Había algo innegablemente emocionante en el primer gran baile de la temporada social, reconoció Sophie, que se hallaba junto a sus parientes políticos, mientras contemplaba a su alrededor a los invitados e invitadas, espléndidamente elegantes y enjoyadas. Se sentía como la tía pobre de alguien, aunque nadie le había hecho un desaire. Un nutrido y halagador número de personas la saludaban con una inclinación de cabeza e incluso se detenían para hablar con ella. Dos años después de la ceremonia en Carlton House no se había hundido aún en el más absoluto anonimato. No obstante, pensó con irónico sentido del humor, si alguna vez asistía a una velada vestida con otro traje, puede que nadie la reconociera.
Rex y Kenneth habían llegado con sus esposas antes que ella y sus acompañantes. Formaban un amplio grupo al otro lado del salón de baile. Al cabo de unos momentos, Sophie vio que Eden también estaba presente. Utilizaba esos ojos azules que tenía, el muy bribón, para encandilar a una joven particularmente atractiva, la cual se había ruborizado y jugueteaba con su abanico.
Sophie miró detenidamente a su alrededor. El salón de baile estaba tan atestado de gente que era difícil ver a todo el mundo. Pero había una persona —un hombre— que no vio. El corazón le latía con fuerza contra las costillas e incluso en la garganta. Quizá se presentara más tarde, pero en esos momentos no estaba ahí. O puede que no viniera. Respiró profundamente varias veces para tranquilizarse.
Nathaniel tampoco estaba ahí. Pero llegó pocos minutos después de llegar ella con su grupo. Iba acompañado por tres damas, y en la puerta se unió a ellos otro caballero que tomó del brazo a la mujer de más edad. Sophie dedujo que eran las hermanas de Nathaniel, el marido de la mayor, y su prima. Desvió la vista y la dirigió hacia otro punto del salón. Esta noche Nathaniel era un hombre de familia, el cabeza de familia, responsable de presentar en sociedad a las jóvenes que estaban a su cargo. Pero ella notó que temblaba y respiraba con dificultad, como una joven enamorada por primera vez. ¡Qué ridiculez! Esa noche estaba muy guapo, pero ¿cuándo no lo estaba? Aunque muchos caballeros vestían unos trajes de etiqueta de colores más oscuros y elegantes para la noche, él lucía una levita azul claro con un chaleco plateado, un calzón de color gris y una camisa blanca. Y sonreía. ¡Ah, esa sonrisa! Sophie se preguntó cuántos corazones femeninos se sentían seducidos por ella.
Estaba a punto de comenzar el primer baile. Ella no iba a participar en él —no pensaba bailar en toda la noche—, pero sonrió al ver al joven Withingsford conducir a Sarah a la pista de baile y observar con orgullo que su sobrina no tenía nada que envidiar a las jóvenes más bellas que estaban presentes. No le faltarían admiradores, pensó, aunque ahora comprendió por qué no le gustaba su primera pareja. Era un muchacho muy joven y esmirriado y el pobre tenía la cara llena de granos. Con los años mejoraría, como solía ocurrir con los caballeros. Y, claro está, era heredero del título y la propiedad de un barón.
Sophie observó que Eden bailaba con una de las jóvenes parientas de Nathaniel, probablemente su hermana. Tenía un aspecto demasiado ingenuo y recatado e iba vestida de forma demasiado conservadora para ser la prima díscola. La otra joven —la que bailaba con Nathaniel— debía de ser la prima. Era muy bella, con una figura esbelta, un porte aristocrático y una cabellera pelirroja. Lucía un atrevido vestido de color turquesa vivo. Pero, a fin de cuentas, había cumplido veinticuatro años. Aprobaba su decisión de no tratar de parecer una jovencita.
Sophie procuró no mirarlos mientras bailaban. Temía que él se diera cuenta. Y era muy consciente —por más que odiaba sentirse humillada por ello— del insulso aspecto que presentaba. Sólo tenía cuatro años más que la prima de Nathaniel, pero se sentía como mínimo medio siglo mayor que ella.
Cuando terminó el baile Eden se acercó y se inclinó ante ella y Sarah.
—Sophie —dijo—, ¿quieres hacerme el honor de presentarme a tu cuñado y a tu cuñada?
