15

La calle Albert Cuyp es larga y estrecha, y atraviesa una de las zonas más feas de Amsterdam, donde las casas son altas y delgadas losas de ladrillos colocadas en hileras interminables, donde no crecen árboles y donde el tráfico sufre una congestión continua. La calle del mercado es el corazón de una zona consistente en piedra y alquitrán, y su prodigalidad en color y ruidos inyecta una cierta vida en lo que, sin ella, no sería más que un foco infernal de aburrimiento, en el que la hormiga humana vive sus sesenta o setenta años a base de levantarse y acostarse, empleando el intervalo entre ambas cosas para trabajar en la fábrica o en la oficina, ver programas de la televisión y tomar alguna que otra copa en el bar de la esquina. Era un sector que tanto de Gier como Cardozo conocían bien, ya que nutre el delito, en su mayor parte delitos penosos y siempre poco espectaculares. El barrio es conocido por sus reyertas familiares, por un tráfico de drogas de vía estrecha, por sus raterías y algún robo más importante, cometidos por pandillas juveniles que van de un lado a otro, acorralando en las aceras a los peatones de cierta edad, robando coches y motocicletas, y molestando a los homosexuales solitarios. Es una zona ya sentenciada, puesto que la planificación urbana acabará con ella, lo volará todo con dinamita para abrir espacio destinado a bloques de apartamentos enclavados en parques, pero la ciudad trabaja poco a poco y el mercado callejero todavía se mantendrá durante largos años, funcionando como unos gigantescos almacenes de venta al por mayor, ofreciendo alimentos y enseres domésticos a precios baratos, facilitando un canal de salida para los artículos invendibles de la industria nacional y para los comerciantes aventureros que importan por su cuenta, entran de contrabando o, más raramente, adquieren géneros robados.

Cardozo había conseguido aparcar la furgoneta gris junto a la acera y estaba descargando fardo tras fardo de telas con alegres motivos estampados, que de Gier apilaba sobre las tablas desgastadas de un puesto en la esquina que les había asignado para todo el día el encargado del mercado, después de dirigirles un guiño de complicidad cuando de Gier, mostrándole su licencia, le explicó el asunto en su pequeña oficina.

—Buena suerte —dijo el encargado—. Supongo que andan detrás del asesino de Rogge. Ojalá puedan cazarlo. Abe Rogge era un hombre muy popular y se le echará de menos.

—No se lo cuente a nadie —pidió de Gier.

El encargado del mercado meneó enérgicamente la cabeza.

—Yo no obstaculizo a la policía. Necesito a la policía aquí. Ojalá patrullaran ustedes el mercado con más regularidad. Dos guardias de uniforme no pueden cubrir más de un kilómetro de mercado.

—También hay policías de paisano.

—Sí —admitió el encargado—, pero no los suficientes. Aquí siempre hay algo de jaleo, especialmente en días calurosos como hoy. Necesitamos más uniformes. Si ven una gorra con visera y unos cuantos botones bien abrillantados, se tranquilizan en seguida. He escrito varias veces a la oficina del jefe de policía. Siempre me han contestado, pero siempre es la misma respuesta. Escasez de efectivos.

—¡Quéjese, quéjese, quéjese! —exclamó de Gier.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que oye. Siga quejándose. Algo se consigue. Logrará que le envíen más guardias.

—Pero vendrán desde otro lugar de la ciudad, y entonces se armará jaleo allí.

—Por consiguiente, otras personas empezarán a quejarse a su vez.

—Sí —asintió el encargado del mercado, y se echó a reír—. A mí sólo me preocupan mis propios problemas. ¿Y a usted? ¿Capturarán al hombre que andan buscando?

—Claro —contestó de Gier, y se retiró.

No obstante, no se sentía tan seguro cuando regresó al puesto. También Cardozo se estaba quejando. Los fardos eran demasiado pesados.

—Le traeré un poco de café —dijo de Gier.

—Yo mismo me procuraré mi café. Lo que deseo es que me ayude a descargar esos fardos.

—¿Azúcar y leche?

—Sí, pero primero ayúdeme.

