Sophie llegó a casa sintiéndose profundamente deprimida y asustada. Pero no podía cerrar la puerta al mundo de inmediato. Tenía que sonreír a su mayordomo y escuchar lo que tuviera que decirle. Sus sirvientes tenían la costumbre de compartir todas sus quejas domésticas y personales con ella, aunque siempre resolvían cualquier problema con absoluta eficacia. Parecía como si necesitaran que ella les tranquilizara dándoles su aprobación. Esta mañana habían tenido un problema con el carbonero, pues pretendía entregar carbón suficiente para un mes invernal cuando ya estaban en abril. El mayordomo le había puesto en su sitio, según informó a la señora Armitage.
—Hiciste bien, Samuel —le aseguró Sophie—. El mes que viene el carbonero tendrá más cuidado.
—Sí, señora —respondió el mayordomo con una respetuosa inclinación—. ¿Deseáis que envíe la bandeja de té a vuestro cuarto de estar?
—Perfecto, gracias —dijo ella sonriendo—. Y haz que envíen también el plato de Lass, pues se considera una persona refinada y detesta comer en la cocina.
—Sí, señora.
Samuel se permitió una sonrisa casi cómplice.
Incluso después de que Sophie llegara a su cuarto de estar, después de que dejara las prendas exteriores en su vestidor y se alisara un poco el pelo, tuvo que conservar la compostura hasta que Pamela apareció con la bandeja y le explicó que lamentablemente la taza que la señora Armitage solía utilizar por las mañanas se había caído al suelo de la cocina de manos de la propia Pamela y se había hecho añicos.
—Por lo cual la cocinera dice que podéis rebajarme el sueldo, señora —dijo Pamela, la chica para todo, con tono tan contrito como preocupado—. Aunque no fue culpa mía. Si Samuel no hubiera gritado «¡eh!» con tanta fuerza cuando el carbonero trató de liarlo, señora, no se me habría caído la taza de las manos. Lo siento mucho, señora.
—Entonces le echaremos la culpa al carbonero —respondió Sophie con tono jovial—. Supongo que es lo bastante ancho de espaldas para cargar con ella, Pamela. Aunque no creo que podamos rebajarle el suelo. Esta taza es muy bonita. Más bonita que la que se ha roto.
—Sí, señora. —Pamela hizo una reverencia—. Pero lamento mucho lo de la otra.
—No pienses más en ello.
Sophie ansiaba desesperadamente quedarse sola.
En cuanto la puerta se cerró detrás de la doncella, depositó el plato de la perra en el suelo y tomó la tetera. Sirvió un poco de té en la antiestética taza verde y dorada que había suplantado a la delicada taza decorada con capullos de rosa, se reclinó en su butaca y cerró los ojos. ¡Por fin sola!
A Sarah le había entusiasmado conocer a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Siempre le entusiasmaba conocer a nuevos caballeros, lo cual sólo había empezado a hacer recientemente, dado que había permanecido en el aula de la escuela hasta cumplir los dieciocho años, poco después de Navidad. Consideraba a cada caballero un posible candidato a su mano. Pero ¿qué joven no se habría sentido emocionada al conocer precisamente a estos cuatro? Todos eran, sin excepción, unos hombres extraordinariamente apuestos. Las mujeres en la Península —mujeres de distintas edades y rango social, casadas o viudas— solían divertirse tratando de decidir cuál era el más apuesto. Kenneth era el más alto —aunque todos tenían una estatura superior a la media— y poseía la distinción que le daba su cabello rubísimo y sus rasgos aquilinos. Rex se distinguía por su cabello muy oscuro y unos ojos negros y penetrantes y, aparte de esas cualidades, por un encanto irresistible. Eden tenía la ventaja de unos ojos muy azules, que sabía utilizar para impresionar a las mujeres, y una actitud despreocupada ante la vida que a éstas les parecía indudablemente atractiva. Nathaniel Gascoigne tenía unos ojos grises de mirada lánguida y una sonrisa maravillosa. Como una de las mujeres —la esposa de un coronel— había comentado en cierta ocasión, era imposible mirarlo sin imaginarse su cabeza descansando sobre una almohada, junto a la de una.
Todas las mujeres tenían su favorito, como ella.
