Nathaniel se había levantado y había salido a montar a caballo temprano, pero más tarde se había reunido con su hermana y su prima para desayunar.
Georgina, como cabía esperar, recordaba extasiada lo sucedido en el baile de anoche. Sólo había dejado de bailar dos bailes, y ambos habían sido unos valses. El primero de ellos lo había pasado con el vizconde de Perry y el segundo con el vizconde de Rawleigh, quien había accedido a dejar que visitara el cuarto de los niños en su casa y jugara con su hijito. Como es natural, esta mañana Georgie pensaba más en sus pretendientes que en los niños, por más que éstos le encantaran. Le maravillaba el elevado número de caballeros que habían tenido la gentileza de bailar con ella. Le parecía casi increíble que dos de las parejas que había tenido anoche le hubieran enviado unos ramilletes de flores esta mañana. Y esta tarde iba a dar un paseo en coche por el parque con el honorable señor Lewis Armitage.
Esta mañana se sentía más que satisfecha de la vida, y Nathaniel se alegraba por ella.
Lavinia, por supuesto, era otra cuestión. Había tenido también pareja para todos los bailes excepto el segundo, pues Margaret le había explicado con toda claridad que puesto que había rechazado a lord Pelham sin ningún motivo, no podía bailar con ningún otro caballero. Pero había atraído la atención de un gran número de invitados, entre ellos unos caballeros que eran unos excelentes partidos. Esta mañana había recibido un ramillete y dos enormes ramos de flores. Pero todo ello le parecían unas absurdas frivolidades.
—Probablemente han enviado flores a todas las mujeres con las que bailaron —dijo refiriéndose a los tres caballeros en cuestión—. Supongo que no tienen nada mejor que hacer con su dinero.
Y tras despachar de forma tan displicente a tres posibles pretendientes —uno de ellos era el mismo caballero con quien se había negado a dar un paseo en coche por Hyde Park esta tarde— condujo la conversación por otros derroteros.
—Esta tarde quiero ir a visitar a Sophie —anunció—. Me acompañará a dar un paseo a pie por el parque, y mantendremos una conversación mucho más interesante y sensata de la que yo tendría con cualquiera de los caballeros que conocí anoche. ¿Me llevarás a su casa, Nat?
Nathaniel arqueó las cejas.
—¿No sería mejor que le enviaras una nota sugiriendo otro día? —preguntó—. Quizá Sophie esté ocupada o se ausente de casa esta tarde, Lavinia.
—En tal caso —respondió ésta—, regresaremos aquí sin mayores problemas, y como mínimo habremos tomado el aire y dado un agradable paseo en coche. Ella me dijo que fuera.
Sophie era demasiado buena, pensó Nathaniel, suspirando y levantándose. No hubiera deseado llevar a Lavinia ni a ver a su peor enemigo, y Sophie era una de las personas que más estimaba. Pero reconoció que él mismo deseaba verla. Lo haría esta noche, por supuesto, pero quería asegurarse de que no estaba disgustada después de la desagradable experiencia de anoche. Ken les había contado esta mañana que ella había tratado de quitar importancia al hecho de que Pinter la abordara de esa forma, asegurándoles que la causa de su mareo era el calor que hacía en el comedor. Ken no la había creído. Ni tampoco los demás. Pero también les había contado que el año pasado Pinter se había dedicado a propagar historias para realzar la fama de Walter Armitage, y de paso la suya. Eso explicaba el hecho de que Sophie no le hubiera hecho el desaire que se merecía. Sin duda se sentía en deuda con él.
Pero no era así. Como había apuntado Rex, Pinter nunca había sido alférez en la Península. Cuando había llegado allí era teniente. Y ninguno de ellos había oído decir que Armitage le hubiera salvado la vida en una ocasión. Pinter, que no era más que un advenedizo, se las había ingeniado para introducirse en sociedad a la sombra de la fama de otra persona.
—Entonces iremos en coche a Sloan Terrace —dijo Nathaniel a Lavinia—. Si Sophie no está en casa, regresaremos a pie para que puedas respirar aire puro y hacer el todo ejercicio que quieras, Lavinia.
Ella le dirigió una sonrisa deslumbrante.
—Si crees que eso es una amenaza, Nat —contestó—, estás muy equivocado. Tendré que dar el paseo contigo, claro está, lo cual lo hace menos atractivo, pero supongo que ambos sobreviviremos a la experiencia.
