Capítulo 6

No obstante, mientras caminaban se produjo entre ellos cierta tensión, cierta dificultad en hallar un tema de conversación. Él hizo un comentario sobre el tiempo —nublado, más frío que días pasados, aunque por fortuna no llovía y apenas soplaba viento—, pero ella apenas pudo responder a ese detallado informe.

Él se percató de lo menuda que era. Su cabeza apenas le llegaba al hombro. No podía verle el rostro debajo del ala de su sombrero, modesto y práctico. Era muy consciente de ella, de su presencia física. Le resultaba extraño bajar la vista y ver a su amiga Sophie, recordar el talante jovial, plácido y sensato con que le había recibido esta mañana. Y al mismo tiempo ser físicamente consciente de la mujer en cuyo lecho había pasado varias horas anoche. Era extraño y desconcertante saber que ambas mujeres eran la misma.

Él había comprendido casi de inmediato después de separase de ella anoche —o quizás antes— que esta mañana tendría que volver y hacer lo que se esperaba de un honorable caballero. Había gozado de la noche que había pasado con ella más de lo que recordaba haber gozado con ninguna otra mujer, y desde luego ella le gustaba más de lo que le había gustado ninguna otra mujer. Pero la idea de casarse con Sophie le había helado el corazón. Y la perspectiva de obligarla a casarse con él le había hecho sentirse profundamente culpable. Pero no tenía más remedio.

Era muy propio de Sophie enfocar la situación con su habitual sensatez y buen humor. Había dicho que le había parecido muy agradable.

La entrañable Sophie… De no haberse sentido tan profundamente aliviado, quizá se habría sentido ofendido. Muy agradable. Ella le había confesado que jamás había hecho nada semejante, y él la había creído. Pero ¿le había parecido muy agradable?

—Has cambiado —dijo ella de pronto.

—¿Tú crees?

Él inclinó la cabeza para acercarla a la suya. Se preguntó en qué aspecto le parecía a ella que había cambiado.

—Eres más maduro —dijo ella—. Al igual que Rex y Kenneth. Eden no ha madurado. Al menos, todavía.

—¿Porque me he convertido en un respetable hacendado, Sophie? —preguntó él—. ¿Porque he asumido la tarea de escoltar a mi hermana y a mi prima por la ciudad?

—Porque ya no te gusta pagar por las mujeres —contestó ella.

¡Maldita sea! Era muy propio de Sophie recordarle sin ambages el embarazoso momento que se había producido en casa de Rex.

—Debí abofetear a Eden con el guante —dijo—. En la Península era distinto, Sophie. Pero en el salón de unas personas distinguidas, fue imperdonable por su parte decir lo que dijo en tu presencia.

—Pero aún no estás preparado para el matrimonio —dijo ella.

Él torció el gesto.

—Estoy más que dispuesto a… —respondió.

—Sí, ya lo sé —dijo ella—. Eres un hombre de honor, Nathaniel. Por supuesto que estás dispuesto a casarte conmigo después de haberme… deshonrado, según dijiste. Pero aún no estás preparado para el matrimonio, ¿verdad?

¿Acaso pretendía que él la persuadiera?, se preguntó Nathaniel. No lo creía. Trató de verle el rostro, pero tenía la cabeza agachada.

—No deseas casarte —continuó ella—, y sin embargo la alternativa ya no te agrada.

Él se detuvo y la obligó a hacer lo propio.

—¿A dónde quieres ir a parar, Sophie? —le preguntó.

Cuando ella alzó la vista para mirarlo él observó que era la Sophie de siempre, hasta el punto de que pensó que quizá seguía durmiendo y tenía uno de esos sueños tan extraños.

—No soy bonita —dijo ella—, ni especialmente atractiva, aunque tampoco creo que sea exactamente un antídoto. En todo caso, anoche no te lo parecí. Gozaste con la experiencia tanto como yo. ¿No es así? —le preguntó sonrojándose por primera vez.

Él no podía fingir que la había entendido mal.

—Sophie —dijo acercando su cabeza a la suya—. ¿Te estás ofreciendo como mi querida?

