Capítulo 5

Había sido ella quien lo había dicho. Te invito a mi cama.

Así, sin más. Como siempre había soñado hacer. Siempre. A veces la atracción que había sentido por él era casi dolorosa. Desde luego era muy agradable estar enamoriscada de un hombre tan apuesto aunque estuviera casada con otro, y ese sentimiento no había suscitado en ella un profundo sentimiento de culpa. Había estado enamorada de los cuatro. Pero a veces sospechaba —nunca se había permitido averiguarlo con certeza— que sentía por Nathaniel algo más. Algo que a veces resultaba doloroso.

Y nunca se había olvidado de él, como casi se había olvidado de los otros. Él había permanecido siempre en su memoria. Era inolvidable. En esos momentos recordó que conservaba la carta que él le había escrito. De todas las cartas que había recibido y destruido más tarde, la de él la había conservado.

Ahora iba a acostarse con él. Iba a cometer un pecado mortal con él, aunque no adulterio. Jamás habría podido hacer eso. Jamás lo había hecho ni habría sido capaz de hacerlo aunque Walter hubiera vivido hasta la ancianidad. Tenía unos principios morales que no eran negociables con su conciencia.

Pero éste era un pecado que podía e iba a cometer. Con él no perjudicaba a nadie, excepto a ella misma.

Supuso que cuando llegaran a su alcoba le avergonzaría desnudarse delante de él. Pero no fue así. Él la desnudó al tiempo que la besaba en los labios, en el cuello, en los pechos. Le tocó un pezón con la punta de su lengua y ella sintió una punzada de deseo desde el cuello hasta las rodillas.

Ella le desnudó a él al mismo tiempo, aunque apenas se atrevía a tocar sus calzones. Sin embargo observó, a primera vista y asombrada, que tenía el miembro erecto.

Iba a acostarse con él. Suponía que aún estaba a tiempo de detenerse, aunque sería terriblemente embarazoso. Pero no quería detenerse. Había pasado mucho tiempo. Años. Y lo cierto es que había sucedido pocas veces y había sido muy frustrante. Peor que frustrante. Había sido una pesadilla.

Casi le rechazó aterrorizada cuando recordó lo que había sucedido, pero estaba desnuda y él la estrechaba entre sus brazos. Él volvió a besarla en los labios e introdujo de nuevo la lengua en su boca. Ella jamás habría imaginado que un gesto tan increíblemente íntimo pudiera ser tan agradable. Pero lo era. Ella le succionó la lengua y él volvió a emitir ese sonido gutural que había emitido abajo, antes de preguntarle si ella iba a abofetearle.

Un sonido que hizo que ella se sintiera deseable. Comprendió que nunca se había sentido deseable. Jamás. Todo lo contrario.

—Llévame a la cama, Sophie —murmuró él con los labios oprimidos contra los suyos, y ella le condujo hacia el lecho, retirando el cobertor y las mantas con pulcritud, casi como si fuera una criada, antes de tenderse boca arriba y atraerlo con los brazos.

Debería sentirse turbada por su desnudez, pensó, nunca había visto a un hombre desnudo y hacía mucho tiempo que había dejado de creer en su belleza. Pero no se sentiría turbada, aunque él era perfecto en todos los aspectos, incluso las cicatrices de viejas heridas parecían contribuir a su perfección. La deseaba. Era más que evidente. Ella se sentía excitada por su propio deseo y el de él.

Se percató de que las velas seguían encendidas cuando él se colocó sobre ella, introduciendo sus rodillas entre las suyas hasta que ella le rodeó las caderas con sus piernas. Pero no le importó.

—Ven —dijo, abrazándole.

—Sophie. —Él oprimió de nuevo su boca contra la suya mientras murmuraba su nombre entre besos livianos como plumas—. Debería detenerme para procurarte placer. Pero deseo estar dentro de ti, ahora. Dímelo si no estás preparada.

¿Preparada? Estaba punto de estallar de deseo. Hacía años que estaba preparada, o eso le parecía.

—Yo también quiero sentirte dentro de mí —respondió mirándole a sus ojos maravillosamente lánguidos—. Estoy preparada.

Incluso ahora apenas daba crédito a sus sentidos, los cuales le decían que él la deseaba. Pero era así. ¡Santo cielo, la deseaba!