—Es posible —convino él, dejando su servilleta—. ¿Tendrás suficiente con una hora para arreglarte?
—Más que suficiente —respondió ella con tono afable—. ¿Y tú, Nat?
Hacía tiempo que él había cedido al empeño de la joven a decir siempre la última palabra cuando tenían ese tipo de conversaciones. De modo que frunció los labios y abandonó la habitación.
Una hora y media más tarde llegaron a Sloan Terrace. Nathaniel dejó a Lavinia en el coche mientras iba a llamar a la puerta para preguntar si Sophie estaba en casa y podía recibirles. Pero la puerta se abrió en el preciso momento en que apoyó el pie en el primer escalón de la fachada, y al alzar los ojos vio que Boris Pinter salía de la casa, con un aspecto muy elegante, seguro de sí mismo e incluso bien parecido en un estilo un tanto grasiento y dentudo.
¡Maldita sea! El puño de Nathaniel se cerró con fuerza alrededor de su bastón.
—Ah, comandante Gascoigne —dijo Pinter, sonriendo jovialmente—. ¿Habéis venido a visitar también a la encantadora Sophie?
—¿Pinter? —Nathaniel inclinó levemente la cabeza con expresión gélida. Se le ocurrió preguntarle qué diantres había venido a hacer y cómo se atrevía a referirse a la esposa de un oficial superior a él con tamaña familiaridad. Pero se contuvo. Primero tenía que hablar con Sophie. Quizá ni siquiera le había franqueado la entrada.
—Comprobaréis que hoy está tan guapa como siempre —comentó Pinter.
Nathaniel alzó su anteojo y le miró a través de él.
—¿Ah, sí? —respondió con desdén antes de volverse y entregar su tarjeta al mayordomo que esperaba en la puerta—. Pregunta a la señora Armitage si tiene la amabilidad de recibir a la señorita Bergland y a sir Nathaniel Gascoigne —dijo, entrando en la casa.
No observó alejarse a Pinter. Si volvía a importunar a Sophie, tendrían que hacerle una visita, había dicho Ken durante el paseo a caballo esta mañana. Los cuatro, había añadido riendo. Sería un placer, pensó ahora Nathaniel. Y si por fortuna la cosa acababa a puñetazos, él sería el primero en propinarle uno.
La señora Armitage, le informó el mayordomo, estaría encantada de recibirles.
Cuando Nathaniel regresó al coche para ayudar a Lavinia a apearse, ésta se reía por lo bajinis.
—En circunstancias normales no se me ocurriría felicitarte —comentó—, pero debo reconocer que tu actuación ha sido estelar. Pensé que cuando terminaras con él, ese hombre comprobaría que le colgaban unos carámbanos de la barbilla y las cejas. No cabe duda de que un anteojo es un arma letal. ¿Quién diantres era?
—Nadie que debas conocer —respondió Nathaniel.
Sophie les recibió en la puerta de su cuarto de estar, con su encantadora sonrisa pintada en los labios y las manos extendidas para tomar las de Lavinia.
—Cuánto me alegro de que hayas venido —dijo.
Presentaba su habitual aspecto jovial.
—Estaba sola —dijo—, deseando que viniera alguien con quien ir de paseo. Hace un día espléndido. Iba a llevarme a mi doncella, pero no le gusta caminar más lejos que de la cocina a su alcoba, en el piso superior. Bájate, Lass. Es un vestido demasiado bonito para que apoyes las patas en él.
—Es un perro encantador —dijo Lavinia, acariciando las orejas del can, que estaban tiesas—. No…, Lass. Me refiero a que es una perra encantadora. ¿Puede venir con nosotras?
—Aunque quisiera no podría impedírselo —contestó Sophie riendo, y Nathaniel observó que le miraba de refilón. Supuso que se preguntaba si él había visto a Pinter salir de su casa, confiando en que no fuera así. O así fue como él interpretó su tono jovial y su mentira —no había estado sola—, y el hecho de no mirarle a la cara.
—Entonces, ¿no estás ocupada, Sophie? —preguntó él. ¿Puedo dejar a Lavinia a tu cuidado?
—¿A su cuidado? —replicó Lavinia indignada—. Tengo veinticuatro años, Nat. Sophie no tiene ochenta. ¿No puedes reconocer que nos dejas a una en compañía de la otra?
La sonrisa de Sophie parecía más auténtica, y divertida, cuando se volvió hacia él.