—No —respondió ella con calma—. Una querida es una mantenida. Yo me mantengo a mí misma, Nathaniel. Pero lo encontré agradable, y creo que tú también, y…

—¿Y?

Él arqueó las cejas. Menos mal, pensó una parte de su cerebro, que se hallaban en una calle desierta.

Ella movió los labios sin emitir ningún sonido. Pero recobró la compostura.

—Estarás en la ciudad unos meses —dijo—. Estarás muy atareado. Lo mismo que yo. Pero de vez en cuando… Quizá no fuera mala idea… No busco marido, Nathaniel, al igual que tú no buscas esposa. Pero… soy una mujer con las necesidades de una mujer. Con ciertos apetitos. A veces. No las suficientes para obligarme a salir en busca de amantes. Pero… Si lo deseas… Si con ello resuelves un problema…

De pronto él lo comprendió todo pese a la aparente incapacidad de Sophie de completar una frase. Qué fácil era ver el carácter afable de esa mujer y no percatarse de que debajo de éste latían unos sentimientos reales y profundos. Pero recordó haberle preguntado la noche anterior si estaba tan hambrienta como él, hambrienta de pasión. Y ella había respondido que sí. Su cuerpo había dicho que sí.

—Querida. —Él cubrió la mano que ella tenía apoyada en su brazo con la suya—. Añoras mucho a Walter, ¿verdad? Y nosotros, los otros y yo, hemos bromeado a costa de su fama póstuma. Qué crueles hemos sido. E insensibles. Perdóname.

Ella le miró a los ojos.

—Entonces, ¿estás de acuerdo? —le preguntó.

Él comprobó no sin sorpresa que lo deseaba. Sería la relación entre iguales que había confiado hallar sin demasiada esperanza. Podría tenerla con una amiga, con alguien a quien estimaba y respetaba y le parecía atractiva. Sería una relación agradable para ambos, se dijo sonriendo para sus adentros. Confiaba en que a ambos les pareciera algo más que «agradable». Sería una relación que no les perjudicaría a ninguno de los dos.

—Anoche fue magnífico, Sophie —dijo.

—Sí.

Ella asintió.

—Merece la pena repetirlo —dijo él sonriendo.

—Sí.

De repente la situación le pareció a él inopinadamente divertida. Se rio y la miró esbozando su habitual sonrisa jovial.

—Eres una descocada, Sophie —dijo—. Te has propuesto corromperme. ¿Habías planeado esto?

—Sólo a medida que las palabras brotaban de mi boca —respondió—. ¿Te he obligado a algo de lo que quizá te arrepientas? ¿Quieres tomarte un tiempo para reflexionar?

—¿Y tú? —inquirió él.

—No —contestó ella meneando la cabeza.

Él pensó en la hermosa y alegre viuda de Walter. Y pensó en la mujer que había yacido anoche debajo de él, moviéndose al ritmo que le imponía con su cuerpo. Sophie, tan hermosa como alegre. Costaba creer que esta atractiva mujer hubiera estado presente todo el tiempo en la Península, pero él sólo la había visto como una amiga. Quizá fuera preferible así.

—Creo, Sophie —dijo—, que me sentiría honrado de ser tu amante.

Durante un instante fugaz ella cerró los ojos y se mordió el labio inferior. Luego miró a su alrededor, como la Sophie de siempre. En ese momento él se fijó en dos personas a sus espaldas que se dirigían hacia ellos, las cuales se hallaban aún a cierta distancia.

—La casa de Gertrude está allí —dijo ella, señalando al frente.

Se acercaron sin volver a despegar los labios hasta que él se despidió de ella después de llamar a la puerta y esperar a que un criado abriera. Luego le tomó la mano, se inclinó cortésmente y le deseó buenos días.

—Gracias por haberme acompañado, Nathaniel —dijo ella, y entró en la casa.

Él se quedó mirando la puerta cerrada durante un par de minutos antes de reanudar su camino.

—Tienes un aspecto muy distinguido, Sophie —dijo amablemente Beatrice, vizcondesa de Houghton—. Es el vestido que te pusiste para ir a Carlton House, ¿verdad?