Aunque todas se mostraban descaradamente enamoradas de los cuatro.
Eran unos hombres pletóricos de vitalidad, sentido del humor y audacia. Siempre habían combatido junto a sus subordinados, sin enviar nunca a los soldados a afrontar unos peligros que ellos no estuvieran dispuestos a afrontar también, y siempre a la cabeza del pelotón. Si había algún peligro en una zona del campo de batalla, no vacilaban en dirigirse a caballo hacia allí aunque no les incumbiera. Habían caído en desgracia con su comandante en tantas ocasiones como habían sido felicitados por él; deberían dar gracias de ser oficiales en lugar de soldados rasos, solía decirles éste. También eran aficionados a dar el parte a sus amigos. Habían desobedecido órdenes en tantas ocasiones, que de no ser por su rango de oficiales habrían sido azotados casi constantemente como castigo.
Fue Walter quien les puso el apodo de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. No dejaba de ser una ironía que fuera Walter quien se había distinguido en Waterloo. No es que fuera un cobarde, pero era un hombre falto de imaginación, que luchaba de acuerdo con las reglas, yendo adonde le enviaban, cumpliendo las misiones que le encomendaban.
En Waterloo había habido numerosos casos de heroísmo equiparables al de Walter. Pero él había estado en el lugar adecuado en el momento oportuno, si uno consideraba que la fama era lo más importante. O en el lugar equivocado en el momento más inoportuno, si uno consideraba que lo más importante era sobrevivir. Walter había muerto. Los Cuatro Jinetes habían sobrevivido.
A Sarah le había encantado conocerlos y se había llevado un chasco al averiguar que dos estaban casados y los otros dos eran algo mayores para ella.
—No estoy de acuerdo —había replicado—. Los caballeros mayores son mucho más apuestos, tía Sophie, y mucho más atractivos. Los jóvenes siempre tienen granos.
Sophie se había reído. Pero ninguno de los Cuatro Jinetes era un candidato adecuado para la mano de Sarah. Habría lamentado tener que presentarlos a su sobrina de no haber estado convencida de que no se sentirían atraídos por una chica tan joven. Todos eran hombres experimentados, especialmente en materia sexual. Había habido una interminable colección de bellezas españolas y portuguesas más que dispuestas a compartir sus lechos.
Sophie se había negado a quedarse para tomar un segundo desayuno en Portland Place. Estaba impaciente por volver a casa, para estar sola, para digerir el inesperado encuentro de esta mañana.
Apoyó la cabeza en el respaldo de su butaca y cerró los ojos. El hecho de que ocurriera poco después de los acontecimientos acaecidos ayer… Parecía como si nunca fuera a poder olvidarse del pasado. Durante el rato que había conversado con ellos, alegrándose sinceramente, sí sinceramente, de volver a verlos, no había dejado de pensar: «¿Cómo me mirarían si supieran la verdad? ¿Con disgusto, desprecio o compasión?» Y había comprendido que la respuesta era importante para ella. Aunque hacía tres años que no les había visto y quizá no volviera a verlos después de la velada de pasado mañana.
Era importante para ella.
Podía tratar de convencerse de que había aceptado esas deudas —¿por qué insistía en calificarlas de esa forma?—, por el bien de otros: por el bien de Edwin y su familia, por el bien de su propio hermano y su familia. Y era cierto. Pero también lo había hecho por ella misma. No habría podido soportar…
La sensación de seguridad al verlos, de conversar y reírse con ellos había sido casi abrumadora. Era una seguridad en forma humana, multiplicada por cuatro. Había sido casi una reflexión consciente aparte de una sensación. Pero ellos no podían ofrecerle ninguna seguridad, ninguna ayuda. Al contrario.
Ahora tenía otro secreto que ocultarles. Siempre había habido secretos. Siempre los había habido y siempre los habría. Era la historia de su vida. Debía sobrellevar ella sola su carga. Nadie podía ayudarla.