—No —replicó de Gier, alejándose del puesto.

Encontró una muchacha que llevaba una bandeja con vasos vacíos y que aceptó su encargo. De Gier pidió también bocadillos de carne y unas salchichas.

—¿Eres nuevo aquí, verdad?

La muchacha era hermosa y de Gier le sonrió.

—Sí. Es mi primer día aquí. Hemos estado en otros mercados, pero nunca en este.

—Es el mejor mercado del país. ¿Qué vendéis?

—Unas telas muy bonitas para vestidos y cortinas.

—¿Me harás un precio especial?

La muchacha levantó su mano libre y le dio unos golpecitos en la mejilla.

—No faltaría más.

Sonrió de nuevo y, como respuesta, ella le rozó con su cadera. No sentía de Gier ninguna urgencia para regresar al puesto, pero Cardozo le vio y, gritando, dio saltos y movió los dos brazos.

Entre los dos acabaron de montar el tenderete, colocando algunas de las piezas de tela en lo que juzgaron como una exhibición atractiva.

—Esto no funciona —murmuró Cardozo mientras trabajaban—. Ese tipo del otro lado de la calle sabe quiénes somos. No deja de mirarnos ni por un momento. ¿Quién puede ser?

De Gier miró y saludó con la mano.

—Louis Zilver. Pedí al encargado del mercado que nos diera un lugar cerca de él. Era el socio de Abe Rogge. Vende cuentas de collar, lanas y seda para bordados, y otras cosas por el estilo.

—Pero si nos conoce, no tardará en hacer correr la voz, ¿no cree?

—No, no lo hará. ¿Por qué habría de hacerlo?

—¿Y por qué no?

—Porque es el amigo del difunto.

—También puede ser el asesino del difunto.

De Gier tomó un sorbo de su café y miró a Cardozo, que también le miraba fijamente desde dos pilas de piezas de tejido.

—¿Qué es lo que le excita tanto? Si él es el asesino, nosotros perdemos el tiempo aquí, pues tendremos que echarle el guante de alguna otra manera. Pero si no lo es, él nos protegerá. Sabe que es un sospechoso y que, si encontramos al asesino, él quedará fuera de toda sospecha; además, bien puede ser que desee de veras que capturemos al asesino. Al fin y al cabo, se supone que era amigo de Rogge, y existe una cosa llamada amistad.

Cardozo lanzó un gruñido.

—¿No cree en la amistad? —inquirió de Gier.

Cardozo no contestó.

—¿No cree en ella?

—Yo soy judío —contestó Cardozo—, y los judíos creen en la amistad porque no hubieran sobrevivido sin ella.

—Yo no me refiero a eso.

—¿A qué se refiere, pues?

—A la amistad —dijo de Gier—. En el sentido de afecto, de amor. Un hombre quiere a otro. Se alegra cuando el otro está contento y se entristece cuando el otro está triste. Se identifica con el otro hombre. Están los dos juntos, y juntos representan más que la simple suma de dos individuos.

—No es necesario que me lo explique con tanto detalle —replicó Cardozo—. Por otra parte, yo no le creo. Hay una cosa que es el interés compartido y la idea de que dos hombres pueden hacer más que uno. Eso puedo comprenderlo, pero lo del amor no me lo trago. Llevo ya algún tiempo en la policía. Los amigos a los que nosotros detenemos siempre se delatan unos a otros al cabo de poco tiempo.

—Amarás a tu prójimo —dijo de Gier.

—¿Es usted religioso?

—No.

—Entonces, ¿por qué me dirige sermones?

De Gier dio una palmada en el hombro de Cardozo.

—Yo no le dirijo sermones. Ama a tu prójimo es algo que tiene su sentido, ¿no es así? Aunque resulte ser una consigna religiosa.

