonces comprendió el motivo. Su bata era de un color azul pálido. El camisón que llevaba debajo era blanco. Los colores claros le daban un aspecto distinto, delicado, muy femenino. No es que antes no tuviera un aspecto femenino, pero…
Él agachó la cabeza y la volvió un poco, apoyando la mejilla sobre la cabeza de ella. Luego apoyó las manos sobre sus hombros.
—¿Qué quieres hacer, Sophie? —le preguntó—. ¿Ir directamente a la cama? ¿Ir directamente al grano, por decirlo así? —No creía que pudiera ir directamente al grano si ella respondía afirmativamente. Temió hacer un bochornoso ridículo.
Ella alzó la cabeza y le miró a la cara, que estaba a pocos centímetros de la suya.
—Esto es un error, ¿verdad? —preguntó con el tono sensato y práctico de la Sophie que él conocía desde hacía tantos años—. Supuse que sería como la otra noche. Pero no lo es. Pero no quiero que te vayas.
No, él tampoco quería irse, aunque no estaba lo bastante excitado sexualmente para hacer lo que había venido a hacer. Maldita sea, ella no era su querida.
Oprimió sus labios contra los de ella. Ella no le besó apasionadamente, aunque tampoco se apartó.
—¿Por qué no nos tumbamos simplemente en la cama? —sugirió él—. No existen reglas para este tipo de relación. No existe ninguna regla que diga que nuestros cuerpos deben unirse al cabo de cinco minutos, media hora o una hora después de mi llegada. O en ningún otro momento.
—Es verdad. —Ella se mordió el labio—. ¿Prefieres marcharte, Nathaniel? ¿No te quedas porque te dije que quería que te quedaras?
—Ven, tumbémonos en la cama —respondió él después de besarla en la punta de la nariz—. Apagaré las velas, si me lo permites, y me quitaré algunas prendas.
En algunos aspectos era una situación risible, pensó él. Ella se quitó la bata; él se despojó de toda la ropa menos del calzón. Ella se acostó en un lado de la cama; él se acostó en el otro después de apagar las velas. Se comportaban con unos recién casados que habían llegado vírgenes al matrimonio. Él alargó el brazo y le tomó la mano. Sus dedos asieron con firmeza los de ella. La perra, que seguía tumbada ante al hogar, emitió un profundo suspiro.
—Cuéntame lo que has hecho hoy —dijo él, pero enseguida lamentó haber empezado con esa frase. No quería que ella pensara que trataba de averiguar los pormenores de la visita que le había hecho Pinter por la tarde. Aún no.
Pero ella le ofreció una detallada descripción del paseo que había dado en el parque con Lavinia —ésta se había limitado a decir que había sido la tarde más agradable que había pasado desde su llegada a la ciudad—, asegurándole que su prima le caía muy bien.
—Me siento culpable —dijo él—, como si te hubiera obligado a cargar con ella, Sophie. No es una compañía fácil con la que tengas que pasar toda una tarde.
—Es encantadora —respondió ella con tono cálido y evidentemente sincero—. Espero que llegue a ser una buena amiga mía. Sólo nos llevamos cuatro años. Somos muy semejantes y compartimos muchas ideas y opiniones.
—Sophie —dijo él, enlazando inconscientemente sus dedos con los de ella—, ¿qué voy a hacer con Lavinia? Tiene veinticuatro años, casi ha rebasado la edad para casarse, pero se niega a reconocer la necesidad de encontrar marido cuanto antes. Confieso que en parte estoy preocupado por mí, pues no sé cómo podré soportar su compañía durante otros seis años, pero principalmente por ella. ¿Cómo podrá ser feliz si no se casa? La soltería es una suerte terrible para una mujer. Y en su caso innecesaria. Es de buena cuna, rica y condenadamente guapa, si disculpas la burda expresión. A veces olvido mis modales.