Él la penetró casi antes de que ella dejara de hablar y su mente estalló de estupor. Tenía el miembro caliente y duro. Ella sintió que dilataba su pasaje íntimo, produciéndole una sensación gloriosa.

Era Nathaniel, se repetía estúpidamente. ¡Santo cielo, era Nathaniel! Y estaba en su cama, dentro de su cuerpo.

Se apretó contra él, aunque su primer instinto había sido retirarse para que su miembro —y él— no le hiciera daño. Alzó las rodillas y las oprimió con fuerza contra los costados de él. Gimió.

—¿Estás hambrienta? —le preguntó él con los labios contra los suyos—. ¿Tanto como yo, Sophie?

¿Hambrienta? Estaba famélica. Muerta de hambre.

—Sí —respondió ella—. Mucho.

—Entonces saboreemos juntos cada momento —dijo él—. Gocemos del festín.

Ella no comprendió el significado de sus palabras. Sabía por propia y amarga experiencia que lo único que restaba ahora eran los movimientos breves y convulsivos. Deseó que ese momento de quietud durara siempre. ¿Por qué no podía transformarse un momento en el tiempo en una eternidad?

Él se retiró lentamente y ella suspiró en voz alta, frustrada, preparándose para lo peor. Pero no importaba. Siempre tendría el recuerdo de ese momento. Sería su mayor tesoro. No tenía ninguna duda al respecto.

Él volvió a penetrarla lentamente y se retiró lentamente. Ella yacía debajo de él, completamente abierta, sintiendo el creciente placer de estar húmeda, de escuchar los rítmicos chirridos del colchón. No había reparado en lo erótico que podía ser ese sonido. O que pudiera serlo esto. Un festín, había dicho él. Ella apoyó los pies en la cama con firmeza, levantó un poco las caderas, dejando que su cuerpo sintiera el ritmo, y se movió al unísono con él.

Durante largo rato. Hasta que los dos estuvieron acalorados, sudorosos y jadeaban debido al esfuerzo. Hasta que ella estuvo casi fuera de sí debido a la tensión de un deseo que iba in crescendo. Casi. Pero no del todo. No quería abandonarse a la pura sensación. Quería saber. Quería sentir. Quería experimentar cada momento. Quería comprender con cada movimiento que él hacía que era Nathaniel. Que estaba en la cama con él. Haciéndole el amor. Amándole por fin abiertamente con su cuerpo y con todo su ser.

Y sintiéndose una mujer. Femenina. Normal. Unas sensaciones increíbles, maravillosas. Porque para él era deseable.

Al cabo de unos minutos, el ritmo se aceleró. Y se intensificó. Y de pronto, bruscamente, cuando él deslizó las manos debajo de ella y la sostuvo mientras la penetraba más profundamente, sintió el cálido líquido de su semilla derramándose en su interior al tiempo que él suspiraba junto a su oído y relajaba su cuerpo sobre ella.

—Ah, qué maravilla —murmuró—. Qué maravilla.

Ella sabía que se refería más a la experiencia que a ella, la cual había sido, en efecto, una maravilla. Pero se sentía también, por primera vez en mucho tiempo, maravillosa.

Los dos estaban acalorados y jadeaban. Ella sentía aún unos anhelos y unos dolores indefinidos en su cuerpo. Pero sabía que estaba viviendo uno de esos breves momentos que se producen rara vez en la vida. Se sentía total y plenamente feliz.

Él se levantó de encima de ella y se tumbó a su lado de espaldas, cubriéndose los ojos con un brazo mientras su respiración se tranquilizaba y ella sentía que los latidos de su propio corazón dejaban de retumbarle en los oídos. Cuando la llama de la última vela parpadeó y se extinguió, supuso que dentro de unos momentos él se levantaría y se marcharía. Quizá mañana se arrepentiría de lo que había ocurrido, quizá se arrepentirían ambos. Pero en estos momentos ella se sentía plena y conscientemente feliz. Y durante el resto de la noche, cuando él se hubiera ido, reviviría lo que había sucedido. No dejaría que su lecho le pareciera vacío cuando él se fuera. Se acostaría en el lado de la cama que él había ocupado para mantener allí el calor con el de su cuerpo. Quizá persistiera el olor de él, el olor a almizcle del agua de colonia que utilizaba. Aunque no fuera así ella imaginaría que su olor impregnaba aún el lecho.

Y no dejaría que le asaltara el sentimiento de culpa. Decididamente, no.