El vestido de Carlton House debía de ser famoso a nivel nacional, pensó Sophie con irónico sentido del humor. Beatrice estaba muy elegante con un vestido nuevo de seda rojo y un turbante a juego. Estaba preparada para asistir al baile. El carruaje acababa de llegar a Portland Place, llevando a Sophie, que había rechazado la invitación a cenar alegando que tenían suficiente trajín en la casa sin añadir a éste otro comensal para cenar.

Sarah, como cabía esperar, tenía un aspecto atractivo y juvenil con el traje blanco de rigor, cuya sencillez y delicadeza ponían de realce la belleza de su dueña. Sophie reconoció la mano de Beatrice en la elección del modelo. Sarah se puso a bailar describiendo un círculo completo antes de abrazar a su tía.

—¿Qué te parece, tía Sophie? —preguntó ingenuamente—. ¿Crees que seré la mujer más bella del baile? Papá dice que sí, pero Lewis se ríe con desdén.

Lewis, rubio y esbelto como su hermana aunque en un estilo varonil, sonrió pícaramente.

—Si me parecieras la mujer más bella del baile, Sare —dijo—, significaría que estaba mal de la cabeza. Aunque reconozco que estás bastante mona.

Sarah alzó la vista al techo.

—Los hermanos —comentó Sophie riéndose—, suelen mostrar una sinceridad brutal. Estás impresionantemente guapo, querido. Y tú también estás muy bonita, Sarah.

Lewis soltó una carcajada y Sarah rompió a reír tontamente, quedando zanjada toda incipiente disputa entre los hermanos.

—El vestido de Carlton House siempre resulta elegante, Sophie —comentó su cuñado, entregando a Beatrice su chal y organizando a todos para que pudieran partir—, pero con uno nuevo habrías estado a la última moda. Bea y Sarah han pasado días instruyéndome en lo que está en boga actualmente. ¿Por qué no las acompañas la próxima vez que visitan a la modista? Te aseguro que apenas notaré el coste de otro vestido entre todos los que ellas se encargan.

—Estarías muy guapa con un vestido de color azul pálido, Sophie —dijo Beatrice—, en un tejido ligero para el verano. Sí, debes venir con nosotras. Lo pasaremos muy bien, ¿verdad, Sarah?

Sophie les sonrió.

—Si no empezamos a movernos hacia la puerta —dijo—, Edwin la emprenderá contra alguien. Tengo los vestidos que necesito. Y los colores oscuros son más prácticos que los pálidos. En cuanto a comprarme un vestido de un tejido ligero, Beatrice, ¿por qué iba a hacer esa tontería cuando vivo en un clima inglés?

Lewis le ofreció el brazo y ella lo tomó, observando con aprobación los distintos matices gris claro y blanco de su atuendo. Más de una docena de muchachas se apresurarían a pedir a alguien que se lo presentaran. Y la teoría de Sarah con respecto a su hermano era errónea. Aunque Lewis tenía veintiún años, no se le veía un solo grano en la cara.

—Algunas personas —dijo Edwin mientras conducía a su esposa y a su hija hacia el vestíbulo e indicaba al criado de servicio que abriera la puerta principal—, son tercas como una mula.

—Y algunas personas —apostilló Sophie con tono jovial mientras Lewis la ayudaba a montarse en el coche—, se sentirán eternamente agradecidas de contar con los medios suficientes para poder vivir sin depender de los demás.

Sonrió a Edwin cuando éste se sentó en el asiento frente a ella para demostrarle que no había pretendido ofenderlo con sus palabras.

Sin embargo se arrepintió de haberlas pronunciado en estos momentos, pues sólo sirvieron para recordarle lo precaria que era su independencia. Acababa de saldar la deuda más reciente. ¿Por qué se resistía a llamar a las cosas por su nombre incluso mentalmente, cuando lo cierto es que se trataba de un chantaje? Bien, por fin lo había verbalizado al menos en su mente. Pero eso le provocó tal sobresalto que comenzó a respirar trabajosamente mientras trataba desesperadamente de ocultarlo a su familia. Había cedido al chantaje en tres ocasiones y sabía que se estaba hundiendo en un agujero negro del que no lograría escapar. ¿Cómo iba a satisfacer la próxima demanda que le hiciera el chantajista? Ya no le quedaba dinero…

Día a día.

