Sus amigos habían llegado a la ciudad antes que él, según comprobó Nathaniel en cuanto entró en la casa en Upper Brook Street. Había una nota esperándole, escrita y firmada por Rex pero, evidentemente, redactada cuando los tres habían estado presentes, sugiriendo que si llegaba en esa fecha, tal como había planeado, les acompañara al día siguiente a dar un paseo a caballo a primera hora de la mañana por Hyde Park.
El día, como vio cuando se despertó y atravesó su alcoba para descorrer las cortinas y mirar por la ventana, desperezándose, prometía ser espléndido. El cielo estaba despejado y por el aspecto que presentaban los árboles apenas soplaba viento. Nathaniel entró en su vestidor y tiró de la campanilla para llamar a su ayuda de cámara.
Fue el primero en llegar al parque, aunque sus amigos no tardaron en aparecer. Se saludaron con un apretón de manos, dándose unas palmadas en la espalda y riendo de gozo. No existía una amistad como la de unos compañeros que hacía muchos años que eran amigos, pensó Nathaniel. Habían compartido peligros, adversidades, victorias y la vida misma durante varios años. Los vínculos que les unían perdurarían toda la vida.
Sí, era magnífico estar de regreso en la ciudad. Aunque a esas primeras horas de la mañana Hyde Park no ofrecía un aspecto muy urbano. Sus enormes céspedes, sus frondosas arboledas y sus senderos que se entrelazaban, los animales que pastaban y los pájaros que cantaban podían haber engañado al observador haciéndole creer que se hallaba en el parque de una inmensa finca rural. Pero había algo en Hyde Park, algo intangible, que proclamaba que era inconfundiblemente el centro de la ciudad más concurrida, imponente y dinámica del mundo.
Nathaniel sentía la energía que había sentido ayer cuando su carruaje había enfilado las calles de la ciudad. Era Londres.
Después de los primeros y emocionados saludos, cabalgaron durante un rato sin apenas conversar, ejercitando a sus monturas dándoles rienda suelta, aunque no tardó en producirse una carrera que culminó en sonoras carcajadas.
—Bien, ¿qué nos habíamos apostado? —preguntó Eden—. Cien guineas cada uno para el ganador, ¿no?
Por supuesto, había ganado la carrera él.
—¿Todos tus sueños son tan agradables como éste, Eden? —inquirió Nathaniel.
—Al comienzo me sacabas una ventaja de un cuerpo y medio, Eden —observó Kenneth—, y me ganaste por un cuerpo. Según mis cálculos, eso me convierte en el ganador. Sí, creo que yo también oí cien guineas.
—¿Has oído el rumor de que todos los hombres de Cornualles están locos, Nat? —preguntó Rex—. Empiezo a pensar que es algo más que un rumor. Debe de ser el aire marítimo de esa zona del país. Ken estaba tan cuerdo como cualquiera de nosotros.
—Lo cual, bien pensado, no es decir gran cosa —comentó Eden.
Siguieron cabalgando a paso más sosegado, disfrutando del entorno que les rodeaba y de su mutua compañía.
—Bien, Nat —dijo Rex al cabo de un rato—. ¿Te has divertido asumiendo el papel de aburrido y respetable hacendado durante los dos últimos años?
—Mira quién habla —contestó Eden arqueando una ceja—. De un tiempo a esta parte tú apenas te mueves de Stratton Park.
—Pero al menos Rex tiene la excusa de ser un hombre casado. —Kenneth sonrió al tiempo que alzaba una mano para silenciar a sus compañeros—. Como lo soy yo, Eden. Pero confieso que Rex ha estado más ocupado. De momento Moira y yo sólo tenemos un hijo varón, mientras que Rex… Bueno, quizá no sean dos varones. El segundo podría ser una hija. Nunca se sabe, ¿verdad? Seguiremos sin saberlo durante otros… ¿cuatro meses, Rex? ¿Cinco?
—Casi cinco —respondió Rex riendo—. Catherine está convencida de que con los vestidos holgados de cintura alta que están de moda, su estado queda muy disimulado. Espero que ninguno de vosotros cometa la torpeza de hacer un comentario jocoso en su presencia.