—Debes reconocer, Nathaniel, que tiene razón. Anda, vete. Somos tres chicas, Lass, Lavinia y yo, y podemos arreglárnoslas solas. Me han asegurado que apenas hay bandidos en el parque.
Nathaniel comprendió que las tres se habían coaligado contra él. Se reían de él. Incluso la perra danzaba alrededor de las dos mujeres, ignorándolo olímpicamente.
Sonrió y luego rompió a reír.
—Ven a casa con Lavinia a tomar el té —dijo—. Rex y Catherine van a venir, y Margaret y John también. Más tarde mi coche te traerá de regreso a casa.
—Quizá —respondió ella—. Gracias. Tengo que subir un momento en busca de mi sombrero, Lavinia. Enseguida vuelvo.
Nathaniel comprendió que le habían despachado. Salió de la casa y se subió al coche después de ordenar al cochero que le llevara a White’s.
¿Por qué no quería Sophie que supiera que Pinter había ido a verla?
¿Era posible que no le hubiera franqueado la entrada? ¿O temía que montara una escena como había hecho Ken anoche? Pero si Pinter se había atrevido a ir a verla a su casa, era hora de que alguien montara una escena, alguien con el poder de persuasión que un tipo como Pinter comprendiera.
Hablaría del asunto con ella esta noche. No era preciso que afrontara esto sola. Pero Sophie era tan condenadamente independiente…
Esta noche. Nathaniel cerró los ojos. Eden había mencionado esta mañana una partida de cartas a la que suponía que asistiría con él. Se había reído con gesto burlón cuando su amigo había alegado la necesidad de descansar esta noche después del baile de anoche.
Le maravillaba las ganas que tenía de ver a Sophie esta noche, pensó, lo mucho que anhelaba estar de nuevo con ella. Se rio por lo bajinis. Confiaba en que sus apetitos se hubieran aplacado un poco cuando llegara el momento de regresar a Bowood para pasar el verano.
Sophie no fue a tomar el té en Upper Brook Street, aunque caminó con Lavinia hasta allí y se sintió tentada de aceptar la invitación. Quizá, pensó antes de rechazar esa idea, se tomaría el resto del día para dedicarlo a hacer lo que le apeteciera.
Se agachó para sujetar la correa de Lass al collar y al incorporarse sonrió a Lavinia.
—Ha sido un paseo muy agradable —dijo—. Me hace mucha ilusión que mañana por la mañana visitemos la biblioteca.
—A mí también —respondió Lavinia con entusiasmo—. No sabes las ganas que tenía de tener una amiga sensata, Sophie. Espero no abusar de tu tiempo. Estoy segura de que Nat piensa que me extralimito —dijo poniendo los ojos en blanco.
—Yo estoy tan encantada como tú —dijo Sophie—. Sí, Lass, ya sé que te aburre no seguir andando. Hasta mañana entonces, Lavinia.
Y con eso echó a andar por la calle. Tenía algo que hacer, y quería hacerlo ahora, esta tarde. No se quedaría tranquila hasta que lo hiciera.
Habría disfrutado mucho de su paseo con Lavinia, pensó, de no tener ese otro asunto dándole vueltas continuamente en la cabeza. Pero casi se había acostumbrado a esa sensación. No obstante, había disfrutado del paseo. Lavinia le caía bien y tenía la impresión de que podían llegar a ser magníficas amigas si la amistad entre ella tenía ocasión de prosperar.
Era extraño que Lavinia la admirara por seguir a la tropa y soportar las incomodidades de vivir con un ejército en constante movimiento, aparte de los peligros reales a los que se había enfrentado. La joven la admiraba por vivir ahora de forma independiente cuando podía haber pasado el resto de su vida en casa de sus parientes varones.
—Y has hecho todo esto antes de cumplir los treinta —había añadido Lavinia suspirando.
Era extraño porque de jovencita Sophie sólo deseaba casarse y ser madre. No era distinta de buena parte de las jóvenes que conocía, tanto entonces como ahora. Habían sido las circunstancias las que habían configurado su carácter y su fuerza y la habían convertido en una mujer que podía y deseaba valerse por sí misma, aunque eso quizá cambiara muy pronto, pensó conteniendo el aliento. Asió con fuerza de la correa de Lass, pensando que los cuatro enormes caballos que tiraban de un imponente carruaje por la calzada tenían precedencia sobre una exuberante collie.
