Capítulo 4

Sophie aguardaba con ilusión la velada en Rawleigh House. Examinó su colección de vestidos para la ocasión y suspiró con tristeza. Eran escasos y ninguno era nuevo ni su diseño se correspondía con la última moda. Pero eso ya lo sabía antes de examinarlos. Era inútil disgustarse o tratar de convencerse de que enviaría sus excusas a Rawleigh House.

A Rex no le importaría que tuviera un aspecto desaliñado y anticuado. Ni a los otros. A fin de cuentas, ¿cuándo había presentado un aspecto más atractivo? En España y Portugal siempre se vestía con ropa cómoda en lugar de pretender ser elegante o tener estilo. Y Walter habría sonreído con la misma jovialidad y le habría hablado con la misma campechanía tanto si ella hubiera lucido las mejores sedas como un saco para carbón. Nunca se había fijado en su aspecto. Ella era para él simplemente su «vieja Sophie».

Sophie suspiró. Era imposible ser bella. ¿Cómo se le había ocurrido que si tuviera vestidos bonitos…?

Seguiría siendo «la buena de Sophie» para los Cuatro Jinetes. Habría apostado una cuarta parte de su pensión a que lady Haverford y lady Rawleigh eran mujeres de extraordinaria belleza.

—Y yo soy así, Lass —dijo riendo a su collie, que estaba sentada, pese a tenerlo prohibido, sobre la cama de su dueña.

Se preparó para la velada en Rawleigh House con calma y sentido práctico, aunque torció el gesto al verse en el espejo con un vestido de seda verde —que Walter le había comprado para el baile de la duquesa de Richmond en Bruselas antes de Waterloo— y las inevitables perlas, el único adorno que poseía de cierta distinción. Había conseguido domar su cabellera castaña, espesa, muy rizada y demasiado larga, adoptando un peinado que le daba un aire respetable, aunque seguía siendo un desastre. De un tiempo a esta parte se había percatado de que estaba de moda el pelo corto. Había estado tentada de cortárselo, pero ¿y si su pelo corto hubiera resultado tan difícil de dominar como cuando lo llevaba largo? ¿Qué haría entonces con él? Al menos ahora podía recogérselo en un moño alto.

Sonrió con pesar al contemplar su imagen en el espejo. Nadie que la viera adivinaría que su padre había sido un hombre rico, que lo que había inducido a Walter a casarse con ella había sido principalmente su dote, al igual que lo que la había inducido a ella a casarse con él había sido el simple deseo de contraer matrimonio con un hombre respetable y decente.

Al menos Walter tenía su orgullo, y era un hombre decente. Después de cierta disputa que habían tenido al poco de casarse, él había declarado su intención de mantenerla enteramente con su paga de oficial, sin volver a tocar un penique de la dote del padre de ella. Y lo había cumplido. Y la verdad es que nunca había pasado hambre o frío ni le había faltado compañía.

—Ay, Walter —murmuró acariciando sus perlas, el único regalo frívolo que él le había hecho poco después de la disputa que habían tenido.

Pero se volvió deliberadamente de espaldas al espejo y tomó su chal y su bolsito de la cama. Eden llegaría en cualquier momento y esos maravillosos ojos azules la examinarían de los pies a la cabeza antes de sonreír con el resto de su rostro. Vería a…, Sophie. A la buena de Sophie.

Bueno, había cosas peores que ser «la buena de Sophie». Y que ser amiga —la compañera, la camarada— de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Tenía ganas de volver a verlos, de conversar con ellos, de escucharles. Y de conocer a las dos esposas.

Pero suspiró por última vez antes de abandonar el refugio seguro de su habitación y bajar la escalera. ¿Cómo era que con el paso de los años los hombres guapos resultaban aún más atractivos? No era justo para las mujeres. Era de lo más injusto. Los cuatro tenían un aspecto más gallardo y atractivo que nunca.