—Pero nosotros no amamos a nuestro prójimo —dijo Cardozo, levantando enérgicamente un fardo de tela blanca que se había caído—. Envidiamos al prójimo, tratamos de arrebatarle sus cosas, lo enfurecemos. Y nos burlamos de él si podemos hacerlo impunemente, y lo matamos también si no quiere amoldarse a nuestras exigencias. No es posible desmentir a la historia. Yo era demasiado joven para tomar parte en la última guerra, pero he visto los documentales y he oído muchas historias, y he visto los números tatuados en los brazos de la gente. Tenemos un ejército para garantizar que nuestros vecinos al otro lado de la frontera se comporten debidamente, y tenemos una policía para estar seguros de que también nosotros nos comportaremos como es debido dentro de nuestras fronteras. ¿Tiene idea de lo que sería este lugar, si la policía no lo patrullase?

—Deje de pegar puntapiés a ese fardo —rogó de Gier—. Está estropeando la mercancía.

—Sin la policía, la sociedad sería una casa de locos, sargento, una lucha libre en la que todos tomaríamos parte. Estoy seguro de que a ese Zilver no le importa un pepino que capturemos o no al asesino, y si le importa es porque tiene interés personal en el asunto.

—La venganza, por ejemplo —apuntó de Gier.

—También la venganza es egoísta —replicó Cardozo—, pero yo estaba pensando en el dinero. Deseará que hagamos la detención si con ella puede obtener algún provecho.

—Ha estado usted tomando copas con Grijpstra —dijo de Gier, mientras ayudaba a levantar el fardo.

—No. Pero usted sí. La noche pasada.

De Gier se mostró dolido.

—La noche pasada, mi querido amigo, yo estaba en casa. Sólo pasé unos minutos con Grijpstra en el bar de Nellie, y la mitad de ese tiempo se consumió en una llamada telefónica. A él no le agradaba que yo estuviera allí y por tanto me marché. Tampoco Nellie deseaba mi presencia.

—¿Nellie? —preguntó Cardozo.

De Gier le dio explicaciones.

—¡Coño! —exclamó Cardozo—. ¿Tan grandes? ¡Coño!

—Tan grandes —dijo de Gier—, y Grijpstra lo quería todo para él. Por eso me marché. Interrogué a dos prostitutas, a las que se suponía habían de procurar una coartada a Bezuur, y después me fui a casa.

—¿Bezuur? —preguntó Cardozo—. ¿Quién es? Dicen que yo he de ayudarle a usted y al brigada, pero nadie me explica nada. ¿Quién es Bezuur?

—Un amigo de Abe Rogge.

Cardozo hizo más preguntas y de Gier le dio nuevas explicaciones.

—Comprendo —dijo Cardozo—. ¿Y qué dijeron las chicas? ¿Habían pasado con él toda la noche?

—Eso dijeron.

—¿Y usted las creyó?

—Según Grijpstra, había seis botellas de champaña vacías en el bungalow de Bezuur, así como quemaduras de cigarrillos en los muebles y manchas en las paredes. Una orgía. ¿Quién puede recordar lo que ocurre durante una orgía? Es posible que estuvieran en el suelo, fuera de combate, la mitad de la noche.

—¿Daban la impresión de haberlo estado?

—Daban la impresión de estar muy bien —replicó de Gier—. Una de ellas incluso era francamente atractiva. Pero habían tenido tiempo para gozar de un sueño reparador y sabían que yo iba a visitarlas. Yo no sabía la dirección y, por tanto, no me fue posible llegar de repente.

—¿Y no hubiese sido mejor obtener las señas a través de la compañía telefónica?

—Hubiera podido hacerlo, pero habría sido difícil. Era domingo, ¿recuerda? Y tal vez una cierta pereza me impidiera también tratar de efectuar esta incursión por sorpresa.

—¿Y qué hizo después?

—Volví a casa y me acosté. Y además regué los tiestos de mi balcón. Y, a última hora, cené con mi gato.

Cardozo sonrió.

—Es usted un hombre afortunado, mi sargento.

—No me llame sargento. ¿Por qué soy afortunado?

Cardozo se encogió de hombros.

—No lo sé. Es usted mayor que yo, pero a veces es como un chiquillo. Usted se divierte, ¿no es verdad? Usted y ese gato estúpido.

—No es un gato estúpido. Y me quiere mucho.