Pero durante el rato que había permanecido con ellos había tenido una sensación ilusoria de seguridad. Lo sabía por experiencia, y no siempre había sido ilusoria. Walter no había sido un marido poco atento, pero en algunas ocasiones en que acechaba el peligro ella había tenido que abandonar apresuradamente su alojamiento cuando él estaba ausente cumpliendo con su deber, a menudo en condiciones climatológicas adversas. Nunca lo había hecho sola o tan sólo con ayuda de los sirvientes. Siempre habían aparecido uno o más de los Cuatro Jinetes en el momento en que más los necesitaba para echarle una mano y escoltarla, para hacerle ver el lado cómico de unas situaciones que no tenían nada de cómicas.
En cierta ocasión, mientras escapaban a toda prisa a través de un mar de barro y ella se había caído de su montura cuando el animal había resbalado, Nathaniel se había reído de ella. Había quedado cubierta de un barro húmedo y apestoso, pero aun así, él la había ayudado a levantarse, manchándose su casaca escarlata, y la había sostenido entre sus brazos.
—¿Sabes, Sophie? —le había dicho—, las damas de Londres y París utilizan mascarillas de barro para perfeccionar su cutis. Matarían por tener el aspecto que tú tienes ahora.
Ella se había reído de buena gana y había tratado de limpiarse el barro de la cara con un guante también manchado de lodo.
—En tal caso, al término de esta jornada debería estar guapísima —había comentado ella—. Walter no me reconocerá. Me repudiará.
—No te preocupes, Sophie —había dicho él—. Nosotros te acogeremos. Mi casaca necesitará un buen cepillado cuando se seque.
Ella se había reído de nuevo sintiéndose segura pese a las molestias físicas y los peligros muy reales que suponía desplazarse a gran velocidad a través del espeso barro sabiendo que las tropas francesas les pisaban los talones. Kenneth y Eden también habían estado cerca. Kenneth había rescatado el caballo de Sophie y lo conducía por las riendas junto al suyo.
Entonces abrió los ojos y tomó su taza de té y el platillo. Tenía sed y no había nada más gratificante que una taza de té.
Había sido innegablemente grato volver a verlos. De haberse encontrado con ellos ayer se habría llevado una gran alegría. De hecho, no estaba segura de querer volver a ver a ninguno de ellos. ¿Asistiría pasado mañana a la velada organizada por Rex para reunir a sus amigos en Rawleigh House? ¿Para volver a encontrarse con ellos? ¿Para conversar con ellos? ¿Para conocer a la esposa de Rex? ¿Y a la de Kenneth?
Pero sabía que iría. La perspectiva de esa velada era demasiado seductora para negarse a ir. Además, Eden la llevaría en su coche y ella no sabía dónde vivía para enviarle una nota diciéndole que no viniera a recogerla.
Por supuesto que iría. Entretanto debía resolver el otro problema, esta deuda, y confiar que con ello zanjaría el asunto. Pero no sería así. El problema persistiría durante varios años. Era imposible saber cuántas cartas había, las cuales ella tendría que rescatar una tras otra. ¿De dónde sacaría el dinero…?
—A veces, Lass —dijo a su collie, que había terminado de comer y se había tumbado a sus pies, con la barbilla apoyada en los escarpines de Sophie—, desearía que Walter estuviera vivo para tener el placer de retorcerle el pescuezo. ¿Te escandaliza lo que digo?
Si la perra se sentía escandalizada, no dio muestras de ello.
—Desempeñé el papel que me correspondía hasta el final —continuó Sophie—, aunque nunca fue fácil, Lass. —Se rio bajito antes de apostillar—: Decir eso es quedarme corta. ¿Era demasiado pedir que Walter desempeñara el suyo? Por lo visto, sí. Los hombres no saben lo que es la abnegación. Doy gracias de que seas una hembra, aunque quizá cambie de opinión el día que me des una camada de cachorros.
En general, pensó perversamente, no habría deseado que Walter estuviera aún vivo.
—Doy gracias a Dios por tu presencia, Lass —dijo sonriendo con melancolía—. Confieres respetabilidad a mi deplorable costumbre de hablar conmigo misma.
Los próximos días fueron muy ajetreados para Nathaniel. Hizo infinitas visitas, dando a conocer su presencia en la ciudad, y —lo que era más importante—, la presencia de su hermana y su prima, las cuales necesitaban recibir invitaciones a todas las fiestas y bailes más rutilantes que ofreciera la temporada social. A fin de cuentas, él era sólo un baronet, como le había recordado Georgina. La noticia de su llegada no se propagaría por sí sola con tanta rapidez como lo habría hecho de ser él un noble de más alcurnia. Aunque era cierto que era un hombre con dinero y tierras, y que ambas jóvenes contaban con unas dotes más que notables.
