Capítulo 8

La excitación física que asaltó a Sophie cuando le tocó, cuando él la tocó a ella, le sorprendió. Se sintió profundamente abochornada, temiendo que todos sus amigos y conocidos mutuos sospecharan. Y por su incómoda situación cuando él le presentó a su hermana y a su prima. Y por la perplejidad que le produjo el afán de Lavinia de entablar amistad con ella.

Y por la irritación que le producía considerarse una… ¿qué? ¿Una querida? ¿Una perdida? ¡Qué estupidez! Walter habría dicho que eso era propio de las clases medias. Pero ella pertenecía a la clase media.

Pero ahora sólo era consciente del contacto físico entre ambos, del repentino recuerdo de que anoche, hacía menos de veinticuatro horas, habían estado desnudos y juntos en la cama. Alzó la vista y le miró. Él la observaba fijamente con esos ojos de mirada lánguida que le conferían una atractiva expresión somnolienta.

—¿Crees que ha sido correcto? —preguntó ella.

—¿Es eso lo que te preocupa? —inquirió él a su vez—. ¿Te sientes como una mantenida, Sophie?

—No, claro que no.

Y era verdad, se dijo con firmeza. No se sentía así.

—Entonces, ¿qué te hace pensar que pueda ser incorrecto conocer a mi hermana y a mi prima? —preguntó él—. ¿O que yo conozca a tu sobrina? Lo que hagamos juntos en privado y de mutuo consentimiento sólo nos concierne a nosotros, Sophie.

Ella se preguntó —como había hecho durante todo el día— si eso era realmente cierto. Por más que estaba convencida de ello.

Él comenzó a bailar con ella y durante un rato Sophie se olvidó de todo excepto de la maravillosa euforia que le producía bailar con él el vals. En los bailes organizados por el regimiento nunca tocaban un vals, pues era un baile demasiado novedoso y polémico. Ella sintió el calor corporal que él emanaba aunque sus cuerpos no se tocaban, y sintió que se sonrojaba al recordar otros momentos en que habían compartido un ritmo íntimo.

Estaba loca, pensó. Desquiciada. ¿Cómo podría sobrevivir al inevitable fin de los próximos meses? Pero ¿cómo podría sobrevivir, después de anoche, sin ellos?

Cuando alzó de nuevo la vista comprobó que él seguía mirándola con una media sonrisa.

—Has nacido para bailar, Sophie —dijo.

Qué palabras tan extrañas. Ella no le preguntó a qué se refería. Pero de pronto se sintió maravillosamente femenina. Rara vez se sentía así. Recordó cuando era joven y Walter le había hecho brevemente la corte; ella tenía entonces dieciocho años. Él nunca había sido un hombre especialmente apuesto o encantador, pero a ella le gustaba su sentido del humor franco y campechano. En esa época aún se consideraba pasablemente bonita y atractiva. Cuando le aceptó y se casó con él, supuso que sería muy feliz. Se sentía segura de sí como mujer. Le ilusionaba convertirse en su esposa, ser madre. Era todo cuanto había deseado en la vida.

Pero no tardó en perder toda confianza en su belleza y sus encantos. Pronto aprendió a conformarse con ser la «vieja Sophie» o una camarada para Walter, y «la buena de Sophie» para los Cuatro Jinetes y otros, aunque bien pensado, no recordaba que Nathaniel hubiera empleado nunca esa expresión.

No sabía si le hacía bien que ahora le dijera que había nacido para bailar. Pero le sonrió antes de bajar la vista para concentrarse de nuevo en las sensaciones que experimentaba. Había bailado el vals en otras ocasiones, pero nunca había sentido lo que sentía ahora; era como bailar en un sueño, en un arco iris, sobre las nubes, entre las estrellas o cualquiera de esos tópicos, los cuales de pronto le parecieron frescos y muy apropiados.

Al cabo de un rato cayó en la cuenta de que el vals estaba a punto de terminar. Miró a su alrededor, tratando de retener el recuerdo, deseando de nuevo poder detener ese momento en el tiempo. Miró sobre el hombro de Nathaniel y se quedó helada. Perdió el paso y de resultas de ello su escarpín acabó debajo del zapato de él. Hizo una mueca de dolor y Nathaniel la estrechó contra sí durante unos instantes.

