—Cuéntemelo —dijo el commissaris.
El commissaris tenía un aspecto remozado, casi jovial, y estaba sorprendentemente elegante, puesto que finalmente había cedido al constante apremio de su esposa y se había puesto su traje nuevo de hilo para hacer frente al tiempo caluroso. Se lo había cortado especialmente para él un sastre muy viejo que, en sus días juveniles, había diseñado trajes para los grandes mercaderes que amasaban su riqueza en lo que antaño se denominaron las Indias Orientales holandesas.
El traje le caía perfectamente, con un aspecto a la vez holgado y amoldado, y la gruesa cadena de oro del reloj, que atravesaba su chaleco, contribuía a su aspecto general de prosperidad. El commissaris había pasado una tarde, dos noches y todo un día en la cama, abandonándola tan sólo para tomar un baño con agua casi hirviente, y su esposa se había prodigado continuamente, suministrándole café y zumo de naranja, y como mínimo cinco sopas diferentes, servidas en cuencos con una bandeja de tostadas calientes a un lado, y encendiéndole los cigarros (incluso arrancando de un mordisco sus puntas y escupiéndolas con una mueca de leve disgusto), y finalmente el dolor le había abandonado, hasta el punto de que ahora podía estar sentado en su enorme despacho y estirar las piernas sin tener que preocuparse por repentinos pinchazos y calambres, y ocuparse de lo que le fuese presentado allí. De Gier había ido a verle aquella mañana, a las nueve en punto, la hora más temprana en la que alguien pudiera molestar al commissaris en su hermético aposento. De Gier estaba trastornado, pálido, y mostraba un nerviosismo poco usual en él.
—¿Qué ha ocurrido, de Gier? —preguntó de nuevo el commissaris.
—Una rata —explicó de Gier—. Una rata blanca y enorme, muerta. Tenía el vientre abierto y sus entrañas salían de él, y estaba llena de sangre; yacía en la estera de la puerta de mi piso, y allí la he encontrado al salir esta mañana. La hubiera pisado, si Oliver no me hubiese advertido. Oliver pareció volverse loco al ver la rata. Se le erizaron todos los pelos. Su tamaño era el doble del normal. Una cosa así.
De Gier indicó el tamaño de Oliver, con la mano a metro y medio del suelo.
—¿Qué me dice? —exclamó el commissaris—. Esto es mucho tamaño para un gato. ¿Acaso pegaba saltos?
—No. Y la rata tampoco. La rata yacía allí. La había puesto alguien para molestarme. No tenemos ratas en la casa y, si tuviéramos ratas, serían de color pardo. Era una rata blanca, de las que utilizan en los laboratorios. La he traído, en una caja de zapatos. ¿Quiere que se la enseñe?
—Después —dijo el commissaris.
El commissaris descolgó su teléfono, marcó dos números y pidió café. También ofreció a de Gier un cigarrillo y se lo encendió. De Gier no le dio las gracias al commissaris. Tenía la vista fija en el suelo.
—¡Bien! —dijo el commissaris jovialmente—. Vamos a ver, ¿por qué alguien había de depositar una rata muerta ante su puerta, y matarla primero y después sacarle las entrañas? ¿Tiene usted algún amigo desequilibrado que pueda desear gastarle alguna broma? Sólo sus amigos saben que a usted le trastorna la visión de la sangre y de los cadáveres. ¿Hay alguien, en la policía, capaz de gastarle esta jugarreta? Piénselo.
—Sí, señor.
—¿Tal vez ha irritado usted a alguien?
—Cardozo —contestó de Gier—. Ayer lo irrité. Y además, dos veces. Le ordené que se llevara el dinero del mercado a su casa, porque había vertido café sobre los billetes. Era necesario secarlos, y esta noche, en la fiesta, le obligué a quedarse cuando nos marchamos Grijpstra y yo.
El commissaris volvió a descolgar el teléfono.
—¿Cardozo? Buenos días, Cardozo, ¿quiere venir a mi despacho?
—No —dijo Cardozo, sentado en el borde de su silla—. Nunca haría una cosa como esta. Nunca he matado nada. Hace tres años, disparé contra un hombre, apuntando a las piernas, y todavía sueño con él. Pesadillas. No sería capaz de matar a un animal. Y me cae bien el sargento.