Él alargó la mano para tirar de las ropas del lecho y se volvió de costado, emitiendo un suspiro. Deslizó un brazo debajo del cuello de ella y la atrajo hacia sí. La besó en la parte superior de la cabeza y cubrió su cuerpo y el suyo con las mantas. Y, de pronto, al cabo de unos instantes —ella se dio cuenta debido a su respiración— se quedó dormido.

Ella sintió deseos de llorar y estuvo a punto de hacerlo. Pero si lloraba, le humedecería el pecho a él y necesitaría un pañuelo para sonarse la nariz. Tendría que moverse y entonces se despertaría y se marcharía a su casa. Se mordió el labio superior y respiró profundamente el calor y el olor que él exhalaba.

No se dormiría. No quería hacerlo. Deseaba saborear estos momentos, estos benditos momentos.

Quizás él se quedaría toda la noche.

Ella pensó en la poca experiencia que tenía sobre el amor y el matrimonio. Sobre lo que podía conseguirse con ternura. Prácticamente todo lo que había sucedido esta noche había sido una sorpresa, como si fuera una ingenua y una inocente. ¡Ojalá lo fuera!

Nathaniel se despertó sintiéndose cómodo, abrigado y descansado, aunque aún era de noche. No estaba en su lecho. Estaba con una mujer. Durante un momento de desorientación no pudo recordar con quién.

Pero sólo durante un momento.

Ella alzó la cabeza de encima su pecho y le miró. En la habitación había suficiente luz para ver su rostro con claridad.

Sophie.

Con su cabello suelto y desordenado alrededor de su cara, sobre sus hombros y colgándole por la espalda —el brazo que Nat tenía debajo de la cabeza de ella estaba enredado en él—, ofrecía un aspecto que le resultaba extraño. Pero al mismo tiempo femenino, seductor, atractivo. No es que a él le hubiera parecido poco femenina. Pero nunca había pensado en ella en términos sexuales. Era una mujer casada.

Ella le miraba en silencio. Sophie. Cielo santo, le había hecho el amor a Sophie Armitage. Y volvía a sentirse excitado por su inconfundible atractivo femenino.

—¿He abusado de tu hospitalidad quedándome a dormir? —preguntó.

—No —respondió ella.

Nada más. Durante un momento, al observarla, él casi imaginó que no era Sophie. Nunca había tenido este tipo de fantasías con ella. Jamás. Siempre había tenido unos conceptos muy estrictos sobre las mujeres casadas. Ella había sido simplemente una amiga. Aunque había sentido un afecto especial por ella, desde luego.

Pasó la mano que tenía libre por su cuerpo. Tenía la piel suave y sedosa. Los pechos menudos. Pero no demasiado. Sus pezones estaban rígidos. Él restregó el pulgar ligeramente sobre uno antes de pellizcarlo con suavidad entre el pulgar y el índice. Ella cerró los ojos y se mordió el labio inferior. Él inclinó la cabeza, tomó el pezón en su boca y lo succionó, lamiéndolo al mismo tiempo. Sophie gimió y le acarició el pelo, enredando sus dedos en él.

Tenía una cintura y unas caderas bien formadas y unas nalgas redondeadas. Nunca se había fijado en su bonita figura. Quizá se debía a los vestidos que solía lucir. Eran poco elegantes y de unos colores oscuros que no la favorecían. Aunque él nunca había criticado su aspecto. Siempre la había mirado con afecto, pero como a una amiga.

Tenía los muslos esbeltos. Él oprimió su boca contra la suya mientras introducía la mano entre ellos y exploraba levemente sus partes con las yemas de los dedos. Estaba caliente y húmeda, invitándole a penetrarla de nuevo. Él restregó ligeramente el pulgar sobre cierto lugar hasta que ella contuvo el aliento, aspirando aire de la boca de él. Entonces insertó dos dedos dentro de ella. Sus músculos interiores se contrajeron con fuerza y tentadoramente alrededor de ellos mientras él los movía lentamente, metiéndolos y sacándolos.

—Invítame a penetrarte de nuevo, Sophie —murmuró él.

—Deseo que me penetres.

Lo dijo en voz alta, con la inconfundible voz de Sophie. Él tenía la sensación de hallarse en medio de un sueño desconcertante. Durante unos instantes se alegró de no haber sido nunca consciente del atractivo sexual de esa mujer mientras Walter estaba vivo.