—Querida Sophie —dijo, deteniéndose y mirándola consternado—. Lo siento mucho. Qué torpe he sido. ¿Te he hecho daño?

—No —respondió ella, nerviosa, mientras en su mente bullían mil pensamientos—. No, ha sido culpa mía. Estoy bien.

—No es cierto —dijo él—. Ven, acerquémonos a esas ventanas. ¿Te he machacado los dedos de los pies?

—No.

Ella meneó la cabeza, mordiéndose el labio; se sentía como si le hubiera machacado los cinco dedos del pie, y dirigió la vista hacia la puerta. Él no estaba allí. ¿Había entrado en el salón? ¿Se había marchado? ¿Había imaginado ella que lo había visto? Sabía que no lo había imaginado. Sus miradas se habían cruzado.

—Te traeré una silla —dijo Nathaniel.

—No —contestó ella agarrándole del brazo—. Sigamos bailando.

Él inclinó la cabeza y escudriñó su rostro.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. Te detuviste de repente. Aunque reconozco que ha sido culpa mía. Es un fallo imperdonable pisar a tu pareja. ¿Qué te ocurre, Sophie?

Ella sintió de nuevo una ilusoria sensación de seguridad que no lo era en absoluto. Imaginó que se lo contaba y observaba cómo la expresión de preocupación de él daba paso a la aversión. No podría soportarlo.

—No es nada —respondió sonriendo—. Sólo un dolor lacerante. Debes de pesar una tonelada, Nathaniel. O dos. Pero el dolor ha remitido. Terminemos de bailar el vals.

—¿Puedo ir a verte mañana por la noche? —le preguntó él con la cabeza inclinada todavía hacia ella.

Ella sintió una inconfundible punzada de deseo en la boca del estómago.

—¿Sobre medianoche? —respondió—. Esperaré levantada para abrirte la puerta. Mis criados se habrán acostado.

—¿Prefieres que nos veamos en otro sitio? —le preguntó él—. Puedo alquilar una casa.

—No —se apresuró a responder ella—. Eso sería intolerable.

—Sí —convino él—. Sería intolerable. Pero no quiero causarte problemas con tus criados.

—No tienen por qué enterarse —dijo ella—. Y aunque se enteraran, soy dueña de mis actos, Nathaniel.

—Cierto —dijo él—. Siempre fuiste muy independientes, Sophie.

Estas palabras también eran extrañas. Unas palabras reconfortantes. Y en gran medida ciertas. Ella siempre había controlado su vida. Y seguiría haciéndolo aunque temía lo que podía ocurrir durante los próximos meses. La ruina económica o que su secreto fuera descubierto. Perder a Nathaniel cuando la temporada social terminara. Comprobar que su vida era espantosamente vacía.

—Bailemos —dijo él, tomándola de la mano.

Nathaniel condujo a Sophie de nuevo junto a su grupo. Sabía que debió haber ido antes a presentar sus respetos a la sobrina de Sophie, puesto que le había presentado a la joven en el parque. Si lo hacía ella tendría que presentarle también a los padres de la joven. Pero Houghton era el hermano de Walter Armitage, y era natural que fuera para conocerlo. No había motivo para guardar las distancias sólo porque se había acostado con Sophie, una idea que aún le parecía increíblemente insólita. A lo largo del día Nathaniel se había convencido de que no había nada inmoral en lo que hacían. Ni había nada indecoroso, siempre y cuando fueran discretos y mantuvieran su relación en privado.

De modo que se acercó con Sophie, se inclinó y sonrió a la señorita Sarah Armitage, elogiando su aspecto y pidiendo a Sophie que le presentara a los padres y al hermano de la joven. Houghton, según comprobó, no era de complexión corpulenta como Walter ni tenía su tez rubicunda. Tenía un aspecto más refinado. Conversaron unos minutos sobre Walter y luego, dado que la señorita Armitage estaba junto a él mirándole de una forma que los caballeros que deseaban sacarla a bailar se abstuvieron pensando que ya tenía pareja, se sintió obligado a invitarla a bailar el próximo baile.

Eso sí le pareció un tanto indecoroso, especialmente dado que la joven tenía una forma de mirarlo que le recordó al año posterior a Waterloo, cuando sus tres amigos y él habían comprobado que las mujeres les consideraban unos jóvenes muy apuestos y unos excelentes partidos. Lo había olvidado. Comoquiera que había venido a la ciudad con el expreso propósito de acompañar a Georgina y a Lavinia a los eventos de la temporada social y buscarles marido, no se le había ocurrido que quizás otras mujeres —tanto madres como hijas— pudieran considerarle un marido en ciernes.