—¿Tu cometes torpezas, Nat? —Edén alzó la segunda ceja a la misma altura que la primera—. ¿Haces comentarios jocosos, Ken? A mí no me mires, Rex. Soy la discreción personificada. —A continuación suspiró y cambió de tema—. Hace tres años aún no habíamos participado en la Batalla de Waterloo y los cuatro soñábamos con lo que haríamos con nuestras vidas si lográbamos sobrevivir.
—Un placer en estado puro las veinticuatro horas del día —comentó Nathaniel—. Todos los excesos y libertinajes habidos y por haber. Debes reconocer que lo pasamos estupendamente, Eden. Pasamos seis meses o más sin ver el mundo a través de unos ojos sobrios.
—Necesitábamos desfogarnos después de todas las tensiones y peligros a los que nos habíamos enfrentado —dijo Kenneth—. Pero enseguida comprobamos que el placer en sí mismo no tarda en perder su atractivo.
—Supongo —dijo Eden con tono deliberadamente aburrido— que hablas por ti, ¿no, Ken? Creo que soy el único de nosotros capaz de mantener un juramento. Nat, en estos momentos, está rodeado de mujeres.
—¡Maldita sea! —exclamó Rex, riéndose—. Suena como el sueño de cualquier hombre soltero.
—No de mujeres, Rex —le rectificó Eden—, sino de damas, de parientas. Hermanas, primas, tías, tías abuelas y abuelas. Yo le previne, ¿no es así, Nat? Hace dos años, cuando insistió en regresar a casa, le previne de lo que ocurriría. Veinte hermanas solteras y treinta primas solteras y residentes. No es un sueño, Rex, sino una pesadilla.
—El número aumenta cada vez que te refieres a ellas —replicó. Nathaniel—. Tengo cinco hermanas, Eden, dos de las cuales se casaron antes de que yo regresara a casa. Y sólo una prima que vive con nosotros, aunque a veces me parece que son treinta. Y he conseguido encontrar marido para Edwina y Eleanor. Sólo quedan Georgina y Lavinia. Una temporada social en Londres resolverá el problema.
—¿Y tú, Nat? —Kenneth le miró arqueando las cejas—. Cuando hayas logrado casar a todas tus parientas que dependen de ti, ¿te casarás tú? ¿Forma eso parte del plan de venir a Londres? Moira y yo haremos de casamenteros. Es un papel que me apetece desempeñar. ¿Quieres echarme una mano, Rex? —preguntó a su amigo sonriendo alegremente.
Edén soltó un gemido.
—Sienten envidia de nosotros, Nat —dijo—. Con todo respeto hacia Moira y Catherine, nos tienen envidia. Procura resistirte a ellas, chico.
Pero Nathaniel se rio.
—Tenéis ante vosotros a un soltero recalcitrante, amigos míos —contestó—. No permitiré que me pongan los grilletes, os lo aseguro.
Edén soltó una estentórea carcajada que, de no haber estado el parque desierto, o casi, habría sido embarazosa. Había un obrero que se apresuraba por un sendero cercano, una doncella que paseaba a un perro casi tan grande como ella, la cual había pasado junto a ellos hacía un minuto, y dos mujeres, a lo lejos, que se dirigían hacia ellos, acompañadas también por un perro.
—Pero confío en que no seas un soltero célibe —dijo Eden—. Te tengo reservadas unas diversiones como no has experimentado jamás, Nat. Rex y Ken ya no son libres. Sólo quedamos tú y yo. Empezaremos esta misma noche. ¿Por qué desperdiciar otra noche de tu estancia en Londres? Te aconsejo que esta tarde te eches la siesta, amigo mío. Necesitarás toda la energía de la que puedas hacer acopio.
—Madre mía —dijo Rex débilmente—. ¿Fuimos alguna vez tan jóvenes o tan cínicos, Ken?