—Ya volvemos a empezar —rezongó Cardozo mientras arrastraba otra pieza de tejido—. El amor. La semana pasada vi un cartel en una librería. Era un cartel dedicado al amor. Chicas medio desnudas y con los cabellos rizados, sentadas bajo un árbol hermoso y cantando, mientras los pájaros revoloteaban y los ángeles las contemplaban desde la altura. Es una locura. Cuando todavía llevaba uniforme, había uno de esos nidos de amor a una manzana de la comisaría. Cada noche recibíamos quejas. A las chicas les robaban los bolsos y a los chicos les desaparecían las carteras, y compraban chocolate que después resultaba ser pastillas de mierda, y les amenazaban con navajas, y pillaban purgaciones, ladillas y otras especialidades. Algunos se daban cuenta y se largaban, pero siempre había otros que todavía no habían aprendido la lección y que suplicaban poder entrar.

—Mal lugar —comentó de Gier—. También los burdeles son malos lugares. Y también el bar de Nellie, a no ser que uno se llame Grijpstra y que le caiga bien a Nellie. Pero el amor existe.

Buscó en sus bolsillos.

—¿Un cigarrillo? —preguntó Cardozo, y le ofreció su bolsa de tabaco y un librillo de papel de fumar.

—Gracias —dijo de Gier—. Por ejemplo, usted está dándome algo que yo no he pedido. Por lo tanto, se preocupa por mi bienestar.

—Por lo tanto, esto significa que le quiero —dijo Cardozo.

De Gier adoptó una expresión de embarazo y Cardozo sonrió.

—Sólo le he ofrecido un cigarrillo porque sé que en otros momentos yo no tendré ninguno y desearé que me lo ofrezca usted. Esto es una inversión de cara al futuro.

—¿Y si yo me estuviera muriendo? —preguntó de Gier—. Vamos a suponer que dentro de cinco minutos me peguen un tiro y yo le pida un cigarrillo. ¿Me daría uno? En este caso, yo no estaría en condiciones de devolverle este obsequio.

Cardozo reflexionó.

—¿Y bien?

—Sí, le daría un cigarrillo, pero estoy seguro de que tendría alguna razón egoísta, aunque ahora esta razón no se me ocurre.

—¿Qué precio tiene? —preguntó una voz.

Una mujer de avanzada edad se había detenido ante la tienda y estaba manoseando una de las piezas de tejido.

—Doce florines el metro, cariño —contestó Cardozo—, y un diez por ciento de descuento si compra cinco metros. Es una tela preciosa para cortinas. Alegrará su habitación y garantizamos que no perderá el color.

—Es cara —repuso la anciana.

—¿Qué quiere decir, cariño? Tiene dos metros de ancho. En cualquier tienda le cobrarían tres veces más, y no tendría la calidad de esta. Esto procede de Suecia y los diseñadores suecos son los mejores del mundo. Fíjese en esas flores. Fucsias. Estará usted sentada en su cuarto, correrá las cortinas y la luz se filtrará a través de ellas, y podrá admirar esas preciosas flores rojas. ¿No son preciosas? Fíjese, cada pétalo se distingue de los demás.

—Sí —admitió la anciana con una expresión soñadora.

—Llévese cinco metros, guapa, a diez florines el metro.

—Es que no llevo encima cincuenta florines.

—¿Cuánto lleva?

—Treinta, y sólo necesitaba tres metros.

—Por usted haría yo cualquier cosa, cariño. Dame las tijeras, colega.

Sin embargo, no empezó a cortar hasta que la buena mujer hubo contado ante él sus treinta florines.

—¿No habías dicho que esa tela teníamos que cobrarla a ocho florines? —preguntó de Gier.

—Es mejor comenzar con un precio alto; después, siempre se puede rebajar. Y de todos modos, la mujer ha comprado una ganga.

—Yo no pondría esa tela en mi piso, aunque me la regalaran.

—No empecemos a discutir —protestó Cardozo—. Al fin y al cabo ella misma la ha elegido, ¿no es verdad? Y es una tela de primera clase, confiscada a un contrabandista de primera clase que trató de entrarla sin pagar aduanas ni impuestos como vendedor.

