—Tenemos tiempo de sobra —dijo el commissaris al agente—. Si quiere, podemos dar un paseo de media hora. Hay una reserva natural aquí cerca. He estado antes en ella, e incluso tengo un pase especial. No está abierta para el público.
Buscó en su cartera y entregó el pase al chófer. El hombre le dio la vuelta y estudió el pequeño mapa al dorso.
—Puedo encontrarla, señor. No está a más de unos pocos kilómetros de aquí.
Grijpstra todavía estaba exhausto y le agradaba que los acontecimientos siguieran su curso normalmente. La muelle suspensión del coche le estaba provocando sueño y, cuando despertó porque el commissaris le tocó en el brazo, se encontraban ya en la reserva. En otro tiempo un cementerio, aquel lugar había estado descuidado durante un centenar de años, pero después las autoridades municipales lo habían descubierto de nuevo y convertido en una zona especial, ampliando el terreno mediante la compra de las granjas circundantes y una pequeña finca, con las ruinas de un castillo y un foso que conducía a un lago artificial. La ciudad había encontrado el dinero en un fondo destinado a la fauna y la flora, y botánicos y biólogos recorrían ahora la reserva, tratando de encontrar los ejemplares, animales o vegetales, supuestamente extinguidos que pudieran cruzarse en su camino.
—Libre del contacto de manos sucias —murmuró el commissaris mientras contemplaba el paisaje.
El agente conducía lentamente, para que pudieran disfrutar de la visión de las hayas y robles que habían alcanzado tamaños gigantescos, un claro en el bosque cubierto por el lozano amarillo de la aulaga, matorrales poblados de conejos y un faisán solitario instalado en una roca.
—Miren —dijo el commissaris, señalando un ciervo, que les miraba tranquilamente tras la protección de una losa sepulcral rota.
—Podría darle fácilmente desde aquí —dijo el guardia, y tocó la pistola automática que llevaba en una funda bajo su chaqueta—. Un tiro perfecto, señor.
—Está usted de broma —gruñó Grijpstra.
—Un policía es un cazador —comentó el commissaris jovialmente—. No haga enfadar al guardia, brigada. También a mí se me ha ocurrido ese pensamiento.
Después, apuntó su dedo índice contra el ciervo.
—Bam —dijo el commissaris—. Ya está muerto. Hoy comeremos carne de ciervo para cenar.
El coche se había puesto nuevamente en marcha. Se estaban acercando al lago y, después de una curva en el camino, vieron cómo descendía una bandada de fúlicas. Las negras aves, pequeñas pero rechonchas, bajaron con sus patas planas y palmeadas extendidas, chocando torpemente contra la tranquila superficie del lago y chapoteando con estruendo antes de flotar sobre ella, como los pasteles que se lanzan entre sí los personajes de una película cómica.
—Ja —hizo el guardia, pero dejó de reírse poco después, cuando los anchos neumáticos del Citroën aplastaron los primeros sapos.
—¿Qué es esto? —exclamó el guardia, y detuvo el coche, alarmado por aquellas pequeñas explosiones líquidas que de pronto habían llegado hasta sus tímpanos.
Se apeó y contempló la calzada. Una docena de sapos pequeños, apisonados, aparecían en el caliente alquitrán de la carretera.
También el commissaris y Grijpstra habían descendido del coche.
—Debió esquivarlos —dijo Grijpstra—. Hoy en día, los sapos empiezan a escasear.
—No ha podido hacerlo —alegó el commissaris—. ¿Verdad que no los ha visto, guardia?
—No, señor. Los he oído al reventarlos. ¡Bah! Un ruido horrible, ¿no creen? Como si reventaran globitos.
—Hay muchos aquí —dijo Grijpstra.
En los dos lados de la carretera, la hierba estaba llena de sapos. Procedían del lago, y el coche y los tres hombres se habían interferido en su camino. La carretera llegó a quedar cubierta por sus cuerpos pequeños y viscosos, y no parecía haber manera de impedir su avance a saltos. Había en todas partes, arrastrándose sobre los zapatos de los policías, chocando contra los neumáticos del coche. Ahora, podían oírlos también, con un sonido rezumante, como si se inyectara un fango pegajoso a través de innumerables tuberías.
—Larguémonos de aquí —dijo el commissaris, sacudiéndose los animales que tenía sobre los zapatos y pisando inadvertidamente algunos de ellos.
El guardia resbaló y se hubiera caído de no haberle agarrado por el codo la gruesa mano de Grijpstra. Entraron los tres en el coche.
—Si pongo en marcha el coche, los mataré a miles —dijo el agente.
