Cuando de Gier dio vuelta a la llave pudo oír las uñas de Oliver que arañaban el interior de la puerta. Y también oyó el teléfono.
—Nunca se está quieto —dijo a Esther, apartándose a un lado para que ella pudiera entrar la primera, y agachándose seguidamente. Oliver corrió directamente hacia su mano, pegado al suelo, en un intento de escapar.
—Quieto —le dijo de Gier, cogiéndolo—. No quieras escaparte, que no hay nada ahí afuera. Tan sólo coches que corren en exceso y una calle calurosa. ¡Quieto! Y no me arañes.
El teléfono seguía sonando.
—Sí, sí, sí —rezongó de Gier, y descolgó el auricular.
Esther había levantado el gato y lo estaba acariciando, susurrándole palabras al oído. Oliver cerró los ojos, abandonó toda rigidez y empezó a ronronear. Las uñas se retrajeron y las patas del gato se convirtieron en blandos juguetes de peluche. Levantó una de ellas hasta la nariz de la joven, y la mantuvo allí.
—Muy bonito —comentó de Gier—. Nunca le he visto hacer esto a nadie, excepto a mí. Este gato estúpido te quiere.
—¿Es una estupidez quererme? —preguntó Esther, y, antes de que él tuviera tiempo de pensar una respuesta, añadió—: ¿Quién llamaba? Pareces malhumorado.
—El commissaris.
—Yo creía que era un hombre muy amable.
—Pues no lo es —repuso de Gier—, y no debería telefonearme. Resulta abrumador. Que si tengo programado todo lo de mañana. Que si he hablado al respecto con Cardozo. Que si he hecho esto o lo otro. ¡Claro que lo he hecho todo! Siempre hago todo lo que él me dice. ¿Por qué no le da la lata a Grijpstra? Pero ha tenido a Grijpstra a su lado todo el día, y han cenado juntos, mientras a mí se me enviaba a una misión inútil.
—¿Qué misión?
—Es igual —contestó de Gier—. Quítate la chaqueta y prepararé té. O puedo abrir una lata de sopa de gambas; hace años que la tengo en el refrigerador, esperando una ocasión oportuna. Podemos añadirle unas gotas de Madeira y comerla con unas tostadas calientes y untadas con mantequilla, y una ensalada. Y mientras comemos podremos contemplar los geranios. El del medio se está desarrollando muy bien. Lo he estado alimentando con unas gotas muy caras y la cosa responde. ¿Lo ves?
—¿Te gusta tu balcón, verdad?
—Es mejor que un jardín. No tengo que cansarme con él. Ahora tengo plantadas unas semillas de col en aquel tiesto del rincón. El chico del apartamento de abajo me dio las semillas y, tal como me prometió, han dado brote en pocas semanas. Ahora ya florecen. Estuve estudiando los brotes con una lupa, y casi podía verlos crecer.
—Yo hubiera dicho que te interesaban más las huellas dactilares.
—No —repuso de Gier—. Las huellas dactilares no crecen; se quedan fijas, dejadas por un imbécil al que no le importaba lo que estaba haciendo. Por otra parte, casi nunca encontramos huellas dactilares, y en caso de encontrarlas pertenecen a algún pobre inocente.
Ella había empezado a ayudarle en la cocina y lo despidió apenas supo dónde estaba cada cosa. De Gier se sentó en su cama y siguió hablando con ella a través de la puerta abierta. Esther no necesitó mucho tiempo para servir la cena sobre una mesa abatible, que él separó de la pared y que descendía a un par de palmos de la superficie de la cama, suspendida por bisagras a un lado y una cadena en el otro.
—Muy ingenioso —aprobó ella—. Este apartamento es muy pequeño, pero da la sensación de ofrecer un buen espacio.
—Porque no tengo mobiliario —contestó él—. Tan sólo la cama y el sillón en la otra habitación. En realidad, no me gusta recibir gente aquí, pues el lugar en seguida queda abarrotado. Grijpstra puede venir, pues él no se mueve. Y tú, desde luego. Es maravilloso tenerte aquí.
Ella se inclinó y le besó en la mejilla. El teléfono volvió a sonar.