La señorita Sarah Armitage le miraba de esa forma. Al igual que lo había hecho su madre antes de que él condujera a la joven a la pista de baile. Desde luego, la señorita Armitage estaba muy bella. Nathaniel decidió hablar lo menos posible —los complicados pasos del baile no inducían a la conversación— y limitar sus comentarios a los insulsos temas de rigor. Pero la suerte se había confabulado contra él. Era el baile anterior a la cena. De modo que cuando terminó se vio obligado a ofrecer el brazo a la joven, conducirla al comedor y sentarla a su lado. Tuvo que conversar con ella, sonreír y prestarle toda su atención, tal como exigían los buenos modales.

Ella comentó que debía de ser muy valiente y le pidió que le relatara sus actos heroicos en el campo de batalla. Le parecía increíble que su tío Walter hubiera sido el único oficial valeroso. Él le contó algunas de las anécdotas divertidas que recordaba, como el día en que el comandante Hanley, un apasionado cazador, se había llevado a sus perros y a sus camaradas y habían cobrado tantas piezas que habían regresado al campamento dando gritos y alaridos de alegría sin tratar de sofocar los exuberantes ladridos de los perros. El coronel, que dormía a pierna suelta tras una copiosa cena regada con abundante licor, se había despertado sobresaltado y aturdido, temiendo que se tratara de un ataque por sorpresa de los franceses, y había impartido unas órdenes a voz en cuello que habían sembrado el pánico y la confusión en el campamento.

—Pero ¿no fue un ataque por parte de los franceses? —preguntó la señorita Armitage después de una breve pausa, mirándole alarmada.

Él le sonrió afablemente.

—No eran los franceses —respondió—. Tan sólo el comandante Hanley con sus amigos y sus perros.

—Ah —dijo ella—. No debió hacer tanto ruido, ¿verdad? Podría haber alertado a los franceses si éstos hubieran estado cerca. Y entonces vos y el tío Walter y… todos los demás habrían corrido un grave peligro.

—Tenéis razón —dijo él, pensando que era preferible que la conversación girara en torno al tema de los sombreros u otro con el que la joven se sintiera más cómoda—. Según creo, el comandante Hanley, que se mostró muy arrepentido, recibió una severa reprimenda y no volvió a hacerlo.

Estuvo a punto de añadir que el coronel se había jurado dejar la bebida a partir de ese momento, pero no quería que ella creyera que le estaba tomando el pelo.

—Y la tía Sophie habría corrido también un grave peligro —añadió la joven como de pasada.

—Vuestro tío habría evitado que le sucediera nada —respondió él—. Todos los que no teníamos esposa velábamos también por la seguridad de las damas, como debe hacer siempre un caballero. Mis amigos y yo sentíamos gran estima por Sophie. Siempre cuidábamos de ella cuando vuestro tío se ausentaba en un acto de servicio.

—Me consta —dijo la joven, mirándole con auténtica adoración— que tía Sophie se sentía muy segura junto a vos, sir Nathaniel.

Él sonrió y miró alrededor de la habitación tratando de localizar a Sophie. Estaba sentada algo alejada de ellos con su cuñada. Pero mientras Nathaniel observaba se acercó un caballero por detrás de ella y la tocó en el hombro. Ella se volvió, esbozando su sonrisa habitual, y de pronto ocurrió algo. No dejó de sonreír. Dijo algo al hombre, escuchó su respuesta y luego se volvió hacia su cuñada, al parecer con el propósito de presentarle a dicho caballero.

Pero había algo que no encajaba. Nathaniel recordó que hacía una hora, cuando bailaban juntos, ella se había detenido bruscamente haciendo que él la pisara sin querer. Había sido algo muy fugaz, algo que ella había negado más tarde. Pero estaba claro que había ocurrido algo. Quizás había visto a alguien que no esperaba ver aquí.