De Gier levantó la mirada.
—¿De veras? —preguntó con voz fatigada.
Cardozo no le devolvió la mirada.
—Me asustan las ratas —confesó de Gier—. La sangre me trastorna, y las ratas también. Una rata ensangrentada es lo peor que yo pueda imaginar. Y allí estaba, en la esterilla ante mi puerta. Una esterilla que había comprado hace tan sólo unos días. La vieja estaba ya muy usada. Ahora, vale más que también me deshaga de esta.
—Sí —dijo el commissaris, contestando a una llamada en la puerta.
—Buenos días, señor.
Grijpstra cerró cuidadosamente la puerta tras él y entró en la habitación, deteniéndose en espera de que el commissaris le pidiera que se sentara. El commissaris le indicó una silla. Grijpstra no se sentó; se desplomó en la silla, y esta crujió.
—Mierda —dijo Grijpstra.
El commissaris le miró con una expresión irritada.
—¿A qué viene esto? —preguntó secamente.
—Mierda, señor —contestó Grijpstra—, mierda ante la puerta de mi casa esta mañana. Mierda de perro. Alguien debe de haber trabajado a fondo recogiendo caca de perro, con una pala, supongo, y un cubo. Esta mañana, muy temprano, cuando nadie se había levantado todavía. Estaba amontonada ante la puerta de mi casa, y me la encontré hasta los tobillos antes de darme cuenta de lo que ocurría. Incluso la habían introducido por debajo de la puerta, pero mi recibidor es muy oscuro y no lo advertí hasta salir de la casa. El que ha hecho esto debe odiarme a muerte.
—De Gier ha encontrado una rata ensangrentada ante su puerta —explicó el commissaris.
Grijpstra miró a de Gier, que sonreía débilmente.
—¿Caca? —preguntó de Gier.
—Lo encuentras divertido, ¿verdad? —exclamó Grijpstra, levantándose a medias de su silla—. Eres un idiota, de Gier. Siempre te regocijas y te tronchas de risa, cuando yo la piso. ¿Te acuerdas cuando aquellas gaviotas se cagaron sobre mí hace unos meses? Te reíste tanto que estuviste a punto de caerte. En cambio, yo nunca me he reído cuando a ti te ha dado un soponcio al ver una gota de sangre en cualquier parte. ¡Nunca!
El commissaris se levantó y se colocó entre ellos.
—Vamos, vamos, señores, no nos pongamos más nerviosos de lo que ya estamos. El día no ha hecho más que empezar. ¿Quién cree que puede haberle hecho esto, Grijpstra? Averigüemos quién sabe que las deposiciones de perro le trastornan; además, ha de ser también alguien que tenga una razón para molestar igualmente a de Gier, puesto que este ha pasado por un trance semejante esta mañana. Ha de ser alguien que les conozca muy bien a los dos y que tenga un buen motivo para ajustar las cuentas con ustedes.
Grijpstra había dado media vuelta y estaba mirando a Cardozo. Grijpstra presentaba un entrecejo fruncido y había un destello airado en sus ojos, siempre tan tranquilos e inofensivos.
—No —dijo Cardozo—. Yo no, brigada. Jamás barrería las calles para recoger mierda de perro. Puedo asegurarle que es algo que no me va.
También Cardozo se había levantado y gesticulaba con vehemencia.
—De acuerdo. No fue usted, Cardozo —dijo el commissaris tranquilamente—. ¿Por qué no pide un poco de café para el brigada y para usted? Utilice el teléfono. Mi cafetera automática no funciona.
El commissaris necesitó veinte minutos de paciente interrogatorio antes de que pudieran establecer una conexión entre la sangre, la rata y los excrementos caninos con Louis Zilver y la fiesta celebrada la noche anterior. De Gier, que había pillado una curda más que regular, tuvo que forzar su memoria antes de recordar las preguntas de Zilver en el pasillo de la casa de Tío Bert, y Grijpstra se mostró más que dispuesto a admitir una conversación similar con Louis Zilver después de mencionar de Gier el incidente.