Ella había cumplido veintiocho años. Esbozó una mueca. ¿Adónde había ido a parar el tiempo? ¿Adónde había ido su juventud perdida? ¿Qué le deparaba el destino? ¿Qué podía esperar de él? Especialmente ahora…

Se esforzó en desechar esos pensamientos. Viviría el presente. Afrontaría los problemas día a día. Y hoy pasaría la velada en Rawleigh House.

Nathaniel había dejado a su hermana y a su prima en casa sumidas en un frenesí de excitación. Al menos, había dejado a Georgina sumida en un frenesí de excitación. Lavinia jamás habría reconocido experimentar ese tipo de emociones, que consideraba indignas de ella. Al parecer había estado enfrascada en uno de los libros que había tomado prestado de la biblioteca. Pero Nathaniel sospechaba que a ella también le ilusionaba la perspectiva de asistir mañana por la noche a su primer baile en Londres. Mañana comenzaría formalmente la primera temporada social para las dos jóvenes. Pero esta noche él podría relajarse y disfrutar con sus amigos.

Esta noche regresaría a casa temprano, le había dicho a Eden. Para dormir. Habían pasado los tiempos en que podía sobrevivir e incluso hacer funcionar su mente después de haber dormido tan sólo un par de horas. Pero aún le quedaba suficiente energía para esta noche. Y al llegar comprobó que conocía a todos los presentes. Aparte de Ken y Moira, Eden y él, Rex y Catherine habían invitado a otros amigos mutuos y algunos parientes, entre ellos el hermano gemelo de Rex, Claude Adams, y su esposa, Clarissa; la hermana de Rex, Daphne, lady Baird, y su marido, sir Clayton; y el hermano menor de Catherine, Harry, vizconde de Perry. Sophie también había acudido, como es natural, ofreciendo un aspecto un tanto desaliñado y dejado, aunque familiar y encantador.

En cuanto Eden entró con ella en el cuarto de estar y la presentó a Catherine, ésta la tomó del brazo y la condujo alrededor de la habitación, conversando con todos los presentes, hasta llegar al lugar donde se hallaban Kenneth, Eden y Nathaniel.

—Bien, Sophie —dijo Kenneth—, nuestra suerte está en tus manos, al menos la de Rex y la mía. ¿Qué anécdotas ardes en deseos de compartir con Moira y Catherine?

—Ninguna —respondió ella—. No quiero aburrir a los presentes, ¿y qué sería más aburrido que un relato sobre lo respetable, recto y sobrio que eras siempre, Kenneth? Y Rex, por supuesto.

Todos se rieron.

—Especialmente cuando me consta que es verdad —terció Moira—, y jamás he tenido ninguna duda al respecto.

—Pero debe de haber alguna anécdota interesante sobre Nathaniel y Eden —dijo Catherine—. Debes contárnoslas algún día, Sophie. A propósito, ¿te llamas Sophie y estos hombres se han tomado la libertad de abreviarlo?

—Para mis amigos soy Sophie —respondió ella, sonriendo afectuosamente—. Y creo hallarme entre amigos.

—Entonces te llamaré Sophie —dijo Catherine—. Hace unas mañanas Rex llegó a casa después de haberse encontrado contigo y no dejó de hablar de ti durante todo el desayuno. Te admiro por haber seguido a tu marido a la Península y haber soportado de buen grado todas las incomodidades y peligros que afrontaste allí. Tienes que contarnos algunas anécdotas sobre esos tiempos. ¿Te incomoda hacerlo? ¿Te aburre? ¿Te piden siempre que entretengas a los invitados en una fiesta con esos relatos?

—En absoluto —contestó Sophie—. Pero no dejéis que siga sin parar. Decidme que pare cuando hayáis oído las suficientes. ¿Conocéis la anécdota de la vez en que Nathaniel, Eden y Kenneth nos rescataron a mí y a mi caballo de una fosa llena de barro?

Los hombres se rieron.