—Creo que sí, Rex —contestó Kenneth—. Hace mucho, muchísimo tiempo, en la Edad Media. Incluso recuerdo una época en que nos habríamos estremecido ante la idea de la respetabilidad. Y habríamos palidecido ante la idea de una relación monógama.
Espléndido, pensó Nathaniel. Esta noche. Era muy propio de Eden no perder tiempo. Por supuesto, hoy tenía que cumplir también con una serie de obligaciones. Esta tarde y durante los próximos días tenía que ir a presentar sus respetos a casa de algunas personas, dejar su tarjeta y dar a conocer su presencia en Londres. Margaret y John llegarían mañana a la ciudad y comenzaría el trajín de preparar a Georgina y a Lavinia para enfrentarse a la vorágine. Él tendría que ser visto con ellas. Tendría que acompañarlas a todas partes. No pensaba abandonar sus responsabilidades mientras se entregaba al tipo de excesos y libertinajes que le habían hecho sentirse curiosamente insatisfecho dos años antes. Ahora era sir Nathaniel Gascoigne, baronet. Ante todo era un hermano y un primo.
Pero habría algunos días de relativa tranquilidad. A fin de cuentas, no tendría que acompañar a las chicas a las modistas, los sombrereros, los zapateros y demás. Se limitaría simplemente a pagar las facturas. Podría dedicar un tiempo a su disfrute personal, como este paseo a caballo por el parque con sus amigos, visitas al Club White’s, a Tattarsall’s y a las carreras. A las mujeres. En Bowood había mantenido sus necesidades a raya. Ahora no tenía por qué negarlas. En el futuro, pensó, haría frecuentes visitas a la ciudad. Dos años era demasiado tiempo.
Pero estaba divagando. Las dos mujeres que se dirigían hacia ellos a pie, acompañadas por un collie de color negro con manchas blancas que correteaba de un lado a otro explorando el lugar sin quitarles ojo de encima, se habían acercado y Eden emitió un silbido en voz baja.
—Un diamante de primerísima calidad, ¿verdad, Nat? —dijo bajito—. Ahora, si uno estuviera en el mercado en busca de esposa…
La más joven y alta de las dos mujeres era en efecto muy bella y elegante, vestida con un bonito vestido de paseo de cintura alta azul celeste que realzaba a la perfección su pelo rubio y su tez clara. Era muy joven, probablemente más que Georgina.
—Pero no lo estamos, Eden —respondió Nat con firmeza—. Y aunque lo estuviéramos, no conviene fijarse en una persona mucho más joven que uno.
Edén se rio.
Pero Kenneth exclamó en voz lo bastante alta para que las damas le oyeran.
—¡Pardiez! —dijo con tono jovial—. Fijaos en quién es, chicos.
Los otros tres observaron más detenidamente a las dos mujeres. La segunda, más menuda, más mayor, menos elegante, menos bien vestida que su acompañante, al principio parecía casi invisible junto a ésta. Pero fue en esta segunda dama en la que todos se fijaron ahora, contemplándola con un asombro no exento de gozo.
—¡Sophie! —exclamó Rex—. ¡Qué maravillosa coincidencia!
—¡Sophie Armitage! —dijo Eden simultáneamente—. ¡Pardiez, qué alegría verte!
Kenneth se quitó su sombrero de castor y esbozó una sonrisa deslumbrante.
—Qué imprevisto y maravilloso placer, Sophie —dijo.
—Querida Sophie. —Nathaniel se agachó sobre el lomo de su caballo y le tendió la mano derecha—. Qué placer tan agradable para un tipo en su primera mañana en Londres desde hace dos años. Tienes un aspecto magnífico.
Ella le estrechó la mano con tanta firmeza como un hombre, como hacía siempre, recordó Nathaniel, y les sonrió a todos con sincero afecto.
—Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis —dijo—. Y los cuatro juntos, tan apuestos y elegantes como siempre, como si no hubieran pasado tres años. Pero es muy temprano y quizás esté soñando —añadió riendo—. ¿Ves a cuatro jinetes a caballo, Sarah? ¿Cuatro de los tunantes más apuestos que hay en Inglaterra? ¿O son fruto de mi imaginación?