—¿Que qué vas a hacer con ella? —contestó Sophie—. Nathaniel, no tienes que hacer nada. Lavinia es una mujer hecha y derecha, e inteligente. Sabe lo que quiere. Aún no puede hacerlo porque el testamento de su padre le impide percibir todavía la fortuna que le corresponde, pero sabe muy bien lo que quiere. Quizá deberías simplemente confiar en ella.
—¿Confiar en que rechace toda oferta respetable de matrimonio hasta que no quede un hombre soltero en Inglaterra que se lo proponga?
Sophie se rio bajito.
—En caso necesario, sí —respondió.
—¿Qué clase de consejo es ése? —preguntó él, exasperado.
—Espero que sabio —respondió ella—. La mayoría de las mujeres cuando abandonan el aula del colegio sólo desean formar un hogar, tener un marido e hijos. Creo que tu hermana Georgina es una de ellas. Me atrevo a pronosticar que antes de Navidad estará felizmente casada. Yo también era una de esas jóvenes. Conocí a Walter, me propuso matrimonio, acepté y pensé que a los dieciocho años había conseguido todo cuanto era preciso para que tener una vida feliz. Pero algunas mujeres son distintas, piensan que la vida consiste en algo más que casarse con el primer hombre que se les declare, o con el que haga el número ciento uno. Lavinia es una de ellas. Confía en ella.
Era un consejo tan sensato que a Nathaniel le fastidió reconocer para sus adentros que no se le había ocurrido. Pero ¿confiar en Lavinia? Si nadie lo impedía sería capaz de convertir su vida en un desastre. No obstante, respetaba el criterio de Sophie. Pero había oído algo que le había distraído de los quebraderos de cabeza que le causaba su prima. Se incorporó y la miró; sus ojos se habían adaptado a la penumbra.
—Pobre Sophie —dijo—. Pensaste que vivirías feliz toda tu vida con Walter y sólo viviste con él… ¿seis años? ¿Siete?
—Siete —dijo ella.
—Y no tuviste hijos. —Nathaniel no había pensado hasta ahora en el hecho de que Sophie no hubiera tenido hijos. Le acarició el pelo de la sien con la mano que tenía libre—. ¿Ansiabas tenerlos?
—Al principio —respondió ella—. Pero no podíamos someter a unos niños al tipo de vida que llevábamos y era importante para mí permanecer junto a Walter.
De pronto a él se le ocurrió algo que había estado dándole vueltas en la cabeza desde anteanoche.
—¿De modo que conoces el medio de evitar quedarte embarazada? —le preguntó.
Ella le sonrió.
—Todas las esposas de militares conocen una docena de medios —contestó—, aunque, en circunstancias normales, la mayoría de nosotras no lo confesaríamos ni bajo tormento.
—No quisiera dejarte embarazada —dijo él.
—Descuida, no lo harás.
Ella le miró a los ojos con calma.
—Si te dejara embarazada, tendrías que casarte conmigo, Sophie, tanto si quisieras como si no —dijo él—. No admitiría una negativa.
—No ocurrirá —le aseguró ella.
Él se preguntó por qué no había vuelto a casarse, por qué le había dicho ayer que no deseaba hacerlo. ¿Acaso los sueños que había tenido a sus dieciocho años habían muerto durante los diez que habían transcurrido desde entonces? ¿O era porque ese sueño ya no podía cumplirse dado que Walter había muerto? Durante los años que había estado casada había evitado quedarse encinta porque deseaba permanecer junto a él. ¿Lamentaba ahora no haber tenido cuando menos un hijo?
Pero no podía preguntárselo. Era un asunto demasiado personal. No tenía derecho a hacerlo. Sólo era su amigo y su amante temporal.
Inclinó la cabeza y la besó, al principio suavemente, dispuesto a apartar la cabeza si comprobaba que ella todavía no estaba preparada para unas caricias más íntimas. Ella entreabrió los labios y le devolvió el beso. Él deslizó la lengua entre los dientes de ella y la introdujo en su boca. Ella la succionó suavemente y él sintió que el miembro se le ponía rígido.