Entonces le levantó la pierna sobre su cadera, se colocó bien, y la penetró profundamente a través de su húmedo pasaje íntimo mientras ambos yacían de costado estrechamente abrazados.

—Ah —dijo ella, un sonido de sorpresa y placer.

Él empezó a moverse lentamente para que ambos gozaran de la sensación física de estar copulando y de los rítmicos sonidos del acto más íntimo que existe.

—¿Existe una sensación más maravillosa? —le preguntó él.

—No —respondió ella.

Notó que se movía al unísono con él, como no había hecho la primera vez, gozando de lo que estaban haciendo juntos. Se preguntó si ella estaba tan asombrada como él de hallarse aquí, con él. No quería alcanzar aún el clímax. Prolongó los movimientos tanto como pudo antes de sostenerla inmóvil y eyacular dentro de ella.

Luego, cuando hubo terminado, le apartó la pierna que tenía apoyada sobre su cadera y se la frotó un poco para desentumecer los músculos. Pero no se separó de ella. Debía de ser muy tarde, o muy pronto, depende de cómo se mirara. Cuando se separaran él tendría que marcharse. Y no deseaba hacerlo. No sólo porque se sentía cómodo y calentito aquí, aparte de somnoliento.

No sólo por eso.

Estaba despierto, desde luego. Había estado despierto cuando se había acostado con ella y la había tomado por primera vez. Pero tenía la incómoda sensación de que cuando abandonara su casa, cuando respirara aire puro, se despertaría realmente. Y no quería enfrentarse a sus pensamientos cuando eso ocurriera.

Mientras permaneciera aquí podía convencerse de que ella era simplemente una mujer y él simplemente un hombre y que ambos habían gozado de una noche de sexo fabulosa. Habían copulado —ambos con idéntico ardor— dos veces. Ambos habían disfrutado de la experiencia. Inmensamente. Pero lo malo era que ella no era una mujer cualquiera. Era Sophie.

No sabía lo que ninguno de los dos pensaría sobre lo ocurrido a la mañana siguiente. Pero sospechaba que por la mañana la vida le parecería infinitamente más complicada que antes de pedir a Sophie que le invitara a entrar para tomar una taza de té. ¿Se había vuelto loco? ¿Había pensado realmente que esta noche podía tratarla como a un camarada como había hecho siempre? ¿Y cómo se sentiría ella? ¿Traicionada? Se estremeció para sus adentros al pensarlo.

La tomó por el mentón, le alzó el rostro y la besó prolongadamente con la boca abierta. Ella entreabrió sus cálidos labios y los oprimió contra los suyos.

—¿Tienes sueño? —le preguntó él.

—Hum —respondió ella.

—Voy a retirarme de ti —dijo, haciéndolo a regañadientes—, y a vestirme. Quédate aquí, calentita en la cama, hasta que esté a punto de marcharme. Luego puedes ponerte una bata, acompañarme a la puerta, cerrar cuando haya salido y volver a la cama antes de que se haya enfriado. Te quedarás dormida antes de que haya alcanzado la esquina de la calle.

Ella le observó en silencio mientras él se vestía en la penumbra. Luego se levantó de la cama y se encaminó desnuda hacia un armario del que tomó una bata de lana. Tenía un bonito cuerpo, pensó él, examinándola de arriba abajo antes de que se pusiera la bata y se la anudara en la cintura. No voluptuoso, pero bonito. Su melena le colgaba por la espalda hasta casi alcanzarle el trasero. Ella le condujo escaleras abajo, sosteniendo la única vela que había iluminado la alcoba, y descorrió los cerrojos de la puerta principal sin hacer ruido. Luego se volvió y le miró sin decir nada.

—Buenas noches, Sophie. —Él le acarició la mandíbula con las yemas de los dedos—. Y gracias.

—Buenas noches, Nathaniel —respondió ella. Se expresaba como la Sophie de siempre, con tono sereno, alegre y práctico—. Confío en que todo vaya bien con tu hermana y tu prima. Recuerda que no debes llamar «chica» a Lavinia.

—Sí, señora.

Él sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa.

No volvió a besarla. Se sentía turbado por lo sucedido. Salió al frío de la mañana y echó a andar apresuradamente, sin volverse.

Sí, sentía frío. ¿En qué lío se había metido?

El vizconde de Houghton, su esposa y su hija habían convencido a Sophie para que asistiera al baile de lady Shelby con ellos. Sarah había anunciado su intención de morirse de pena si tía Sophie se negaba.