Llegaron otras compradoras. Cardozo pregonaba a gritos la mercancía, y de Gier manejaba las tijeras. Al cabo de algún tiempo, también de Gier empezó a vender, bromeando y prodigando piropos a todo un surtido de hembras.

—Tal vez debiéramos hacer esto para ganarnos la vida —observó durante una breve pausa.

Un malabarista instalado sobre unas cajas de embalaje estaba atrayendo la atención de todos, y ello les concedió unos momentos de respiro.

—Hemos ganado más dinero de lo que conseguiríamos normalmente en una semana trabajando en la policía —admitió Cardozo—, pero tenemos la mercancía apropiada. Conseguirla exige tiempo y dinero.

—Estoy seguro de que podríamos hacerlo.

—Sí, encontraremos la mercancía adecuada y nos haremos ricos. Muchos de esos buhoneros son ricos. Abe Rogge era rico, al menos eso me has asegurado tú. ¿Quieres enriquecerte, de Gier?

—Tal vez.

—Tendrías que abandonar la policía.

—No me importaría.

—De acuerdo —dijo Cardozo, tratando de alisar una pieza de encaje fabricado a máquina—. Me asociaré contigo si decides dedicarte al comercio, pero no creo que lo hagas nunca. Creo que naciste para ser policía, como yo. Tal vez se trate de una vocación.

El malabarista pasó ante ellos, gorra en mano. Había atraído a un público numeroso a su esquina del mercado, y Cardozo le dio unas monedas.

—Gracias —le dijo de Gier.

El malabarista, un hombre de edad provecta y con una calva tostada por el sol, sonrió, exhibiendo un atroz conjunto de dientes rotos y ennegrecidos.

—De nada, compañero —contestó—. Ahora actuaré a cien metros de aquí, y volveré a quitaros el público, pero tal vez les ponga de buen humor y después se sientan pródigos con su dinero. De todos modos, será mejor que os deis prisa; dentro de poco lloverá y el público se disolverá como las putas cuando ven el coche patrulla.

—¿Has oído esto? —preguntó de Gier—. Ha mencionado a la policía. ¿Crees que sabe quiénes somos?

—Quizás.

—Y quizás no —repuso de Gier, y contempló el cielo.

Hacía mucho calor y, bajo su camisa, el sudor empezaba a hormiguear. Las nubes estaban bajas y tenían un color plomizo. Los vendedores callejeros retiraban parte de sus géneros y colocaban hojas de plástico transparente sobre sus puestos.

Las nubes reventaron de pronto y una lluvia fría y espesa cubrió el mercado, sorprendiendo a mujeres y críos en plena calle y obligándolos a correr en busca de refugio. La visión del sargento de Gier quedó bloqueada por una cortina de agua, que se extendió sobre todo el pavimento, así como sobre sus pies y las perneras de sus pantalones, chorreando desde el tejadillo de lona y bañándole la nuca. Cardozo gritaba algo mientras señalaba hacia el tenderete contiguo al suyo, pero de Gier no pudo entender sus palabras. Vio vagamente a un viejo buhonero y su esposa tratando de retirarse, pero no pudo comprender lo que se esperaba de él hasta que Cardozo se acercó y le entregó una caja de verduras, mientras señalaba hacia un minibús VW aparcado junto a la acera. Entre los dos llenaron el vehículo con la mercancía de su vecino, que el anciano tenía apilada bajo su puesto y que ahora corría el peligro de ser arrastrada por el torrente a lo largo de la calle. De Gier estaba empapado y lanzaba juramentos, pero no parecía tener final toda aquella provisión de patatas, pepinos, calabacines, plátanos y coles.

—Gracias, colega —repetían una y otra vez el anciano y su esposa.

De Gier logró murmurar unas palabras como respuesta, mientras Cardozo sonreía enseñando los dientes como un mono.

—¡Es estupendo verte trabajar por una vez! —gritó Cardozo junto a la oreja de su compañero, la cual necesitó ser frotada para volver a funcionar de nuevo.

