20

Los dos coches abandonaron la jefatura de Policía alrededor de las once de la mañana y, casi inmediatamente, se las arreglaron para perder el contacto entre sí, al pasar el guardia que conducía el Citroën un semáforo en el mismo momento en que este cambiaba, y dejando a de Gier entregado a sus juramentos en su maltrecho VW, inmovilizado detrás de un triciclo que conducía un inválido.

Grijpstra lanzó un gruñido.

—Deberías conducir tú, por una vez —refunfuñó de Gier, mientras conectaba el volumen de la radio.

—¿Sí? —preguntó la voz de la radio al dar de Gier su número.

—Póngame en transmisión con relevo —dijo de Gier—, y denos otra frecuencia. Su tercer canal está libre, ¿verdad?

—El cuarto canal está libre —contestó la voz—. Diré al coche del commissaris que se cambie a él.

—¿Sí? —preguntó el agente que conducía el Citroën.

—No conduzca tan espectacularmente, guardia —le advirtió de Gier—. Todavía estamos en la calle Marnix y ya le hemos perdido. ¿Qué dirección lleva?

—Hacia el este, a través de Weteringschans. Vamos a un almacén situado en la parte industrial del otro lado del Amstel.

—Espérenos. Trataré de alcanzarlos, pero no eche a correr apenas nos vea.

Encontraron de nuevo el Citroën y lo siguieron. Bezuur no estaba en el almacén. Y tampoco en el siguiente. Intentaron en su oficina. Después se dirigieron hacia el sur, pero no estaba en su casa. La impaciencia inicial del sargento de Gier desapareció. Grijpstra estaba sentado a su lado, fumaba sus pequeños cigarros negros y no decía palabra, ni siquiera cuando un Mercedes, procedente de la izquierda, ignoró su derecho de paso y les hizo salir proyectados hacia adelante cuando de Gier frenó en seco.

La radio volvió a dejarse oír. La voz de Cardozo, extrañamente alterada, mencionó que había pasado ya la hora del almuerzo.

—¿Y qué? —replicó de Gier.

—Pues que el commissaris desea almorzar.

Grijpstra rompió su silencio y arrebató el micrófono de la mano de su compañero.

—Excelente idea, Cardozo. Dígale a su chófer que gire a la derecha al llegar al próximo semáforo, y después de nuevo a la derecha.

—¿Qué hay allí, brigada?

—Un snack turco. Sirven panecillos calientes con una especie de estofado de carne dentro, y tomates y cebollas.

La radio crepitó durante un rato, hasta que se oyó la voz del commissaris.

—¿Qué tal son esos bocadillos turcos que acaba de mencionar, Grijpstra?

—Deliciosos, señor, aunque un poco exóticos.

—¿Muy especiados?

—No con exceso, señor.

—¿Cómo se llama ese restaurante?

—Tiene un nombre turco, señor. No podría pronunciarlo aunque lo recordase, pero no pueden dejar de verlo. Tienen un asno disecado en la acera, y sobre el asno hay una mujer turca, con un velo, unos calzones muy anchos y gran cantidad de collares.

—¿Sí? —inquirió el commissaris—. ¿Y ha de estar sentada todo el día en el animal disecado?

—Es un maniquí, señor, uno de esos maniquíes de los escaparates. No una mujer de carne y hueso.

—Comprendo.

Se sentaron en la terraza del restaurante y comieron. El commissaris felicitó a Grijpstra por su buen gusto y pidió otra ración. Zilver empezó a hablar con de Gier y este, después de un profundo suspiro, consiguió mostrar una expresión amistosa. Cardozo contemplaba a la mujer del asno. Parecía a punto de resbalar desde su montura y le entraban ganas de levantarse y asegurarla, pero en aquel momento el commissaris pidió la cuenta.

—¿Y adónde vamos ahora, señor Zilver?

—Hay otro solar en Amstelveen, donde guarda algunas de sus excavadoras más grandes, así como unos cuantos bulldozers y tractores. Yo he estado allí, pero tenía la impresión de que rara vez va, por lo que lo reservaba como última posibilidad.

—¿Y qué estaba usted haciendo allí? —quiso saber el commissaris—. Porque usted no era muy amigo de Klaas Bezuur, ¿verdad?

—No lo era —contestó Louis—, pero tampoco tenía nada contra él. Después de todo, nos prestaba un buen puñado de dinero. Aquella vez fui al almacén con Abe. Bezuur había telefoneado para hablarnos de un nuevo Bulldozer que había comprado, y quería hacernos una demostración. Pensé que a Abe no le interesaría, pero salió corriendo y yo con él. También vino Corin Koops, una de las amigas de Abe. Jugamos allí toda la tarde. Bezuur nos dejó conducir algunas de las máquinas, e incluso nos perseguimos unos a otros.

—Debió de ser divertido —comentó de Gier—, como jugar con los coches de choque en la feria.

—Aquellas máquinas no son exactamente cochecillos de choque —repuso Zilver—. Algunas de ellas deben de pesar unas cuantas toneladas. Yo conducía aquella tarde una pala mecánica con una boca tan grande como la de una orca.