Pero mientras decía esto estrechó la mano de los otros tres.
Querida Sophie. Había estado en la Península con ellos. Su marido había sido camarada suyo, y ella había viajado a todas partes con él, mostrando un carácter más férreo y resistente que la mayoría de los hombres. Se había ocupado discretamente de las necesidades de su marido al tiempo que tomaba a los demás oficiales bajo su protección, atendiendo a los heridos, reparando los rotos de los uniformes, limpiando las manchas, cosiendo botones que se habían desprendido aunque había suficientes ayudas de cámara y ordenanzas para llevar a cabo esos menesteres. Era mejor tener las manos ocupadas mientras escuchaba las bobadas y frivolidades que decían, les aseguraba Sophie cuando ellos protestaban. En ocasiones cocinaba también para ellos, aunque ninguna de las otras esposas de oficiales se hubiera rebajado hasta ese extremo. Se habían agenciado más de una invitación para sentarse a la mesa de Walter Armitage.
Curiosamente, pensó Nathaniel mientras sonreía a Sophie, sinceramente contento de volver a verla, como todos ellos, nunca habían pensado en ella como habían pensado en otras mujeres en su posición. No pensaban en ella como una mujer frágil que necesitara de su caballerosa galantería. Sin embargo, debía de ser muy joven cuando fue a la Península con Armitage, y era lo bastante menuda como para suscitar el instinto de protección masculino. Pero siempre la habían visto más como a una camarada que una simple mujer, alguien con quien todos se sentían extremadamente cómodos. Aunque Armitage parecía tratarla más como una amiga que como una esposa, por más que era imposible adivinar qué tipo de relación tenían dentro de la privacidad de sus alojamientos.
La pobre Sophie había escuchado numerosas historias que habrían hecho que otras mujeres se desmayaran en el acto, relatadas con un lenguaje chabacano que les habría provocado otro desvanecimiento. Sophie nunca había torcido el gesto o les había reprendido por ello, ni tampoco su marido. A ellos no se les había ocurrido nunca moderar su lenguaje o sus temas de conversación en presencia de ella. No es que no la respetaran, pero lo hacían como a una igual.
Todo el mundo apreciaba a Sophie. Quizá porque ella siempre parecía apreciar a todo el mundo. Era difícil encontrar a otra persona más alegre. Y en estos momentos les miraba risueña, con su buen humor habitual y su aire campechano, aunque hacía casi tres años que había enviudado. Y su habitual desaliño en el vestir. Y los habituales mechones rebeldes de color castaño que asomaban debajo del ala de su sombrero. Sí, era maravilloso volver a verla.
—Somos lo suficientemente reales para soltar un «¡ay!» si nos pellizcas —dijo Nathaniel—, al igual que tú, pardiez. ¿Sigues gozando de la gloria de la fama de Walter?
Quizá, pensó Nathaniel demasiado tarde, se había precipitado al decir eso. Quizá Sophie sentía aún el dolor de la pérdida de su esposo para gozar con nada. Pero uno no se imaginaba a Sophie trastornada por el dolor, y menos al cabo de tres años.
—Desde luego —respondió ella, sonriendo—. Pensé que la gente se olvidaría de él a los quince días. Pero han pasado casi dos años desde el día en que acudí a Carlton House y las personas aún recuerdan que fue un gran héroe. La gente aún me abre sus puertas pese a mi marcada falta de presencia. Y Sarah y Lewis han venido aquí para participar en la temporada social con sus padres y son recibidos con deferencia porque son la sobrina y el sobrino de Walter. Es muy gratificante. A Walter le habría complacido…, y divertido —añadió con ojos chispeantes de gozo.
—Todo el mundo ama a un héroe, y a una heroína, Sophie —dijo Nathaniel.
—Walter se alegraría por ti, Sophie —dijo Kenneth—. ¿Y a qué te referías al decir tu «falta de presencia»? Veo que sigues siendo tan vanidosa como siempre.
Sophie se rio y luego se puso seria.