Ella hizo lo que le pedía, incluyendo a Lewis en las presentaciones, y escuchó con una sonrisa mientras todos conversaban sobre Walter. Pensó complacida que Eden invitaría a Sarah a bailar con él. Un baile con un caballero como Eden haría sin duda que otros caballeros se fijaran en ella. Y Sarah le miraba casi con adoración. Pero cuando empezó a formarse la segunda contradanza Eden se volvió hacia ella.
—¿Quieres bailar conmigo, Sophie? —le preguntó—. Siempre fuiste la mujer que mejor bailaba en el ejército.
—Si no recuerdo mal, Eden —respondió ella, profundamente complacida ante la perspectiva de bailar—, tenía pocas competidoras.
Apoyó su mano en la de él.
—Y con el permiso de vuestra madre, señorita Armitage —dijo él, inclinándose ante Sarah—, espero que me reservéis el próximo baile.
Sarah le hizo una reverencia, deshaciéndose en sonrisas. Las plumas del turbante de Beatrice se agitaron al asentir con la cabeza.
—Has hecho a Sarah muy feliz —le dijo Sophie cuando ocuparon su lugar en la contradanza—. Pero ten presente, Eden, que es muy joven e inocente.
Él se rio.
—Sí, señora —contestó—. Le he pedido que baile conmigo, Sophie, no que nos besemos y achuchemos en un rincón oscuro.
—Celebro oírlo —dijo ella, riendo también pese a sus recelos antes de abandonarse a la eufórica sensación que le producía ejecutar los pasos y las figuras de una animada contradanza.
—Esta tarde, Sophie —dijo él durante una de las breves pausas, cuando estaban lo bastante cerca para conversar—, recibí una bronca a cuenta de ti cuando lo único que pretendía era hacer una amigable visita. Nat se indignó por lo que estuve a punto de decir en tu presencia anoche.
—Todos decíais cosas mucho peores cuando estábamos en la Península —dijo ella—. No soy una remilgada, Eden.
—Eso fue justamente lo que dije a Nat —respondió él—. No que no fueras una remilgada, por supuesto, sino que eras sensata y tenías sentido del humor. Pero me ordenó que me disculpara contigo y que lo hiciera con sinceridad. Te pido humildemente perdón. Te aseguro que no pretendía faltarte al respeto. —Edén sonrió de nuevo—. Nat se ha vuelto inquietantemente respetable, Sophie.
—Eso es porque tiene numerosas responsabilidades familiares —contestó ella—. Es algo que tú aún no has experimentado, Eden. —Entonces sonrió y se rio al ver que él torcía el gesto—. Acepto tus disculpas.
Las figuras que trazaban las otras parejas de baile les separaron.
—Le estoy muy agradecido a Nat —dijo él cuando volvieron a unirse—. Creo que voy a asumir el papel de casamentero, Sophie.
—¡Que Dios nos asista! —exclamó ella.
—Estoy decidido a encontrarle pareja —continuó Eden—. No me refiero a una esposa, Sophie. ¿Eso fue lo que creíste? Iría contra todos mis principios casar a mi pobre amigo. Además, según el propio Nathaniel, ha tenido suficientes mujeres viviendo en su casa para no desear más en toda su vida. No, lo que pretendo es emparejarlo con una… Vaya por Dios, sospecho que voy a tener que disculparme por segunda vez.
Se echó a reír y empleó su seductora mirada con todo descaro.
—El significado de tus palabras está meridianamente claro —respondió ella antes de que completaran la figura del baile cambiando de pareja.
Supuso que Nathaniel no le había contado lo que había sucedido anoche, ni esta mañana. Se había preguntado si lo había hecho. Sabía por experiencia que los hombres eran aficionados a hablar entre sí de sus conquistas amatorias. No lo habría soportado…, pero estaba convencida de que Nathaniel jamás haría algo semejante. Era un hombre honorable.
—¿Se te ocurre alguna mujer adecuada para ese cometido, Sophie? —preguntó Eden al cabo de unos minutos—. Debes de conocer a muchas mujeres de una edad y un estatus marital adecuados. Tiene que ser alguien respetable, desde luego. Y bonita y alegre, para emplear las palabras de Nat.
¡Ay!
—Si esperas que te ayude a hacer de casamentero en esta causa, Eden —replicó ella secamente—, debes de estar loco. Me niego a ello. ¿Por qué no hablamos del tiempo?
Él se rio cuando volvieron a separarse.
