12

—Vamos a comer —propuso el commissaris.

—Siempre lloran, ¿verdad? —comentó Grijpstra—. O parecen atontadas, como animales, estúpidos animales. Los sapos, los caracoles…

Se disponía a mencionar más animales estúpidos y viscosos, pero el commissaris le interrumpió.

—Caracoles —dijo el commissaris y se arrellanó en el asiento tapizado de goma espuma—. Sí, caracoles. Me gustaría comer unos cuantos caracoles para cenar. ¡Guardia!

—Señor —contestó el guardia.

—¿Recuerda aquel viejo molino, aquel restaurante al que usted me llevó hace algún tiempo, con el fiscal público?

—Sí, señor.

—Volveremos allí; es decir, si al brigada no le disgusta comer caracoles.

Grijpstra pareció dudar.

—Nunca los he comido, señor.

—¡Oh, pues le gustarán! Los franceses llevan miles de años comiéndolos y se dice que son más inteligentes que nosotros. ¿Le ha parecido estúpida esa mujer?

—La mujer en particular no, señor. Muchas personas se comportan estúpidamente cuando se ven relacionadas con la muerte.

—Se supone que no debe usted criticar, sino observar.

Grijpstra pareció disgustarse.

—La policía nunca critica.

El commissaris alargó su mano delgada, casi exangüe y dio unas palmadas en el sólido hombro de Grijpstra.

—Tiene razón, brigada. Usted recuerda sus lecciones. Nosotros observamos, relacionamos, llegamos a conclusiones y absorbemos conocimientos. Si es que podemos. El sospechoso siempre trata de escabullirse, y cuando conseguimos echarle mano los abogados le critican y le excusan alternativamente, y nuestras observaciones llegan a encajar con lo que los abogados dicen, y al final nadie sabe qué ocurrió en realidad, o por qué ocurrió.

La mano del commissaris volvía a reposar en su regazo, pero de pronto se convirtió en un puño y golpeó el asiento.

—¡Este es un caso absurdo, Grijpstra! No comprendo cómo pueden relacionarse todas estas personas. Por ejemplo, la mujer a la que acabamos de visitar ahora. Abe dormía con ella, pero dormía con otras muchas mujeres. ¿Qué veía en ella? No es especialmente atractiva… ¿Cree que era atractiva?

Los gruesos labios de Grijpstra dibujaron una sonrisa burlona y meneó la cabeza.

—No, señor. Piernas delgadas, no muy buen tipo, y un exceso de ricitos en una cabeza redonda. Sin embargo, nunca se pueden juzgar los gustos de un hombre.

—¿Y su inteligencia? —preguntó el commissaris, pero la expresión de Grijpstra no cambió.

—Una rata de biblioteca, señor.

—Exactamente —aprobó el commissaris—. Esto es. Viviendo con sus propias teorías o con lo que ella cree que son sus teorías, o sea en algo que otras personas y tal vez unos cuantos libros le han metido dentro. ¡Surrealismo! Y se supone que eso era el vínculo existente entre ella y nuestro difunto, un interés mutuo por las obras surrealistas francesas.

—¿Usted no cree en el surrealismo, señor?

El commissaris se encogió de hombros y miró a través de la ventanilla. El coche estaba siguiendo la estrecha carretera junto al río Amster y disfrutaban de una clara visión de la amplia superficie acuática, apenas turbada por una leve brisa que había perdido la mayor parte de su fuerza en la franja de juncos y matorrales que protegía al río.

—Sí, sí —admitió lentamente—, pero la palabra me irrita. No tiene sentido. Es como decir «Dios» o el «infinito» o el «punto en que se encuentran dos líneas paralelas». Dirán esas palabras y se enjugarán una lágrima. ¿Qué puede saber una chica como Corin Koops, un frágil saco de huesos coronado por un cerebro poco brillante, acerca del surrealismo?

Grijpstra apartó la mirada. Fingió rascarse la barbilla para ocultar su sonrisa, recordando que en cierta ocasión él había descrito al commissaris ante de Gier como una astilla coronada por una hoja de afeitar.