—Perdonadme —dijo, volviéndose hacia la joven que estaba medio oculta detrás de ella—. Permitidme el honor de presentaros a mi sobrina, es decir, la sobrina de Walter. Sarah Armitage, hija del vizconde de Houghton, que ha venido aquí con sus padres y su hermano para asistir a la temporada social. Éstos son cuatro de los amigos íntimos de Walter, Sarah.
Presentó a su joven sobrina a cada uno de ellos mientras ésta —que no debía tener más de dieciocho años, pensó Nathaniel— se ruborizaba, hacía una reverencia y les miraba tímidamente.
—Vuestras monturas están impacientes por seguir adelante —observó Sophie con gran sentido práctico cuando todos se hubieron inclinado para saludar a la muchacha y contemplarla con admiración—, e imagino que vosotros también. Y mi perrita está impaciente por buscar nuevos árboles que olisquear. Ha sido un gran placer volver a veros a todos. Confío en que disfrutéis de vuestra estancia en la ciudad. Buenos días.
—Pero queremos volver a verte —dijo Rex, apoyando un brazo sobre el cuello de su caballo e inclinándose hacia delante—. No podemos volver a perderte después de haberte encontrado, Sophie. Mi esposa y yo hemos invitado a unos amigos a Rawleigh House pasado mañana por la noche. Y tú eres amiga mía. ¿Vendrás? Si lo deseas, pediré a mi esposa que vaya a verte con una invitación formal.
—Ah, claro, te has casado —respondió ella sonriendo afectuosamente a Rex—. Me lo habían contado. Confieso que no habría apostado a que serías el primero en casarte, Rex, pero lo has hecho. Bien, lady Rawleigh es una mujer afortunada de tener un marido tan apuesto y encantador, aunque confío en que tenga un carácter fuerte para bregar con un marido tan granuja. No he olvidado como eras.
Sus ojos chispeaban de nuevo mientras agitaba un dedo hacia él.
—Vamos, Sophie —contestó él fingiendo sentirse ofendido—. Rescindiré la invitación que te he hecho si piensas entretener a Catherine contándole anécdotas de mi pasado.
—¿Yo? —respondió ella riendo—. Mis labios están sellados, te lo prometo. No es necesario que envíes a lady Rawleigh a verme con una invitación formal. Imagino que estará muy ocupada para venir a visitarme. Estaré encantada de asistir a vuestra reunión de amigos.
—¿Tienes coche, Sophie? —preguntó Eden—. En caso contrario, será un placer pasar a recogerte con el mío y llevarte a Rawleigh House.
—Precisamente un coche —dijo ella, alzando el índice que había agitado hacía unos momentos y riendo— es algo que al gobierno no se le ocurrió concederme. Quizá si Walter hubiera salvado la vida del príncipe de Gales… Pero pobre Walter, no está aquí para reírse del chiste y estoy segura de que le habría divertido. Gracias, Eden, eres muy amable.
—Y yo te acompañaré a casa al término de la velada —dijo Nathaniel—. Será un placer, querida.
Ella les sonrió a todos antes de marcharse con paso decidido. No había cambiado. Nunca imponía su compañía a nadie. Siempre eran los demás quienes le imponían a ella la suya. A ninguno de ellos se le había ocurrido preguntarse si Sophie no habría preferido a veces tener más privacidad o pasar más tiempo a solas con Walter.
—Me siento avergonzado —dijo Rex cuando continuaron su camino—. Recuerdo haber leídos todos los artículos sobre los honores que habían rendido al pobre Armitage, confieso que con cierto regocijo. Uno habría jurado que todos los demás soldados británicos en el campo de batalla estaban descansando tranquilamente, de brazos cruzados, y que sólo Armitage, cual un ángel vengador armado con una reluciente espada, con ojos centelleantes y unos mostachos rojos, les salvaba de los repugnantes brutos que habían sido conducidos a los campos de exterminio por el monstruo corso. Esos artículos, lo recuerdo con toda claridad, estaban plagados de esos tópicos habidos y por haber. Pero supongo que a Sophie también le divierte todo esto; siempre tuvo el mejor sentido del humor que he conocido en una mujer, y en un hombre. En cualquier caso, recuerdo haber leído que le habían concedido una casa en Londres. Pero nunca se me ocurrió ir a verla cuando yo estaba en la ciudad.