Algunas de las visitas le complacían más que otras, y ni siquiera necesariamente con el fin de obtener invitaciones. Aunque en esas casas se encontraba también con otras personas y todo contacto era importante. Fue a visitar a las esposas de sus amigos, por ejemplo, porque le apetecía hacerlo. Fue a visitar a su hermana mayor el día en que ésta llegó, acompañado de Georgina y Lavinia, y se vio obligado a llevarlas a todas a Bond Street sin dilación. Lord Ketterly, su cuñado, había tenido la precaución de retirarse a su club y no regresaría antes de cenar. Lavinia le pidió luego que la llevara a la biblioteca Hookham’s para inscribirse como socia. Y Georgina recordó que una de sus mejores amigas en Bowood le había dicho que no dejara de visitar las tiendas de Oxford Street en cuanto llegara a la ciudad, y ya habían pasado dos días. ¿Sería tan amable su estimado Nathaniel…?
Pero las invitaciones empezaron a llegar, y concertaron citas con varias modistas para que las damas pudieran adquirir el vestuario adecuado para los eventos a los que asistirían, en especial su presentación en la corte. Por fortuna, Margaret había asegurado a su hermano que su presencia no era necesaria en esas ocasiones, aunque confiaba en que tuviera la amabilidad de acompañar a las jóvenes a la mansión urbana de Ketterly todos los días en que habían quedado citadas con las modistas, e ir a recogerlas más tarde, claro está.
Le quedaba poco tiempo para participar en actividades con sus amigos. Nathaniel había empezado a comprobar que la vida en la ciudad, comparada con la tranquilidad del campo, era muy cansada.
De haber dedicado las noches a dormir, por ejemplo, los días no le habrían parecido tan agotadores. No es que no disfrutara tanto como había supuesto acudiendo por la noche al burdel. Eden había elegido uno con acierto, como era de esperar, el mejor burdel y la mejor chica para que deleitara a su amigo. Era, en efecto, una magnífica profesional. Quizá demasiado. Nathaniel se sentía aturdido y un tanto desconcertado ante las reacciones de su cuerpo —y maravillosamente saciado— después de que la joven le condujera a un explosivo orgasmo por tercera vez en pocas horas. Se marchó tras haber recuperado la suficiente energía, aunque había pagado para disfrutar de la chica toda la noche y ésta, que empezaba a mostrar signos de renovado entusiasmo, se había ganado cada penique que él le había pagado. Era un placer, dijo a Nathaniel con voz sensual después de la primera vez, tener como cliente a un joven y apuesto caballero.
Nathaniel había sentido un enorme alivio al acostarse de nuevo con una mujer, y un alivio no menor al abandonarla a ella y el burdel. Se sentía de alguna forma sucio, aunque en deferencia a sus criados no había obedecido a su primer instinto, que había sido apresurarse a casa y pedir que le prepararan un baño en su alcoba…, a las tres de la mañana. En lugar de ello había decidido participar en una partida de cartas a la que sabía que Eden asistiría después de pasar un rato, más breve que su amigo, en el burdel.
Ambos apostaron modestamente y ganaron modestamente y bebieron con moderación. Pasaron buena parte del tiempo charlando y riendo, disfrutando de su mutua compañía. Se despidieron mucho después del amanecer y cada cual se fue a su casa.
La noche anterior a la fiesta en casa de los Rawleigh acudieron juntos al teatro, donde se reunieron con Kenneth, Moira, Rex y Catherine en el palco de Rex. Durante la cena en White’s, Nathaniel había dicho a Eden que, si no le importaba, no tenía ganas de volver al burdel esa noche ni ninguna otra. Prefería contratar a una amante durante la temporada social e instalarla en algún lugar donde pudiera visitarla cuando le apeteciera. La idea de acostarse con una chica distinta cada noche ya no le atraía después de la orgía a la que se habían entregado una vez superado lo de Waterloo.