—Nunca para —dijo de Gier—. Y con esto me refiero a todo. A todo lo que se mueve, y de lo que yo desearía apartarme. Debería haber una manera de abandonar toda actividad. Romper el teléfono sería un buen comienzo.
—Contesta —recomendó ella— y después vuelve a mi lado. Y a las tostadas, que están todavía calientes.
—¿Cardozo? —preguntó de Gier.
—Sí —dijo Cardozo—, su fiel ayudante se dispone a informar. Voy a empezar a organizar lo del camión y la mercancía, así como el permiso para vender en el mercado callejero y todo lo demás, pero he pensado que sería mejor repasar con usted todos los detalles otra vez, antes de dar comienzo al trabajo.
De Gier suspiró.
—¿Cardozo?
—Sí.
—Cardozo, lo dejo todo en sus manos. Quiero que se demuestre a sí mismo su valía. Póngalo todo en marcha, Cardozo. Haga más de lo que nosotros le hayamos pedido. Averigüe lo que valen las telas. Mañana tendremos que venderlas a su debido precio. Tampoco podemos regalar lo que es propiedad de otros, ¿no cree?
—No —admitió Cardozo.
—Perfectamente. Además, no queremos que los otros buhoneros conciban sospechas. Hemos de amoldarnos a nuestro papel. Pensar en este tipo de negocio. Intentar ser buhoneros y llegar a serlo. Piense usted en su papel. Métase estas ideas en su subconsciente. Inténtelo y sueñe con esto durante toda la noche.
—¿Y usted qué piensa hacer? —quiso saber Cardozo.
—Yo estaré aquí, en mi apartamento, y pensaré junto con usted. No se sienta solo, pues yo estoy con usted, exactamente detrás de usted, Cardozo. Le sigo paso a paso.
—¿Incluso cuando saque aquellos fardos tan pesados del almacén de la policía?
—Sí.
—¿Y cuando los meta en la furgoneta?
—Sí.
—Siempre es un consuelo.
—Sí. Y si hay algún problema que usted no pueda resolver (no creo que haya ninguno, puesto que es usted competente, está bien entrenado y constituye un orgullo para la fuerza policial), entonces busque el teléfono más próximo y marque mi número. Yo le aconsejaré.
—¿Acerca de cómo transportar aquellos fardos tan pesados a la furgoneta?
—Sí. Antes de levantarlos, aspire profundamente el aire. Después, deje de aspirar mientras mueva los brazos. Haga que contribuyan al esfuerzo los músculos de sus hombros y de su estómago. ¡Upa! Verá cómo la cosa resulta fácil si lo hace todo debidamente.
—Me alegro de que tenga tanta fe en mí —dijo Cardozo—. Tal vez le hable al commissaris sobre esta fe suya en mí, en alguna ocasión en que me encuentre con él y charlemos de unas cosas y otras.
—Oh, no, no lo hará —dijo de Gier—. Yo leí el informe en su expediente. Todo el informe sobre su carácter. Le eligieron para el departamento de homicidios porque tiene usted las debidas cualidades. Iniciativa, por ejemplo. Y una mente inquisitiva y discreta. Y es usted ambicioso. Cabe confiar en que reaccione debidamente en una situación difícil. Y es usted fiable. ¿Sabía todas estas cosas acerca de su persona?
—No —contestó Cardozo—, y no creo en lo que dice ese informe. Debió de hacerlo el psicólogo que me entrevistó. Un individuo de cara de rata y cabellos largos, hecho todo él un manojo de nervios. Cuando me vi ante él, creí que era un sospechoso y me dediqué a vigilarlo cuidadosamente.
—La psicología es una ciencia nueva, una ciencia de cabellos largos y cara de rata. Todos tienen ese aspecto. Han de tenerlo, pues de lo contrario no sirven. Y, por favor, deje de discutir, Cardozo. ¿No ha aprendido todavía que discutiendo no se consigue nada?
—Sí, mi sargento —respondió Cardozo—. Lo siento, mi sargento. Por unos momentos he bajado la guardia, mi sargento. No volverá a suceder, mi sargento. ¿Desea que le informe cuando lo tenga todo a punto, mi sargento?
—No —contestó de Gier—. No será necesario. Mañana nos encontraremos en el garaje de la policía, a las ocho y media en punto. Buenas noches.
