11

El commissaris miró a la joven, que, con los ojos enrojecidos y sentada en una silla de respaldo alto, estudiaba una mancha en el papel de la pared. Habían prescindido de cortesías y él fue quien abordó directamente la cuestión.

—Nos han informado de que tenía usted amistad con Abe Rogge, señorita. Tal vez pueda usted decirnos algo sobre él. Cualquier información nos servirá de ayuda. Sabemos algo acerca de él, pero no lo suficiente. Alguien se tomó mucho trabajo para matarlo. Generalmente, hay una relación intensa entre asesino y víctima. Acaso usted pueda ayudarnos a descubrir qué les unía en este caso.

—Sí —dijo la mujer, sorbiendo con la nariz—. Le comprendo. ¡Pobre Abe! ¿Cómo murió? No lo supe hasta que la policía telefoneó esta mañana. No me he atrevido a telefonear a Esther. Debe de estar muy trastornada.

Grijpstra le ofreció una versión abreviada de lo que la policía sabía, dejando aparte los detalles más desagradables.

—Es horrible —comentó la mujer.

Al cabo de un rato logró calmarse. Sus dos visitantes tenían un aspecto inofensivo y estaban tomando café y fumando sus cigarros, procurando echar la ceniza en los platitos de sus tazas. Ella recordó entonces que no había puesto el cenicero en la mesa y se levantó para ir a buscar uno. Los dos hombres no parecían fuera de lugar en el pisito moderno situado en la planta superior de un edificio de apartamentos. El commissaris hizo un comentario sobre la vista que estos tenían. Identificó algunos de los campanarios de las iglesias y, cuando cometió un error, ella le corrigió.

—Sí —dijo ella—. Ahora lo entiendo. Ustedes me han venido a ver porque yo era su amiga, o, mejor dicho, una de sus amigas. No me importa, al menos no mucho. Abe podía resultar encantador, sabía cómo halagarme, y tampoco lo quería para mí sola. Estoy bastante satisfecha con mi rutina, y Abe la hubiera alterado si se hubiese instalado aquí. Tampoco se trataba tan sólo de cuestión de sexo; a menudo venía a charlar, sobre libros o sobre películas que había visto, y algunas veces salíamos juntos.

—¿Cómo era él? —quiso saber el commissaris.

—Extravagante.

—¿Qué quiere decir, señorita? —preguntó Grijpstra.

—Extravagante —repitió ella.

—¿En qué sentido? —inquirió el commissaris—. Supongo que no haría caras raras o andaría a gatas por los suelos, ¿verdad?

—No, no. ¿Cómo les explicaría yo? Tenía una idea poco corriente acerca de los valores. La mayoría de la gente tiene valores fijos, o ningún valor en absoluto. Abe parecía cambiar continuamente sus valores, pero sin mostrarse débil. Pensaba desde un ángulo que nadie podía captar. Yo tampoco le comprendía, a pesar de que lo intentaba a menudo.

El commissaris se había adelantado un poco en su silla.

—Esto no es suficiente, señorita. Debe contarnos algo más. Yo no puedo ver al hombre; sólo lo vimos ya difunto, ¿comprende? En cambio, usted le conocía bien…

—Sí. Lo intentaré. Bueno…, era valiente. Tal vez sea esta la palabra. No tenía miedo, nada le daba miedo. Cuando pensaba en algo lo hacía o trataba de hacerlo, y muchas de las cosas que hacía parecían absolutamente carentes de sentido. Eran cosas que no le llevaban a ninguna parte, pero a él no le importaba. Tal vez tampoco quisiera llegar a parte alguna. ¿Habrán oído hablar de su negocio, verdad?

—Cuentas de collar —dijo el commissaris—, y lana.