—Creo que deberíamos despojarnos de más ropa —dijo él.
—Sí.
Ella esperó a que él le quitara el camisón y alzó las caderas y luego los brazos para facilitarle la tarea. No le ayudó a quitarse el calzón.
La turbación había desparecido. Habían conversado aproximadamente media hora, lo cual él había temido que incrementara su nerviosismo por el hecho de estar tumbado con ella en la cama. Pero no había sido así. Parecía lo más natural que ahora se volvieran el uno hacia el otro e iniciaran los juegos que les procurarían a ambos placer sexual.
No es que Sophie supiera mucho sobre ese tipo de juegos. Él pensó que era comprensible que una mujer casada respetable no lo supiera aunque hubiera estado casada durante siete años. Era posible que a un hombre no se le ocurriera enseñar a su esposa la forma de proporcionar o recibir placer. A fin de cuentas, el lecho nupcial era considerado por la mayoría de los hombres como el lugar donde engendrar hijos. Buena parte de ellos llevaban a cabo esos juegos sexuales en otros sitios. Aunque el lecho nupcial de Sophie no había servido para eso, pues Walter había muerto precozmente, antes de que tuvieran un hogar estable. Y Walter no era el tipo de hombre que tenía aventuras extraconyugales.
Pero Walter era la última persona en la que Nathaniel quería pensar en estos momentos. En realidad, no quería pensar en nada.
Se esmeró en procurar placer a Sophie con las manos y la boca. Enseguida comprendió por sus pezones erectos, sus débiles gemidos y la humedad entre sus muslos que había conseguido su propósito. Decidió que esta noche no se mostraría exigente. No quería desconcertarla. En otra ocasión le enseñaría cómo utilizar las manos para proporcionarles placer a ambos.
—¿Estás preparada para recibirme? —le preguntó al cabo de un rato con la boca oprimida contra la suya. Separó los repliegues con las yemas de los dedos, introdujo uno en su pasaje íntimo y sintió que sus músculos se contraían alrededor del mismo—. ¿Me deseas Sophie? ¿Aquí? ¿Dentro de ti?
—Sí.
Ella se volvió hacia él, separando los muslos sin que él la ayudara a hacerlo cuando la montó, alzó las piernas cuando él la penetró y le rodeó las caderas con ellas. Luego alzó los pechos para restregar los endurecidos pezones contra su torso. Cuando él la miró, vio que tenía los ojos cerrados y la boca abierta en un gesto de frenético deseo.
En ese momento comprendió que le había procurado algo más que placer. Había despertado en ella el deseo y la necesidad. Había visto a multitud de mujeres fingirlo. Pero en este caso era inconfundiblemente auténtico.
Se colocó en la entrada de su cuerpo y la penetró, sin dejar de mirar su rostro. Ella gimió e inclinó la cabeza hacia atrás sobre la almohada.
—Sophie. ¡Cielos santo, Sophie!
Se había propuesto penetrarla lentamente, como había hecho anteanoche, para procurarle más placer antes de eyacular. Pero de pronto se dio cuenta de que ella estaba a punto de alcanzar el orgasmo…, si él le daba lo que necesitaba. Pero él no sabía…
La penetró con fuerza, repetidamente, introduciéndole el pene hasta el fondo, dilatando sus músculos interiores. Pero ella no lograba abandonarse y él no sabía cómo ayudarla.
Sí, lo sabía.
Introdujo un brazo entre ambos, localizó la diminuta zona que sabía que la ayudaría a alcanzar el clímax y la frotó ligeramente con el pulgar.
Ella llegó al orgasmo con violencia. Gritó su nombre y se estremeció contra él, fuera de sí. Él permaneció inmóvil dentro de ella, apoyando buena parte de su peso sobre ella, sujetándole las dos manos con fuerza, y apoyó la mejilla contra su sien.