Colgó el teléfono y volvió a la cama.
—Un joven excelente —explicó a Esther—, y además muy listo.
—¿Tú no eres listo?
—No —contestó de Gier.
—¿Eres un buen detective?
—No.
—¿Intentas serlo?
—Sí.
—¿Por qué?
Él se echó a reír, se inclinó y la besó.
—No —insistió ella—. Quiero saberlo. ¿Por qué intentas ser un buen detective?
Él volvió a besarla. Dijo algo acerca de sus cabellos y de lo bien que le sentaba el quimono y de que se alegraba mucho de que ella se hubiera cambiado de ropa mientras él hablaba por teléfono. Y comentó lo muy esbelto que era el cuerpo de ella.
—Sí —admitió ella—. Eres todo un seductor. Sin embargo, ¿por qué pretendes ser un buen detective?
—Para contentar al commissaris —respondió él, tratando de dar a su respuesta el aspecto de una broma.
—Sí —admitió Esther, muy seria—. Hubo un tiempo en que yo quise agradar a un profesor. Me parecía un viejecillo de ideas muy avanzadas, y lo quería porque era muy feo y porque tenía una cabezota grande y calva. Su mente era muy ágil pero también profunda, y yo estaba segura de que él sabía cosas que yo hubiera debido saber también. Era un hombre extrañamente feliz, y, sin embargo, yo sabía que había perdido todo lo que él quería durante la guerra y que vivía solo en una casa antigua, destartalada y muy deprimente. Hice un excelente papel en su clase, aunque su asignatura apenas me interesaba cuando la comencé. Enseñaba francés medieval y sabía infundirle vida de nuevo.
—El crimen me interesa —dijo de Gier—. Me interesaba antes de empezar a trabajar a las órdenes del commissaris.
—¿Por qué? —Él se echó de espaldas, alargando un brazo afectuoso al que ella no opuso resistencia—. ¿Por qué te gusta el crimen?
—No he dicho que me gustara el crimen; he dicho que me interesa. El crimen es a veces un solo error, pero más a menudo una serie de errores. Trato de comprender por qué los criminales cometen errores.
—¿Por qué? ¿Para capturarlos?
—Yo no soy un cazador —repuso de Gier—. Cazo porque forma parte de mi trabajo, pero en realidad no disfruto con ello.
—Por consiguiente, ¿qué eres tú?
De Gier se sentó, buscando su paquete de cigarrillos. Esther se lo ofreció y también su encendedor. Su quimono se abrió y en seguida volvió a ajustarlo.
—¿Forzosamente hemos de hablar? —preguntó de Gier—. Se me ocurren otras cosas mejores que hacer.
Ella se echó a reír.
—Sí. Hablemos un rato y después yo me callaré.
—No sé lo que soy —admitió de Gier—, pero estoy tratando de averiguarlo. También los criminales tratan de averiguar lo que son. Este es un juego que compartimos con ellos.
Había alzado la voz y Oliver se despertó y lanzó un aullido.
—¡Oliver! —dijo Esther.
El gato volvió la cabeza y la miró. Profirió una serie de sonidos, unos sonidos bajos en el fondo de su gaznate, y después se estiró, colocando una pata delantera sobre el muslo de ella.
—Vete a cazar un pájaro —le dijo de Gier, mientras lo levantaba y lo colocaba en el balcón, cerrando la puerta detrás de él.
—No seas celoso —le reprendió Esther.
—Pues lo soy —replicó de Gier.
—¿No tienes ninguna idea de dónde estás?
—Sí —contestó él, echándose en la cama y atrayendo a la joven hacia sí—, tengo una vaga idea. Más bien es una sensación. Pero forzosamente tendrá que aclararse un poco.
—¿Y te hiciste policía para conseguirlo?
—No. Me hice policía así por las buenas. Cuando salí de la escuela, no tenía nada planeado. Tengo un tío policía y él mencionó esta posibilidad ante mi padre, y, antes de saber lo que estaba haciendo, yo había firmado un formulario y estaba contestando preguntas y diciéndoles que sí a todos ellos, y de pronto me vi uniformado, con un galón en mi manga, y con ocho horas diarias de clase.
—También mi hermano quería averiguar qué era él —dijo Esther—. Es peligroso ser así. Conseguirás que te maten.