—¿Querrá alguien bailar conmigo? —preguntó Sarah de sopetón con tono angustiado—. ¿Y si nadie me invita a bailar, mamá?

—El joven Withingsford abrirá el primer baile —recordó Edwin a su hija.

Pero Sarah hizo un mohín. El joven Withingsford, según tenía entendido Sophie, era simplemente un vecino a quien Sarah no consideraba una conquista. Puede que, para colmo, el pobre chico tuviera granos.

—Las invitaciones han llegado a una velocidad halagadora —comentó Beatrice—. Todo el mundo sabrá, Sarah, que eres sobrina del tío Walter. Nos acompaña la tía Sophie.

Sarah miró a su tía.

—¿Tú crees, tía Sophie —preguntó—, que lord Pelham y sir Nathaniel Gascoigne me invitarán a bailar? Seguro que vendrán a presentarte sus respetos, y entonces se acordarán de que me los presentaste. ¿Bailarán conmigo?

—Sarah no dejó de hablar de ellos en todo el día después de ese paseo por el parque —dijo Edwin riendo—. ¿Te parecen unos candidatos aceptables, Sophie? No te preguntaré si son respetables. Si eres amiga de ellos y te pareció oportuno presentárselos a Sarah no me cabe duda de que lo son.

—Los dos están solteros, si a eso te refieres —respondió Sophie—, y son muy ricos, según creo. Y apuestos. Estoy segura de que Sarah no omitió mencionar ese detalle.

—Los hombres más apuestos de Londres —murmuró Lewis—. ¿O de Inglaterra, Sare? ¿O de toda Europa? ¿O del mundo?

—Creo que sólo dije que eran apuestos —replicó Sarah, indignada—. No es preciso que te burles de todo lo que digo, Lewis.

—¿Son jóvenes, Sophie? —inquirió Beatrice.

—Deben de tener unos treinta años —respondió ella.

—Una buena edad —dijo Edwin.

Beatrice sonrió.

—Confiemos en que asistan al baile y podamos asegurarnos de que son un buen partido en todos los sentidos —dijo—. ¿Nos los presentarás a Edwin y a mí, Sophie?

—Por supuesto —respondió ésta—, suponiendo que asistan esta noche al baile.

Estaba convencida de que asistirían.

—Bien —dijo Edwin riendo—, después de esta noche tendremos a Sarah felizmente colocada y tú y yo podremos retirarnos de nuevo al campo y gozar de las comodidades que ofrece, amor mío.

—¡Papá! —Sarah, que rara vez captaba una broma sutil, le miró alarmada—. Nada puede decidirse en una noche. No podemos regresar aún a casa.

Beatrice se rio y le dio una palmadita en la mano.

Nathaniel asistiría al baile con su hermana y su prima, pensó Sophie. Quizá no quisiera que se acercaran a ella. Ahora que ella era su…, pero no lo era. Por supuesto que no. Se negaba a considerarse a un nivel tan humillante. No obstante, puede que a él le incomodara presentarla a sus familiares o pedirle que ella le presentara a los suyos. Ella ignoraba cómo se llevaban a cabo estas cuestiones. Pero él ya conocía a Sarah. ¿Bailaría con ella? ¿Tratarían Edwin y Beatrice de atraparlo para su hija?

Era una idea absurda…, y horripilante. Nathaniel era demasiado mayor, tanto en años como en experiencia, para Sarah. Además, no deseaba casarse. Y aunque lo deseara, no tendría tan mal gusto como para elegir a la sobrina de su amante.

Pero al analizar sus sentimientos, Sophie reconoció que había celos y posesividad en ellos. Y una tremenda falta de seguridad en su habilidad para retenerlo a él. Odiaba su falta de autoestima. No solía ser así, pero aunque sabía que en el fondo no tenía por qué dudar de sí misma, el daño se había consumado cuando era joven e impresionable. Era difícil recuperar la confianza en sí misma cuando la había perdido…, o se la habían arrebatado.

Anoche fue magnífico, Sophie.