—¡Siéntate! —ordenó al animal, y Lass obedeció, con la lengua colgando entre sus dientes y observando a los caballos pasar de largo.
Lavinia no sentía un odio generalizado contra los hombres pese a sus corrosivos comentarios sobre algunos de los caballeros que habían tratado de cortejarla durante el baile de anoche. Incluso reconocía que soñaba con conocer algún día al hombre con quien pudiera unirse no sólo físicamente sino también a nivel espiritual, decía sin ambages. Pero tenía que ser alguien que reconociera que además de ser una mujer, ella era ante todo una persona.
—A veces, Sophie —le había explicado con franqueza y sin ápice de vanidad—, creo que ser guapa es una maldición. Y más si eres guapa y pelirroja. Cuando eres pelirroja los demás piensan que eres una mujer voluntariosa de temperamento fogoso, pero no imaginas el tono jocoso que emplean algunos caballeros cuando hacen esos odiosos comentarios sobre su deseo de «apagar esos fuegos». Creen que espero temblando de esperanza a que aparezca un hombre lo bastante fuerte para domarme.
—Y sin embargo lo único que esperas —había dicho Sophie—, es conocer a un hombre lo bastante fuerte para dejar que seas como eres.
—¡Exacto! —había respondido Lavinia, deteniéndose en uno de los senderos de Hyde Park y tomando a Sophie del brazo mientras sonreía alegremente—. Ay, Sophie, has dado en el clavo, pero hasta ahora nadie lo había comprendido. ¡Me encanta como eres!
Pero Sophie no tuvo ocasión de deleitarse con el placer que le producía esta nueva amistad. Tenía demasiadas cosas en la cabeza que empañaban los recuerdos de un agradable paseo bajo un espléndido y cálido sol y la interesante e inteligente conversación de la prima de Nathaniel.
¿Había visto Nathaniel a Pinter abandonar su casa? En su momento había tratado de convencerse de que en tal caso, él se lo habría comentado enseguida. Pero cuantas más vueltas daba al asunto, más convencida estaba de que había transcurrido muy poco tiempo entre la marcha del señor Pinter y la llegada de Nathaniel y Lavinia. Sin duda los dos hombres se habían encontrado. Sin embargo, Nathaniel no le había comentado nada. Y ella, estúpidamente, había mentido. Les había dicho que había estado sola y aburrida.
¿Y si él mencionaba el tema esta noche? Por supuesto, no le incumbía. Ella podía responder lo que quisiera a la pregunta que él le hiciera e incluso negarse a hacerlo. Pero no quería mentirle más o que él pensara que le ocultaba algún secreto. Emitió una sonora carcajada y luego miró a su alrededor, temiendo que alguien se hubiera percatado. ¡Ocultarle un secreto a él!
La visita de Boris Pinter no la había pillado por sorpresa. Es más, le hubiera sorprendido que no hubiera ido a verla hoy. El precio tampoco la había pillado por sorpresa, aunque cuando Pinter se lo había dicho ella había sentido que las piernas no la sostenían.
—¿De dónde creéis que voy a sacar esa suma de dinero? —le había preguntado ella sin rodeos.
Era absurdo esperar que un chantajista se compadeciera, de modo que había decidido no implorarle ni mostrar la menor debilidad.
—Pero, Sophie —había respondido él sonriendo y mostrando esos dientes grandes, blancos y perfectos (ella siempre observaba si sus caninos se habían convertido en unos afilados colmillos de vampiro)—, tenéis un cuñado con propiedades en Hampshire y un hermano que, aunque no es un caballero, dicen que es lo bastante rico como para comprar todo Hampshire con la calderilla que lleve en los bolsillos. ¿Acaso no ha llegado el momento de que uno de ellos acuda en ayuda de la viuda del viejo Walter?
Durante los años de la guerra, Walter y ella se daban el tratamiento de «señora» y «señor», acompañado por un saludo militar o una respetuosa reverencia.
Ella le había mirado con frío desprecio. Quizás acabaría teniendo que recurrir a uno de ellos —de hecho, estaba segura que tendría que hacerlo—, pero no hasta que estuviera desesperada. Lo cual sucederá la próxima vez, le dijo una voz interior alto y claro. Pero no quería involucrar a Thomas en algo que no le concernía a menos que no tuviera otro remedio, y odiaba tener que involucrar a Edwin, contárselo todo…
—Encontré por casualidad esta otra carta, Sophie —había dicho Boris Pinter, sacándola del bolsillo—. Se había caído detrás de un cajón cuando creí que os las había devuelto todas. Me estremezco al pensar que pude haberla dejado allí y haber sido descubierta por un futuro inquilino de la casa, quien quizás habría considerado que debía publicarla. No creo que os hubiera gustado que esta carta constituyera el último recuerdo del viejo Walter, ¿verdad, Sophie?