—¡No grites! —chilló a su vez, y Cardozo sonrió de nuevo, iluminado su rostro enjuto por una alegría diabólica.

La lluvia cesó cuando hubieron llenado el minibús y el sol brilló de nuevo repentinamente, iluminando una penosa escena de cajas y envases flotantes, y de mercaderes calados hasta los huesos y chapoteando alrededor de sus tenderetes, refunfuñando y lanzando juramentos, mientras se sacudían como perros acabados de salir de las aguas de un canal.

—Joder —dijo de Gier, tratando de secarse los cabellos y la cara con un arrugado pañuelo—. ¿Por qué hemos tenido que ayudar a ese par de tontos? Al fin y al cabo, podían ver que se acercaba una tormenta, ¿no crees?

—Amistad —contestó Cardozo, frotándose las manos y haciendo una seña a la chica del café, que se acercó con su bandeja llena de vasos de café caliente y un plato de bocadillos de carne y salchichas untadas con mostaza—. He recordado aquello de amarás a tu prójimo. No creo que ese par de ancianos puedan hacer nada para compensarnos algún día nuestro favor, ¿no es así?

De Gier sonrió a pesar de su incomodidad. Gotas de agua fría se deslizaban a lo largo de su espalda hasta entrar en contacto con las nalgas, la única zona seca de su cuerpo.

—Sí —admitió, y asintió con la cabeza—. Gracias.

—¿Por qué me das las gracias? —inquirió Cardozo, súbitamente lleno de cautela.

—Por la lección. Me gusta aprender.

Cardozo estudió la cara de su interlocutor. La sonrisa del sargento parecía genuina. Cardozo sorbió su café, ofreciendo su tabaco y el papel a de Gier, que inmediatamente lio dos cigarrillos y colocó uno de ellos entre los dientes de Cardozo. Después encendió una cerilla.

—No —dijo Cardozo—. No confío en ti, sargento.

—¿De qué estás hablando ahora? —preguntó de Gier afectuosamente.

—Ah, ahí están los dos —dijo Grijpstra—. Poniéndose las botas, como ya esperaba. Yo creía que habían de trabajar como vendedores callejeros. ¿No deberían estar tratando de vender algo? Si se quedan en la trastienda, tomando café y comentando las noticias del día, nunca llegarán a ninguna parte.

—Cardozo —dijo de Gier—. Ve a buscar una buena taza de café y un par de salchichas para el brigada.

—No me llames brigada aquí, de Gier, y por otra parte necesitaré tres salchichas, Cardozo.

—Eso costará cinco florines —replicó Cardozo.

—Eso no costará nada; sáquelo de la caja de su tienda. Bien deben de haber ganado algún dinero esta mañana, mientras nosotros corríamos por ahí cazando turcos.

—¿Turcos? —preguntaron al unísono de Gier y Cardozo.

—Turcos, dos de ellos; los tumbamos a tiros a los dos y los llevamos al hospital. Espero que uno de ellos no muera. Una bala le atravesó el pulmón izquierdo.

—Ve a buscar el café, Cardozo —dijo de Gier—. ¿Qué ha pasado con esos turcos, Grijpstra?

Grijpstra se sentó en un fardo de telas y encendió un pequeño cigarro.

—Sí. Turcos. Los muy estúpidos asaltaron un banco utilizando pistolas de juguete, unos juguetes preciosos que nadie podía distinguir de las armas reales. Uno de ellos llevaba una Luger y el otro una Browning de gran calibre, del modelo del ejército, ambas de plástico. El banco tiene un sistema de alarma y consiguieron pulsar el botón. Una chica de dieciséis años lo hizo mientras sonreía a los atracadores. En cuanto al director, estaba demasiado ocupado meándose en los pantalones. Casualmente, yo me encontraba en una comisaría cercana y me dirigí allí a pie, al tiempo que llegaban los coches patrulla. Aquel par de estúpidos nos amenazaron con sus juguetes y recibieron balas de veras, uno de ellos en la pierna y el otro en el pecho. Todo terminó en un par de minutos.