Merece la pena repetirlo.

Nathaniel lo había dicho en serio. No tenía por qué dudar de sus palabras. Tenía tanto que aportar a esta relación como él. Debía estar convencida de ello. Sí, lo estaba.

—Puede que lord Pelham y sir Nathaniel bailen contigo, tía Sophie —dijo Sarah—. No tendría nada de extraño.

—Eres una persona célebre —apuntó Edwin con mirada risueña.

Sophie se rio.

—Ya no estoy en edad de bailar —dijo—. Me conformo con sentarme en un discreto rincón y observar el triunfo de Sarah. Y de Lewis.

En todos los bailes organizados por el regimiento durante los años de la guerra nunca se había quedado sentada durante un baile. No era una cuestión de vanidad. Ello obedecía a que los caballeros siempre eran más numerosos que las damas. Ninguna mujer se quedaba sentada durante un baile. Pero cada uno de los Cuatro Jinetes había bailado con ella. No siempre habían bailado con las otras mujeres. En esas ocasiones ella se había sentido joven, atractiva y eufórica…, pero habían sido muy raras.

Sería maravilloso que esta noche… Pero probablemente no con Nathaniel. Sin duda ambos mantendrían las distancias entre ellos. Pero ni siquiera la remota probabilidad de que alguno de los otros la invitara a bailar la compensaría por el hecho de que Nathaniel y ella se comportaran como extraños. Confiaba en no verse en la incómoda situación de tener que presentárselo a Edwin y a Beatrice. ¡Cielo santo, pensó, y ambos se habían convencido de que no tenía por qué existir ninguna tensión entre ellos! Lo cierto era que temía volver a encontrárselo en público.

¿Iría a verla más tarde esta noche?, se preguntó. ¿O mañana? ¿O nunca? Lo de anoche había ocurrido sin que ninguno lo planeara. Esta mañana le había parecido posible poder mantener con él una relación sentimental. Esta noche, no. De repente estaba segura de que no volverían a hablar del tema entre ellos, especialmente cuando el coche aminoró la marcha para detenerse detrás de una larga hilera de carruajes y contempló ante ella el deslumbrante espectáculo de los otros invitados que se apeaban de sus vehículos.

Lo único que había conseguido esta mañana, pensó —aunque quizá fuera inevitable después de lo de anoche— era perder a un amigo. Uno de los mejores amigos que podía tener una mujer, aunque no lo hubiera visto durante tres años hasta esta semana y sólo hubiera recibido una carta de él, que ella atesoraba.

Sarah no cesaba de parlotear presa del nerviosismo mientras los otros se cercioraban de que presentaban un aspecto impecable antes de aparecer públicamente ante la puerta de la mansión de lady Shelby. El carruaje avanzó lentamente.

Georgina estaba perfecta para su primer baile londinense. O eso pensó su hermano afectuosamente al observarla sentada a su lado. Lucía un vestido de satén y encaje blanco, como requería la ocasión, y unas cintas blancas trenzadas en sus exquisitos rizos rubios. Estaba radiante y sonreía de gozo. La mano que tenía apoyada ligeramente en la manga de su hermano temblaba levemente.

Georgina era su hermana favorita, aunque él jamás habría confesado a nadie su predilección por ella. Deseaba de todo corazón que triunfara esta noche y durante la semana siguiente. Estaba casi tan nervioso como ella. Las próximas palabras de la joven confirmaron sus sospechas.

—Nathaniel —dijo casi en un susurro, quizá con la vana esperanza de que Margaret y Lavinia, que estaban sentadas frente a ellos, no la oyeran—, ¿estás seguro de que no ofrezco un aspecto un tanto vulgar?

Al parecer Georgina había tenido una discusión con Margaret y la modista sobre el pronunciado escote de su vestido de noche. Margaret y la modista habían ganado insistiendo en que el vestido, lejos de resultar vulgar, corría el riesgo de resultar excesivamente púdico.

Él observó en la penumbra que Lavinia hacía su característico gesto de levantar la vista y fijarla en el techo del carruaje. Margaret abrió la boca para decir algo, pero él alzó la mano que tenía libre para silenciarla.