Edén se había reído de él, pero había sugerido que después de asistir a la función de teatro visitaran el camerino. Sin duda habría varias bailarinas entre las que Nathaniel podría elegir, y con suerte al menos una de ellas no tendría un protector en estos momentos. Eden había dejado de tomar amantes a largo plazo desde la última, que había estado con él durante más de un año y a la que le había costado mucho quitarse de encima.
—Me sentía responsable de ella, Nat —le explicó—. Era casi como abandonar a una esposa. Fue gracias a un extraordinario golpe de suerte que descubrí que la desvergonzada obtenía un dinerito adicional acostándose también con el viejo Riddings. Está tan decrépito debido a su avanzada edad y su vida disoluta que me asombra que aún se le levante, y puede que no se le levante, pero le pagaba más que bien en diamantes. Que yo sepa, sigue pagándole, y sin duda Nell no tiene que trabajar tanto como cuando estaba conmigo. —Edén soltó una carcajada—. Pero no pienso volver a meterme en un lío semejante. Mi nuevo lema es nada de complicaciones. Se acabó. Me conformo con encuentros de una sola noche.
En efecto, había unas bailarinas muy bonitas, en particular una belleza alta, esbelta, de cabello color cobrizo y piernas larguísimas. De modo que una vez acabada la función fueron al camerino, después de despedirse discretamente de sus amigos casados y de sus esposas, que se marcharon en el coche de Rex, y de haber manifestado en voz alta su intención de ir caminando a White’s. Al oír el anuncio, Rex había sonreído y Ken les había guiñado el ojo, pero era preciso tener en cuenta la sensibilidad de las señoras. Algunas de las bailarinas estaban disponibles, aunque la mayoría de ellas conversaban con unos protectores en ciernes. La bailarina de piernas largas era una de ellas, y aunque mostraba un talante aburrido cuando Eden y Nathaniel se unieron al grupo de caballeros que estaban agolpados alrededor de ellas, al verlos se animó visiblemente. No fue difícil, como comprobó Nathaniel —era asombroso la rapidez con que uno recuperaba sus viejas habilidades después de tanto tiempo— eliminar a la oposición de forma que al poco rato ya mantuvieron un tête-à-tête privado con la joven.
Era evidente que la chica estaba más que dispuesta. Tenía unos labios que los de Nathaniel anhelaban besar y un cuerpo al que desnudó prenda por prenda con su imaginación. Tenía unas piernas que cualquier hombre habría soñado enlazar con las suyas. Era limpia y olía bien. Alguien le había dado clases de elocución a fin de que no asesinara la lengua inglesa nada más abrir la boca. Era cara, pero él podía permitírselo. Y estaba seguro de que lo valía. Satisfaría todos sus apetitos durante los próximos meses.
Después de conversar con ella durante media hora le tomó la mano, se inclinó sobre ella, la acercó casi a sus labios, le dedicó su sonrisa más seductora…, y de pronto se vio desde fuera como un mero observador. Pero ¿qué diablos hacía? ¿Acaso trataba de capturar el infame pasado al que había renunciado deliberadamente, y encantado, hacía unos años?
Se despidió de la bailarina deseándole las buenas noches.
—¿Te ha rechazado, Nat? —preguntó Eden cuando salieron del teatro—. No lo creo. Te devoraba con los ojos. ¿O acaso tiene un protector que no lo encajaría bien si ella lo abandona? Mala suerte, chico. Mañana, cuando nos marchemos de casa de Rex, volveremos a intentarlo. Maldita sea, habría jurado…
—No se lo pedí —dijo Nathaniel.
—¿Cómo? —Su amigo le miró frunciendo el ceño—. Esa chica casi me tentó a mí, Nat, aunque sin duda buscaba algo más seguro que un encuentro de una noche. Pero si me hubieras indicado tu falta de interés, lo habría intentado al menos.
—Me interesaba mucho —respondió Nathaniel—. Hasta que…, en fin, da lo mismo.
—¿Hasta qué, Nat? —inquirió Eden con el ceño todavía arrugado.
—Probablemente no tiene más remedio que dedicarse a eso —respondió Nathaniel—. Probablemente vino a Londres con el sueño de llegar a ser una gran actriz. Pero no ha pasado de ser una chica del coro, incapaz de ganarse la vida holgadamente con su sueldo. De modo que tiene que dedicarse a otro trabajo. Pobre chica.
