—Bert —dijo el vendedor de hortalizas—. Me llamo Bert. Empezaron a llamarme Tío Bert hace unos años, pero en realidad no es este mi nombre. Mi nombre es Bert.
Los detectives estrecharon la áspera mano diestra de su anfitrión por turno, murmurando sus nombres de pila. «Henk», dijo Grijpstra. «Rinus», dijo de Gier. «Isaac», dijo Cardozo. Habían llegado con un cierto retraso y la casa estaba llena de sudorosos vendedores callejeros y vaharadas de licor, así como del humo picante del tabaco negro con el que los invitados liaban sus cigarrillos. La casa estaba cerca del ancho río Ij, en pleno centro de Amsterdam.
Pasaba junto a ella un enorme camión cisterna, ocultando la vista de todas las ventanas con su mole metálica, lanzando con su potente bocina una nota melancólica, como una solitaria ballena macho que se quejara de su soledad.
—Tiene usted una casa muy bonita, Bert —dijo Grijpstra—. Poca gente en esta ciudad dispone de una vista sobre el río tan amplia como la que tiene usted aquí.
—¿No está mal, verdad? La casa ha pertenecido a mi familia desde que la construyó mi bisabuelo. Podría obtener ahora un buen precio por ella, pero ¿por qué vender si uno no se ve obligado a ello? El negocio de las verduras nos permite atender a los gastos cotidianos y yo tengo algo en el banco, ninguna hipoteca por la que preocuparme y los hijos se han largado ya todos para vivir por su cuenta. ¿Qué más voy a decirle? ¿Le apetece una cerveza?
—Sí —contestó Grijpstra.
—¿O prefiere un latigazo de algo más fuerte? Tengo una ginebra capaz de enderezar las orejas a cualquiera, y está muy fría. No es posible bebería durante toda la noche, pero tal vez un trago de ella le ponga en buena forma.
—Tomaré un trago —dijo Grijpstra—, y después una cerveza.
Bert se dio una palmada en el muslo.
—¡Así me gusta! Usted es como yo. Yo siempre lo quiero todo. Es decir, cuando ello es posible.
—Si es que me lo permite —dijo entonces Grijpstra, recordando la urbanidad que en otro tiempo su madre había tratado de enseñarle.
—Ya lo creo que se lo permito —replicó Bert y condujo a su invitado a una gran mesa montada sobre caballetes y llena de botellas y de bandejas, donde se amontonaban grandes pepinillos verdes, cebollitas blancas y relucientes, gruesas salchichas calientes, así como platitos que ofrecían al menos diez variedades de frutos secos.
—¡Frutos secos! —gritó Grijpstra—. ¡Espléndido!
—¿Le gustan los frutos secos?
—Son mi alimento favorito. Siempre compro, pero nunca llegan a mi casa. Los como directamente de la bolsa durante el camino.
—Cómaselos todos —dijo Bert—. Tengo más en la cocina. Grandes cantidades de ellos.
Grijpstra comió y bebió, y se alegró de haber llegado demasiado tarde a casa para la cena y haber rehusado el malhumorado ofrecimiento de la señora Grijpstra para calentarle la barata carne seca y las pétreas patatas con las que había alimentado a su familia aquella noche. La ginebra ardía en su garganta y los frutos secos llenaban sus redondas mejillas mientras examinaba la habitación, donde de Gier, inmaculado en su traje de algodón recién planchado y una camisa azul pálido, fumaba un cigarro largo y delgado que acentuaba su nariz aristocrática y su erizado bigote, mientras escuchaba la conversación de una mujer de mediana edad, que batía sin cesar sus pestañas artificiales. Cardozo estudiaba la pantalla de un televisor en la que aparecía una jovencita de aspecto delicado perseguida por un hombre alto, delgado y de negros cabellos a través de un jardín interminable y copiosamente poblado por una densa vegetación.