Cuando concluyó el baile Eden no la condujo, como ella esperaba, junto a sus acompañantes. La condujo hacia Kenneth y Moira, Rex y Catherine, los cuales formaban un grupo con el hermano y la hermana de Rex y sus respectivos cónyuges y con el hermano de Catherine. Sophie habría preferido regresar junto a Beatrice. Pero al menos Nathaniel no formaba parte del grupo.
—Esta mañana pasamos a verte, Sophie —dijo Moira—, ¿verdad, Catherine? Queríamos llevarte con nosotras de tiendas, para comprar algunas frivolidades. Pero habías salido.
Samuel no le había dicho que había tenido otras visitas. Menos mal que no se habían presentado cuando ella estaba a solas con Nathaniel. La sola idea de haber escapado por los pelos hizo que se sintiera profundamente turbada. ¿Qué habrían pensado?
—¿Quieres bailar la cuadrilla conmigo, Sophie? —le preguntó Kenneth—. ¿O se la has prometido a otro?
—¡Qué bobada! —contestó ella—. Por supuesto que no.
—Sophie —dijo Rex dirigiéndose al grupo con voz lánguida y sosteniendo su anteojo en una mano—, siempre fue la mujer más vanidosa que conocíamos. ¡Qué bobada! Por supuesto que no —soltó, imitando con bastante acierto el tono de ella.
Todos se rieron y ella sintió que se sonrojaba antes de unirse al coro de risas.
—Gracias, Kenneth —dijo—. Me encantará bailar la cuadrilla contigo.
Y era cierto. Bailaría dos bailes seguidos, con dos de los caballeros más apuestos que había en el baile. Confiaba en que tanta deferencia no hiciera que se le subieran los humos. Kenneth se inclinó ceremoniosamente y le ofreció el brazo.
Resultó que bailó tres bailes seguidos. Kenneth la condujo de nuevo junto a su grupo cuando terminó el baile porque Moira, que había bailado con el señor Claude Adams, indicó a Sophie sonriendo que se acercara. Quería hacer planes para ir con ella de tiendas pasado mañana por la tarde, pues la mayoría de sus mañanas y las de Kenneth, según le explicó, las reservaban para jugar con su hijo o llevarlo a paseo. Luego Rex pidió a Sophie que bailara con él y ella salió a la pista para ejecutar otra contradanza.
—Me siento de nuevo como una joven atolondrada —le confesó ella, riendo y resoplando mientras desfilaban bailando frente a la hilera formada por otras parejas.
—Eres joven, Sophie —respondió él—. Más joven que yo, según creo, y te aseguro que me considero joven, pese a ser un hombre casado y un padre. Pero nunca fuiste atolondrada. Las circunstancias no permitían serlo en la Península. Quizás haya llegado el momento de que lo seas. De que te diviertas.
Cuando sus miradas se cruzaron él le guiñó el ojo.
¿Se lo había contado Nathaniel? No, él no le haría eso a ella.
Al término de la contradanza Rex la condujo de regreso junto a su grupo, como si ella formara parte integrante del mismo, y todos la recibieron como si tal. Ella confiaba en que el señor Adams, sir Clayton Baird o el vizconde de Perry no se sintieran obligados a pedirle que bailara. Le habría incomodado mucho. Pero se produjo un incidente que la salvó de ese trance, suponiendo que ese término fuera el adecuado.
—Me sigue pareciendo cómico ver a Nat desempeñar el papel de hermano devoto —dijo Kenneth sonriendo divertido y mirando sobre el hombro de Sophie. Ella dedujo, sintiendo una crispación en el estómago, que él debía de acercarse al grupo. Al volverse comprobó que llevaba a una joven de cada brazo.
¿Sabía que ella estaba aquí? Qué espantoso bochorno, por más que no se explicaba por qué tenía que sentirse avergonzada. Deseaba poder desaparecer, regresar junto a su grupo. Pero era demasiado tarde.
Nathaniel se había fijado en ella casi desde el momento en que había entrado en el salón de baile. Pero ella no había reparado en él, al menos, eso pensó al principio. Al cabo de un rato le pareció poco probable, pese al gran número de invitados, que ella no le hubiera visto. Lo cual indicaba que le rehuía deliberadamente.
¿Por qué?