De modo que decidió ir. Se pondría su mejor vestido de seda azul oscuro, el que había lucido en Carlton House. Tendría que durarle otro año, probablemente más. Pero tenía que comprarse unos guantes de noche. Los viejos, que hacía tiempo que tenían los dedos gastados, se habían roto por un lugar que era imposible ocultar a los ojos de los demás.

Así pues, decidió ir de compras por la mañana. Se pasaría por casa de Gertrude para pedirle que la acompañara. Aunque en parte deseaba quedarse sola en casa, sabía que el aire puro y el ejercicio le sentarían bien cuando se obligara a salir. Y el constante parloteo de Gertie —siempre chistosa e interesante— le haría bien en otro sentido.

Pero cuando bajó la escalera, con el sombrero anudado debajo del mentón, con un guante puesto y poniéndose el otro, alguien llamó a la puerta y su mayordomo fue a abrir. No había tiempo para emprender la retirada, por más que deseara hacerlo.

Esbozó su habitual y alegre sonrisa.

—Buenos días, Nathaniel —dijo.

Iba inmaculadamente vestido con lo que ella estaba segura que constituía una de las creaciones de Weston, una ajustada casaca de color azul. Lucía un calzón más ajustado aún que la casaca y unas relucientes botas adornadas con unas borlas blancas. Estaba guapo y elegante. Era inconfundiblemente uno de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, esos oficiales de caballería casi cual dioses que ella, junto con prácticamente toda mujer en los ejércitos de Wellington, había admirado en secreto.

Lo de anoche le parecía irreal. Especialmente ahora que volvía a verlo a la luz del día.

Cuando él alzó la vista y la miró a los ojos, ella dedujo por su expresión que también debía de parecerle irreal.

—Sophie —dijo inclinándose—. ¿Ibas a salir?

—No es nada que no pueda postergar —respondió ella—. ¿Quieres subir? Samuel, haz el favor de pedir que nos suban café al cuarto de estar.

—No. —Nathaniel alzó una mano—. No me apetece café, gracias. Acabo de desayunar. Pero quiero hablar contigo.

Ella no había estado segura de que él fuera a verla hoy. Quizás había temido confiar en ello. Quizás un deseo inconsciente de evitarlo la había inducido a planificar una salida para ir de compras. Imaginó lo pasmado que él se habría sentido esta mañana al recordar con quién se había acostado anoche. Tanto como debería sentirse ella. Debió recordar quién era —una respetable viuda— y quién era él. Debió recordar que siempre habían sido amigos, sin la menor insinuación de otra cosa entre ellos. Como mínimo debería sentirse avergonzada al recordar lo que su falta de decoro, al quedarse a solas con él a altas horas de la noche, había propiciado.

Pero no quería mentirse. No lamentaba lo ocurrido anoche. Ni siquiera se sentía culpable. Nadie había salido perjudicado, salvo tal vez ella misma.

Se volvió y le condujo arriba mientras se quitaba los guantes y desataba las cintas de su sombrero, depositándolo todo en una mesita junto a la puerta del cuarto de estar.

—Siéntate —dijo, indicando, sin pensar, el confidente.

Pero él no se había percatado. Atravesó la habitación y se detuvo junto a la ventana, mirando a través de ella. No dejaba de mover las manos, que tenía enlazadas a la espalda. Ella lamentó no haber evitado encontrarse con él. Si hubiera salido de casa cinco minutos antes…

—No tengo excusa, Sophie —dijo él tras un breve silencio—. Y una disculpa no basta.

Ella se preguntó si él se arrepentía de lo ocurrido. Probablemente sí; pero en tal caso, confiaba en que no se lo dijera. Una mujer necesitaba tener ilusiones. Al menos una en la vida. No era mucho pedir. Con una se conformaba.

—No es necesaria una excusa ni una disculpa —respondió, sentándose en la butaca que anoche estaba demasiado alejada del confidente para que él la viera con nitidez.

Él agachó la cabeza y ella le oyó inspirar aire.

—¿Quieres hacerme el honor de casarte conmigo? —preguntó él.

—¡No! —Ella se levantó de un salto y atravesó la habitación sin pensar un segundo en su reacción. Apoyó una mano sobre su hombro—. No, Nathaniel. No es necesario. Te aseguro que no lo es.

