Alrededor de las cuatro de aquella tarde no quedaban ya muchos compradores y los vendedores de la calle empezaban a desmontar sus tenderetes, complacidos con los resultados de la jornada. La lluvia no había durado lo suficiente como para estropearles la venta, los charcos de agua se habían escurrido y los estaba acabando de secar un sol esplendoroso; verduras y flores habían tenido una excelente demanda y la fecha del mes se acercaba lo suficiente al día de paga para crear una demanda de artículos duraderos. Incluso las antigüedades y los aparatos eléctricos de alto precio habían conseguido cifras de reventa respetables. Los buhoneros sonreían mientras cargaban sus minibuses, furgonetas y remolques, y palpaban con satisfacción el peso de sus carteras, portamonedas y bolsas de tela.
—Perfectamente —dijo Cardozo, y levantó lo que quedaba de un fardo de tejidos con un gesto grandilocuente, pero exageró la nota y un extremo del fardo derribó un vaso de café, cuyo espumoso contenido se vertió en la caja metálica que de Gier se disponía a cerrar, tras haber contado lo que contenía.
—No —gimió de Gier.
—Torpe —dijo Grijpstra, inclinándose para contemplar los daños—. Hay cerca de dos mil florines, en billetes pequeños, en esa caja. Yo también los he contado. Es dinero de la policía.
—No —repitió de Gier—. Nunca conseguiremos secarlos y, si se pegan demasiado entre ellos, el banco no los aceptará. Eres un manazas, Cardozo.
—Sí —admitió Cardozo—. Tienes razón. Tú siempre tienes razón. Has de saber, sin embargo, que esto resulta muy molesto para los demás. Deberías aprender a equivocarte también algunas veces.
—Usted lo ha hecho y usted debe arreglarlo —dijo Grijpstra—. Llévese el dinero a su casa y séquelo como sea. ¿Sigue viviendo con sus padres, verdad?
—¿Y eso qué tiene que ver, brigada?
—Es posible que su madre sepa cómo secarlo. Tal vez cuelgue los billetes de una cuerda, en la cocina, con pinzas de tender la ropa. O tal vez los meta en el secador. ¿Tienen secador en su casa?
—El secador puede hacerlos trizas —replicó Cardozo, manoseando aquella masa de papel mojado—. Está todo empapado; al fin y al cabo, sólo es papel.
—Es su problema —le recordó de Gier jovialmente—. Ocúpese de él, agente. Puede irse a su casa, y llévese la caja. Nosotros nos ocuparemos de la furgoneta. Esta noche nos veremos en la fiesta. En marcha.
—Pero… —dijo Cardozo, utilizando la voz plañidera que reservaba para las ocasiones desesperadas.
—En marcha —dijo Grijpstra—. ¡Largo! Ya ha oído lo que ha dicho el sargento.
—Sólo me lleva un grado de diferencia. Yo soy agente de primera clase.
—También se lo está diciendo un brigada —remachó de Gier—, y un brigada ya son dos grados más. ¡En marcha!
—A sus órdenes, señor —contestó Cardozo.
—Y no se entretenga —añadió de Gier.
—No, señor.
—Siempre se excede en todas las cosas —comentó Grijpstra, mientras veían alejarse entre la multitud la pequeña silueta de Cardozo, con la caja metálica bajo el brazo.
De Gier asintió con la cabeza.
—No lleva todavía tiempo suficiente en la policía. En la policía más bien se hacen las cosas a medias.
—Siempre y cuando esté regida por un gobierno democrático.
De Gier se volvió en redondo.
—Yo creía que tú preferías en secreto el comunismo, Grijpstra.
—Chssst —hizo Grijpstra, mirando furtivamente a su alrededor—. Y es cierto, pero el comunismo que a mí me gusta es muy avanzado. Cuando la sociedad esté ya madura para él, no se necesitará ningún policía.
—¿Y crees que alguna vez llegará ese día?
—No —replicó Grijpstra con firmeza—, pero siempre se puede soñar, ¿no crees?
—¿Qué harás tú cuando este sueño se convierta en realidad?
—Pintaré —contestó Grijpstra, mientras metía la última pieza de tela en la furgoneta gris.
Avanzaban entre el denso tráfico propio de últimas horas de la tarde en Amsterdam, cuando Grijpstra tocó el brazo del sargento.
—Allí, a la derecha, cerca de aquel farol.
Un hombre se tambaleaba, tratando de llegar a una pared. De Gier vio que el hombre caía de rodillas en plena acera. El hombre iba bien vestido y debía de tener unos cincuenta años. Se encontraban cerca de él cuando su cabeza chocó contra el suelo. Vieron cómo se desprendía la parte superior de su dentadura y casi pudieron oír el chasquido de los dientes de plástico al tocar las losas.