¿Y ésta era Sophie?, se preguntó asombrado una y otra vez. ¿Ésta era Sophie?
Se dio cuenta distraídamente de que la perra lloriqueaba y gemía suavemente junto a la cama.
Cuando Sophie se quedó quieta, relajada y dormida debajo de él, Nathaniel alzó parte de su peso de encima de ella y siguió moviéndose en su interior hasta alcanzar silenciosa pero satisfactoriamente su orgasmo. Antes de retirarse y tumbarse junto a ella, vio que tenía los ojos abiertos y le observaba con expresión somnolienta.
—¿Sophie? —Tomó su mano y la acercó a sus labios—. ¿Te ha complacido?
Ella no respondió, sino que se arrebujó contra él y apoyó de nuevo la sien en su hombro. Había vuelto a quedarse dormida.
Esto, pensó él alzando las ropas de la cama suavemente con una pierna y una mano para no despertarla, era totalmente distinto a lo que había previsto. De acuerdo con su edad y su presente estatus como respetable hacendado con responsabilidades familiares, había previsto una relación sosegada, con escasa pasión, basada principalmente en una intimidad cómoda y satisfactoria. Especialmente con Sophie.
¿Cuándo había pensado que Sophie era una mujer incapaz de una intensa pasión? ¿Después de acostarse con ella la primera vez? En cualquier caso, cuando había llegado esta noche a su casa seguía pensándolo. Deseaba volver a estar con ella, sí, pero no había previsto… esto.
Ni siquiera estaba seguro de desearlo.
Había algo un tanto inquietante y alarmante en ello. Un elemento desconocido. Sin embargo, sólo era su mente que se sentía turbada. Su cuerpo se sentía maravillosamente saciado. Volvió la cabeza y la besó en la parte superior de la cabeza. Ella enlazó sus dedos con los suyos y se apretujó contra él al tiempo que emitía unos pequeños sonidos de gozo. Seguía dormida.
La perra, que había regresado junto al hogar, suspiró casi al unísono con su ama.
Era agradable, pensó Nathaniel, yacer así junto a ella, relajado, abrigado y somnoliento después de una larga y placentera charla y una ardiente sesión de sexo. Con una amiga, se dijo casi sonriendo. Se sentía más a gusto de lo que se había sentido en muchos meses, quizás años.
Pero esto era un poco distinto de lo que él había planificado. No era sólo sexo. Ni siquiera sólo sexo ardiente. Era una relación. Y la idea le resultaba un tanto inquietante. Pero se sentía demasiado cansado y satisfecho para analizar ahora la cuestión. Ya pensaría en ello mañana.
—Acércate, Sophie.
No era una orden, aunque él había extendido una mano hacia ella. Había pronunciado las palabras bajito, casi como una pregunta.
Ella había vuelto a enfundarse el camisón mientras él se vestía y se puso la bata. No había tenido ocasión de volver a recogerse el pelo. Él presentaba de nuevo un aspecto inmaculado y algo distante, como si no fuera el mismo hombre que había estado en la cama con ella durante buena parte de la noche.
Estaba junto a la ventana de la alcoba completamente vestido, aunque hacía apenas unos minutos que había terminado de copular con ella de nuevo, lenta, profunda, y maravillosamente, como había hecho dos noches atrás. A diferencia de la primera vez esta noche, ella no sabía muy bien qué había ocurrido en esa ocasión. Había sido fabuloso, pero al mismo tiempo se avergonzaba al recordarlo. ¿Qué habría pensado él de ella? Había perdido el control por completo. ¿Era de eso de lo que él quería hablarle? ¿O darle simplemente un beso de buenas noches —o buenos días— antes de marcharse?
Ella se acercó a él, le tomó la mano y alzó la cara para sonreírle. No habían vuelto a encender las velas, aunque todavía estaba oscuro fuera, pero podía verlo con toda claridad. Él la observaba con sus hermosos ojos soñolientos.