Él no se volvió. Ella apartó la mano al percatarse de que estaba crispada en un puño y se la llevó a la boca.

—Te he deshonrado —dijo él.

—Qué forma tan horrenda de describir lo que sucedió anoche —respondió ella haciendo un esfuerzo sobrehumano para asumir su talante habitual—. No me has deshonrado. Me pareció una experiencia muy agradable. —¡Muy agradable! Había sido la experiencia más gloriosa de su vida—. Supuse que a ti también te lo había parecido. No esperaba comprobar que tenías remordimientos de conciencia.

Él se volvió para mirarla y ella observó que estaba pálido. Le sonrió con gesto jovial.

—Eres amiga mía, Sophie —dijo él—. Eres la esposa de Walter. Jamás imaginé que sería capaz de tratarte con semejante falta de respeto.

—¿Unos amigos no pueden acostarse juntos alguna vez? —preguntó ella, pero no esperó su respuesta—. Y no soy la esposa de Walter, Nathaniel. Soy su viuda. Hace casi tres años que he enviudado. No ha sido adulterio. Ni una seducción, si es lo que temes. Yo te invité a hacerlo, ¿recuerdas?

—Te muestras muy fría y práctica al respecto —dijo él—. Debí suponerlo. Temí que esta mañana te encontraría consternada.

Ella sonrió.

—Qué tontería —dijo—. No soy una mujer de vida alegre. Jamás había hecho lo que hice anoche. Pero no puedo sentirme consternada, ni siquiera levemente disgustada. ¿Por qué había de sentirme así? Fue agradable. Muy agradable. Pero no se trata de un hecho catastrófico que exija una propuesta de matrimonio y una boda apresurada.

Ay, Nathaniel, Nathaniel.

—¿Estás segura, Sophie? —preguntó él escudriñando sus ojos.

En cuanto él le hizo esa pregunta, ella comprendió que había confiado estúpidamente en que se la hiciera porque deseaba hacérsela. Qué gran estupidez.

—Por supuesto —contestó risueña—. Soy la última mujer en el mundo a quien deseas pedirle matrimonio, Nathaniel. Y no deseo casarme con nadie. Tengo mis recuerdos de Walter y esta casa y mi pensión y mi círculo de amistades. Soy muy feliz.

—Jamás he conocido a una persona tan serena y alegre como tú, Sophie —dijo él, ladeando la cabeza mientras seguía observándola detenidamente—. ¿De veras te sientes satisfecha con lo que tienes?

—Sí. —Ella asintió con la cabeza—. Desde luego.

Él había empezado a recuperar el color. No se le daba bien disimular. Su sensación de alivio era patente.

—En tal caso no insistiré en lo que te dicho —dijo—. Pero lo ocurrido no debe afectar nuestra amistad, ¿verdad, Sophie? Me disgustaría comprobar la próxima vez que nos encontremos que hay cierta tensión entre nosotros.

—¿Por qué había de haberla? —replicó ella—. Lo que hicimos lo hicimos con total libertad. Somos adultos, Nathaniel. No existe ninguna ley que diga que un hombre y una mujer deben dejar de ser amigos por haberse acostado juntos. De ser así, no sobreviviría ningún matrimonio.

Él sonrió por primera vez. Esa sonrisa lenta y maravillosa que había esclavizado a multitud de mujeres.

—Dicho así… —respondió. Dirigió la vista hacia el lugar donde ella había dejado sus guantes y su sombrero—. ¿Me permites que te acompañe adonde pensabas ir?

Ella dudó unos instantes. Deseaba desesperadamente estar sola, pero si se negaba, provocaría la tensión que acababa de asegurarle que no se produciría entre ellos.

—Gracias —dijo—. Me dirigía andando a casa de una amiga que vive a dos calles de aquí. Te agradezco que me acompañes.

Se puso de nuevo el sombrero y los guantes, de espaldas a él mientras se ataba las cintas. De pronto le pareció insoportable que todo hubiera terminado casi antes de empezar, su maravillosa aventura con un hombre en torno al cual había tejido durante años unos dolorosos sueños. Y ya había terminado.

Una noche —una gloriosa noche— era más de lo que pudo haber soñado.

Pero no era suficiente. Si se había convencido de que una noche era suficiente, es que era una estúpida.

Una noche era mucho peor que nada.

Se volvió hacia él con su habitual expresión risueña y aceptó el brazo que le ofrecía.

—Estoy lista —dijo.