—¿Pobre chica? —preguntó Eden, perplejo—, Nat, amigo mío, no he presenciado nunca tus habilidades amatorias, pero recuerdo la expresión de embeleso que mostraban todas tus mujeres cuando salían de tu alcoba. Cualquiera de ellas habría regresado para disfrutar gratis de una segunda sesión en la cama contigo. ¿Crees que la vida en el campo ha hecho que pierdas facultades? ¿Se quejó Eva anoche? ¿Tenía cara de aburrida? ¿O trató de complacerte con el menor número de prestaciones?
—Esas mujeres necesitan el dinero —dijo Nathaniel—. Nosotros necesitamos sexo. No me parece un intercambio justo, Eden. Supongo que se me ha despertado la conciencia. No estoy seguro de poder seguir haciéndolo.
—Maldita sea, viejo amigo —dijo Eden—. En tal caso tendrás que casarte.
Nathaniel hizo una mueca.
—No lo creo —respondió—. No es un motivo lo bastante sólido como para obligarme a contraer matrimonio. ¿Crees que la mera necesidad de sexo es motivo suficiente?
Nathaniel se percató de que se dirigían hacia White’s. Excelente. Un refugio seguro, reservado sólo a hombres. Sin duda terminarían jugando de nuevo a las cartas.
—Entonces, ¿por qué se casan los hombres? —preguntó Eden—. ¿Existe otro motivo?
Nathaniel se rio y su amigo sonrió con picardía.
—Probablemente —respondió—, aunque en estos momentos no se me ocurre ninguno. No pienso casarme, Eden. No imagino desear que la misma mujer viva en mi casa, ocupándose de ella y de mí durante los próximos cuarenta años. Y para ser justo, no imagino que ninguna mujer quiera soportarme a mí y mis manías durante ese espacio de tiempo. Por supuesto, no tengo intención de meterme a monje. Debe de haber alguna solución. ¿Un affaire de coeur, quizá? Son muy frecuentes, ¿no? Una relación entre iguales.
—¿Una mujer casada? —sugirió Eden—. No te lo aconsejo, Nat. Las pistolas al amanecer pueden ser perjudiciales para la salud.
—No me refiero a una mujer casada —contestó Nathaniel con firmeza—. Qué ocurrencia, Eden.
—Y menos una joven virgen —dijo Eden—. Un padre ofendido puede ser capaz de manejar una pistola tan bien como un marido ofendido. Y, lo que es aún peor, puede obligarte a contraer matrimonio con su hija. Lo mejor es una viuda guapa y alegre. No te costará encontrarla. No tienes más que elegir una, sonreír amablemente y esperar a que te indique que acepta la invitación. Tendremos que poner a prueba esa táctica. Pardiez, eso ofrece un interés adicional al hecho de asistir a bailes. Estoy impaciente por comprobar el resultado. Entretanto, me esforzaré en buscarte alguna candidata. Deben de ser legión, aunque la elegida debe de ser bonita y alegre. Insisto en ello.
Nathaniel rompió a reír. Sin embargo, la idea no dejaba de tener su atractivo ahora que se les había ocurrido a Eden y a él. Una aventura amorosa entre iguales. Satisfacción para ambos. Ninguno de ellos sería explotado por el otro. Sonaba muy civilizado y satisfactorio. La repugnancia que había experimentado hacía un rato en el camerino le había sorprendido. Pero sabía que no podía volver allí ni a otro burdel.
Y desde luego no estaba preparado —dudaba de que lo estuviera nunca— para iniciar un noviazgo.
Sí, una aventura era lo ideal. Aunque no compartía el optimismo de Eden sobre que las candidatas fueran legión.
Pero no importaba, pensó. Disfrutaba con la compañía de sus amigos y debía tener presente que el propósito principal de haber venido aquí era presentar a Georgina y a Lavinia en sociedad y buscarles marido.
A fin de cuentas, había vuelto a acostarse con una mujer al cabo de dos años. Tres veces. Sonrió para sus adentros. Al menos sabía que aún era capaz de hacerlo.
Entró en White’s sintiéndose más animado.