—La única parte de ti que no estaba cubierta de un reluciente color pardo, Sophie —dijo Eden—, era el blanco de tus ojos. Y no estoy seguro de ello.

—El uniforme rojo de Nat sufrió un daño irreparable —comentó Kenneth.

—No es cierto. Sophie lo cepilló y limpió cuando se hubo secado —terció Nathaniel—. Era lo mínimo que podía hacer, claro está.

Era muy propio de Sophie, pensó él, comenzar con una anécdota que la mostraba a una luz tan poco favorecedora. Él recordaba el incidente con toda nitidez, lo resbaladiza que estaba cubierta de lodo cuando la montó delante de él en su caballo. El desagradable olor que exhalaba. Sus alegres carcajadas cuando cualquier otra mujer habría sufrido un desmayo.

Rex se unió a ellos antes de que Sophie terminara de contar la anécdota, y pasaron una hora evocando historias de esa época sin la menor turbación. Rieron a carcajadas, Sophie con tanto entusiasmo como ellos. Al cabo de un rato Catherine y Moira se sentaron al piano para acompañar a algunos improvisados cantantes.

Cuando ambas damas se alejaron, Nathaniel reparó en el contraste entre el aspecto de éstas y el de Sophie. Las otras dos eran más altas que ella, iban elegantemente vestidas y lucían unos peinados que estaban de moda y las favorecían. Pero la falta de elegancia de Sophie nunca había impedido que todos la estimaran. Poseía una belleza interior que no requería ningún adorno externo.

No obstante, se preguntó Nathaniel al observar el contraste, ¿por qué presentaba Sophie un aspecto casi desaliñado? ¿Tan poco le importaba su apariencia? ¿O era su pensión más exigua de lo que un gobierno agradecido tenía el derecho de ofrecerle? ¿O había dejado Walter deudas a su muerte? Pero Walter no parecía ser un hombre dispendioso. No era un jugador empedernido. Además, tenía un hermano mayor —el vizconde de Houghton— que sin duda se habría hecho cargo de las deudas que hubiera dejado él.

En realidad no le incumbía, pensó Nathaniel, centrándose de nuevo en la conversación. Por desaliñado que fuera su aspecto, Sophie seguiría pareciéndole una mujer fantástica y una excelente compañía.

Era una velada maravillosa, pensó a medida que ésta discurría. Jamás cometería el error —ninguno de ellos lo cometería— de tratar de embellecer los años de la guerra, de imaginar que habían sido unos tiempos felices. La guerra no era una circunstancia feliz. El hecho de ser conscientes de esa realidad era lo que les había inducido a vender sus nombramientos después de Waterloo. Pero habían procurado sacar el máximo provecho de la vida durante esos años, más conscientes que nunca de que ésta podía concluir en cualquier momento. Había habido momentos gratos y otros menos gratos, pero ellos siempre los habían abordado con sentido del humor y los habían recordado de la misma forma.

Fue durante esos años que se habían forjado las amistades duraderas que celebraban esta noche. La vida sería menos grata si él no hubiera conocido a Eden, a Ken o a Rex. O a Sophie. Curiosamente, siempre había considerado a Sophie más amiga suya que Walter, quien solía mostrarse siempre reservado y un tanto distante. Uno nunca tenía la sensación de llegarlo a conocer del todo, aunque era un hombre bastante afable. Y Sophie le amaba con devoción.

—Bien, Nat —dijo Rex al cabo de un rato—, ¿cuándo vas a iniciar en serio tus maniobras de hermano casamentero?

Nathaniel torció el gesto.

—Espero que la tarea recaiga más en Margaret que en mí —respondió—. En cualquier caso, mañana por la noche. El baile de lady Shelby. Me han asegurado que será uno de los acontecimientos más brillantes de la temporada. Por supuesto, acompañaré a las chicas. Eden ha prometido bailar con las dos.