El commissaris miró hacia el lago.
—Siguen viniendo, y es posible que vengan durante todo el día. Debe de ser su período de desove. O tal vez haya una plaga de sapos. Aquel maldito vigilante no hubiera tenido que permitirnos la entrada. Sáquenos de aquí, guardia, pues tenemos una cita que debemos respetar.
A lo largo de centenares de metros, los sapos se arrastraron, se adhirieron y estallaron, mientras el Citroën seguía aplastándolos. El guardia lanzaba juramentos mientras se agarraba al volante como si quisiera arrancarlo de su eje. La materia viscosa de aquellos pequeños cadáveres rellenaba las estrías de los neumáticos, obligando al coche a describir unas eses violentas, y por dos veces se salieron del camino, sobre unas ruedas que no se agarraban a la calzada. Grijpstra se sintió mareado y se tapó los oídos para sofocar aquellos líquidos y continuos chasquidos. Trataba de no pensar en los caracoles, a los que imaginaba deslizándose por su estómago en un mar de nata, y respiraba trabajosamente. Podía ver los ojos del guardia, abiertos y aterrados, en el espejo retrovisor.
—Ya está —anunció el commissaris alegremente—. Hemos pasado. Siga adelante y maniobre un par de veces en aquel lugar cubierto de arena. Allí podrá limpiar los neumáticos.
—De momento, esta chica será nuestro último sospechoso —estaba diciendo el commissaris—, pero Abe Rogge debía de tener muchas amistades de carácter íntimo. Nos enfrentamos a una multitud, Grijpstra. Es posible que ni siquiera hayamos comenzado.
Grijpstra no contestó y el commissaris se inclinó hacia adelante para ver mejor. La condición nerviosa de Grijpstra no llevaba trazas de mejorar; más bien parecía haber empeorado. Su piel tenía un tono grisáceo y el brigada parecía incapaz de controlar sus manos, que jugueteaban con el extremo de su corbata.
—Señor —dijo el guardia, señalando hacia una casa flotante recién pintada.
Grijpstra gruñó y se apeó del coche. El commissaris se disponía a seguirle, pero se contuvo al ver que Grijpstra se sostenía sobre un solo pie en el muelle y chillaba.
—¡Vaya con cuidado, señor! —gritó Grijpstra—. Esto está lleno de mierda.
El commissaris echó un vistazo. El culpable debía de ser un perro de gran tamaño, probablemente un perro grande y enfermo. Las cagarrutas, de un color amarillo verdoso, recubrían varios adoquines y Grijpstra había pisado exactamente en medio de ellas. El guardia cerró los ojos, volvió a abrirlos y obligó a su cuerpo a moverse. Rodeó el coche, abrió el maletero y sacó de él un cepillo de cerdas duras provisto de un largo mango. Grijpstra se apoyó en un farol mientras el guardia empezaba a trabajar.
—Es usted un individuo muy excitable —dijo el commissaris—. ¿Nunca había pisado caca de perro, brigada?
—A menudo —contestó Grijpstra con irritación—. Creo que todos los días de mi vida. Atraigo la mierda de los perros. Si hay una cagada de perro en una calle, yo meto todo el pie en ella. Ciertas personas juzgan que esto es divertido. Les amenizo la vida.
—Yo no creo que sea divertido —objetó el commissaris—, y tampoco el guardia aquí presente.
—Pues de Gier cree que es divertido. Ayer, cuando íbamos a buscar el coche en el patio de la policía, pisé una mierda de estas y, puesto que yo corría, patiné un buen trecho. Se rio… ¡se rio el hijo de puta! ¡Con lágrimas en los ojos! ¡Se daba palmadas en los muslos! Sin embargo, la caca de perro es lo mismo para mí que un cadáver ensangrentado para él. Yo no me río cuando él se apoya en las paredes, a punto de desmayarse y de vomitar…
—Hummm —repuso el commissaris—; sin embargo, ahora está usted limpio. Muchas gracias, guardia. Vayamos a aquella embarcación antes de que ocurra cualquier otra cosa.
La joven les estaba esperando en el umbral de la puerta.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó al brigada—. ¿Por qué andaba dando saltos?
—He pisado las deposiciones de algún perro, señorita.
—El causante ha sido el pastor alemán de la otra casa. Últimamente no se encuentra muy bien. Yo tenía la intención de limpiarlo hoy todo, pero lo he olvidado. Quítese los zapatos, que por una vez mi barca está perfectamente limpia.
