19

—¿Debo considerarme detenido? —preguntó Louis Zilver.

Estaba sentado en una butaca baja y forrada de cuero, cerca de la ventana del despacho del commissaris, y chupaba frenéticamente el humo del cigarrillo que había sacado de su bolsillo, tras haber rechazado el pequeño cigarro que el commissaris le ofrecía. Cardozo ocupaba el asiento contiguo al suyo y el commissaris se enfrentaba a los dos jóvenes, sentado sobre su mesa de trabajo. Había tenido que dar un saltito para llegar a la superficie, y sus pies no tocaban el suelo.

—No —contestó el commissaris.

—Por consiguiente, ¿puedo marcharme si así se me antoja?

—Desde luego.

Louis se levantó de un brinco y se encaminó hacia la puerta. Cardozo le siguió con los ojos, mientras el commissaris contemplaba su cigarro. Ante la puerta, Louis se detuvo.

—¿Por qué no se marcha? —preguntó el commissaris al cabo de un rato.

Louis no contestó.

—Si piensa quedarse, será mejor que vuelva a sentarse.

—Sí —admitió Louis, y volvió a su butaca.

—Muy bien. Esta mañana, ha disgustado usted a dos de mis hombres y me gustaría saber por qué se ha tomado tantísimo trabajo para conseguirlo. La rata, por ejemplo.

—¿La rata? —preguntó Louis con una voz chillona.

—La rata —repitió el commissaris—. Hay en nuestras calles excrementos de perro en abundancia, demasiados, a pesar de todos nuestros esfuerzos para educar a los propietarios de perros y conseguir que enseñen a sus animales a utilizar las bocas de alcantarilla. Sé de dónde sacó usted el excremento canino, pero lo de la rata me intriga.

—Yo no maté a la rata. La encontré en el patio. El gato de Esther la entró en casa. Creo que era propiedad del niño que vive en la casa contigua. La encontré al regresar de la fiesta y entonces recordé lo que el sargento me había dicho sobre las ratas. Tomé el coche de Abe y fui al apartamento del sargento. Su dirección figura en el listín telefónico. Supe que no me equivocaba, porque la bicicleta de Esther estaba allí.

—¿De Esther Rogge?

—Sí, esos dos se entienden. Creo que el sargento está utilizando a Esther, probablemente sacándole información, mientras ejerce sobre ella su seducción. Su sargento es un hombre muy apuesto.

Cardozo sonrió y el commissaris le miró. Cardozo dejó de sonreír.

—Sí —admitió el commissaris—, de Gier tiene éxito con las mujeres. Sin embargo, esto nunca parece llevarle a ninguna parte. Su único contacto real es su gato. Pero ¿por qué molestar también al brigada? Puedo comprender que piense usted tener motivo de desagrado contra el sargento, pero el brigada no le ha dado ninguna razón para…

Zilver se echó a reír.

—Todo ocurrió durante la fiesta. Los dos me hablaron de sus temores, y pensé que yo debía rematar dignamente la tarea.

—No cabe duda de que lo consiguió.

Zilver apagó su cigarrillo.

—¿Van a hacerme algo por esto? En caso afirmativo, pagaré de buena gana la multa.

—No —repuso el commissaris mientras ajustaba la cadena de su reloj—. No, creo que no. Estamos investigando dos asesinatos. Sigo creyendo que usted puede ayudarnos.

—Ustedes son la policía —dijo Zilver, y contempló la alfombra persa que cubría el centro de la vasta habitación—. No veo ninguna razón por la que yo debiera ayudar a la policía.

—Comprendo su manera de pensar. Bien, puede marcharse cuando quiera, como le he dicho antes.

—¿Dónde estaba usted durante la guerra? —preguntó de repente Zilver, sentándose de nuevo después de haberse levantado a medias de su butaca.

—Pasé tres años en la cárcel.

—¿Dónde?

—En la prisión de Scheveningen.

—¿No era allí donde metían a los de la Resistencia?

—Precisamente, pero en realidad yo no pertenecía a la Resistencia. Se me acusaba de desorganizar uno de esos transportes a Alemania y de ayudar a ocultar a los deportados.

—¿Judíos?

—Eso es.

—¿Y usted había desorganizado el transporte?

—Sí. No pudieron probarlo, pero en aquellos tiempos nadie pedía pruebas.

—¿Y pasó tres años en una celda?

—Sí.

—¿Solo?

—Durante unos siete meses.