—No ha entendido nada de nada —prosiguió el commissaris—. Simplemente, no sabe nada. Tratan de definir algo que nunca puede captarse en una sola palabra, pero piensan igualmente en una palabra y después la utilizan como si tuviera un significado real. Como aquellos predicadores reformistas holandeses, que hablaban de Dios. Al menos, en los viejos tiempos. Ahora han aprendido algo más de modestia, y no quedan muchos de ellos, gracias al cielo. ¿Qué sabemos nosotros acerca de la realidad? Tal vez sepamos algo en un momento dado. Como esta mañana temprano, con mi tortuga semiinteligente paseándose entre la hierba mientras cantaba a lo lejos un tordo. Tal vez entonces yo he comprendido algo, pero cuando he tratado de echarle mano ya había desaparecido. Sin embargo, una mujer como la señorita Koops puede creer captarlo y acuñar una palabra, y al poco tiempo esta palabra está en los diccionarios. ¡Oiga!

Grijpstra, cuyos ojos se estaban cerrando, volvió a abrirlos.

—¡Guardia! —gritó el commissaris—. ¡Pare el coche!

El guardia accionó los frenos y Grijpstra salió proyectado hacia adelante.

—Dé marcha atrás —ordenó el commissaris en voz baja—, pero lentamente. Muy lentamente. No debemos asustarla. Allí —indicó el commissaris—. ¿La ve?

Grijpstra vio la garza, un majestuoso ejemplar que mediría más de un metro veinte, bajo un sauce a la derecha de la carretera, coronada su delicada cabeza por un penacho de plumas. Sostenía en su pico una carpa de gran tamaño, cuya cabeza y cola colgaban.

El agente se echó a reír.

—No sabe qué hacer con la carpa, señor. Ese pez debe pesar unas cuantas libras.

—Es cierto —comentó Grijpstra—. Las garzas capturan peces pequeños y se los tragan. Nunca logrará engullirse esa carpa. Sin embargo, ¿cómo se las ha arreglado para pescar una carpa dorada? Ya no quedan carpas doradas en el río y, además, el ave se encuentra al otro lado de la carretera, pues el río está detrás de nosotros.

—Debe de haber un estanque con peces detrás de esa mansión —sugirió el guardia—. La garza se metió allí y supo aprovechar la oportunidad.

—En marcha —ordenó el commissaris.

Grijpstra reaccionó cinco minutos más tarde. El commissaris no había abierto la boca y parecía estar medio dormido, con las manos sobre las rodillas y la cabeza reclinada en el respaldo de su asiento.

—La garza es un ave preciosa —dijo Grijpstra—, y esa garza era bellísima.

—Ciertamente —dijo el commissaris.

—No se ve tan a menudo una garza con una carpa dorada en el pico.

—Desde luego —repuso el commissaris.

Grijpstra hizo un nuevo intento.

—Me alegro de que hiciera parar el coche, señor.

—¿Por qué?

—Ha sido una escena muy bella, señor.

El commissaris señaló con la mano hacia el río.

—También el río es bello, Grijpstra, y está siempre aquí. Y los árboles, y también aquel viejo molino que se ve allí. Estamos rodeados por belleza. Incluso los nuevos bloques de apartamentos que hemos visto esta mañana son bellos, y no sólo al ponerse el sol o al despuntar la mañana.

—Pero no es lo mismo —objetó Grijpstra.

—Sí. La garza era diferente. Tenía una carpa dorada en el pico. Esto no tiene nada de usual. Es posible que esta repentina imagen improbable liberase algo en nosotros. Sólo ocurre cuando tenemos la impresión de que podemos ver algo, pero no deja de ser engañoso. Como el hombre que de pronto es derribado por un coche. Está cruzando la calle, entregado a sus sueños, y de repente se encuentra en el suelo, tendido de espalda, con una herida o con algún hueso roto. Lo he visto docenas de veces. Lloran, te agarran la mano, están totalmente trastornados. Entonces se les lleva inmediatamente al hospital, se les llena de medicamentos y lo que tal vez fueran entonces capaces de comprender, debido a que su mundo se rompió de pronto, se desvanece de nuevo.

—Ese pajarraco parecía bastante estúpido, señor —manifestó el guardia que conducía el coche.