—Sí —admitió Grijpstra de mala gana—. Había tomado alguna copa de más. No debí hacerlo, pero así fue. Aquella ginebra pudo más que yo. Debía de proceder de alguna destilería ilegal, pues era alcohol puro con una punta de sabor, y estuvo a punto de abrasarme las tripas. Y aquel joven parecía un sujeto inofensivo. Estuvimos hablando de la película de terror que daban por la televisión y acerca de lo que asusta a la gente, y yo dije que no puedo soportar la mierda. Él se echó a reír, el muy hijo de puta se rio, y comentó que era improbable que en la televisión llegaran a pasar alguna vez una película basada en la mierda.
—Y entonces tú dijiste que, al fin y al cabo, es todo lo que dan en la televisión —intervino de Gier, cuyo aspecto había mejorado notablemente.
—¿Cómo lo sabes? Tú no estabas allí, cuando Zilver hablaba conmigo.
—Era el comentario más obvio.
—Vaya, ¿de modo que yo sólo digo lo más obvio, verdad? ¿Es que tú tienes un derecho exclusivo a la conversación intelectual?
—Ya basta, señores —les atajó el commissaris, mientras seleccionaba un cigarro en la cajita metálica colocada sobre su escritorio.
Después, se inclinó y Grijpstra se apresuró a hurgar en sus bolsillos en busca del encendedor.
—Gracias, Grijpstra. Por lo tanto, su idea de echar un buen vistazo al mercado callejero dio resultado. Me alegro de que se les invitara a aquella fiesta. Esta noche, Zilver debió de subestimar la embriaguez de ustedes dos. Evidentemente, creyó que habrían olvidado lo que le contaron a él. Este es un eslabón directo en la cadena. Vale la pena que lo sigamos.
—No es mucho con lo que acusar a aquel tipo, señor —alegó Grijpstra—, suponiendo que pudiéramos demostrar que ha sido él. Ensuciar un lugar de paso público es un delito menor. Ni siquiera podemos detenerlo en caso de demostrar la acusación. Debió de hacerlo a primera hora, después de regresar a su casa, procedente de la fiesta.
—Quiso darles un susto —dijo el commissaris—. Sabe que usted y de Gier se encargan del caso Rogge, y también de la muerte de la pobre Elizabeth. Los dos casos van unidos, desde luego. Si puede asustar a los sabuesos, el zorro logrará escapar.
—El zorro debe de ser él —observó de Gier.
—Posiblemente —admitió el commissaris—, pero no necesariamente. A Louis Zilver le desagrada la policía. Me explicó que a sus abuelos los sacó de su casa la policía holandesa, durante la guerra. Aquellos policías debieron de entregarlos a los alemanes, y los alemanes los transportaron a Alemania y finalmente les dieron muerte. Sin embargo, él nos culpa a nosotros, la Policía Municipal de Amsterdam, y no sin razón. Si les da un zarpazo a usted y al brigada, paga una parte de la deuda que él cree tener contraída con sus abuelos.
—Yo era un chiquillo en aquella época, señor.
—Sí, pero su culpabilidad personal nada tiene que ver con ello. El odio nunca es racional. Sobre todo un odio profundo como el que debe aquejar a Zilver. A mí me encarcelaron y torturaron los alemanes durante la guerra y, ahora, tengo que hacer un esfuerzo para explicar direcciones a los jóvenes estudiantes alemanes que han perdido su camino en la ciudad. Asocio su manera de hablar y comportarse con aquellos jóvenes soldados de las SS que en cierta ocasión me hicieron perder seis de mis dientes. De eso hace más de treinta años, y esos estudiantes todavía no habían nacido entonces.
—Pero nosotros estamos tratando de resolver el asesinato de su amigo —protestó Grijpstra—. Si se dedica a molestarme, ha de ser porque fue él mismo quien mató a Abe.
El commissaris negó con la cabeza y levantó un dedo.
—Él se encontraba en la casa cuando Abe murió, ¿no es así? Esther Rogge lo asegura. Y Zilver dijo que Esther también estaba en casa. Si Zilver mató a Abe Rogge, Esther, la hermana de la víctima, debió de ser su colaboradora. Creo que todos estamos ahora de acuerdo en que el asesino se encontraba fuera de la casa. Según todas las probabilidades, en el tejado de aquella embarcación desvencijada anclada ante la casa de los Rogge.