—A condición, claro está, de que Nat no me coloque ante las narices inmediatamente después un par de contratos matrimoniales —dijo Eden sonriendo.

—¿Quién querría tenerte de cuñado, Eden? —preguntó Kenneth, mirándole a través de su anteojo.

Nathaniel se volvió hacia Sophie.

—Una de mis hermanas aún está soltera —le explicó—, al igual que una prima nuestra que está a mi cargo. Las he traído a la ciudad con el expreso propósito de buscarles marido.

—Nat ha sentado la cabeza, Sophie —dijo Rex—. ¿No te parece increíble?

—Y no sabes de la misa la media, Rex —terció Eden estremeciéndose con gesto teatral—. Nat vino a la ciudad después de permanecer encerrado en el campo durante casi dos años, ansioso de probar todos los goces que ofrece la libertad, pero después de una noche de placer, habiendo elegido yo mismo el objeto de su placer, dicho sea de paso, ha declarado que va contra su conciencia o su religión o algo por el estilo volver a contratar a una…

—¡Eden! —le cortó Nathaniel bruscamente—. Hay una dama presente.

—¡Bobadas! —dijo Eden riendo—. Sophie no es…, bueno lo es, por supuesto. Pero también tiene un excelente sentido del humor, ¿no es así, Sophie? ¿Te he ofendido?

—Por supuesto que no —respondió ella con tono jovial—. He oído cosas mucho más explícitas en el pasado.

—Pues yo me opongo a que alguien comente mis aventuras sexuales en presencia de una dama, Eden —insistió Nathaniel, profundamente humillado—. Mis disculpas, Sophie.

—Podrías hacer una fortuna con el chantaje si te lo propusieras, Sophie —dijo Kenneth sonriendo maliciosamente.

La alegre sonrisa se borró de los labios de ésta.

—Eso —replicó con aspereza—, es una broma de mal gusto, Kenneth. No era necesario que Nathaniel se disculpara conmigo. Pero exijo que tú te disculpes ahora mismo, por favor.

Nathaniel la miró con curiosidad mientras Eden y Rex sonreían y Kenneth se disculpaba con exagerado gesto de contrición. Ella estaba seria. Él había olvidado esa faceta de su carácter. Pese a tener un talante casi invariablemente alegre, de vez en cuando les había sorprendido reprendiéndoles y exigiendo que se disculparan con ella. En cierta ocasión, por ejemplo, ellos habían bromeado sobre otro oficial a quien su esposa le había puesto los cuernos con un superior al que él había estado adulando durante meses con la esperanza de obtener un ascenso. No había nada cómico, les había dicho ella con el tono que acababa de emplear ahora, en la infidelidad en el matrimonio o el sufrimiento de un desdichado.

Todos le habían presentado las disculpas que ella les había exigido, con más sinceridad de la que Ken mostraba ahora.

El grupo se dispersó con el anuncio de que la cena estaba servida. El hermano gemelo de Rex se acercó para conducir a Sophie al comedor y ella declaró que era eminentemente injusto hacia el resto de la humanidad que existieran dos hombres tan apuestos e idénticos en el mundo. Nathaniel ofreció su brazo a Daphne, que lo aceptó sonriendo.

—Me alegro de volver a verte —dijo ella—. ¿Has traído a algunas de tus hermanas para participar en la temporada social? Imagino que estarán muy emocionadas ante la perspectiva.

—Desde luego —respondió él—. He traído a una hermana y a una prima. Las acompañaré al baile de lady Shelby mañana por la noche.

—Espléndido —dijo ella—. Mantendré los ojos bien abiertos y enviaré a Clayton a salvarlas en caso de que una de ellas tuviera la espantosa mala suerte de quedarse sentada durante un baile.

—Gracias —respondió él.

Ella se reía, pero él sabía que lo decía en serio.

Los invitados empezaron a marcharse poco después de la cena, puesto que los anfitriones no habían organizado ninguna diversión especial para la velada. Al parecer, Catherine y Rex habían querido que fuera una velada informal para que sus amigos conversaran entre ellos.