—Siete meses son mucho tiempo.

—Bastante, y no era una celda confortable. Había agua en ella. Creo que fue la causa de mi reuma. Pero todo esto ya es cosa del pasado.

—No —repuso Zilver—. No lo es y no lo será nunca. Usted todavía padece su reumatismo, ¿no es así? Observé, cuando me interrogó la otra vez, que se frotaba las piernas. Todavía deben de dolerle.

—Hoy no, y cuando me muera el dolor desaparecerá para siempre.

—Es posible —admitió Zilver.

—Yo no le he traído aquí para hablar del reuma del commissaris —intervino Cardozo con irritación—. A su amigo lo han matado y también han matado a una anciana inofensiva, y las dos muertes las ha causado el mismo asesino.

—¿Sí? —preguntó Zilver.

—Sí —contestó el commissaris—. No tenemos muchos asesinatos en la ciudad y estos dos están relacionados. Usted conocía bien a Abe, conocía a muchas personas que conocían a Abe. Usted conoce al asesino.

—Esto sólo son suposiciones suyas.

—No lo sabemos con seguridad —admitió el commissaris—. ¿Le apetece un poco de café? El pensamiento humano es incapaz de llegar a unas conclusiones absolutas. Usted estudió Derecho y lo sabe. Sin embargo, a veces podemos suponer con un cierto grado de certeza. Como ocurre en este caso.

—Me gustaría tomar un poco de café.

El commissaris miró a Cardozo, que se levantó de un salto y descolgó el teléfono.

—Tres cafés, por favor —encargó Cardozo—, al despacho del commissaris.

—Está bien —dijo Zilver—. Conozco al asesino. También ustedes le conocen. Y sé cómo murió Abe, pero no lo descubrí hasta ayer, por casualidad.

—¿De veras?

—Lo mataron por medio de una caña de pescar, una caña con un carrete. La caña llevaba atado un peso en su extremo.

Cardozo dio una palmada y Zilver le miró.

—¿No podían imaginarlo, verdad?

—No —contestó el commissaris—. Habíamos llegado, como máximo, a suponer una bola de caucho, provista de púas y, probablemente, sujeta a una cuerda. El sargento de Gier pensó en ello. Recordó haber visto a unos chiquillos que jugaban en la playa. Golpeaban una pelota con palas de madera y la pelota estaba sujeta a un peso, por medio de una cuerda elástica, de modo que no podía perderse, aunque los chicos fallaran el golpe. ¿Cómo se le ocurrió pensar en una caña de pesca?

Trajeron el café y Zilver removió cuidadosamente su taza.

—Es un nuevo deporte. Tengo un amigo que pesca y me contó que se había afiliado a un club donde juegan con cañas de pescar. Atan un dardo en el extremo de la caña y después lo lanzan, contra una diana instalada a una distancia considerable. Al parecer, es un deporte oficial e incluso organizan campeonatos. Dijo que se estaba perfeccionando mucho en ello.

—Jamás oí hablar de ello —confesó el commissaris.

—Y yo tampoco. Sin embargo, a mí me resolvió el crimen. El asesino debió de situarse en la casa flotante, frente a nuestra casa. Fingió estar pescando y la policía antidisturbios que patrullaba la calle ni siquiera se fijó en él. Siempre hay gente pescando en el Canal de la Arboleda, y la había aquel día, a pesar de los disturbios. Cuando vio que había llegado su oportunidad, dio media vuelta, efectuó el lanzamiento e hizo blanco en Abe. Es posible que Abe no lo viera siquiera y, en caso de verlo, no hubiera podido reconocerlo. Seguramente, el asesino llevaba una de esas chaquetas holgadas de plástico y un sombrero haciendo juego con ella. Vestido de esta manera y visto por detrás, resultaba inidentificable; era tan sólo un pescador más.

—Por consiguiente, Abe conocía al asesino, ¿verdad?

—Claro que sí.

—¿Quién era?

—Klaas Bezuur.

—¿Está usted seguro?

—La mente humana es incapaz de llegar a conclusiones absolutas —contestó Zilver—, pero a veces puede suponer con un cierto grado de certeza. Como en este caso.

El commissaris sonrió.

—Sí, pero debe de tener usted alguna información que nosotros no tenemos. Nos dijeron (Esther, usted mismo, y también el propio Bezuur) que Abe y Bezuur eran amigos íntimos.

—Lo eran —recalcó Zilver.