—¿Tú también disparaste? —preguntó de Gier.

—No. Había sacado mi pistola, pero ni siquiera tuve tiempo de meter la bala en la recámara. Los agentes dispararon apenas llegaron.

—No debieron haberlo hecho.

—No, pero, como recordarás, hace unos meses perdieron a uno de sus hombres. Detuvo un coche robado y lo mataron de un tiro antes de que pudiera abrir la boca. Los de hoy eran compañeros del muerto. Han recordado lo que le sucedió a este. Y por otra parte, los juguetes tenían un aspecto más que real.

—Yo creía que estos juguetes ya no se vendían en las tiendas.

—Los turcos los compraron en Inglaterra —explicó Grijpstra, encogiéndose de hombros—. Un tendero emprendedor ganó unos cuantos chelines en Londres y ahora tenemos dos turcos ensangrentados en Amsterdam.

Cardozo regresó y ofreció un plato de salchichas. La mano de Grijpstra salió disparada y se apoderó de la más gorda, metiéndosela en la boca en un solo movimiento.

—Grmpf —hizo Grijpstra.

—Está muy caliente —avisó Cardozo—. Se lo habría dicho, si hubiera esperado un segundo.

—Rashf —dijo Grijpstra.

—¿Ha venido a ayudarnos, de Gier?

—Pregúntaselo a él cuando haya terminado de abrasarse la boca.

Grijpstra estaba asintiendo con la cabeza.

—Sí, ha venido a ayudarnos, Cardozo.

—¿Venden esas telas o sólo las están enseñando? —preguntaba en aquel momento una anciana con una cara que parecía el filo de un hacha.

—Las vendemos, querida —contestó de Gier, adelantándose.

—Yo no soy su querida, y esos encajes no me gustan mucho. ¿No tiene nada mejor?

—Son encajes hechos a mano en Bélgica, hechos a mano por mujeres del campo que sólo se han dedicado a confeccionar encajes desde que tenían cuatro años. Fíjese en el detalle, fíjese bien…

De Gier desenrolló la pieza para mostrar el género.

—No me venga con cuentos —dijo la anciana—. Eso no vale nada, está hecho a máquina. ¿Cuánto vale, de todos modos?

De Gier se disponía a decirle el precio cuando el viento arremetió contra la parte inferior de su cubierta de lona y la sacudió violentamente. Varios cubos de agua fría como el hielo descendieron de la parte superior, y toda ella hizo impacto en la anciana, empapándola, desde su sombrero verde lechuga en primer lugar, hasta sus negros zapatos de suela plana en último lugar.

Grijpstra, de Gier y Cardozo se inmovilizaron. No podían dar crédito a sus ojos. Lo que había sido un ser humano agresivo y dotado de una lengua mordaz se había convertido en un blando montón de carne mojada, y el montón les miraba fijamente. La anciana había salido de su casa con un copioso maquillaje y ahora la máscara se estaba escurriendo a lo largo de cada mejilla, mezclándose con los polvos y formando unos churretes de color rojizo y bordes negruzcos, que se acercaban cada vez más a sus labios delgados y petrificados.

El silencio resultaba sobrecogedor.

Su vecino, el hombre de las hortalizas, también contemplaba a la mujer.

—Ríase, señora —suplicó el hombre de las hortalizas—. Por el amor de Dios, ríase o nos echaremos todos a llorar.

La anciana alzó la vista y la clavó en el verdulero.

—Es usted…

—¡No lo diga, señora! —exclamó Grijpstra y de un salto se acercó a ella, cogiéndola por los hombros y llevándosela de allí—. Vaya a su casa y cámbiese. Sentimos lo del agua, pero ha sido el viento. No podemos echarle la culpa al viento. Váyase, señora, váyase a su casa.

La anciana deseaba librarse de él y detenerse, pero Grijpstra seguía empujándola, dándole palmadas en el hombro y continuando su monólogo.

—Vamos, señora, váyase a su casa y tome un buen baño. Después se encontrará perfectamente. Tome una buena taza de té caliente y una galleta. Le sentará bien. ¿Dónde vive usted, mi querida señora?