Él no alcanzó a ver el rostro del hombre para identificarlo hasta que éste se volvió para inclinarse ante la vizcondesa de Houghton y mostró su perfil. Le resultaba familiar, aunque no pudo ponerle de inmediato un nombre a ese rostro. Y de repente lo recordó… ¿Cómo podía haberlo olvidado? El hombre no iba vestido de uniforme, como es natural, por lo que tenía un aspecto muy distinto. Pinter. El teniente Boris Pinter. Siempre había sido un tipo despreciable, congraciándose con sus superiores incluso a expensas de sus camaradas, tratando a sus subordinados con infame crueldad en nombre de la disciplina. Nadie le apreciaba y muchos le odiaban. Era el único oficial que Nathaniel conocía que gozaba viendo cómo castigaban a un soldado azotándolo y a quien le disgustaba que otro hombre fuera ascendido.

En cierta ocasión Walter Armitage se había opuesto a que Pinter obtuviera un ascenso alegando unos motivos que nunca habían sido divulgados, consiguiendo imponer su criterio. Y Pinter nunca había alcanzado el grado de capitán. Al parecer no disponía de los fondos necesarios para comprar el ascenso aunque su padre era conde.

Y ahí estaba, conversando con una risueña Sophie, que le había presentado a la cuñada de Walter. Nathaniel arrugó el ceño. De improviso observó lo que le ocurría a Sophie, en todo caso la prueba exterior de lo que le ocurría. Su risueño semblante estaba pálido. Él hizo ademán de levantarse de la silla.

Pero la aparición del joven Lewis Armitage, que se había acercado para sentarse en la silla vacía frente a su hermana, le impidió ver a Sophie.

—Hola, Lewis —dijo la señorita Armitage—, sir Nathaniel me ha contado unas anécdotas muy interesantes sobre unos ataques de los franceses, perros de caza y coroneles que dormían a pierna suelta.

El joven Armitage miró a Nathaniel sonriendo.

—Confío, señor —dijo—, que no hayáis incluido ningún detalle macabro que pueda hacer que Sarah tenga pesadillas durante seis meses.

—Jamás me perdonaría causarle tal trastorno —respondió él.

—No seas tonto, Lewis —reprendió la señorita Armitage a su hermano—. Sir Nathaniel me ha divertido con sus historias. Os aseguro que me moriría si tuviera que seguir a la tropa como hizo la tía Sophie.

Cuando Nathaniel cambió de postura para poder ver de nuevo a Sophie al otro lado de la habitación, observó que Ken y Eden habían acudido en su auxilio. Se habían colocado a cada lado de Pinter, sonriendo, sin perder la compostura, conversando con él y con ella. Él se alegró de que se hubieran percatado de la comprometida situación en que se encontraba ella, y se tranquilizó un poco.

—En realidad, señor —dijo el joven Armitage, ruborizándose—, me preguntaba si después de cenar me haríais el honor de presentarme a la señorita vestida de blanco que os acompaña, vuestra hermana, según creo. Con vuestro permiso, quisiera invitarla a bailar.

Debía de tener veintiún o veintidós años, pensó Nathaniel. Era rubio y delgado, muy parecido a su hermana. Daba la impresión de ser más inteligente que ella, aunque sin duda era una muchacha muy dulce. Armitage era heredero del título y la propiedad de un vizconde, quien probablemente no era rico, pero sin duda respetable. Claro está que el joven no le había pedido la mano de Georgie, simplemente permiso para bailar con ella. No obstante, la responsabilidad de presentar a una hermana en sociedad era muy seria. Debía evitar a toda costa que entablara amistad con personas que no le convenían.

—Después de cenar conduciré a la señorita Armitage de nuevo junto a vuestra madre —respondió Nathaniel—. Estaré encantado de presentaros a mis hermanas.

—Gracias, señor —dijo el joven.

Moira atravesó la habitación hacia donde se hallaba Ken y ambos condujeron a Sophie fuera del comedor, cada uno situado a un lado de ella, con un brazo enlazado en uno de los suyos, riendo y charlando. Eden había ocupado la silla vacía junto a la vizcondesa de Houghton y conversaba con ella. Pinter miró a su alrededor, con una media sonrisa pintada en los labios. Durante unos instantes, antes de que Lewis Armitage se moviera y le impidiera de nuevo ver esa zona del comedor, la mirada de Nathaniel se cruzó con la suya.