—Zilver pudo haber salido sin ser visto —sugirió de Gier—, y entrar de nuevo sin que nadie le viera. Desearía su permiso para detenerlo y retenerlo aquí para interrogarlo. Ahora, disponemos de un serio motivo para sospechar de él. Podemos retenerlo seis horas, si usted da su consentimiento.
—Sí —intervino Grijpstra—. Yo también soy de esta opinión, señor.
—¿Sólo a causa de los excrementos de perro y de la rata ensangrentada?
—Es que tengo otra razón, señor —dijo Grijpstra lentamente.
Todos miraron al brigada, que se había levantado y, con las manos hundidas en los bolsillos, miraba a través de la ventana.
—Explíquese, Grijpstra —invitó el commissaris.
—El cuadro en la habitación de Abe Rogge, señor. Tal vez usted lo recuerde. Aparecen en él dos hombres en una embarcación, una barca pequeña rodeada por aguas espumosas. Debía haber anochecido ya, con un cielo casi tan azul como el mar, de un azul negruzco. Tal vez hubiera luna…, el cielo y el mar casi se funden entre sí y la barca es el punto central de la pintura.
—Sí, sí —dijo el commissaris—. Prosiga, y mírenos a nosotros mientras esté hablando.
—Lo siento, señor. —Grijpstra dio media vuelta—. Sin embargo, el detalle principal de esa pintura no es la barca, ni tampoco el mar o la luz, sino la sensación de amistad. Aquellos dos hombres están muy unidos, tanto como puedan estarlo dos personas. Fueron trazados como dos líneas, pero esas líneas se juntan.
—¿Y?
—No me refiero a una relación homosexual.
—No —admitió el commissaris—. Sé lo que quiere decir, y creo que tiene razón. También yo vi ese cuadro.
—Bezuur nos dijo que los dos hombres eran él y Rogge. Se emocionó al hablar de ello. ¿Lo recuerda, señor?
—Sí. Sí, fue evidente que estaba sufriendo. Y era un sufrimiento auténtico, diría yo.
—Sí, señor. Rogge le había abandonado o se había peleado con él, o había roto su relación de alguna otra manera. Creo que Esther explicó a de Gier que su hermano, simplemente, había dejado de verle. Pero Bezuur no se derrumbó, pues tenía otros intereses, el negocio de su padre, que había heredado junto con mucho dinero. Pero Zilver no hubiese recibido nada, en caso de abandonarlo Rogge.
—Sí —dijo el commissaris—. Cierto. Un joven mentalmente trastornado que confiaba por completo en su socio, mucho más fuerte que él. No obstante, ¿no sugiere algo que Rogge fuese a romper su relación con Zilver, o que la hubiese roto ya?
—No, señor —contestó rápidamente de Gier—. Al menos, que yo sepa. Pero, en caso de haberlo hecho, no cabe duda de que hubiera desquiciado a Louis Zilver y Zilver es capaz de una actividad extraordinaria cuando algo lo trastorna. ¿Acaso no lo ha demostrado esta mañana?
—Vamos a ver —resumió el commissaris, hablando lentamente—. Ustedes dos sugieren que Rogge le dijo a Zilver que se fuera a paseo, que abandonara la casa, que diera por terminada su asociación en el mercado callejero, etcétera. Esther dijo que Rogge se desprendía de la gente apenas empezaban a aburrirle. Al parecer, no necesitaba a nadie, y siempre podía encontrar nueva compañía. Por ejemplo, todo un puñado de mujeres que le admirasen. Chasqueaba los dedos y ellas meneaban la cola, como nos explicó Tilda. También confirmó este hecho la otra señorita. Aquella tal Koops, la surrealista. ¡Uf! —se estremeció—. ¡Tonta mujer! Pero no importa. En consecuencia, le dijo a Zilver que no se dejara ver más, y Zilver reaccionó drásticamente.