¿Había cambiado de parecer? Parecía muy posible. ¿O se sentía avergonzada de verlo en público después de lo sucedido anoche, y después del acuerdo al que habían llegado esta mañana? Había venido con su familia, con la familia de Walter. Quizá no quería que los demás sospecharan. Si, ésa era la explicación más probable.
Él había imaginado que se sentiría algo turbado al verla. Pero no fue así. Sophie tenía un aspecto encantador y familiar, no sólo como su amante de anoche, sino como Sophie Armitage. Llevaba un vestido de un color anodino. Al principio él pensó que era negro, pero no. Era un azul muy oscuro. El escote alto y cuadrado y las mangas hasta el codo, informes, estaban pasados de moda, suponiendo que lo hubieran estado alguna vez. Se había peinado con esmero con un moño alto y unos bucles, pero, como de costumbre, se le habían escapado algunos rizos rebeldes que formaban una especie de halo en torno a su cabeza. Mostraba su sonrisa plácida y alegre.
Anoche había vuelto a parecerle irreal hasta que recordó esa cabellera suelta y desordenada que enmarcaba su rostro y sus hombros y le caía por la espalda hasta el trasero. Y sus ojos soñadores y llenos de pasión. Y la grácil belleza de su cuerpo.
Ah, Sophie. Alguien le había mostrado en cierta ocasión un dibujo de un jarrón, pero cuando él había enfocado la vista hacia otro punto el jarrón había desaparecido, suplantado por dos rostros humanos de perfil. Luego había visto los dos dibujos pero nunca simultáneamente. O veía el jarrón o los rostros. Tenía la impresión de ver a Sophie así. Veía a la entrañable Sophie, su amiga, que le alegraba el corazón y pintaba una involuntaria sonrisa en sus labios. Y veía y sentía —y olía— a la amante de anoche y sabía sin ninguna duda que deseaba continuar esa relación. Pero era difícil ver a las dos mujeres al mismo tiempo.
Cuando comprendió con toda claridad que ella evitaba incluso mirarle, decidió tomar cartas en el asunto. A todos les chocaría que él fuera el único de los cuatro amigos que no se acercara a presentarle sus respetos. Además, deseaba hablar con ella. Y quería que Georgina y Lavinia la conocieran, siempre había tenido intención de llevarlas a visitarla. Estaba seguro de que al menos a Georgina le caería bien. De modo que entre un baile y otro ofreció un brazo a cada joven y las condujo donde se hallaba Sophie con Ken, Rex, Eden y el resto del grupo.
Sus tres amigos ya conocían a su hermana y a Lavinia. Rex y Kenneth habían ido a visitarles con sus esposas esa tarde, poco después de que Eden se marchara. Rex y Ken incluso habían bailado un baile con ambas jóvenes. Nathaniel había comprobado con satisfacción y alivio que Lavinia no había rechazado a ninguno de los dos.
Cuando los tres se unieron al grupo hubo un animado intercambio de saludos y todos se pusieron a conversar. Catherine se encargó de presentar a Georgina y a Lavinia a su hermano y a los parientes de Rex. Al parecer, supuso, conocían a Sophie.
Al fin Nathaniel se volvió hacia ella y sonrió. Si Sophie se sentía turbada, no dio muestras de ello. Se quedó quieta, como solía hacer, sin acercársele ni emprender la retirada.
—Hola, Sophie —dijo él—. ¿Lo pasas bien en el baile?
—Oh, sí —le aseguró ella—. No creía que bailaría, pero he bailado tres veces seguidas, nada menos que con tres de los Jinetes del Apocalipsis. Creo poder afirmar que mi velada, toda mi temporada social, ha sido un indudable éxito.
Nathaniel recordó que Sophie siempre había tenido la habilidad de burlarse discreta y alegremente de sí misma.
—¿Me permites el honor de presentarte a mi hermana y a mi prima? —le preguntó.
—Sí, por favor —respondió ella.
—Mi prima Lavinia Bergland —dijo él—, y mi hermana Georgina.
Ella miró a una y a otra sonriendo amablemente.
—La señora Sophie Armitage —continuó él—. Una estimada amiga que estuvo en España, Portugal y Bélgica con su esposo durante las guerras. Por desgracia su esposo cayó en Waterloo, pero no antes de llevar a cabo un extraordinario acto de valentía.
—Qué trágico para vos, señora Armitage —dijo Georgina, haciéndole una reverencia.