—¿Qué ocurrió?

—Nada de particular. Abe prescindió de Bezuur porque Bezuur abandonó su libertad. Dejó que Bezuur se convirtiera en un millonario en el negocio de las máquinas excavadoras. Había adquirido su gran mansión y su coche Mercedes, tenía su esposa y sus amigas, pasaba vacaciones por todo lo grande en hoteles de cinco estrellas, y se daba la gran vida. Había dejado de pensar y de hacer preguntas.

—¿Se pelearon? ¿Discutieron?

—Abe nunca se peleaba. Se limitó a prescindir de él. Seguía pidiendo dinero prestado a Bezuur para financiar sus principales transacciones, lo devolvía y pedía más, pero esto era puramente negocio. Bezuur aplicaba un tipo fijo de interés. Sin embargo, no hubo más contacto real entre ellos. Bezuur siguió intentándolo, pero Abe se reía de él y le contestaba que no podía tenerlo todo. A Rogge no le importaban la fortuna de Bezuur y sus ostentaciones, pero sí le importaba la debilidad de Bezuur. Abandonaron juntos la universidad por haber decidido que allí sólo se les adiestraba para aceptar un establishment que era increíblemente falso y absurdo. Ellos habían de encontrar una nueva manera de vivir, una aventura, una aventura conjunta. Harían juntos extravagancias, como la de navegar en un cascarón de nuez en plena tormenta, y cabalgar en camellos a través de los desiertos norteafricanos, y leer y comentar libros extraños, y viajar por los países del este de Europa en un viejo camión. Abe me contó en una ocasión que durante su primer viaje perdieron su primer camión. Les habían informado de que una fábrica checoslovaca vendía cuentas de collar muy baratas y fueron allí, en pleno invierno. Compraron todas las cuentas que pudieron cargar en el camión, pero el embalaje no era muy seguro. La fábrica les sirvió el género en frágiles cajas de cartón, aseguradas con papel engomado. En el camino de regreso, las carreteras estaban heladas y el camión patinó y volcó. Abe explicaba que las cuentas llegaban hasta el horizonte y que en ellas se reflejaba la luz del sol poniente. Él y Bezuur saltaron una y otra vez, riéndose y llorando, puesto que la visión era espléndida.

—¿Y? —dijo el commissaris.

—Pues bien, perdieron la mercancía y perdieron el camión, y tuvieron que regresar haciendo autostop. Bezuur decía que aquel momento había sido muy importante para él, había sido como una especie de despertar ante la inutilidad del esfuerzo humano y ante la belleza de la creación. Pero añadía que las palabras no podían describir la sensación.

—Hummm —rezongó el commissaris con una mueca de duda—. Sepa que hablé con Bezuur y no me pareció tener esas cualidades. No puedo imaginármelo saltando en un paisaje blanco cubierto por cuentas de collar relucientes.

—No —admitió Zilver—. Exactamente. Perdió esta cualidad. Abe decía que Bezuur había estado despierto durante algún tiempo, pero después había decidido quedarse dormido otra vez. Lo calificaba de caso desesperado.

—¿Y prescindió de él?

—Sí. Bezuur seguía viniendo a la casa, pero Abe no tardaba en desembarazarse de él. Ni siquiera le dejaba entrar; se limitaba a hablar con él ante la puerta. Abe podía resultar muy desagradable cuando quería. Y tal vez hubiera otras razones. Hubo un momento en que Bezuur estuvo enamorado de Esther y quiso conseguirla. Creo que durmieron juntos unas cuantas veces, pero en realidad Esther no quería saber nada de él, sobre todo cuando empezó a intentar impresionarla con su coche, su bungalow y sus otras propiedades. Él se casó con una amiga de ella, pero tampoco esta pudo soportarlo. Ahora, ella se encuentra en Francia, viviendo en una comuna de hippies, según tengo entendido.

—Y por tanto, ¿por qué no mató a Esther?

—Podía hacerle más daño matando a su hermano. Abe era el sol en la vida de Esther.

—Pues ahora ha encontrado otro sol en su vida —observó Cardozo.

—¿El sargento?

—Así parece —dijo el commissaris.

—¿Un policía? —exclamó Zilver.

El commissaris y Cardozo estudiaron el rostro de Zilver, y este se estremeció.

—No importa —prosiguió el commissaris—. ¿Cuándo descubrió usted que pudo haber sido Bezuur?