Mucho antes de medianoche, Nathaniel ayudó a Sophie a montarse en su carruaje. Se alegraba de ello. Estaba cansado y le sentaría bien acostarse temprano esta noche, tanto más cuanto que mañana por la noche se celebraba el famoso baile. Bostezó y enseguida se dio cuenta de que había sido una grosería. A veces olvidaba comportarse ante Sophie como lo haría ante cualquier otra dama.

—Estás cansado —dijo ella.

—Un poco. —Él le tomó la mano y enlazó su brazo a través del suyo—. La vida en la ciudad es mucho más cansada que en el campo. ¿Vives aquí todo el año?

—Sí —respondió ella—. Pero no asisto a fiestas y bailes cada noche del año. Llevo una vida bastante retirada.

—¿Ah, sí? —Él la miró en la penumbra—. ¿No te sientes nunca sola, Sophie? ¿Echas de menos a Walter? Discúlpame, qué pregunta tan estúpida. Es lógico que le eches de menos. Era tu marido.

—Sí. —Ella sonrió—. Pero no echo de menos esa vida. En realidad, me resultaba incómoda. Y no me siento sola. Te lo aseguro. Tengo buenos amigos.

—Me alegro —dijo él—. Supuse que te irías a vivir con Houghton o con tu familia. Pero, claro está, después de que Walter fuera condecorado el gobierno te concedió, junto con una pensión, una vivienda urbana. ¿Te gusta tanto como para vivir en ella todo el año?

—Me siento más agradecida de lo que puedo expresar —dijo ella—, por poder vivir independientemente de mi cuñado o de mi hermano, Nathaniel. Soy muy afortunada. Walter no me dejó dinero suficiente para vivir sola.

Y era una mujer orgullosa, pensó él. Prefería una modesta independencia a una cómoda dependencia de unos parientes ricos. Su familia era muy rica, según tenía entendido.

El coche se detuvo. ¿Ya habían llegado a su casa? Él se sentía gratamente cansado, aunque reprimió el deseo de volver a bostezar.

—¿Me invistas a tomar una taza de té? —preguntó sonriendo.

—¿Cuando estás a punto de quedarte dormido? —contestó ella riendo.

—Estoy demasiado cansado para acostarme —respondió él—. Ofréceme una taza de té y conversación, Sophie, y luego regresaré a casa andando a paso ligero y me quedaré dormido antes de meterme en la cama.

—Estás tan loco como siempre —dijo ella chasqueando la lengua pero sin dejar de reírse—. De acuerdo, entra. Pero debo convencerte de que tomes una taza de chocolate caliente en lugar de té. El té te desvelaría, al igual que el café.

—¿De veras? —preguntó él—. Lo tendré presente la próxima vez que padezca insomnio.

Sí, debía de estar loco, pensó al cabo de unos minutos, cuando entró tras ella en la casa, después de decir al cochero que se fuera. La oyó ordenar al mayordomo que había abierto la puerta que les subiera chocolate caliente al cuarto de estar antes de acostarse. Ella misma cerraría después de que sir Nathaniel se marchara, dijo al criado.

Él la siguió hasta el cuarto de estar. Era tal como lo había imaginado: pequeño, acogedor, decorado con buen gusto, pero sin adornos excesivamente femeninos.

—Es un cuarto muy acogedor, Sophie —dijo cuando ella se agachó para acariciar a la perra, que se había levantado apresuradamente del hogar para lamerle la mano y abanicar el aire con la cola.

—Gracias —dijo ella sonriendo—. Me divertí mucho amueblando mi propia casa después de tantos años de trasladarnos de un alojamiento militar a otro, procurando no acumular más pertenencias de las necesarias. Es maravilloso permanecer en el mismo sitio.