La anciana señalaba hacia una calle lateral.

—Yo la acompañaré.

La mujer sonrió. Grijpstra se mostraba muy preocupado. Ella se apoyó en aquel hombre corpulento y sólido, que tanto interés demostraba por su persona. El primer hombre que había tenido cerca en muchos años, desde que su hijo había muerto y ella se había quedado sola en una ciudad en la que nadie recordaba su nombre de soltera, viviendo de su pensión de vejez y sus ahorros, y preguntándose cuándo los asistentes sociales decidirían ingresarla en una residencia.

—Ya hemos llegado —dijo Grijpstra ante la puerta—. No deje de tomar su baño caliente, apreciada señora.

—Muchas gracias —dijo la anciana—. ¿No quiere subir? Tengo un té de muy buena clase, en una lata cerrada herméticamente. Llevo años guardándolo, pero no puede haber perdido su aroma.

—Otro día tal vez, señora —dijo Grijpstra—. Ahora tengo que ayudar a mis compañeros. Vuelve a lucir el sol y esta tarde tendremos trabajo. De todos modos, le quedo muy agradecido.

—Nos has salvado a todos —dijo de Gier cuando Grijpstra regresó—. La vieja vaca nos habría asesinado. Llevaba un paraguas de aspecto siniestro.

—Y no ha comprado el encaje —se lamentó Cardozo.

Estuvieron muy atareados toda la tarde y vendieron la mayor parte de los géneros que habían expuesto. Grijpstra y de Gier salieron a dar una vuelta, dejando a Cardozo al frente del puesto, y no regresaron a él hasta que los gritos del joven detective, pidiendo ayuda, adquirieron un tono alarmante. Grijpstra habló con Louis Zilver y de Gier prosiguió sus contactos con el hombre de las hortalizas. Los buhoneros hablaban de la muerte de Abe Rogge y los detectives escuchaban, pero no captaron ninguna nueva sugerencia. Parecía como si el sentimiento general fuese de sorpresa. Todos aquellos vendedores apreciaban a Rogge y contaban acerca de él historias que demostraban la admiración que les había inspirado. Los detectives trataron de encontrar trazas de envidia en las conversaciones, pero al parecer no las había. Los demás buhoneros habían celebrado los éxitos de Rogge, tanto los éxitos como comerciante, como sus éxitos con las mujeres. Hablaban de su buena crianza y de sus conocimientos generales. Comentaban las fiestas que había ofrecido en los bares y en su casa. Habían perdido un amigo, un amigo que les había prestado dinero en momentos difíciles, que había atraído clientes a sus esquinas del mercado, que había escuchado sus problemas y que les había animado a todos con sus historias divertidas y su conducta extravagante.

—Esta noche deberíamos hacer algo —sugirió el vendedor de hortalizas—. Tomar todos unas copas en su honor. Es lo mínimo que podemos hacer.

—¿No deberíamos esperar el funeral? —preguntó la mujer del verdulero.

—La policía sigue reteniendo el cadáver —dijo Louis Zilver—. Esta mañana les he telefoneado. No lo devolverán hasta pasados unos días.

—Celebremos la fiesta esta noche —insistió el hombre de las hortalizas—. Yo vivo aquí cerca. Pueden venir todos alrededor de las nueve, si mi esposa lo permite. ¿Estás de acuerdo, parienta?

La mujer, que era pequeña y obesa, se mostró de acuerdo.

—Traeremos una botella —dijo Grijpstra.

—Sí. En este caso, la fiesta será también en su honor —dijo, el verdulero—. Ustedes me han ayudado hoy y espero seguir viéndolos por aquí. Invitaré a todos los demás de este sector. Será una buena fiesta, con cuarenta o cincuenta personas tal vez.

Su esposa suspiró, pero él se inclinó y la besó en la mejilla.

—Yo te ayudaré a limpiarlo todo, querida, y mañana no trabajaremos. Hemos terminado las existencias y tampoco es cosa de trabajar día tras día.

—Está bien —contestó la esposa del verdulero, dándole un codazo afectuoso en las costillas.