Él traía siempre una de esas cartas. Siempre la depositaba en sus manos, permaneciendo lo bastante cerca de ella para impedir que pudiera destruirla antes de que hubiera pagado por ella. Había leído la primera de principio a fin. Estaba escrita con la inconfundible letra de Walter. Se había sentido curiosamente aliviada al comprobar que la carta no contenía ninguna vulgaridad, nada escandalosamente explícito. Sólo una profunda y poética ternura; jamás habría sospechado que Walter fuera capaz de nada remotamente parecido a la poesía. Estaba claro que había estado apasionada y perdidamente enamorado. Ella había leído el nombre en la parte superior de la carta, y la firma al final. No había leído las siguientes con detalle. Sólo les había echado un vistazo para asegurarse de que eran unas cartas de amor escritas por él.
—Siempre sentí un gran respecto por el viejo Walter —había dicho Boris Pinter la primera vez, y todas las veces sucesivas—, y también por vos, Sophie. Sabía que no desearíais que esta carta cayera en manos equivocadas, de modo que os la he traído. En vista del último acto de extrema valentía que llevó a cabo el viejo Walter y la agradecida adulación de una nación, sería muy triste que de pronto se descubriera que durante dos años antes de su muerte había sido infiel a su esposa.
Siempre soltaba más o menos el mismo discurso.
—Tendréis el dinero —le había dicho ella esta tarde—. ¿Decís que debo entregároslo dentro de una semana? Lo tendréis mucho antes. Ahora, marchaos.
—¿No me ofrecéis una taza de té, Sophie? —había preguntado él—. Entiendo lo disgustada que debéis de estar al descubrir que Walter prefería otra persona a vos, aunque no precisamente con vuestra belleza. Su mal gusto es chocante. Supongo que sabéis que los Cuatro Jinetes del Apocalipsis del viejo Walter serían los últimos en compadecerse de vos si echaran un vistazo a una de estas cartas.
—Marchaos —había repetido ella con calma.
Y apenas cinco minutos más tarde —o quizá menos— Samuel había aparecido en la puerta del cuarto de estar con la tarjeta de Nathaniel pidiéndole que les recibiera a él y a Lavinia.
Habría sido un milagro que Nathaniel no se hubiera tropezado con el otro individuo.
Sophie localizó la joyería que andaba buscando y entró después de atar la correa de Lass a una farola junto a la puerta del establecimiento. Al principio había pensado en acudir a una casa de empeño, pero había rechazado la idea por dos razones. No creía poder conseguir el dinero suficiente en un establecimiento de ésos. Y era absurdo albergar falsas esperanzas. Era imposible que en un futuro cercano pudiera reunir el dinero suficiente para rescatar sus perlas. No, tenía que venderlas.
Diez minutos más tarde salió de la tienda, desató a Lass, que estaba impaciente para echar de nuevo a andar, menando la cola, y tomó el camino más corto de regreso a casa.
—Bien, Lass —dijo a su perra cuando llegaron a las conocidas calles cerca de su casa y se agachó para soltar la correa—, ¿qué crees que debo decir a Beatrice y a Sarah y a cualquiera que se fije en mi cuello desnudo durante el próximo evento nocturno y haga algún comentario al respecto? ¿Que se me rompió el collar y lo he enviado a reparar? ¿Cuánto tiempo tardarían en ensartar de nuevo las perlas? ¿Que lo he perdido? ¿Cuánto tardarían en registrar mi casa del desván al sótano? ¿Que olvidé ponérmelas? ¿Que estoy cansada de lucirlas? ¿Qué se las he prestado a Gertrude? ¡Pobre Gertrude!
Lass no ofreció ninguna sugerencia. Olfateaba el limpiabarros junto a una puerta. Sophie esperó a que el animal echara de nuevo a andar de regreso a casa.