Grijpstra se agachó obedientemente. El commissaris se deslizó a su lado, encontró una butaca de aspecto confortable y se sentó en ella. La joven se quedó junto a Grijpstra hasta que los dos zapatos, puestos al revés, quedaron colocados en un rincón cercano a la puerta.
—¿Son ustedes de la policía? —preguntó la chica—. Siempre había creído que llevaban impermeables y sombreros de fieltro.
—Usted ha estado viendo películas antiguas —repuso el commissaris.
—¿Café? —preguntó la joven.
—No, muchas gracias, señorita.
El commissaris dio su aprobación a la joven. Unos ojos grandes y vivarachos en una cara pecosa. Unas trenzas rígidas, con cintas azules para asegurarlas. Un vestido que le llegaba hasta los tobillos, confeccionado con tela de algodón de un estampado colorido. Dientes irregulares pero muy blancos, en una boca voluntariosa. Un rayo de sol, pensó el commissaris jovialmente, precisamente lo que se necesitaba para dar fin a una jornada de trabajo.
—¿Vienen por lo de Abe? —preguntó la joven y miró a Grijpstra, que seguía de pie con un aspecto desamparado—. ¿Por qué no se sienta?
—¿Dónde? —quiso saber Grijpstra.
—Aquí mismo. —La chica le indicó una especie de bolsa de cuero informe, contigua a la butaca del commissaris, se agachó y dio una palmada en ella—. Es muy cómoda, está llena de piedras. La compré en España. Pruébela. —Grijpstra se sentó—. ¿Lo ve?
—Sí, señorita —dijo Grijpstra, y atornilló su amplio trasero en aquel saco.
Su respaldo se enderezó y ayudó a soportar su volumen, mientras las piedras crujían en el interior.
—Sí —dijo el commissaris—. Hemos venido por lo de Abe. Lo mataron ayer, como usted sabe. Nos han dicho que tenía usted amistad con el señor Rogge.
—Sí —confirmó la muchacha—. Una buena amistad. Nos acostábamos juntos.
—Sí, sí —dijo el commissaris.
—Es que me gusta ser precisa —se justificó la joven.
¿Por qué se mostrará tan alegre? —pensó Grijpstra—. Al fin y al cabo, aquel hombre ha muerto, ¿no es así? ¿No se siente trastornada?
Se movió en su asiento y las piedras volvieron a rechinar.
—No debe preocuparse. Esa bolsa no se romperá. Centenares de personas se han sentado en ella.
—¿De modo que Abe era su amante, no es así? —preguntó Grijpstra.
—Él era mi amante, pero yo no era su querida.
—Comprendo —dijo Grijpstra, no sin un cierto tono de duda.
—Pues yo no —reconoció el commissaris—. Si el señor Rogge era su amante, usted era su querida. Pienso que esta es la manera correcta de describir su relación mutua, ¿no es así?
—No —contestó la joven, sonriendo—. No, de ningún modo. Abe dormía con muchas chicas; acudían a él cuando chasqueaba los dedos…, y además lo hacían meneando la cola. Ni siquiera tenía que molestarse en seducirlas; ellas esperaban tan sólo que él se bajara los pantalones y pusiera manos a la obra. Yo no. Venía cuando yo quería que viniese y me dejaba cuando yo quería que se largase, y había de hablar conmigo y escuchar lo que decía yo. Nunca intenté ajustarme al programa de él. Soy una chica muy atareada. Yo tengo mi propio programa. Estudio y el Estado me paga mis estudios, puesto que me otorga una beca muy sustanciosa. Pretendo terminar mis estudios a su debido tiempo, preferiblemente antes si lo puedo conseguir. No deseo perder el tiempo.
Fue un largo discurso y lo pronunció casi con vehemencia, de pie en medio de aquella pequeña habitación. Grijpstra quedó impresionado. En cuanto al commissaris, parecía como si este no escuchara. Había estado mirando a su alrededor. El interior de la embarcación tenía un aspecto tan pulcro como el exterior. La joven no había abarrotado innecesariamente la habitación; todo lo que esta contenía parecía tener su función. Una mesa grande pero baja, cubierta por libros y papeles, y por una máquina de escribir. Unas cuantas plantas y un jarrón lleno de flores recién cortadas.
El commissaris se levantó y caminó hasta el extremo de la habitación, deteniéndose ante un banco de trabajo.
—¿Está usted realizando algún trabajo, señorita?
—Tilda —dijo la joven—. Tilda van Andringa de Kempenaar, pero llámeme tan sólo Tilda. Esto que ve aquí es un comedero para los pájaros o, mejor dicho, lo será algún día. Me está dando bastante trabajo.
