—Querido —dijo ella al entrar el commissaris, cojeando, en la casa—. ¿Ha vuelto a empeorar el dolor? Esta mañana, cuando te has marchado, creía que iba a dejarte en paz; tenías todo el aspecto de un jovenzuelo al entrar en el coche.
El commissaris murmuró algo en lo que sólo pudo distinguirse la palabra «té».
—Estoy perfectamente —contestó—; me he dado un golpe con algo, eso es todo.
—Te preparo en seguida el té. ¡Oh, tu traje!
El traje estaba manchado, y también desgarrado. Una de las plantas se había agarrado a una manga cuando él trataba de liberarse al acercarse el bulldozer. Intentó ocultar el desgarrón con la mano, al llevarle ella hacia la luz, junto a la ventana.
—¿Y qué es esto? ¿Sangre?
Él recordó que había estado muy cerca del cadáver.
—Sí —contestó—, sangre, querida, pero desaparecerá y estoy seguro de que el viejo sastre podrá reparar el traje. Me gustaría tomar un poco de té, y también un baño. ¿Me subirás una bandeja?
—Sí. ¿Necesitarás mucho tiempo? ¿Recuerdas que mi hermana y su marido vienen esta noche? Han telefoneado esta mañana y yo les he dicho que tú estabas mucho mejor.
El commissaris se encontraba ya a mitad de la escalera. Se detuvo, dio media vuelta y se sentó.
—¿No te importa, verdad? Ya sabes que siempre son muy amables, y él quiere hablarnos sobre la empresa que ha adquirido, una fábrica situada en el sur. Es una cuestión que le tiene muy excitado.
—Pues sí que me importa —repuso el commissaris—. Telefonéalos y diles que estoy enfermo. Esta noche quiero fumar cigarros y sentarme en el jardín, y quiero que tú te sientes a mi lado. Podemos escuchar lo que diga la tortuga. Ella también es muy amable, y nunca quiere llevar la voz cantante.
—Querido, ya sabes que odio contar mentiras…
El commissaris se había levantado de nuevo y reanudado su ascenso por la escalera. Su esposa suspiró y descolgó el teléfono del vestíbulo. Pudo oír que el agua caliente empezaba a manar en el cuarto de baño.
—Lo siento muchísimo, Annie —dijo—, pero las piernas de Jan han empeorado otra vez. Se encuentra muy mal y he pensado que sería mejor…
La señora Grijpstra le miró fijamente al morder el brigada el extremo de un pequeño cigarro negro y escupirlo en dirección del gran cenicero de bronce, colocado sobre una mesita lateral en el pasillo. Falló el tiro por un buen palmo de distancia.
—El humo ya es bastante desagradable —dijo ella, con una voz que se alzaba peligrosamente—. No es necesario que, además, me ensucies toda la casa. Te he dicho ya mil veces…
—Basta —ordenó Grijpstra sin inmutarse.
—Vuelves a llegar tarde —prosiguió ella—. ¿No serás ni un solo día puntual? He frito las patatas que sobraron ayer. Hay unas cuantas en la sartén. ¿Las quieres?
—Sí —contestó Grijpstra—, y un poco de pan. Y prepara café.
Su voz se mantenía baja y ella encendió la luz del pasillo para ver mejor su cara.
—Estás muy pálido. ¿No estarás enfermo?
—No estoy enfermo.
—Pues pareces enfermo.
—Lo que me enferma es mi trabajo —dijo Grijpstra, sin moverse.
Sus brazos colgaban, y también la carne de sus mejillas. La cara abotargada de su esposa adoptó lo que, veinte años antes, hubiera sido una sonrisa compasiva.
—Ve a afeitarte, Henk —dijo—. Siempre te encuentras mejor después de afeitarte. Ayer compré una nueva barra de jabón y hay un paquete de hojas que encontré detrás de la mesita de noche. Tienen un filo especial, o algo por el estilo; son de la marca que no encontraste el otro día cuando fuimos al supermercado.
—¡Ah! —exclamó Grijpstra—. Perfectamente. Sólo necesito diez minutos.