—¿Y dice que ese solar se encuentra en Amstelveen? —observó entonces el commissaris—. Amstelveen no es un suburbio de Amsterdam. Es otra ciudad y se encuentra fuera de nuestro territorio. Bueno, siempre podemos alegar que estábamos en plena persecución.

Grijpstra tenía la duda reflejada en su semblante.

—Sí, tal vez no debiéramos hacerlo. Si el señor Zilver nos da la dirección, podemos avisar a la policía de Amstelveen. También ellos pueden enviar un coche. De esta manera, se sentirán metidos también en el caso.

Bezuur les vio llegar, lo que fue desafortunado. El solar era amplio, de cincuenta por cien metros, y lo rodeaba una alta tapia de ladrillo, recubierta en parte por una profusión de plantas. Bezuur se encontraba de pie en medio del patio, cuando Grijpstra y de Gier llegaron, atravesando la gran entrada de puertas basculantes.

—¡Buenos días! —gritó de Gier, y Bezuur se disponía a contestar al saludo cuando vio a Louis Zilver, que se apeaba de la parte posterior del Citroën negro.

Vio también el morro de la blanca furgoneta de la policía que los guardias de Amstelveen estaban aparcando al otro lado de la calle.

Bezuur se detuvo, dio media vuelta y echó a correr.

—¡Alto! —rugió Grijpstra, pero Bezuur estaba trepando ya a un bulldozer.

Cuando el motor diesel del bulldozer se puso en marcha, Grijpstra desenfundó su pistola.

—¡Alto! ¡Policía! ¡Dispararemos!

El commissaris se encontraba ya con ellos. El agente había venido con él, pero se volvió y corrió hacia el Citroën apenas vio que se aproximaba el bulldozer. Abrió el maletero del Citroën y sacó una carabina. La cargó y se arrodilló cerca de las puertas basculantes. Grijpstra había apuntado su pistola hacia el cielo y disparado. También disparó el agente, pero la gigantesca pala del bulldozer se había alzado y la bala chocó con ella y rebotó, incrustándose en la tapia de ladrillo y agitando las hojas de una planta trepadora, que sacudió sus flores rojas a modo de discreta protesta. También disparaba de Gier, pero sus proyectiles fallaron al virar el bulldozer sobre su oruga izquierda. Los agentes uniformados de Amstelveen titubeaban ante la entrada, dudando en utilizar sus armas de fuego con todo el movimiento que se desarrollaba ante ellos. El bulldozer rugió y siguió girando sobre sí mismo, mientras su pesada y brillante pala de acero subía y bajaba. Después, la pala se detuvo en posición horizontal, desnuda y amenazadora, y la máquina avanzó de repente. De Gier notó que le cubría el sudor. La pala del bulldozer apuntaba al commissaris, una figura pequeña y abandonada en aquel amplio patio. Insertó entonces su cargador de recambio en la pistola y volvió a disparar. Vio que el corpachón de Bezuur se estremecía al alcanzarlo la bala, pero la máquina no se detuvo, sino que continuó avanzando hacia el commissaris, que ahora corría hacia la esquina más cercana del patio, donde, jadeante, trató en encontrar refugio pegándose a los ladrillos de la tapia.

De Gier notó una mano en su hombro y miró atrás. Cardozo se encontraba en cuclillas a su lado, señalando hacia el otro lado del solar. Otra máquina se movía allí, una gran excavadora mecánica que se adelantaba, triturando la gravilla con sus enormes ruedas de oruga.

—¡Zilver! —gritó Cardozo.

—¿Qué?

—¡Es Zilver! Está en la cabina de la excavadora. Yo le pedí que hiciera algo. Al fin y al cabo, dijo que él sabía conducir la excavadora…

De Gier asintió con la cabeza, pero sin mostrarse interesado. Miró de nuevo al commissaris, que había llegado ya a la esquina y parecía arrancar las trepadoras en un vano intento de poner más distancia entre su cuerpecillo y la pala que se le aproximaba. Aquel rincón parecía seguro, ya que la pala arañaba las paredes a cada lado, sin poder tocarlo. Hojas y plantas enteras eran arrancadas de la tapia y caían sobre la pala y en el asiento de Bezuur, adornando el bulldozer con sus flores rojas y anaranjadas, y sus hojas de color verde oscuro. El bulldozer invirtió la marcha y después volvió a abalanzarse, rozando esta vez la pared con su carrocería y obligando al commissaris a abandonar su refugio. Cuando el bulldozer giró para perseguir al anciano, de Gier estuvo a punto de cerrar los ojos para no ver la escena. El commissaris no tenía ni la menor esperanza en terreno abierto, ya que nunca podría aventajar al bulldozer por más que corriera. De Gier vació su cargador, pero las balas dieron en la máquina, no en el hombre que la conducía en su ataque. Cuando su pistola lanzó un seco chasquido, de Gier gritó a Cardozo:

—¡Dispara, estúpido, dispara!

Cardozo meneó la cabeza.