—Como nosotros —repuso el commissaris—. Tenemos un caso interesantísimo, prácticamente atravesado en nuestra garganta, pero no tenemos la menor idea de lo que vamos a hacer con él.

La cena exigió toda una hora. Tomaron una docena de caracoles cada uno, con tostadas recién hechas y un robusto vino tinto procedente de una botella sin etiqueta. Grijpstra examinó su plato con suspicacia, extrayendo de rus caparazones aquellos pequeños grumos negros y elásticos, y frunciendo el ceño mientras los masticaba lentamente.

—¿Y bien? —inquirió el commissaris.

—Muy buenos —respondió Grijpstra, limpiando cuidadosamente su plato con un trozo de tostada—. Excelente salsa esta.

—¿Quiere más?

Grijpstra reflexionó y el commissaris movió la cabeza alentadoramente.

—Sí.

Grijpstra despachó otra media docena de caracoles. También comió medio pollo y un plato lleno de fresas, y pidió al camarero más nata.

—Si es que cabe en su plato —dijo el camarero.

—Inténtelo.

El camarero consiguió añadir algo más de nata.

—Puede dejar este cuenco sobre la mesa —dijo el commissaris—, y ponerlo en la cuenta.

Después, cuando salieron del restaurante, el commissaris aconsejó:

—Será mejor que esta noche no bese a su esposa. Esa salsa que tanto le ha gustado era de ajo puro.

—Nunca beso a mi esposa —contestó Grijpstra y eructó—. Perdone, señor.

—No importa, pero no me suelte regüeldos en el coche. Podría poner fuera de combate al chófer y todavía tenemos que visitar a la otra chica.

Grijpstra asintió muy serio, pero no estaba escuchando. Se le estaba formando un segundo eructo en el fondo de su esófago y parecía haberse atravesado de lado, y además retorcido. Ardía y cortaba simultáneamente, y Grijpstra empezó a golpearse el pecho con ansiedad, en un vano intento de desalojar aquel obstáculo gaseoso. El commissaris seguía hablando y el Citroën les esperaba al final del camino, con el guardia ante la puerta.

—Curioso tipo, ¿no cree? —preguntó el commissaris—. Siempre se niega a comer conmigo; el pobre hombre todavía vive en el siglo pasado. Probablemente habrá tomado una taza de café y unos huevos fritos con pan en la terraza, mientras nosotros nos hartábamos dentro. Procuraré que me dé su nota. Al fin y al cabo, no puedo permitir que pague de su bolsillo, ¿no cree?

Pero Grijpstra seguía golpeándose el pecho.

—¿Qué le ocurre?

—Vuelvo en seguida —contestó Grijpstra, dando media vuelta y subiendo de nuevo por el camino.

Oculto tras un grupo de arbolillos, se dio unos puñetazos en el pecho y agitó su cuerpo macizo, pero el eructo permaneció allí donde estaba, obstinadamente alojado bajo un impedimento invisible. Decidido a librarse de aquel estorbo, Grijpstra dio unos saltos, agitando los brazos, y de repente la acumulación de gases, que entretanto habían aumentado hasta convertirse en un regüeldo del más grueso calibre, ascendieron impetuosamente y entraron en contacto con sus cuerdas vocales, que vibraron primero en un largo gruñido y alcanzaron, en el momento culminante, todo el fragor de un trueno.

Grijpstra bajó los brazos y dio unos pasos atrás.

—¡Buen trabajo! —aprobó el camarero, que había estado observando a Grijpstra desde que este volvió a remontar el camino—. Fabuloso —añadió el hombre—. Nunca había oído nada semejante. Me extraña que todavía queden hojas en los árboles. Suelte un buen pedo ahora. ¡Vamos!

Grijpstra se sentía demasiado aliviado para ofenderse.

—¿No debería estar trabajando dentro? —se limitó a preguntar con amabilidad.

—Debería —concedió el camarero—, pero no lo hago. Estoy aquí, disfrutando de cinco minutos libres y fumando un cigarrillo. Es mi último día en este establecimiento. La semana que viene, abro un pequeño snack en la ciudad.

—¿Dónde? Tal vez venga a probarlo.

—Usted no, por favor —rogó el camarero.

Arrojó al suelo la colilla de su cigarrillo, la pisó y se alejó de allí.