—Van Andringa de Kempenaar —repitió el commissaris, entrecerrando los ojos. Su frente arrugada demostraba que estaba pensando, tratando de recordar—. Un apellido noble, que aparece en nuestros libros de historia ¿no es así?
—Sí —contestó ella secamente—, un apellido noble y una familia noble.
—¿Tal vez debiera dirigirme a usted como freule?
—No, desde luego —contestó ella—. Basta con Tilda. —Se recogió su largo vestido, dobló las rodillas y volvió a enderezarse—. En otros tiempos tuvimos propiedades e influencia en la corte, y no creo que pagáramos impuestos entonces, pero mi tatarabuelo se lo gastó todo en París, y desde entonces hemos sido como los demás y tenemos que trabajar para ganarnos la vida.
—Comprendo —dijo el commissaris, enseñando los dientes en una mueca mecánica—. ¿Un comedero para pájaros, ha dicho?
—Sí. Me gusta hacer cosas, pero esto me exige más trabajo de lo que yo había supuesto. Todavía hay que cubrirlo con una plancha metálica y cristal, pero antes tengo que terminar el interior. Se supone que ha de ser un dispositivo muy ingenioso, ¿comprende? El pájaro ha de situarse sobre esta varilla, y entonces caerá un poco de comida en esta bandeja. Hay una pequeña trampilla aquí, en contacto con la varilla. Sin embargo, no funciona como es debido. No cae suficiente comida en la bandeja, y tampoco quiero estar llenando continuamente el depósito. Este trasto lo colgaré en el exterior cuando esté terminado, y la única manera de llegar hasta él será a través del tejado; las ventanas de ese lado no se abren.
—Ya veo, ya veo —dijo el commissaris, apartándose del aparato—. Muy ingenioso. ¿Lo ha ideado usted misma?
—Me prestaron una cierta ayuda, pero no mucha. Me gusta inventar. Cuando era una niña, siempre estaba construyendo carros con las cajas de jabón. Uno de ellos obtuvo un premio en la escuela. Gané una carrera sobre él. ¿Quiere verlo?
—Por favor —dijeron a la vez el commissaris y Grijpstra.
La joven lo trajo y se enzarzó en una larga explicación técnica.
—Muy ingenioso —repitió el commissaris.
—¿Qué estudia usted, Tilda? —preguntó Grijpstra.
—Medicina. Estoy en el tercer curso. Quiero ser cirujana.
—Pero si es usted todavía muy joven —dijo Grijpstra con una voz atemorizada.
—Veintiuno.
—Obtendrá su título dentro de cuatro años —estaba murmurando Grijpstra.
Podía imaginarse a la joven como licenciada en medicina. De pronto, se vio a sí mismo atado a una mesa, en una habitación pintada de blanco. La joven se inclinaba sobre él. Blandía un bisturí, y el bisturí había de cortar su piel produciendo una profunda herida. Los dedos de ella estaban tocando músculos, nervios y órganos vitales puestos al descubierto. Un escalofrío erizó los pelos de la nuca de Grijpstra.
—Esto no tiene nada de particular —repuso la muchacha. Había observado la reacción de Grijpstra y sonreía maliciosamente—. Cualquiera que no sea estúpido del todo y que desee trabajar de firme ocho o diez horas al día, puede llegar a ser médico.
—Pero usted quiere ser cirujano —objetó Grijpstra.
—Sí. Tendré que trabajar en algún hospital durante otros siete años, más o menos. Sin embargo, valdrá la pena.
—Sí —admitió el commissaris—. ¿Tiene alguna idea sobre quién pudo matar a su amigo, Tilda?
La sonrisa se heló en la cara de ella. De pronto, pareció como si adquiriera conciencia de sí misma, situada entre sus dos interrogadores.
—No. No, no tengo la menor idea. Era un tipo siempre tan alegre y lleno de vida… Estoy segura de que nadie le odiaba. Esther ha dicho que lo mataron de una manera misteriosa. ¿Es cierto?
—Lo es —contestó el commissaris—. ¿Tiene alguna fotografía de él? Nosotros sólo lo vimos cuando ya estaba muerto.
Los ojos de la joven estaban ahora humedecidos.
—Sí, fotos de vacaciones. Voy a buscarlas.
Examinaron el álbum. Abe Rogge al timón de su embarcación, practicando el surf, apoyado en la barandilla de un ferry, y al volante de un coche antiguo. Louis Zilver aparecía en algunas de las fotografías, y también la propia Tilda, con su aspecto saludable y atractivo.
—Pescando —comentó el commissaris—. ¿Iba a pescar a menudo?