—¡Grijpstra se encuentra allí detrás…, mira!

La excavadora había dado alcance al bulldozer y su boca cerrada, de dientes de acero, apuntaba al cuerpo de Bezuur. El motor de la excavadora rugió y pudieron ver a Zilver en la cabina de cristal en la parte posterior de la máquina, accionando frenéticamente palancas. Bezuur comprendió el peligro e hizo que el bulldozer cambiara de dirección. Entonces de Gier echó a correr hacia el commissaris, que se derrumbó en sus brazos. De Gier sostuvo al anciano y corrió con él hacia la puerta de entrada. Un agente abrió la puerta posterior del Citroën y de Gier depositó al commissaris en el asiento posterior.

—Estoy perfectamente —dijo el commissaris—. Vuelva allí, sargento. Bezuur ya está herido y no nos interesa matarlo. Trate de impedir que la excavadora derribe la máquina de Bezuur.

—¡Sí, señor! —contestó de Gier, echando a correr.

Cuando llegó de nuevo al patio, vio cómo los dientes de la excavadora chocaban contra la parte posterior de la cabeza de Bezuur. Zilver había empujado repentinamente su palanca y la había hecho avanzar. Los dientes, puntiagudos como lanzas, golpearon a Bezuur con toda la potencia del motor diesel que rugía debajo de la cabina de Zilver. La cabeza se desprendió del cuerpo y fue proyectada a través del patio, chocando con la tapia de piedra y explotando contra ella. Las piernas del sargento de Gier se debilitaron súbitamente y se encontró tendido en el patio, con Cardozo tirando de él por los hombros, ya que el bulldozer seguía avanzando lentamente y ambos se encontraban en su camino.

—¡Arriba, arriba! —gritó Cardozo y de Gier, medio atontado, obedeció y se dejó arrastrar.

Grijpstra corrió tras el bulldozer, se lanzó de un salto hasta su sillín y dio vuelta a la llave en el pequeño tablero de mandos. Por su parte, Zilver había parado ya el motor de la excavadora. El silencio volvió a reinar en el solar. De Gier pudo oír los gorriones que piaban entre las plantas trepadoras.

—Gorriones —dijo—. Habrán perdido los nidos que tenían allí.

—¿Gorriones? —preguntó Grijpstra—. ¿Qué gorriones?

De Gier señaló hacia la tapia. Todas las plantas trepadoras habían sido derribadas, aplastadas en el suelo por las orugas del bulldozer.

—¿A quién pueden importarle los gorriones? Aquel loco ha perdido la cabeza.

Grijpstra señalaba hacia el voluminoso cuerpo de Bezuur, que yacía de espaldas, allí donde había caído después de golpearlo la boca de la excavadora. La sangre seguía brotando entre sus hombros y pudieron ver los gruesos músculos del cuello, sobresaliendo todavía de un mellado borde circular.

De Gier notó que las piernas volvían a fallarle y el brazo de Grijpstra rodeó sus hombros.

Llegó corriendo un agente de uniforme.

—¿Tiene usted el mando en este arresto? —preguntó el guardia.

—El commissaris está en su coche, guardia —contestó Grijpstra—, en el Citroën. Él tiene el mando, pero creo que ustedes habrán de escribir el informe, ya que este es su territorio. ¿Han presenciado la diligencia, verdad?

—¿Diligencia? —murmuró el guardia—. ¡Vaya diligencia! Jamás había visto nada parecido en mi vida. ¿Y qué vamos a hacer con la cabeza de ese individuo?

—Raspen el suelo y la pared y metan lo que encuentren en una caja —contestó Grijpstra—. En cuanto al hombre que ha conducido la excavadora, no es nuestro; es un civil. Tenemos su nombre y sus señas. No extiendan ninguna acusación contra él, pues con razón hemos de estarle agradecidos; ha salvado la vida del commissaris. También puedo darle el nombre del muerto.

Grijpstra sacó su libreta, la abrió y garrapateó en ella. Después arrancó la página y la entregó al agente.

—Si me necesita, puede encontrarme en la Jefatura de Amsterdam. Me llamo Grijpstra. Brigada Grijpstra.

—Ya lo creo que le necesitaré —repuso el guardia—. Durante todo el resto de la semana me tendrá pegado al teléfono. ¡Vaya espectáculo! Si a nosotros se nos ocurriera efectuar un arresto como este en Amsterdam, se nos caería el pelo a todos.

—Nosotros somos de la gran ciudad, guardia —dijo Grijpstra—. Alégrese de vivir en provincia.

Se había acercado otro agente.

—Usted —le ordenó el primer guardia—, busque un cuchillo o una pala, o cualquier cosa, y una caja. Quiero que recoja todo lo que pueda encontrar de esa cabeza.

—Bah —exclamó el otro guardia.

Cardozo sonrió. El primer guardia llevaba tres galones y el segundo tan sólo dos. También Grijpstra se permitió una sonrisa.

—Pobre diablo —comentó Cardozo.

Cuando abandonaron el patio, los gorriones seguían piando.