—No creo que me importara mucho —replicó de Gier, tirando del quimono de ella.
Después se quedaron dormidos y de Gier se despertó una hora más tarde, porque Oliver acometía con todo su cuerpo la puerta cristalera del balcón, haciéndola vibrar. Se levantó y dio su cena al gato, cortando cuidadosamente la carne en finísimas lonjas. Dejó de nuevo el animal en el suelo, sin despertar a Esther, que yacía de costado y respirando suavemente. La respiración de ella volvió a excitarlo. Se volvió hacia el otro lado para contemplar los geranios, y obligó a su mente a concentrarse. Deseaba pensar en la bola con púas, aquella bola que había acabado con la vida del poderoso hermano de Esther. Sabía que este era el mejor momento para pensar, cuando su cuerpo estaba casi todo él dormido, permitiendo que el cerebro funcionara por su propia cuenta. Había llegado a la conclusión, a primera hora de la mañana, de que la bola había estado sujeta a una cuerda, probablemente una cuerda elástica. Había recordado unos niños que jugaban a la pelota en la terraza de un hotel, en Francia. Él les había estado contemplando desde el salón —de ello hacía ya varios años—, durante unas vacaciones compartidas con una secretaria de la policía, que resultó ser una mujer altanera y posesiva y que había convertido el placer que parecía prometer el viaje en una serie de combates y retiradas. Aquel día, él había intentado alejarse de ella y atravesaba precisamente aquel salón cuando vio a los muchachos. Tenían una pelota sujeta a un peso considerable, y la golpeaban con unas palas estrechas. No podía perder la pelota, ya que esta sólo cubría en su trayectoria una cierta distancia. Él no había intentado pensar en el juego de aquellos chicos; sólo se había concentrado en el misterio de la bola con púas y de pronto había aparecido en su mente la imagen de aquellos chiquillos y su juguete.
La bola había sido lanzada o disparada hacia la habitación de Abe, pero no se había quedado en ella. Estaba seguro de que el asesino no había pisado en ningún momento la habitación. Si lo hubiera hecho, se habría producido una pelea. Esther y Louis Zilver se encontraban en casa en aquellos momentos. Hubieran oído la pelea. Se hubieran oído gritos, los muebles hubieran sido desplazados de un lugar a otro, los combatientes hubieran rodado por el suelo. El asesino hubiera tenido que abandonar la casa, después de la muerte de Abe. Hubiera tenido que asumir el riesgo de que Esther o Louis le vieran. De Gier estaba seguro de que el asesinato había sido planeado. Planeado con una máquina infernal. Habían visto una exposición de máquinas infernales en el museo de la policía. Plumas estilográficas que contenían veneno, anillos con pinchos de acero ocultos y accionados por un resorte, máquinas muy complicadas para desencadenar una explosión, trampas para el suelo, pesos enormes preparados para caer en el momento oportuno. Pero no había visto una bola con púas capaz de desaparecer después de haber realizado su trabajo. Y sin embargo, él sabía que conocía la respuesta. En cierta ocasión había visto algo que era capaz de accionar una bola con púas. ¿Dónde lo había visto?
Debía de tratarse de algo ordinario, inofensivo. Algo que la policía antidisturbios pudiera ver sin concebir sospechas. Y había de ser algo silencioso. Un estrépito hubiera alarmado a los policías, que aquel día estaban ya especialmente alerta. Algo que el asesino pudiera llevar a lo largo del Canal de la Arboleda, y saludar sonriente a los guardias mientras lo llevaba.
Se le estaban cerrando los ojos. Hizo un esfuerzo. La solución estaba cerca de él; lo único que tenía que hacer era captarla.
Se quedó dormido y despertó dos horas más tarde. Esther no estaba en la cama. La oyó en la cocina. Estaba removiendo algo en una cacerola. El olor llegó hasta él, un olor apetitoso que acarició su estómago. Un estofado. Debía de haber encontrado la carne picada y las verduras frescas. Se levantó y asomó la cabeza a la pequeña cocina. La joven también había puesto arroz a hervir.
Comieron y escucharon discos. De Gier se sentía feliz, increíble y completamente feliz. También se sentía culpable, y por ello abrió una lata de sardinas para Oliver.