—Cierto —dijo él—. Lo es. Yo regresé a casa sólo porque mi padre estaba demasiado enfermo para arreglárselas sin mí. Me había ido de casa y había comprado un nombramiento para escapar de un ambiente doméstico que me asfixiaba. Pero tienes razón. Es maravilloso sentir que perteneces a un sitio y estar rodeado de tus propias cosas.

—Es extraño —dijo ella acariciando una figurita de porcelana—, la forma en que las cosas llegan a formar parte de la identidad de una. Yo no regresaría a esos tiempos aunque pudiera, Nathaniel. ¿Y tú?

—No —respondió él—. Jamás. Es bueno recordar. Es bueno renovar viejas amistades. Pero me gusta mi vida actual.

Se sonrieron sintiéndose cómodos en su mutua compañía antes de que ella le indicara que se sentara en un confidente y ella lo hiciera en una butaca algo alejada de él. La perra emitió un suspiro de satisfacción y volvió a tumbarse junto al hogar.

—Catherine y Moira me han caído muy bien —dijo ella—. Me pidieron que las llamara por su nombre de pila. Me gustan.

—¿En qué sentido? —inquirió él—. Desde luego, ambas son unas bellezas.

—Son mujeres fuertes —dijo ella—. Al menos, eso me han parecido, aunque acabo de conocerlas. Rex y Kenneth necesitan mujeres fuertes, con carácter. Al igual que todos vosotros.

Él sonrió.

—Nos has visto en nuestros peores momentos, Sophie —dijo él—. Casi me avergüenza recordarlo.

—Sí —dijo ella—. Y también en vuestros mejores momentos. Háblame de tus hermanas. Tienes más de una, ¿no?

El criado trajo el chocolate y ella le sirvió una taza y se la acercó.

—Siéntate a mi lado —dijo él—. Tengo la vista demasiado cansada para enfocarte bien desde tan lejos. Sí, cinco, y Lavinia, que cuenta como otras cinco.

Ella tomó su taza y el platillo y se sentó junto a él.

—¿Lavinia es tu prima? —preguntó—. ¿Y te da mucha guerra? Pobre Nathaniel.

—Se niega a pensar siquiera en la necesidad de casarse —dijo él.

—Vaya por Dios.

Ella bebió un sorbo de su chocolate.

—Y su padre, mi tío, fue tan insensato como para decretar que no podía heredar su fortuna hasta que cumpliera treinta años —dijo él.

—Ah, era uno de esos padres —dijo ella—. Confío por tu bien que Lavinia no tenga dieciocho años o menos.

—En realidad tiene veinticuatro —respondió él—. Pero seis años es mucho tiempo, Sophie. Esa chica tiene opinión sobre todo.

—No me sorprendería —dijo ella— que a Lavinia le molestara que la llames «chica». ¿Es por eso que lo haces, Nathaniel, o ha sido un desliz? Y deduzco que si tiene el valor de expresar sus opiniones, debe de ser inteligente. Me gustaría conocerla.

—La conocerás —dijo él sonriendo—. Ahora recuerdo, Sophie, que tienes una forma tan diplomática de regañar que uno apenas se da cuenta de que lo has hecho.

—No te he regañado —contestó ella, arqueando las cejas—. No tengo derecho a hacerlo.

—Lavinia odia que la llame «chica» —dijo él.

Ella ocultó su sonrisa dentro de su taza de chocolate y bebió un sorbo.

—Probablemente no volveré a llamarla así —dijo él—. Pero me has preguntado por mis hermanas.

Le habló de ellas y ella le habló de su vida a partir de Waterloo. Describió la recepción en Carlton House con gran sentido del humor, en buena parte dirigido contra ella misma. A él le divirtió la descripción que hizo del turbante que se había puesto sobre su cabello recién lavado y por tanto doblemente rebelde. Casi imaginó la determinación con que su caballera quería soltarse del turbante que la sujetaba y los desesperados intentos de ella por mantenerla donde la había colocado. Él se rio a carcajada limpia.