—Completamente seguro, Georgie —respondió—. Estás guapísima. Me extrañaría que Margaret tuviera que esforzarse lo más mínimo en buscarte parejas para el baile esta noche.

—Lord Pelham bailará el primer baile conmigo —dijo Georgina—. Pero porque tú se lo pediste.

—Te aseguro que no lo hice —contestó él.

A Eden le había parecido oportuno ir a conocer a las jóvenes esta tarde y pedirles a ambas que le reservaran un baile esta noche. El hecho de que bailara con ellas no podía sino beneficiarlas. A fin de cuentas, Eden era un barón, muy conocido y apreciado entre la alta sociedad.

—Lord Pelham tuvo la amabilidad de pedir a Lavinia que le reservara el segundo —dijo Margaret— y ella se negó.

¡Como si fuera necesario que se lo recordaran a alguno de ellos!

—Yo estaba presente cuando ocurrió, Marg —dijo Nathaniel con tono sombrío—. Fue uno de los momentos más embarazosos de mi vida. He explicado a Lavinia que una mujer no rechaza a una pareja de baile a menos que tenga un motivo fundado para hacerlo…

—Lo tenía —replicó Lavinia, interrumpiéndole en mitad de la frase—. Ya te lo expliqué, Nat, cuando me llevaste aparte para echarme la bronca.

—… como no haber sido presentada formalmente al caballero en cuestión o no tener un hueco libre en tu carné de baile —prosiguió él como si ella no hubiera dicho nada. Notó que había alzado la voz, como solía hacer con su prima—. Yo mismo te presenté a lord Pelham, que es uno de mis mejores amigos, Lavinia, en el cuarto de estar de mi casa, y tienes todos los huecos libres en tu carné de baile.

—Le informé de que yo no era un caso de caridad —contestó la joven, mirando a la hermana de Nathaniel como si éste no existiera—. Estuvo muy condescendiente conmigo, Margaret. Saltaba a la vista que había decidido pedir a estas toscas campesinas que bailaran con él para hacer un favor a Nat, imaginando que nos desmayaríamos de la emoción ante semejante honor. Tiene los ojos más azules que jamás has visto… ¿Le conoces, Margaret? Y está claro que espera que todas las mujeres con quienes se digne a bailar pierdan el sentido.

—Conozco a lord Pelham —dijo Margaret—. Es un caballero apuesto, elegante y encantador. Y un excelente partido, desde luego.

—En tal caso no he jugado bien mis cartas —respondió Lavinia—. De haber sabido que era un buen partido, Margaret, habría accedido a bailar con él, así se presentaría mañana para hablar con Nat y proponerme matrimonio, y todos los problemas de Nat quedarían felizmente resueltos.

Tratándose de Lavinia, en lugar de mostrarse acalorada y enojada después de soltar esa sarcástica andanada, se limitó a sonreír con dulzura a Nathaniel.

Éste arqueó las cejas y dio distraídamente una palmadita a Georgina en la mano. Esto no sería fácil, pero ¿acaso había imaginado que lo sería? El vestido de Lavinia era de un vivo color turquesa, nada adecuado para una joven soltera que hacía su presentación en sociedad. Blanco, sí. Un tono pastel, quizá. Pero ¿un turquesa vivo? Por más que Margaret y la modista habían unido fuerzas no habían conseguido convencer a Lavinia de que eligiera un vestido más apropiado. Tenía veinticuatro años, les había informado ésta sin reparos. Lo máximo que habían conseguido había sido disuadirla de elegir un raso escarlata para su primera e importante aparición en el baile de esta noche ante la flor y nata.

—En cuanto a esa deslenguada —había comentado Eden esta tarde al despedirse después de haber felicitado a Nathaniel por lo bonita y dulce que era su hermana—, debería de haber recibido una buena azotaina hace años, Nat, preferiblemente por alguien con una mano grande y fuerte. Supongo que piensas que es demasiado tarde. No te imagino dándole una azotaina a una mujer hecha y derecha. Compadezco al desdichado que tenga que enfrentarse a esa afilada lengua cada mañana a la hora del desayuno durante el resto de su vida.