—¿Borracho? —preguntó de Gier.
—No —contestó Grijpstra—. No parece borracho. Yo diría que está enfermo.
De Gier buscó el micrófono de la furgoneta debajo del salpicadero y conectó la radio, mientras Grijpstra aumentaba el volumen. La radio empezó a crepitar.
—Jefatura —dijo de Gier.
—Jefatura —repitió la voz de la radio—. Identifíquese, ¿tiene un número?
—No. Nos encontramos en un vehículo especial, para un servicio especial. Calle Van Wou, número 187. Un hombre se ha desplomado en plena calle. Envíen una ambulancia y un coche patrulla.
—Ambulancia avisada. ¿Es usted, de Gier?
De Gier apartó el micrófono de su boca.
—Estúpido chismoso —rezongó en voz baja—, sabe mi nombre. Yo no tengo nada que ver con ello. —Alzó de nuevo la voz—: Sí, soy de Gier.
—Ocúpese del caso, sargento. En este momento no disponemos de un coche patrulla. Los semáforos de la zona donde está usted no funcionan debidamente y todos los hombres disponibles están dirigiendo el tráfico.
—De acuerdo —respondió de Gier con tristeza—, nos ocuparemos de ello.
Pudieron oír la sirena de la ambulancia mientras aparcaban la furgoneta en doble fila, obstruyendo el tráfico y provocando gritos por parte de los ciclistas que habían de procurar salir del atolladero.
—Aparca la furgoneta en otro lugar —aconsejó Grijpstra, abriendo su puerta—. Yo me ocuparé de esto y puedes reunirte conmigo después.
El hombre estaba tratando de ponerse nuevamente de pie, cuando Grijpstra se arrodilló a su vez y le sostuvo por los hombros.
—¿Qué le ocurre?
—Nada —contestó el hombre, arrastrando las palabras—. He notado un ligero desvanecimiento. Esto es todo. En seguida estaré bien. ¿Quién es usted?
—Policía.
—Déjeme en paz, no necesito a la policía.
El hombre recogió su dentadura y la introdujo de nuevo en su boca. Trataba de enfocar su mirada, pero la silueta del corpulento Grijpstra no era más que una mancha confusa.
—¿Qué ocurre aquí? —estaba preguntando el practicante de la ambulancia, mientras se inclinaba para husmear el aliento del hombre—. ¿No habremos estado bebiendo, verdad?
—No bebo —replicó el hombre—. Dejé de beber hace años; ahora sólo tomo una copa de vino con mis comidas. He sentido un desvanecimiento, esto es todo. Quiero ir a mi casa.
El practicante le tomó el pulso, contando y mirando a Grijpstra al mismo tiempo.
—Policía —dijo Grijpstra—. Casualmente, vimos que este hombre se tambaleaba y después se caía. ¿Qué puede ocurrirle?
El sanitario se señaló el corazón y meneó la cabeza.
—¿Grave?
El practicante asintió en silencio.
—Será mejor que entre en la ambulancia, señor —dijo Grijpstra.
—Eso nunca. Quiero ir a casa.
—No puedo llevármelo si él no quiere venir, ¿comprende?
—¡Leche! —exclamó Grijpstra—. Está enfermo, ¿no es verdad?
—Muy enfermo.
—Pues bien, lléveselo.
—Si usted lo dice —contestó el practicante—; además tendré que ver su identificación.
Grijpstra sacó la cartera, buscó en ella y encontró su credencial.
—Brigada H. Grijpstra, Policía Municipal —leyó el sanitario.
—¿Qué pasaría si lo dejáramos aquí?
—Tal vez muriese o tal vez no. Lo más probable es que la diñase.
—¿Tan grave es?
—Sí.
El hombre se había levantado ya y parecía encontrarse perfectamente.
—¿Está seguro?
—Estoy seguro de que está muy grave.
—¡Entre en la ambulancia! —ordenó Grijpstra al hombre—. Le ordeno que entre en esta ambulancia. Soy un oficial de la policía. ¡Andando!
El hombre le miró fijamente.
—¿Me está arrestando?
—Le estoy ordenando que se meta en la ambulancia.
—Tendrá noticias mías —replicó el hombre, indignado—. Presentaré una protesta. Me meto en la ambulancia contra mi voluntad. ¿Me oye?
Con la ayuda del practicante, Grijpstra introdujo al hombre en el vehículo.
—Será mejor que nos siga, por si surgen complicaciones —dijo el practicante—. ¿Dispone de un coche?
—Sí. ¿A qué hospital lo llevan?