Puede que las guerras hubieran terminado y Walter hubiera muerto, pensó Nathaniel, pero Sophie seguía siendo su amiga. Los cuatro tenían que velar por su seguridad y protegerla contra las impertinencias de individuos como Pinter. El hecho de que él fuera ahora también su amante no tenía nada que ver, pues los otros tres jamás averiguarían este hecho. Todos velarían por ella.

¿Había visto Sophie a Pinter mientras bailaba con él?, se preguntó Nathaniel. Pero ¿por qué el hecho de verlo le había hecho dar un traspié y luego negar que hubiera sucedido algo que la había sobresaltado? ¿No habría sido más lógico que hubiera esbozado simplemente una mueca de dolor diciendo algo como «¿a que no adivinas a quién acabo de ver?» Habría podido compartir su disgusto con él. A fin de cuentas, los dos conocían a ese hombre.

¿Y por qué le había presentado a su cuñada, aunque Pinter se lo hubiera pedido? Habría sido mejor que se hubiera limitado a saludarlo con una fría inclinación de cabeza y haberse vuelto de nuevo hacia la mesa. Él habría captado el mensaje y no habría vuelto a importunarla.

En cualquier caso, no volvería a importunarla si sabía lo que le convenía.

La señorita Armitage, como observó Nathaniel divertido, estaba describiendo con todo lujo de detalles el sombrero que su madre le había ayudado a elegir por la mañana. Por lo visto era el sombrero más delicioso que jamás había sido creado y valía cada penique del exorbitante precio que habían pagado.

—Quizá papá no se muestre de acuerdo contigo cuando llegue la factura a su mesa de trabajo —comentó el joven Armitage riendo.

—Te equivocas —respondió ella, ofendida—. Papá dijo que no reparáramos en gastos a la hora de adquirir el vestuario que más me favoreciera esta primavera.

Nathaniel sonrió divertido cuando otro joven tocó a Lewis Armitage en el hombro y le dijo algo en voz baja pero audible.

—¿Me haces el favor de presentarme a tu hermana, Armitage? —preguntó.

Era el joven vizconde de Perry, el cuñado de Rex. El caballero que había acompañado a Georgie a beber una limonada durante el vals. Él y Armitage tenían aproximadamente la misma edad y al parecer se conocían.

Armitage hizo las presentaciones y Perry pidió a la señorita Armitage que bailara el próximo baile con él. Nathaniel observó que ésta miraba al joven con una adoración tan patente como la expresión con que le había mirado a él. Quizá fuera más inteligente de lo que él había supuesto. Había venido a Londres en busca de marido. Debía tener en cuenta todos los posibles candidatos a su mano, al menos durante el primer baile al que asistía.

Perry era un buen partido para ella. Pero también para Georgie.

Esto del mercado matrimonial podía ocasionar a un hombre un auténtico quebradero de cabeza, pensó Nathaniel. Esperaba con impaciencia su encuentro con Sophie mañana por la noche. A medianoche, le había dicho ella. Dentro de veinticuatro horas. Una eternidad.

—Apóyate en mi brazo, Sophie —dijo Kenneth—. En el salón de baile hace menos calor. Dentro de un momento buscaremos una silla para que te sientes.

—¿Crees que vas a desmayarte, Sophie? —le preguntó Moira; su sonrisa y su risa se habían desvanecido en cuanto habían abandonado el comedor—. Si estás mareada, Kenneth puede llevarte en brazos.

—¡Tonterías! —contestó Sophie, esforzándose por recobrar la compostura—. Pero os lo agradezco. El ambiente en el comedor era irrespirable. Qué ridiculez. Jamás me desmayo —añadió emitiendo una trémula carcajada.

—No es una ridiculez —dijo Moira—. Yo estaba sentada con Rex, Clayton y Clarissa. Rex te vio conversar con ese hombre y murmuró algo que como mínimo debió hacer que me sonrojara, y se levantó para acercarse a tu mesa. Pero Kenneth y Eden reaccionaron con más rapidez. ¿Quién era ese hombre?

—Un ex teniente particularmente indeseable —respondió Kenneth—. Todos, prácticamente sin excepción, le despreciábamos, pero él sentía una inquina especial contra Walter Armitage, Moira, porque Walter, con ayuda de varios de nosotros, dicho sea de paso, impidió que obtuviera un ascenso. No debió abordarte de esa forma, Sophie. Tuvo suerte de que estuviéramos en un lugar público, o uno de nosotros le habría asestado un puñetazo.