—A Walter le habría encantado todo eso —dijo Sophie, depositando su taza vacía y el platillo en la mesita junto a ella—. Me pregunto si era consciente del heroico acto que llevaba a cabo, y para quién. ¿Reconoció al duque de Wellington? No estoy segura. ¿Es uno consciente de un acto valeroso en el fragor de la batalla, Nathaniel?

—No —respondió él—. Uno actúa principalmente por instinto. Tratar de salvar a un amigo o a un camarada es algo instintivo. Cuando estás combatiendo apenas tienes tiempo de pensar de forma racional.

—Imagino —dijo ella— que el instinto de escapar debe de ser también muy poderoso.

—Antes de que comience la batalla —respondió él—. De hecho, siempre. En cuantas más batallas participas, más poderoso es el deseo de huir. Pero no cuando ésta ha comenzado. Uno aprende, o ha aprendido, a desear que empiecen los cañonazos para que desaparezcan las mariposas que sientes en el estómago.

Debía irse. Había permanecido mucho rato. Demasiado. Hacía por lo menos una hora que estaba allí. Pero se sentía cómodo y somnoliento en el ambiente caldeado y acogedor. Había algo especialmente agradable que arrullaba sus sentidos. Apenas había sido consciente de ello. Respiró profundamente, acercando la cabeza a la de ella.

—Ese perfume —dijo—. Lo llevabas siempre, Sophie. Nunca lo he olido en otra persona ni antes ni después.

—No llevo perfume. —Ella sonrió—. Es el olor a jabón.

—En tal caso las demás mujeres deberían descubrir tu secreto —dijo él—. Es el perfume más seductor que he olido jamás.

Se miraron de nuevo sonriendo, como habían hecho una docena de veces durante la última hora. Pero esta vez ocurrió algo. Un simple momento de silencio. Una mirada. Una repentina tensión.

Una repentina y sorprendente tensión sexual.

Él apartó los ojos de los de ella y se volvió, abochornado, para dejar su taza en la mesita a su lado. Luego se volvió de nuevo hacia ella, para darle las gracias por el chocolate y las buenas noches. Pero Sophie extendió la mano y la apoyó ligeramente en la solapa de su chaqueta. Y él la observó mientras la deslizaba levemente de un lado a otro hasta apoyarla por fin sobre su corazón. Apenas sentía el peso de aquella mano. Apenas podía respirar.

Se pasó la lengua por los labios. Debía romper el hechizo de ese momento. Podía hacerlo con toda facilidad. Podía decir algo, moverse, levantarse. Pero en vez de eso acercó la cabeza a la de ella, se detuvo un momento para darle la oportunidad de romper el hechizo, y cerró los ojos al tiempo que buscaba la boca de Sophie con la suya. Se sentía mareado. Esperó a que ella se apartara, pero se quedó quieta unos momentos y luego oprimió sus labios contra los suyos.

Él deslizó la lengua sobre ellos, deteniéndose en la comisura, y cuando ella abrió la boca, tentativamente, como si no supiera muy bien lo que él le pedía, le metió la lengua hasta el fondo de su boca. Entonces se dio cuenta de que la había obligado a volverse, de forma que ella tenía la cabeza apoyada en el respaldo del confidente.

Fue un beso prolongado y profundamente íntimo.

—Hum —murmuró él mientras sacaba la lengua de la boca de ella y alzaba la cabeza para mirarla.

Ella sostuvo su mirada sin decir nada. No le apartó de un empujón ni se alejó tampoco. Simplemente le miró.

La tensión no había remitido. Al contrario.

—¿Vas a abofetearme? —preguntó él—. ¿O vas a invitarme a tu cama?

—No voy a abofetearte —respondió ella.

Él esperó.

—Te invito a mi cama —dijo ella con calma al cabo de unos instantes.

Él se levantó y le tendió la mano. Sophie la miró y apoyó la suya en ella.