—Wilhelmina.
—Estaremos allí.
Apenas llegó de Gier, los dos se dirigieron hacia la furgoneta. Llegaron al hospital un cuarto de hora más tarde. El hombre estaba sentado en un banco de madera, en la sala del servicio de urgencias. Su aspecto era saludable y su expresión enfurecida.
—¿Ya están aquí? Tendrán noticias mías. No me ocurre absolutamente nada. Y ahora, ¿me dejan que regrese a mi casa o no?
—Cuando le haya examinado el doctor —contestó Grijpstra, sentándose junto al hombre.
Este se volvió en redondo para decir algo, pero pareció como si cambiara de opinión, se llevó las dos manos a la nuca y palideció.
—¡Doctor! —gritó Grijpstra—. ¡Auxilio! ¡Enfermera! ¡Doctor!
El hombre se había desplomado sobre su regazo. Un hombre con una bata blanca llegó precipitadamente, abriendo de golpe las puertas basculantes.
—¡Aquí! —gritó Grijpstra.
Tendieron al hombre, con la ayuda de una enfermera. Le abrieron la camisa violentamente y el de la bata blanca le aplicó los puños al pecho, con toda la fuerza que pudo reunir. Repitió la operación una y otra vez, y pareció como si la vida volviese brevemente antes de disiparse por completo.
—Demasiado tarde —dijo el hombre de la bata blanca, contemplando el cadáver, ahora fláccido entre los brazos de Grijpstra.
—¿Ha muerto? —preguntó de Gier desde el otro extremo de la habitación.
El de la bata blanca asintió en silencio.
Sin embargo, se hizo otro intento para revivirlo. El cuerpo fue levantado sin contemplaciones y tendido en una camilla. Apareció un voluminoso aparato, que se desplazaba sobre ruedas. La maltrecha camisa del hombre fue rasgada por completo y conectaron a su pecho los largos brazos forrados de goma de aquella máquina. El hombre de la bata blanca accionó unos mandos y el cuerpo del paciente dio un salto, mientras sus extremidades se movían arriba y abajo; por un breve momento, la cara pareció cobrar vida de nuevo, pero al accionar de nuevo los mandos el cuerpo se inmovilizó, los párpados dejaron de agitarse y la boca quedó abierta.
—Es inútil —dijo el hombre de la bata blanca, mirando a Grijpstra. Señaló hacia una puerta—. Entre aquí, por favor. Hay unos formularios que deben rellenarse, indicando dónde lo encontraron y cómo, y otros detalles. Veré si puedo encontrarlos. Supongo que son ustedes oficiales de la policía.
—Sí.
—Permítanme un minuto.
Pero estuvo ausente varios minutos, en realidad cerca de media hora. De Gier recorría la habitación de un lado a otro y Grijpstra se dedicó a estudiar un cartel en el que aparecía una barca de vela con dos tripulantes. La fotografía había sido tomada desde un helicóptero o una avioneta, pues presentaba a la embarcación desde cierta altura, una embarcación blanca en una vasta superficie de agua. También de Gier se acercó para examinar el cartel.
—Ciertas personas navegan —comentó de Gier—. Otras personas esperan en habitaciones.
—Sí —contestó lentamente Grijpstra—. Dos hombres en una barca. Parece como si se encontraran en medio del océano. Deben de ser buenos amigos, grandes amigos. Depender el uno del otro. La embarcación es demasiado grande para que la tripule un solo hombre. Creo que es una balandra.
—¿Sí? —preguntó de Gier—. ¿Te interesan las embarcaciones?
—Lo que me interesa es resolver nuestro caso —repuso Grijpstra—. ¿Recuerdas aquella pintura en el cuarto de Abe Rogge? La vimos hace dos días, cuando su hermana nos llamó allí para que viéramos el cadáver. Había dos hombres en aquella barca.
—¿Y qué?
El hombre de la bata blanca regresó con los formularios y los rellenaron cuidadosamente, firmándolos después y rubricando.
—Ese hombre era abogado —explicó el de la bata blanca—. Lo identificamos por los papeles que llevaba en su cartera. Un abogado célebre, o tristemente célebre si quieren, puesto que sólo se ocupaba de casos muy feos, cobrando por ello un buen montón de dinero.
—¿Ha muerto por causa natural, no es así? —preguntó de Gier.
—Perfectamente natural —contestó el hombre de la bata—. Un corazón débil, que empezó a fibrilar. Debió de llevar una vida muy intensa, tal vez con un exceso de trabajo y otro exceso de comidas y vinos caros.
—Y putas —añadió de Gier.
—No me extrañaría —admitió el hombre de la bata blanca.