La habitación estaba tan llena de mobiliario como de gente, y, sólo después de su tercera copa de ginebra, Grijpstra pudo aceptar su papel mural, fondo de lámina dorada con un estampado de rosas del tamaño de coliflores. No cabía duda de que Tío Bert era un hombre acomodado. También resultaba evidente que no pagaba sus impuestos. Grijpstra se volvió, extendió la mano izquierda y, con la derecha, cogió media docena de frutos secos de cada uno de los diez platitos. La tarea exigió cierto tiempo, y a medida que pasaba este tiempo, Grijpstra se dedicó a pensar, y cuando Grijpstra hubo acabado de pensar había decidido que no le importaba un comino el pago de impuestos por parte de Tío Bert. Su mano izquierda estaba ahora llena y traspasó su contenido a su boca, empezando a masticar.
—¿Le gusta la música?
Grijpstra asintió en silencio.
—El otro día compré un tocadiscos —explicó Tío Bert, indicando con el dedo un ángulo de la habitación.
Aquel rincón lo llenaba una colección de cajas electrónicas, cada una con su propio dispositivo de mandos e indicadores, y conectadas con altavoces que le fueron señalados uno tras otro.
—Pondré un disco —dijo Tío Bert—. El sonido es magnífico. Puede oírse incluso cómo se rasca el culo el director de la orquesta.
—¿Es esto todo lo que hace? —preguntó Grijpstra.
—Es lo que hace antes de comenzar la música. Rascarse, rascarse, y después «tic» (esto es su batuta, ¿sabe?), y después VRRAMMMM, y esto es la tuba. Es una música muy bonita, rusa. Mucho metal y después voces. Cantan canciones de guerra. Me gustan los rusos. Un día vendrán y acabarán con los capitalistas de aquí. Toda mi vida he sido miembro del partido. También he estado en Moscú, seis veces.
—¿Cómo es Moscú? —inquirió Grijpstra.
—Hermoso, hermoso —contestó Tío Bert, alargando sus grandes manos abiertas—. Las estaciones del metro son como palacios, y todo es para el pueblo, gente como usted y como yo. Y allí juegan un buen fútbol, y el mercado es mejor.
—Pero no puede conseguir unos beneficios de él.
Los ojos de Tío Bert se nublaron, como si se negara a admitir esa idea.
—Sí, sí.
—No —dijo Grijpstra—. No le dejan conseguir un beneficio. Todos tienen el mismo salario. No hay iniciativa privada.
—Es un buen mercado callejero, y las hortalizas son mejores. Vamos a ver, voy a ponerle ese disco.
El disco comenzó. Había demasiado ruido en la sala para oír cómo se rascaba el director, pero cuando la tuba empezó a tocar, la habitación quedó inundada por el sonido y los invitados se miraron entre sí, moviendo todavía sus bocas pero abrumados por aquel clamor inesperado y preguntándose de qué podía tratarse.
«KARUUMPF KARUUMPF», insistía la tuba, y el hombre alto y delgado seguía persiguiendo a la joven delicada a través de aquel jardín interminable, con unos colores resplandecientes en una pantalla del tamaño de un pequeño mantel. Grijpstra dejó su copa sobre la mesa y meneó la cabeza. Parecía como si su columna vertebral se hubiera desconectado de pronto, con cada vértebra suelta a causa del ataque combinado del alcohol y de aquellas explosiones de instrumentos de metal. Ahora se había iniciado un coro de voces gruesas, que entonaban una canción escalofriante, consistente al parecer en vocales unidas por unos blandos zilees y zilaas. Tío Bert bailaba solo en medio de la sala, con los ojos cerrados y la boca distendida por una sonrisa de puro éxtasis.
—¿Qué…? —empezó a decir Grijpstra, pero abandonó la pregunta. Pensó que sería mejor tomar una cerveza, y bebería poco a poco.
Cardozo dio una palmada en la espalda del sargento de Gier. La dio con demasiada fuerza y el whisky que de Gier estaba sosteniendo se vertió sobre el traje de la mujer de mediana edad, que seguía intentando hablar con él. El whisky había contenido cubitos de hielo y la mujer emitió un alegre chillido, mientras trataba de extraer los cubitos entre sus grandes pechos y pronunciaba unas palabras invitadoras que nadie pudo oír.