—Sophie —dijo—, háblame de la visita que Boris Pinter te hizo ayer por la tarde.
Ah.
Ella sintió un nudo en la boca del estómago. De modo que le había visto. Por supuesto. ¿Cómo no iba a verlo? ¿Y cómo se le había ocurrido a ella la torpeza de mentirle? Era innecesario.
—Ah, eso. —Ella se rio—. Vino a presentarme sus respetos, como hace de vez en cuando. Estuvo poco rato. Ni siquiera se quedó a tomar el té.
—¿Por qué le recibes? —preguntó él.
Ella arqueó las cejas.
—¿Te sientes obligada a hacerlo —preguntó él— porque el año pasado se inventó esas absurdas mentiras para realzar la fama de Walter? Sólo lo hizo para congraciarse con la alta sociedad, Sophie.
—¿Mentiras? —contestó ella.
—Cuando vino a la Península —continuó él—, Pinter ya era teniente. Sophie. No era alférez.
Ella no lo sabía.
—Entonces debió de ser al teniente Pinter, no al alférez Pinter, a quien Walter salvó —dijo ella—. ¿Acaso importa?
—Desde luego, porque no le debes nada —respondió él—. Nunca fue un tipo agradable, Sophie. Sentía una inquina especial contra Walter. No debes tener tratos con él y menos recibirle aquí. Ken te dijo anoche, e hizo bien, que cualquiera de nosotros cuatro te protegeremos si Pinter vuelve a molestarte. Será un placer hacerte ese favor, sobre todo para mí.
Fue la «protección» que Kenneth le había ofrecido anoche lo que le había costado a ella esta tarde su alianza matrimonial, pensó Sophie. De lo contrario, el precio no habría sido tan elevado. Y la próxima vez sería exorbitante.
Ella retiró su mano.
—¿Y desde cuándo —preguntó—, tienes derecho a dictar mi conducta, Nathaniel? ¿A decirme a quién debo y no debo recibir en mi propia casa? ¿Desde que eres mi amante? ¿Me ves ahora como tu querida pese a haberlo negado en otras ocasiones? No soy tu querida, ni tampoco Lavinia o Georgina para que me des órdenes y esperes que obedezca al instante sin rechistar. ¿Cómo te atreves?
Ella nunca perdía la compostura. Jamás. Con nadie. Al escucharse, al percibir el frío control de su voz, comprendió lo que le había ocurrido. La tremenda ira que llevaba acumulada había encontrado por fin un pequeño desahogo. La había descargado contra Nathaniel, que sólo quería protegerla. Horrorizada, confió incluso en que él le diera un argumento.
Pero no lo hizo.
Él ladeó la cabeza y escudriñó su rostro. Luego bajó la vista y observó sus manos, que tenía crispadas a sus costados.
—Tienes razón —dijo; su voz no denotaba contrariedad, altivez ni resentimiento—. Te pido disculpas, Sophie. Te ruego que me perdones.
Ella asintió con la cabeza y cerró los ojos brevemente, dejando que su ira se disipara.
—No te considero mi querida, Sophie —dijo él en voz baja—. Fue precisamente por eso que no pude… hacerte el amor cuando llegué esta noche. Eres mi amiga y mi amante.
¡Maldito sea el condenado!, pensó ella tomando prestada mentalmente una de las expresiones más frecuentes de Walter. Había deseado pelearse a gritos con él, pero ¿cómo se peleaba una a gritos con alguien? Ahora sólo deseaba apoyarse contra su cuerpo y llorar con el rostro sepultado en su corbatín. A veces la independencia podía ser una pesada carga. Y a veces la amabilidad y la ternura podían desarmar a alguien con más eficacia que la ira o la arrogancia.
Le miró sonriendo.
—¿Me prometes una cosa? —preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—Prométeme que acudirás a mí si tienes algún problema —dijo—. Prométeme que no dejarás que tu orgullo o tu afán de independencia te lo impida.