Nathaniel había suspirado.

—Me temo que seré yo, Eden —había respondido—. ¿Qué hombre en su sano juicio cargaría con ella si jura que jamás se casará?

—¿No puedes encerrarla en un convento? —había sugerido Eden—. No, claro, estamos en otros tiempos históricos. Lástima.

No obstante, de vez en cuando Lavinia mostraba signos de ser casi normalmente humana. Al principio el coche redujo la marcha hasta que al fin se detuvo detrás de una larga hilera de carruajes que esperaban detenerse frente a la acera y los escalones alfombrados que daban acceso a la mansión de lady Shelby en Grosvenor Square. La joven alzó el abanico y empezó a abanicarse enérgicamente a pesar de que no hacía una noche especialmente calurosa.

Estaba nerviosa. Perfecto. Le serviría de escarmiento si no se le acercaba ningún caballero en toda la noche para invitarla a bailar, pensó Nathaniel poco caritativamente. Aunque él, por supuesto, bailaría el primer baile con ella. Y la presentaría a algunos de sus amigos y conocidos que ella no conocía confiando fervientemente en que no le ocurriera repetir la absurda frase de que no quería que la trataran como a un caso de caridad. Si lo hacía, al día siguiente la enviaría a que se alojara con Edwina, su segunda hermana, en la rectoría, hasta que él regresara a casa. Lavinia pondría el grito en el cielo. Consideraba al reverendo Valentine Scott, el marido de Edwina, el hombre más aburrido y pomposo del mundo, y Valentine opinaba que la joven debería dedicar más tiempo a la meditación piadosa y a las obras benéficas.

Si esta noche daba un paso en falso, pensó Nathaniel, observándola sentada en el otro extremo del carruaje, le haría comprender las consecuencias de haber estado grosera con sus amigos.

—Me asombra, Nat —dijo Lavinia dejando de abanicarse de golpe—, que fuera necesario combatir contra Napoleón Bonaparte. Si se le hubiera ocurrido a alguien sentarte frente a él para que le miraras con esa ferocidad, el pobre hombre habría recogido sus tiendas de campaña y habría regresado a su casa en Córcega.

—Pero tú —dijo él— no te rindes fácilmente.

Ella volvió a esbozar una sonrisa deslumbrante, recordándole que era una gran belleza, un hecho que a veces uno tendía a olvidar.

—Eres un encanto cuando te enfadas, Nat —dijo Lavinia—. En realidad te hago un gran favor. Todas las mujeres en el baile, casadas y solteras, sacarán las armas que guardan en su arsenal con el fin de atraer esa mirada tan severa que muestras a veces. Apuesto a que encontrarás esposa mucho antes de que Georgina encuentre marido, aunque seguro que no tardará en hacerlo.

Ese discurso, destinado a irritarlo aún más, sólo sirvió para que se acordara de cierta mujer, casada y enviudada, que asistiría al baile. Aún le parecía irreal que ella le hubiera ofrecido carta blanca esta mañana y él hubiera aceptado. ¡Su querida y descocada Sophie! La perspectiva de volver a verla esta noche hizo que se sintiera a un tiempo turbado y emocionado.

—Bien, al menos se ha callado —comentó Lavinia, haciendo que él regresara al presente y a la hilera de carruajes que se movía a paso de caracol—. ¿Sueñas con tu futura esposa, Nat?

—En realidad —contestó él—, soñaba con el día de tu boda, Lavinia, y la felicidad personal que esa ocasión me producirá —apostilló arqueando las cejas y sonriendo.

Ella sonrió también con expresión divertida, agitando de nuevo el abanico frente a su rostro. Al mirar a través de la ventanilla del coche Nathaniel vio una alfombra roja. Los ocupantes del vehículo delante del suyo se apearon al tiempo que un lacayo de librea aparecía junto a la portezuela del carruaje.

De alguna forma, pensó, pese a la multitud de trastornos que le causaba ser el tutor legal de Lavinia, era imposible no sentir afecto por ella.

Se volvió para dirigir una sonrisa tranquilizadora a Georgina, quien, sorprendentemente, parecía la más tranquila de los dos.