De Gier se volvió en redondo, levantando un puño, pero Cardozo sonrió y señaló hacia la ventana, invitando a de Gier a seguirle. Por el camino, pasaron ante el televisor. El hombre alto y delgado se había apoderado de la joven y había puesto sus manos alrededor del esbelto y hermoso cuello de esta. Hombre y chica seguían en aquel jardín interminable y lujuriante, cerca de una casa de piedra, de un color blanco verdoso e iluminada por la luna. La joven luchaba y el hombre mostraba una expresión lasciva. El canto de los guerreros estaba alcanzando un gigantesco crescendo, y tubas, trompetas, trombones y clarinetes bramaban y gemían por turno, encuadrando las voces que se acercaban cada vez más, mientras el cuello de encaje del vestido de la chica era arrancado lentamente.
Habían llegado junto a la ventana y de Gier vio dos grandes loros, uno gris y rojo el otro, cada uno en su propia jaula.
—¡Escucha! —gritó Cardozo.
De Gier se acercó más a las jaulas. Los dos loros habían trepado a sus estrechos trapecios de madera. El loro gris parecía estar cansado, pero el otro parecía vomitar.
—¡Está enfermo! —gritó de Gier.
—No. Sólo hace el ruido. Me lo ha contado Tío Bert. Tío Bert se encontró mal hace unos días y, desde entonces, el loro rojo le ha estado imitando. Creo que lo hace muy bien. Escucha.
Pero de Gier había huido. No deseaba oír vomitar a un loro. Estaba en el pasillo, alejado del ruido, secándose la cara con su pañuelo.
Me estoy emborrachando —pensó de Gier—. No quiero emborracharme. A partir de ahora debo beber agua. Limonada. Cola. Cualquier cosa.
Había un teléfono en el pasillo y marcó el número de su casa, mientras se apoyaba en la pared con la otra mano.
—Domicilio del señor de Gier —contestó el teléfono.
—¿Esther?
—¿Rinus?
—Me alegro de que hayas venido. Estoy en una fiesta bastante desenfrenada, pero procuraré volver a casa apenas me sea posible. ¿Cómo te encuentras?
—Muy bien —contestó la voz baja de Esther—. Te estoy esperando. Oliver ha vomitado por toda la casa. Debe de haber comido hojas de los geranios, pero ya lo he limpiado todo. Cuando has telefoneado, estaba durmiendo en mi regazo.
—Siempre se come las hojas de los geranios. Siento que haya hecho esa porquería.
—A mí no me importa, Rinus. ¿Tardarás mucho? ¿Estás bebido?
—Lo estaré si sigo bebiendo, pero no lo haré. Volveré apenas pueda. No estaría aquí si no fuese por cosas del trabajo.
—¿Me quieres?
—Sí. Te quiero. Te quiero más de lo que haya querido jamás a alguien o a algo. Te quiero más a ti que a Oliver. Me casaré contigo si tú lo deseas.
Seguía secándose la cara con su pañuelo.
—Dices esto a todas las chicas.
—No lo he dicho nunca en toda mi vida.
—También eso se lo cuentas a todas las chicas.
—No, no. No lo he dicho nunca. Siempre he explicado que yo no quiero casarme, antes de que la relación se estrechara demasiado. Y en realidad no quería casarme. Ahora sí.
—Tú estás loco.
—Sí.
—Ven pronto.
—Sí, querida —prometió de Gier, y colgó.
—¿Una charla de negocios? —preguntó Louis Zilver.
Acababa de entrar en el pasillo y estaba meneando la cabeza, tratando en vano de librarse del ruido de aquella habitación.
—Es toda una fiesta —comentó de Gier—. Aquí, acabaré por volverme loco. ¿Todas sus fiestas son siempre así?
—Es la primera vez, en mucho tiempo, que voy a una fiesta que no sea en casa de Abe Rogge. Las fiestas de Abe siempre estaban bien organizadas y conseguía música en vivo. Unos cuantos músicos de jazz que seguían el humor de la velada, no como esa música enlatada que nos están echando ahora encima. Y el copeo era más lento. Aquí, te llenan el vaso cuando la última gota todavía está en tus labios. No llevo aquí más de una hora y ya me siento aturdido.
—Yo me siento atemorizado —contestó de Gier—. He tenido que alejarme unos minutos para hablar con una persona cuerda.