Contempló a su mujer, que se encaminaba hacia la cocina.
—Desagradable bola de grasa —rezongó al abrir la puerta del cuarto de baño.
Estaba sonriendo.
—Vaya, ¿ya estás aquí? —exclamó la señora Cardozo, al entrar su hijo en la cocina—. ¿Entregaste aquel dinero en la comisaría?
—Sí, madre.
—¿Lo contaron?
—Sí, madre.
—¿Estaba todo?
—Sí, madre.
—Para cenar tenemos pescado y remolachas agrias.
—¡Puá! —exclamó Cardozo.
—A tu padre le gustan, y lo que es bueno para tu padre debiera serlo también para ti.
—No puedo con las remolachas agrias, ¿no tienes alguna otra cosa? ¿Una buena ensalada?
—No. ¿Has tenido un buen día?
—Tratamos de detener a un hombre que conducía un bulldozer, pero una excavadora mecánica le arrancó la cabeza.
—No me cuentes tonterías. Ya sabes que no me gusta que me cuentes tonterías.
—¡Pero si es verdad! Mañana lo verás todo en la primera página del Telegraph.
—Yo no leo el Telegraph —replicó su madre—. Ve a lavarte las manos. Tu padre llegará de un momento a otro.
Cardozo se lavó las manos en el fregadero de la cocina. Su madre contemplaba su espalda.
—¡Un hombre conduciendo un bulldozer, nada menos! —exclamó ella.
La espalda de Cardozo se envaró, pero no llegó a volverse.
—Llegas tarde —dijo Esther—. Tengo que ir a casa para darle comida a mi gato. Estoy segura de que Louis lo habrá olvidado.
De Gier la abrazó, apretando también a Oliver, que se encontraba cabeza abajo entre los brazos de Esther y ronroneaba soñoliento.
—Pero volverás después, ¿verdad?
—Sí, pero necesitaré al menos un par de horas. Queda muy lejos y sólo tengo mi bicicleta.
—Compraré un coche —dijo de Gier—, pero resultará más fácil que te vengas a vivir conmigo. No es necesario que vayas de un lado a otro todo el tiempo.
Ella le besó.
—Tal vez, pero este apartamento es muy pequeño para dos personas y dos gatos, y los gatos no simpatizarán. Será mejor que tú te vengas a mi casa.
—De acuerdo —contestó de Gier—, será lo que tú digas.
Esther dio un paso atrás.
—¿De veras abandonarías tu vida aquí por mí, Rinus? ¡Estás tan cómodo en este apartamento! ¿No será mejor que yo siga viniendo aquí?
—Cásate conmigo —propuso de Gier.
Ella soltó una risita y se ajustó las gafas, que habían resbalado a lo largo de su nariz.
—¡Estás tan chapado a la antigua, querido! Hoy en día, nadie quiere casarse ya. Ahora, la gente vive junta, ¿no lo has observado?
—Tendremos un crío —dijo de Gier—. Un hijo, o una hija si lo prefieres. O gemelos, uno de cada.
—Lo pensaré, cariño, pero no me atosigues. Y ahora debo irme. ¿Has tenido un día agradable?
—No.
—¿Qué ha ocurrido?
—Todo. Iré contigo. Te lo contaré todo en el autobús. Deja tu bicicleta aquí. De este modo, estaré seguro de que volverás.
Ella depositó a Oliver en el suelo y de Gier lo recogió, envolviéndose el cuello con el gato y tirando de sus patas con ambas manos. Oliver aulló y trató de morderle, pero se llenó la boca de cabellos y resopló enfurecido.
—Ha sido un mal día —dijo—, y después te lo contaré todo. Pero será la última vez que te hable de mi trabajo. La tarea policial nunca debería ser discutida.
—No, cariño —dijo ella, cepillándose el cabello.
—No, cariño —repitió él, y dejó caer a Oliver, que olvidó darse la vuelta y aterrizó sonoramente sobre un flanco.
—Estúpido gato —dijo de Gier.