¿Y cómo voy a explicar eso?, se preguntó en silencio, sacándose a medias el guante izquierdo y contemplando disgustada su dedo desnudo, cuya base aparecía reluciente y pálida debido a la huella de la alianza que no se había quitado desde el día de su boda…, hasta esta tarde. Qué necia era. Había supuesto que le ofrecerían por las perlas más dinero del que le habían dado. Incluso había confiado en que después de pagar a Pinter lo que éste le exigía le quedaría un poco de dinero. Pero lo que había obtenido por las perlas y la alianza juntas apenas alcanzaría a cubrir lo que debía pagarle.
Sophie decidió que si alguien le hacía alguna pregunta al respecto, se limitaría a responder que al cabo de tres años había llegado el momento de dejar atrás su matrimonio y los recuerdos de éste. Sonaba un tanto despiadado. Bueno, entonces diría que le resultaba demasiado doloroso acordarse de Walter cada vez que miraba su mano. Eso sonaba demasiado exagerado.
Y a pensaría en la respuesta cuando alguien le planteara la pregunta. De momento había conseguido el dinero que necesitaba. Pero no le quedaba nada salvo la mínima cantidad para subsistir hasta que volviera a cobrar su pensión de viuda. Y eso no cubriría ni de lejos el precio de la próxima carta.
Se preguntó cuántas había. Nunca había sospechado que Walter fuera aficionado a escribir cartas. O que supiera escribir con tanta elocuencia sobre sus emociones más profundas. Se mordió el labio con fuerza. Pero había muchas cosas sobre Walter que ella —y la mayoría de la gente— ignoraba. No había sospechado que tuviera una aventura sentimental, aunque estaba claro que ésta había prosperado durante dos años antes de su muerte, dos de esos difíciles años en que ella había mantenido su parte del acuerdo.
Incluso se había sentido un poco culpable por estar enamoriscada de los Cuatro Jinetes, un sentimiento que compartía con prácticamente todas las otras esposas de militares. Se había sentido decididamente preocupada por el amor secreto que sentía hacia Nathaniel Gascoigne y que siempre se había negado a llamar «amor», y jamás se había permitido tener ninguna fantasía al respecto o coquetear con él.
Sin embargo, durante todo ese tiempo Walter había estado escribiendo esas cartas, durante el tiempo en que no había podido entregarse de hecho a su pasión sexual. Y era evidente que había hecho eso con mucha frecuencia, pues las cartas, aunque no eran explícitas, lo dejaban muy claro. Su aventura sentimental había prosperado mientras la llevaba a ella, a Sophie, su «vieja Sophie», allá donde fueran los ejércitos de Wellington.
—A veces, Lass —dijo Sophie mientras su perra trotaba delante de ella y subía sin que tuviera que decírselo los escalones de su casa—, siento tanta ira acumulada en mi interior que creo que voy a estallar en mil pedazos. ¡Pum! Se acabó Sophie. Se acabaron los problemas.
Sonrió cuando Samuel le abrió la puerta, confiando en que no hubiera oído su voz cuando no tenía a nadie con quien conversar excepto Lass.
Pero no deseaba morirse, pensó, por más que a veces le seducía la idea de desaparecer. Subió la escalera apresuradamente, con Lass pegada a sus talones jadeando, mientras desataba las cintas de su sombrero. Esta vez tenía el dinero. El año pasado sólo hubo dos cartas. Éste ya había habido dos. Quizá Pinter se proponía espaciarlas a lo largo de varios años, dos al año. Quizá lograra librarse de él durante al menos unas semanas o unos meses. No creía que él se hubiera presentado tan pronto esta vez de no haberse enojado la noche anterior.
Decidió vivir como si se hubiera librado de él durante una temporada. Día a día. Y esperaba ilusionada que llegara esta noche. Iba a venir Nathaniel. Supuso que debería sentirse culpable. Había algo levemente —o quizá profundamente— sórdido en la relación en la que se habían embarcado. Pero no quería sentirse culpable. Durante muchos años, toda su juventud, había reprimido sus sentimientos y emociones para guardar las apariencias, para ser respetable.
Había tenido pocas alegrías en la vida.
Pero la noche que Nathaniel había pasado con ella la había hecho feliz.
Y esta noche también sería feliz. No quería pensar en el aspecto moral. Ni en el fin de la primavera y la pesadilla que representaría para ella cuando él regresara a su casa.
La felicidad siempre era un sentimiento fugaz. La vida y la experiencia se lo habían enseñado. No podías asirla y conservarla toda una vida. No quería seguir negándose la pequeña felicidad que se le ofrecía.
Día a día.