—¿Seguisteis a la tropa, señora Armitage? —inquirió Lavinia con visible interés—. Qué espléndido. Os envidio.
—Por favor, llámame Sophie —dijo ella—. Sí, supongo que es para envidiarme. Tuve la fortuna de pasar casi todos los días de mi breve vida de casada con mi esposo.
—Sophie —dijo Lavinia extendiendo la mano derecha como un hombre y estrechando la suya—. Cuánto me alegro de conocerte. Qué suerte que seas amiga de Nat. Así volveremos a vernos y podré hablar con una persona sensata.
Sophie se echó a reír.
—Confío en estar a la altura de tus expectativas —dijo.
—Pero no se te ocurra proponerle ir de paseo o de compras, Sophie —terció Eden con el tono aburrido que solía emplear cuando quería herir las susceptibilidades de alguien—. O te acusará de considerarla un caso de caridad y te fulminará con su desdeñosa mirada.
Edén se había sentido ofendido esa tarde, pensó Nathaniel. ¿Y quién podía reprochárselo? Lavinia había estado imperdonablemente grosera con él.
Lavinia dirigió a Eden la mirada que éste acababa de describir y luego sonrió a Sophie de forma encantadora.
—Me encantaría ir de paseo o de compras contigo, Sophie —dijo—. Preferiblemente de paseo para poder hablar sin que nadie nos interrumpa. Es muy aburrido ir de compras. Si me lo permites, pediré a Nat que te traiga a casa un día… A propósito, ¿sabe Nat dónde vives?… Luego, ya veremos. ¿Te parece bien?
—Desde luego —respondió Sophie.
Pero Nathaniel observó que le dirigía una breve mirada. A Lavinia jamás se le habría ocurrido esperar a que Sophie la invitara, o preguntarse si su deseo de entablar amistad con ella era correspondido. Pero lo cierto era que la joven no tenía muchas amigas. Opinaba que las mujeres eran unas necias.
Los músicos habían empezado a afinar de nuevo sus instrumentos.
—Señorita Gascoigne —dijo el joven vizconde de Perry, hermano de Catherine, inclinándose ante Georgina—. ¿Me permitís acompañaros a tomar una limonada? Tocan un vals y supongo que aún no podéis bailarlo.
Nathaniel no pudo por menos de recordar que Perry era el heredero del conde de Paxton. Asimismo, era un joven rico y educado y sin duda atractivo para las damas. Georgie se ruborizó y apoyó la mano en su brazo. Por fortuna, cuando se ruborizaba estaba aún más bonita. Nathaniel miró a Catherine, quien arqueó una ceja y esbozó una media sonrisa.
—Pero ¿es cierta esa ridícula historia? —preguntó Lavinia sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Que una no puede bailar el vals hasta que las viejas comadres lo autoricen?
—Menos mal que no hay ninguna comadre cerca para oíros —dijo Eden—, o quizá no bailaríais vuestro primer vals hasta que cumplierais los ochenta años. Nat quiere bailar el vals con Sophie. Más vale que vengáis a tomar un refresco conmigo, señorita Bergland, no sea que alguien sospeche que nadie desea invitaros a bailar.
Nathaniel arqueó las cejas. Eden debía de sentirse profundamente ofendido. No era propio de él dirigirse a una mujer sin utilizar su acostumbrado encanto. Había estado descortés con Lavinia. Sin embargo, ésta aceptó el brazo que le ofrecía sin dar muestras de sentirse molesta.
Nathaniel se volvió hacia Sophie. Eden había interpretado correctamente sus deseos. Y sería un vals. No podía haberlo planificado mejor.
—Sería una lástima, Sophie —dijo—, que no bailaras el cuarto baile con el cuarto Jinete a fin de completar el cuarteto. ¿Quieres bailar conmigo, querida?
—Me encantaría —respondió ella, apoyando la mano en el brazo de él.
La música empezó a sonar. ¿A qué Sophie veía ahora?, se preguntó Nathaniel mientras apoyaba una mano en su cintura —¿cómo era posible que no hubiera reparado nunca en que tenía una cintura de avispa?— y tomaba su mano con la otra. Aspiró el olor de su perfume…, no, de su jabón.
Ella le sonrió mientras apoyaba la mano que tenía libre en su hombro. La sonrisa alegre y confortable de Sophie Armitage. Y el cuerpo menudo y dúctil de la amante de anoche.