—Yo estoy cuerdo —dijo Zilver—. Hable conmigo. Ha dicho que le atemorizan. ¿Verdaderamente llega a atemorizarse alguna vez?
—A menudo.
—¿Hay algo que le atemorice en particular?
—La sangre —contestó de Gier—, y las ratas. Ahora, puedo soportar a las ratas. La otra noche, cuando estábamos persiguiendo a alguien cerca del río, vi una y no me importó mucho. Era un animal enorme, de color marrón, y saltó al agua cuando yo estaba casi a punto de pisarla. En aquel momento, no me asusté en realidad, pero, en cambio, la sangre siempre puede conmigo, y no sé por qué.
—Ya se acostumbrará a ella —dijo Zilver, y sonrió a una joven que pasó ante ellos, camino del baño—. A mí me atemorizan cosas que no puedo definir. Sueño con ellas, pero no puedo recordarlas cuando me despierto. Creo que voy a regresar allí y perseguir a unas cuantas chicas.
—Apague el televisor —pidió de Gier—. Están pasando una película de terror. Lo apagaría yo mismo, pero no quiero mostrarme grosero. Usted conoce a Tío Bert mejor que yo.
—Lo haré. También cambiaré el disco. Si hemos de perseguir a las chicas, nos interesa un poco de música rock. Acaban de llegar ahora unas cuantas muy lindas. ¿Quiere que se las presente?
—No, gracias. Estoy aquí para trabajar.
—Buena suerte. ¿Alguna idea ya?
—Montones de ideas —replicó de Gier—, pero deseo algo más que ideas.
Zilver sonrió y cerró la puerta tras él.
La joven había salido del lavabo y de Gier entró en él, cerrando la puerta con un cuidado exagerado. Se lavó las manos minuciosamente y se peinó. Ajustó el pañuelo de seda que llevaba al cuello, y que era del color preciso para hacer juego con su camisa. Se sentó en el asiento del retrete y sacó la pistola de su funda sobaquera. Extrajo el cargador y verificó las balas. Seis. Introdujo de nuevo el cargador y montó el arma, inspeccionando la corredera. Pudo ver la cápsula que brillaba en el interior del cañón de acero. Echó de nuevo la corredera e hizo saltar el cartucho. «¿Por qué hago esto? —pensó—. Nunca lo he hecho». Metió la bala en el cargador, introdujo de nuevo este y guardó la pistola en su funda; después se lavó la cara, volvió a sentarse y encendió un cigarrillo. Dos cadáveres en dos días. Tres, contando el abogado. Sin embargo, el abogado había muerto simplemente porque había muerto. A los otros les habían arrebatado sus vidas. El robo es un crimen. Hay quien roba el mayor bien, y el mayor bien es la vida. Y allí se encontraba él, en una casa llena de gente que pateaba el suelo con pies grandes y torpes, siguiendo el ritmo de unos jóvenes drogados y de cabellos largos, que rasgaban la atmósfera con sus cajas de sonidos eléctricos y sus baterías amplificadas. El asesino podía encontrarse en aquella sala, pateando también el suelo, bebiendo ginebra de alta potencia y chupando un grueso cigarro, con su mano roja puesta en las temblorosas posaderas de alguna mujer. ¿O tal vez se encontrase en otro lugar de la ciudad, sonriendo para sí mismo? ¿O para sí misma? No había visto a las dos mujeres que Grijpstra y el commissaris habían interrogado. Había preguntado a Grijpstra acerca de ellas, pero sólo había obtenido el extracto de la conversación y una descripción de ellas. Tenía la sensación de que Grijpstra estaba siguiendo otra línea de pensamiento sin llegar a ninguna parte, puesto que estaba diciendo menos incluso de lo que tenía por costumbre. De Gier volvió a situarse en su propia línea de pensamiento. Una bola, sujeta a una cuerda. ¿Y a qué podía estar sujeta la cuerda? ¿Cómo podía haber dado la bola en su blanco con tan mortífera precisión? ¿Y el commissaris? ¿Acaso no sabía nada, todavía? El caso sólo contaba unos pocos días de existencia. No era necesario apresurarse con exceso. Había que trabajar siguiendo las reglas. Seguir cada posibilidad hasta allí donde se pudiese. Y dar media vuelta si no se conseguía un resultado.