—Ya me siento mejor —dijo Sophie—. De veras, ha sido el calor. No me importó que el teniente Pinter viniera a saludarme.

Cuando recordó que al volverse había visto que era él quien había apoyado una mano en su hombro, no pudo reprimir un escalofrío.

—Pero todos observamos que te sentías molesta, Sophie —insistió Kenneth—. Y es lógico. Incluso te obligó a que le presentaras a la cuñada de Walter. Me entran ganas de propinarle ese puñetazo.

—No tiene importancia, de veras —insistió Sophie.

—Has recobrado el color —dijo Moira dándole una palmadita en la mano—. Pobre Sophie. ¿Le habías visto desde que murió tu marido?

—Sí —reconoció Sophie tras unos instantes de vacilación. Sonrió—. Creo que es el responsable de mi persistente fama. Fue quien informó a la alta sociedad de que Walter había arriesgado su vida para salvarlo cuando él era un simple alférez y Walter un comandante. Incluso se mostró a una luz poco favorable haciendo que la hazaña de Walter pareciera aún más heroica. —Tragó saliva antes de continuar—: Fue muy amable por su parte.

No era cierto. Ella sabía muy bien por qué Pinter había contado una mentira tan flagrante.

—¡Maldita sea! —masculló Kenneth—. ¿De modo que fue Pinter, Sophie? ¿Y ahora se cree en el derecho de abordarte delante de todo el mundo cuando quiera?

—No suelo aparecer con frecuencia en sociedad, Kenneth —respondió ella—. Llevo una vida muy retirada. Te ruego que no des mayor importancia a lo que ha sucedido. Te aseguro que no la tiene.

—Eres demasiado buena, Sophie —dijo él—. En cualquier caso, a partir de ahora no te quitaremos el ojo de encima. No volverá a molestarte.

—Tienes cuatro paladines, Sophie —observó Moira riendo—. Nathaniel se levantó en el mismo momento que Rex. Yo misma lo vi.

—Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis son mis devotos caballeros —dijo Sophie alegremente—. ¿Qué más puede pedir una mujer?

—Así me gusta, Sophie —dijo Kenneth—. ¿Aún necesitas sentarte? Tienes mejor cara.

Paseaban por el salón de baile casi desierto, aunque los invitados empezaban a regresar del comedor.

—Estoy perfectamente —respondió ella, soltando el brazo de los dos—. Muchas gracias. Soy muy afortunada de tener tan buenos amigos.

—Si vuelve a molestarte, Sophie, cuando ninguno de nosotros esté presente para socorrerte —dijo Kenneth—, no dejes de decírnoslo. Uno de nosotros hará una visita al señor Boris Pinter. O quizá los cuatro. ¡Le daremos un buen escarmiento!

Sophie se rio un poco. No tenía la menor duda de que el señor Boris Pinter se presentaría al día siguiente en su cuarto de estar, con otra carta —una carta de amor— en el bolsillo. Y con otro precio —más elevado que el anterior— en los labios. La humillación que había sufrido esta noche sin duda elevaría el precio. ¿Cómo podría pagarle? Respiró hondo para sofocar el pánico que la invadía.

—Ahí está Beatrice, que regresa junto a Eden —dijo—. Iré a reunirme con ella. Os doy de nuevo las gracias.

Les sonrió a ambos antes de dirigirse hacia su cuñada.

Nathaniel se había levantado también para ir a socorrerla, pensó Sophie. Lamentó que no hubieran quedado en que iría a verla esta noche. Pero esta noche habría transcurrido cuando terminara el baile. Mañana le parecía una eternidad. Entre ahora y mañana por la noche… No, no quería pensar en ello.

Edén sonrió. Sus ojos increíblemente azules escudriñaron los suyos.

—¿Te has recobrado del mareo, Sophie? —le preguntó.

—Sí, gracias —respondió ella—. Me he comportado como una tonta.

Beatrice se volvió para observar a Sarah, que se dirigía hacia ellos del brazo de Nathaniel, acompañados por Lewis.

—Si alguna vez necesitas un par de puños que te defiendan, Sophie —dijo Eden acercándose a ella y hablándole al oído—, puedes contar siempre con los míos.

—Gracias —contestó ella, riendo—. Pero ha sido debido al calor.

Comprendió que Eden no la creía, como tampoco la había creído Kenneth.