—Esta última noche, en la fiesta. El amigo que me habló de las cañas de pescar es un vendedor callejero. Vino a la fiesta y me contó que Bezuur forma parte de su club y que es el campeón. Bezuur es también un buen tirador. Abe tenía un rifle viejo en su barca y disparaba contra botellas flotantes, en pleno lago. También a mí me gusta hacerlo. Abe siempre decía que Bezuur era el mejor tirador que había conocido.

—Tener actualmente un arma de fuego es delito —dijo Cardozo.

—¿De veras? —preguntó Zilver—. Bien, yo nunca la he tenido.

—¿Nos hubiera hablado de lo de Bezuur? —quiso saber el commissaris.

—No. Pero, de todos modos, acabo de hacerlo. Ya le he dicho que yo nunca ayudaría a la policía, y menos deliberadamente.

—Bezuur ha matado ya dos veces —dijo el commissaris—, y su otra víctima fue una anciana que debió de verle merodear por el Canal de la Arboleda, unas horas después de haber matado a Abe. Probablemente regresó para ver qué estaba haciendo la policía. Incluso se había procurado una coartada. Tenía dos prostitutas en su casa, tan llenas de champaña que se durmieron como troncos, pero dispuestas a jurar que él había estado siempre a su lado. Tal vez saliera para matar a Esther, o tal vez a usted mismo. Usted había ocupado su lugar. Dejar que un hombre como él se pasee por ahí es buscarse problemas, problemas muy serios. Es un hombre muy peligroso, de una gran inteligencia y poseedor de habilidades poco corrientes, y que además se encuentra al borde de la locura.

—Los alemanes siguen paseando por ahí —observó Cardozo sonriendo—. Millones y millones de ellos. Tienen grandes habilidades y son muy inteligentes. Iniciaron dos guerras mundiales y han matado a tantas personas inocentes que la cifra total no puedo imaginarla, ni siquiera pronunciarla. Y no se trata tan sólo de los alemanes. Los holandeses mataron a muchísimos indonesios inocentes. Matar parece formar parte de la mentalidad humana. Tal vez Abe tuviera razón al decir que no nos controlamos, sino que nos movemos a impulso de unas fuerzas exteriores, tal vez los rayos cósmicos. Quizás debiéramos culpar a los planetas, y arrestarlos y destruirlos.

El commissaris movió los pies, que se encontraban a más de un palmo sobre el suelo. Cardozo sonrió. El commissaris le recordaba un chiquillo encaramado en la tapia de un jardín, sumido en su propio juego, que consistía en aquel momento particular en mover los pies.

—Interesante —dijo el commissaris—, y tal vez no tan exagerado como pueda parecer. Sin embargo, estamos aquí y tenemos nuestras disciplinas, y aunque al final no conduzcan a ninguna parte, todavía podemos fingir que estamos haciendo algo digno, especialmente cuando lo hacemos tan bien como podemos.

Reinaba la calma en la habitación. El commissaris siguió moviendo los dos pies a la vez.

—Sí —dijo—. Tendremos que ir a detener al señor Bezuur. ¿Dónde cree que puede estar ahora, señor Zilver?

—En cualquiera de una docena de lugares —contestó Zilver—. Puedo darle una lista. Puede estar en su oficina, o en casa, o en cualquiera de los cuatro almacenes donde guarda su maquinaria, o bien puede estar merodeando de nuevo por la zona del Canal de la Arboleda.

—¿Le gustaría venir con nosotros? —preguntó Cardozo, mirando al commissaris en busca de aprobación. El commissaris asintió con la cabeza.

—Sí. No hubiera tenido que explicarle esto, pero lo he hecho, y ahora no me disgusta ver el final de la historia.

El commissaris estaba telefoneando. Habló con Grijpstra y después con el garaje de la policía.

—Iremos en dos coches —dijo—. Usted y Cardozo pueden venir conmigo en el Citroën. Grijpstra y de Gier nos seguirán con su VW. ¿Está armado, Cardozo?

Cardozo abrió su chaqueta y se vio brillar la culata de su pistola FN.

—No la toque a no ser que sea absolutamente necesario —recomendó el commissaris—. Espero que no tenga allí su caña de pescar. Su precisión y su alcance equivalen a lo que pueda hacer una de nuestras pistolas.

—¿Señor Zilver?

Louis levantó la vista.

—Puede venir con nosotros, pero con una condición. Permanezca al margen de todo.

—De acuerdo —contestó Zilver.