—Ni a mí, Rex —dijo Eden—, aunque durante los dos últimos años he pasado más tiempo en Londres que vosotros. Y nunca me había encontrado con ella hasta hoy. Nuestra querida Sophie. Era una de las mejores camaradas que puede tener un hombre. Me alegro de que la hayas invitado a Rawleigh House.
—Quiero presentársela a Catherine —dijo Rex—. Creo que harán buenas migas. Y también a Moira, Ken.
Todos sonreían alegremente, observó Nathaniel. ¿Quién no lo haría en una espléndida mañana en un lugar tan hermoso acompañado de sus mejores amigos? Pero Sophie siempre había tenido ese efecto sobre los hombres que la rodeaban. Siempre hacía que un día pareciese más alegre, aunque quizá no fueran conscientes de qué o quién hacía que se sintieran más animados. Sería agradable encontrarse con ella más tranquilamente en casa de Rex y poder conversar un rato. Sería agradable recordar los viejos tiempos.
Había escrito a Sophie a raíz de que Walter recibiera su condecoración póstuma y había recibido una amable respuesta de ella. Posteriormente no le había vuelto a escribir. Era un hombre soltero y de pronto se le ocurrió que ella ahora también lo era y no sería decoroso que se cartearan. Pero no se había olvidado de ella durante esos años, como al parecer se habían olvidado los otros; era muy fácil olvidarse de personas con las que habías tenido una estrecha amistad durante la guerra. Se había propuesto ir a visitarla, acompañado por Georgina y Lavinia. Aunque no estaba seguro de que ella estuviera en la ciudad o residiera en la misma casa. Se alegraba de comprobar que no había perdido el contacto con ella y que volvería a verla.
Pero eso sería dentro de dos noches. Entretanto, disponía de esta noche y mañana por la noche, y se proponía saborear plenamente todo cuanto tuvieran que ofrecerle. Dejaría que Eden eligiera el lugar exacto y el tipo de diversión. A fin de cuentas, hacía casi dos años que no venía a la ciudad. Suponía que los viejos burdeles habrían seguido prosperando y quizá tuvieran las mismas chicas. Pero Eden estaría mejor informado y elegiría el lugar más adecuado.
Experimentó un gran placer al pensar en lo que la noche le depararía. Y se negaba rotundamente a reaccionar a sus alegres expectativas como el aburrido hacendado en el que se había convertido. Se negaba a pensar en la dudosa moral de contratar a una prostituta para una noche, estaba decidido a divertirse.
Maldita sea, había pasado mucho tiempo. Demasiado.
—¿Desayuno en White’s? —propuso Eden—. ¿Y una mañana dedicada a leer los periódicos y pasarnos luego por el club de boxeo de Jackson? Como en los viejos tiempos.
—No del todo —dijo Kenneth—. Moira me cortará la cabeza si me ausento durante toda la mañana. Además, no me apetece ausentarme. Vamos a traer a Jamie a jugar al parque antes de que esta tarde haya demasiada gente.
—Los casados somos unos aburridos, Eden —terció Rex riendo—. Algún día tendrás que unirte a nuestras filas para averiguar la atracción del matrimonio.
Edén se estremeció con gesto teatral.
—Te agradezco la sugerencia, muchacho —dijo—, pero no, gracias. ¿Tienes tú que regresar también junto a tus veinte hermanas, Nat?
—Ni siquiera junto a mi única hermana y mi única prima —respondió Nathaniel—. Ambos manifestaron su intención de dormir hasta el mediodía después del largo y tedioso viaje. Vayamos a White’s.
La mañana estaba resultando más que satisfactoria, pensó. No dudaba de que se alegraría de regresar a pasar el verano en Bowood —confiaba en que solo—, pero mientras estuviera aquí quería disfrutar de todo cuanto la ciudad y la alta sociedad —y las cortesanas— tuvieran que ofrecer.