—Eso son dos promesas —respondió ella.
—¿Me lo prometes? —insistió él.
¿Puedes hacer el favor de prestarme una cuantiosa suma para comprar el resto de las apasionadas cartas que Walter cometió la indiscreción de escribir a otra persona? En el bien entendido de que te devolveré cada penique, aunque me lleve sesenta o setenta años hacerlo.
—¿Sophie? —dijo él con tono irritado—. ¿No puedes siquiera hacer esto para que me quede tranquilo? ¿O acudir, si lo prefieres, a Rex, a Ken o a Eden? Prométeme que acudirás a uno de nosotros.
—No te preocupes por mí, Nathaniel —contestó ella—. Prometo acudir a uno de vosotros si creo que podéis ayudarme a resolver un problema. ¿Te parece bien?
Él tomó sus dos manos en las suyas y se las apretó con fuerza.
—Eres una picaruela, Sophie —dijo—. No me has prometido nada. ¿Quieres que mantengamos nuestro acuerdo?
Ella sintió de nuevo un nudo en el estómago.
—¿Quieres tú que lo mantengamos? —le preguntó, sin poder apenas articular las palabras.
—Sí. —Él acercó la cabeza a la de ella—. Pero no permitas que olvide, Sophie, que ésta es una relación entre iguales. No daré nada por sentado. ¿Puedo venir a verte otra vez?
—Sí —respondió ella sonriendo—. Es muy agradable, Nathaniel. Me gustaría que continuara.
—Perfecto.
Él cerró la distancia entre sus bocas y la besó.
Al cabo de unos minutos ella le condujo abajo, seguidos por Lass, y descorrió el cerrojo de la puerta principal sin hacer ruido.
—Buenas noches, Sophie —dijo él antes de abrir la puerta—. Y gracias, querida.
—Gracias a ti, Nathaniel —respondió ella.
Cuando él abrió la puerta ella contempló su hermosa sonrisa a la luz de la farola.
—Buenas noches, Lass —dijo él.
Sophie cerró la puerta tras él y echó de nuevo el cerrojo procurando no hacer ruido.
—Vamos a la cama, Lass —dijo. Para evocar su calor y su olor, para revivir los acontecimientos de esta noche, todos ellos, no sólo la parte física.
No estaba segura, pensó cuando se metió en la cama y se acostó en el lado que había ocupado él, cubriéndose la cabeza con las mantas, si le habría propuesto que mantuvieran esta relación de haber sabido que consistiría en algo más que el mero acto sexual. De eso siempre podría recobrarse; a fin de cuentas, había vivido con ello toda su vida, salvo la primera y espantosa semana de su matrimonio.
Pero esta noche había habido algo más. Habían yacido uno junto al otro, con las manos enlazadas, conversando como amigos, como iguales. Y luego, después de haber hecho el amor maravillosamente —por más que ella se sentía avergonzada—, habían dormido juntos varias horas. Ella se había despertado algunas veces y había sentido su cálido cuerpo junto al suyo, relajado y dormido.
Y no tuviste hijos. ¿Ansiabas tenerlos?
De algún modo esas palabras, más que todas las demás, resonaban una y otra vez en su mente. No, no había tenido hijos. ¿Había ansiado tenerlos? No. No en esas circunstancias. Había reprimido sus necesidades como mujer de forma tan implacable que casi había olvidado la necesidad femenina más primordial. ¿Ansiaba tenerlos ahora? Tenía sólo veintiocho años. A veces olvidaba que aún era joven.
Si te dejara embarazada, tendrías que casarte conmigo, Sophie, tanto si quisieras como si no. No admitiría una negativa.
¡Ay, Nathaniel!, pensó sintiendo que se le encogía el corazón.
Cuando Lass saltó sobre la cama y apoyó la barbilla en sus piernas, ella no le ordenó que bajara como habría hecho en otras circunstancias. La presencia viva del animal le resultaba infinitamente reconfortante.