—Ciertamente —admitió Grijpstra—. Esther también nos dijo que a Rogge le agradaba incomodar a los demás, mostrarlos tal como eran en realidad, herirlos en su vanidad. Debió de hacerlo también con Zilver. Acaso lo hiciera con excesiva frecuencia. Y de pronto, sin que ninguno de los presentes lo advirtiera. Tal vez una simple observación. Por lo que parece, Esther no sospecha de Zilver, porque ella no sabía que Abe había dado el pasaporte a este. Zilver debió de matar a Rogge casi inmediatamente después de ocurrir el incidente.
—Calma, calma —aconsejó el commissaris—. ¿Y qué me dice usted del dispositivo letal? Debió de utilizar una máquina infernal, como observó de Gier en cierta ocasión. Un arma ingeniosa y poco corriente. ¿La guardaba en su armario? ¿Y corrió hacia su cuarto después de decirle Abe que se largara con viento fresco? ¿Cogió el arma, salió de nuevo del cuarto, la utilizó y corrió de nuevo con ella a su habitación?
—Sí, señor —dijo de Gier.
—Dígame, de Gier.
—Debía de ser una cosa de lo más corriente. Una máquina infernal con todo el aspecto de un utensilio ordinario.
El commissaris reflexionó, y también se permitió lanzar un gruñido.
—Sí. Porque la tenía en la calle y la policía antidisturbios no advirtió nada que resultara especial —dijo pronunciando las palabras con lentitud.
—Zilver no es un individuo normal, señor —intervino Grijpstra—. Probablemente, está chiflado. Esa mierda de perro y la rata destripada así lo demuestran. Ninguna persona cuerda llegaría a estos extremos, y debió de hacerlo esta mañana muy a primera hora. Supongo que no se le puede echar la culpa al pobre infeliz. La guerra, lo que les ocurrió a sus abuelos y todo eso… Si es él nuestro hombre, tendremos que entregarlo a los psiquiatras municipales. No obstante, creo que es el momento de echarle mano. Probablemente sabe que le seguimos los pasos y se pondrá a la defensiva, asustado y dispuesto a hablar.
—Cierto —admitió el commissaris.
—Por consiguiente, ¿podemos disponer de un mandato para arrestarlo, señor?
—No —replicó el commissaris—. Aún no estoy totalmente convencido de que cometiera un asesinato, o dos asesinatos. La persona que mató a Rogge mató también a Elizabeth. Y quien mató a Elizabeth, sea quien sea, está dispuesto a matar de nuevo. Tal vez tengan ustedes razón, pero lo dudo.
—Por lo tanto, ¿hemos de olvidar el incidente, señor?
No había la menor emoción en la voz de Grijpstra, que se estaba frotando los pelos que brotaban en su barbilla.
—Esto ni pensarlo. Usted y yo iremos a verle.
—Perdone, señor —dijo entonces Cardozo.
—¿Sí?
—Se trata tan sólo de una sugerencia, señor. ¿Por qué no me deja ir a buscarlo? No le explicaré nada; tan sólo que se me ha ordenado acompañarle a Jefatura. Tal vez me cuente algo por el camino. De momento, no tiene nada contra mí y somos, más o menos, de la misma edad. Incluso somos de la misma extracción.
—Está bien —asintió el commissaris—. Tráigalo utilizando el transporte público. Pero asegúrese de que alguien le siga. Y vigílelo. No sabemos bajo qué tipo de tensión está actuando ese individuo. Y tal vez debamos interrogarlo entre usted y yo. El brigada Grijpstra podría provocar en él otra parrafada contra la policía. En marcha, Cardozo. Cuando regrese, tráigamelo directamente a mi despacho.
—A sus órdenes, señor —dijo Cardozo antes de partir.
—Eso ya está mejor —comentó Grijpstra—. Tiene usted razón, señor. A mí me gustaría retorcerle el pescuezo. Y a ti también —añadió, mirando a de Gier.
—Sí —admitió de Gier—. Tengo aquella rata muerta en una caja de cartón sobre mi mesa. Voy a enseñártela.
—¡Ni pensarlo! —replicó Grijpstra—. Tira la caja al cubo de la basura. Al fin y al cabo, yo no te enseño aquella caca de perro, ¿no es verdad?
—Caballeros, caballeros —rezongó el commissaris—. Estoy seguro de que pueden hacer algo útil. Averigüen lo que es y entonces háganlo. Les informaré en cuanto haya averiguado algo.