Señaló una fotografía en la que aparecía Abe luchando con una caña de pescar, inclinado hacia atrás y tirando con todas sus fuerzas.
—Esto era en África del Norte —explicó la joven—, el año pasado. Fuimos los dos solos. Enganchó un pez de gran tamaño y necesitó toda la tarde para sacarlo. Era un pez tan magnífico que yo le obligué a arrojarlo de nuevo al agua. Debía de pesar unos cien kilos.
—¿Dónde estuvo usted ayer por la tarde y la última noche? —preguntó Grijpstra.
—Aquí.
—¿Había alguien con usted?
—No, llamaron varias personas a la puerta y sonó el teléfono, pero no contesté. Estoy trabajando en un test. Ahora mismo debería dedicarme a él. No se me concede mucho tiempo, y tiene gran valor para las notas.
—Sí —admitió el commissaris—. En seguida nos vamos.
—Una jovencita dura de pelar —comentó Grijpstra en el coche—. No será fácil arrancarle información. Estuvo a punto de venirse abajo cuando usted le pidió que enseñara las fotografías, pero fue el único momento en que dio muestras de debilidad. Apostaría a que preside alguna organización femenina local, de signo más bien rojo.
—Sí, y al mismo tiempo es toda una freule —repuso el commissaris—. Creo que uno de sus antepasados fue un general que combatió contra Napoleón. He olvidado lo que hizo, pero fue algo valiente y original. Será una buena cirujana. Tal vez invente un método para operar las hemorroides sin dolor.
Grijpstra levantó la vista.
—¿Tiene usted hemorroides, señor?
—Ya no las tengo, pero me hicieron daño cuando me las extirparon. ¿Ha visto aquel comedero para los pájaros?
—Sí, señor. Una estructura bien diseñada. ¿Cree que la chica sería capaz de fabricar también un arma mortífera? ¿Algo capaz de arrojar una bola provista de púas?
—Estoy seguro de que puede hacerlo —contestó el commissaris—. Funcionaría con un potente resorte. Conté hasta seis resortes en su comedero para los pájaros.
—Es sólo un pensamiento —dijo Grijpstra—. Cualquiera que fuese su relación con Rogge, parece que funcionaba bien; por consiguiente, ¿por qué buscarse tanto trabajo para matarlo?
—La mentalidad femenina —contestó el commissaris—. Es un gran misterio. Mi esposa armó un jaleo considerable porque no le gustaba el hombre que nos suministraba el petróleo para nuestra calefacción central. Telefoneó a su jefe y dijo que, si no podían enviarle otra persona, cerraría su cuenta con ellos. Nunca pude averiguar qué tenía contra aquel hombre, pues a mí me parecía un individuo simpático, aunque algo estúpido. Sin embargo, ahora compramos el petróleo a otra empresa. Y es muy raro que mi esposa llegue a disgustarse. Esa chica sería capaz de dejarse arrebatar por la ira a la menor provocación. Obligó a aquel gigantón a devolver al agua un pez que le había costado horas de lucha. A usted le hizo quitarse los zapatos. Sabe exactamente lo que quiere. Estudia como una loca. Construye aparatos complicados sólo para divertirse. Se ha organizado su vida sexual a su manera.
—Un desagradable manojo de nervios —opinó Grijpstra—. Tal vez debiéramos volver mañana, señor, llevarla al depósito y encararla con el cadáver. Y después interrogarla durante unas cuantas horas. No tiene coartada y fácilmente pudo haber llegado hasta la casa de Rogge. Es una jovencita de aspecto insignificante. La policía antidisturbios la hubiera dejado pasar. Tal vez llevara un paquete con el aparato que disparó la bala. Se encaramó al tejado de aquella vieja embarcación situada frente a la casa, llamó a Abe…
—Podría ser —admitió el commissaris—, pero ahora voy a dejarle a usted en su casa. Mañana ya lo veremos. Tal vez de Gier y Cardozo encuentren una pista en el mercado callejero. Usted y yo nos sentaremos para reflexionar todo el día. O tal vez usted pueda ir también al mercado.
El coche se detuvo ante la casa de Grijpstra. El guardia que lo conducía miró hacia atrás, al alejarse de ella.
—No entra en su casa, señor —dijo el guardia—. Ha titubeado ante la puerta y después se ha alejado.
—¿De veras? —preguntó el commissaris.
—Bueno, creo que el hombre tiene razón —explicó el guardia—. Menuda mujer la del brigada. ¿Vio usted, esta mañana, a aquella mujer que asomó la cabeza por la ventana?
—La vi —contestó el commissaris.