Alguien llamó a la puerta.
—Voy —exclamó de Gier, y abrió la puerta.
Era la mujer de mediana edad que había estado hablando antes con él.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la mujer, tocándole un hombro. Sus pestañas se alzaron y volvieron a bajar lentamente—. Le estaba echando de menos.
—Me encuentro perfectamente —se apresuró a contestar de Gier—. Adelante, querida. El lavabo está a su disposición.
Se apresuró a regresar a la sala.
Zilver estaba hablando con Grijpstra. La cara de este estaba arrebolada y en su mano había un vaso lleno de cerveza.
—Rinus —rugió Grijpstra—, ¿cómo estás, muchacho? Simpática fiesta, ¿verdad? Prueba esos frutos secos. ¡Son deliciosos!
Zilver también merodeaba por allí.
—No tardaré en marcharme —dijo de Gier—. ¿Piensas quedarte mucho rato?
—Sí, esta noche no tengo nada que hacer, y tampoco es una mala manera de pasar el tiempo.
—Estás pescando una buena tajada.
—Sí —admitió Grijpstra muy serio—. Estoy borracho como una cuba. Tal vez sea mejor que yo me marche también. ¿Cómo está Cardozo?
—Bebiendo limonada y contemplando los loros.
—Desagradables pajarracos —dijo solemnemente Grijpstra—. El rojo está vomitando continuamente.
—Lo sé. ¿Qué le ocurrió a la chica que estaba siendo estrangulada por el malo?
—Llegó la policía. Con el tiempo justo. Siempre llegan con el tiempo justo. Capturaron al malo.
—Sí. Nosotros no. ¡Pobre Elizabeth!
—¿Elizabeth?
—El policía que era una vieja.
—Ah, ese…, el transexual. —Grijpstra tuvo ciertas dificultades para pronunciar esta palabra, y lo intentó de nuevo—: Trans-sexual.
—La conocí —explicó de Gier, cogiendo una copa de ginebra que había en la mesa, sin darse cuenta de ello—. Una persona muy agradable. Una gran amiga del commissaris. Acababa de terminar un cordón de campana con punto de cruz.
—¿De veras? —los ojos de Grijpstra, aunque muy redondos, mostraban una expresión amable—. ¿Punto de cruz?
—Tú estás bebido —dijo de Gier—. Larguémonos de aquí. Avisaré a Cardozo cuando nos larguemos.
—De acuerdo —contestó Grijpstra, dejando su vaso sobre la mesa con tanta fuerza que lo rompió—. A casa. O tal vez vaya a ver a Nellie.
—Telefonea primero. Puede que tenga un cliente.
Grijpstra telefoneó dos veces. Nellie estaba libre y un taxi venía a buscarlos.
Regresó con un aspecto tan satisfecho que de Gier se permitió frotar los cortos y grises cabellos de su superior.
—Estupendo —dijo Grijpstra—. Es essstupendo… tupendo, estupendo, quiero decir.
Cardozo asintió con la cabeza cuando de Gier hubo acabado de murmurar junto a su oreja.
—¿Y tú qué piensas hacer? —preguntó Cardozo.
—Irme a casa. Acostarme.
—¿Y el brigada?
—A la cama.
—Siempre me toca a mí —se lamentó Cardozo—. Siempre. Me paso una hora colgando todo aquel dinero en la cuerda de tender la ropa, mi madre está furiosa conmigo, pues se ha visto obligada a quedarse en la cocina para ver cómo se seca. Cree que alguien puede entrar para robar el dinero.
De Gier sonrió.
—No tiene ninguna gracia, sargento. ¿Cuánto tiempo quieres que me quede aquí?
—Hasta que todo haya terminado.
—¿Puedo beber?
—Si lo haces con cuidado, sí. No charles por ahí. Limítate a escuchar.
El loro rojo había empezado a vomitar otra vez y Cardozo cerró los ojos.
—Un día serás sargento, Cardozo, y entonces podrás hacerle la puñeta a otro guardia.
—Lo haré —prometió Cardozo—. ¡Coño si lo haré!