—Sí. Cosas curiosas. Hubiera podido ser un gran hombre de negocios, tal vez el director de una gran empresa, pero prefería vocear en el mercado, en el mercado callejero Albert Cuyp. Yo no lo creía al principio, hasta que estuve allí. Era un charlatán que hipnotizaba a las pobres amas de casa diciéndoles que eran creativas y admirando los feos suéteres y las horribles muñecas que habían confeccionado con las lanas que él les vendía. Resultaba patético ver a todas aquellas pobres estúpidas revoloteando alrededor de su puesto. Y él había estado a punto de graduarse en francés. Le conocí en la universidad; era el mejor estudiante de nuestro curso, el orgullo de sus profesores. Sus ensayos eran brillantes, todo lo que hacía era original, pero…

—Habla usted de él como si hubiera sido un fracasado —dijo el commissaris—, pero al parecer fue un hombre de gran éxito. Su negocio funcionaba bien, era un hombre adinerado, viajaba mucho, y no tenía mucho más de treinta años…

—Era un necio —le interrumpió la mujer, cuyo nombre había anotado el commissaris en su libreta como Corin Koops.

—No puede ser tan necio el que triunfa en un negocio —manifestó el commissaris—. Para muchas personas, sigue siendo la meta óptima.

—No lo decía en este sentido. Quiero decir que estaba despilfarrando su talento. Hubiera podido contribuir en algo a la sociedad. La mayoría de las personas se limitan a vivir, como si fuesen renacuajos. Crecen y, al cabo de un tiempo, empiezan a morirse. Son objetos vivientes, pero Abe era mucho más que eso.

—Sí —dijo el commissaris, arrellanándose de nuevo en la silla—. Comprendo. Ha dicho que usted y él hablaban de libros. ¿Qué libros le gustaban?

Ella frunció los labios, como si se dispusiera a sil bar. Grijpstra echó un vistazo a su reloj y su estómago ronroneó. «Gazuza —pensó Grijpstra—. Siento gazuza. Espero que me lleve a uno de aquellos bistrós. Me sentaría bien un bistec poco hecho con una patata asada. Una patata asada, muy grande».

—Libros sin moraleja. Leía algunos libros de viajes, escritos por aventureros. Personas que se limitaban a vagar por ahí y después escribían sus pensamientos. Y le gustaban los libros surrealistas.

—¿Surrealistas? —repitió Grijpstra.

—Es una filosofía. Los escritores surrealistas profundizan más que el novelista corriente, utilizando sueños y asociaciones inusuales. No les preocupa la lógica superficial, ni tratan de describir acontecimientos cotidianos, sino que apuntan hacia las raíces de la conducta humana.

—¿Sí? —dijo Grijpstra.

El commissaris explicó sonriendo:

—Como el bar de Nellie, Grijpstra. Como lo que piensa usted cuando está pescando, o cuando se despierta por la mañana.

—¿Cuando me afeito? —preguntó Grijpstra, sonriendo también—. Agua caliente y espuma en cantidad y una nueva hoja de afeitar, y nadie en el cuarto de baño, la puerta cerrada y dale que te pego con la brocha…

—¿En qué piensa cuando se afeita? —preguntó el commissaris.

Grijpstra se frotó enérgicamente su corta pelambrera.

—Es difícil decirlo, señor.

La mujer mostró cierto interés. Se dirigía a la cocina, con las tazas de café sucias, pero se detuvo y dio media vuelta.

—Trate de describir sus pensamientos —pidió Corin Koops.

—Sobre el mar —contestó Grijpstra—. Sobre todo acerca del mar, y nunca he sido marino, por lo que resulta extraño supongo. Pero cuando me afeito pienso en el mar. Grandes olas y un cielo azul.

—¿Podría darnos un ejemplo sacado de la vida de Abe, señorita? —pidió el commissaris.

—¿Algo surrealista, quiere decir? ¡Pero si toda su vida era así! Él vivía un sueño, incluso cuando se mostraba práctico. Nunca daba respuestas atinadas a preguntas sensatas, y parecía como si siempre estuviera cambiando de parecer. En su vida no había ninguna pauta fija. Era como una pastilla de jabón mojada.

De pronto, pareció exasperada y miró al commissaris con desesperación.

—Una vez estuvo aquí, por la noche, a primera hora de la madrugada. Había una fuerte tormenta. Las ventanas se estremecían y yo no podía dormir. Vi que él se levantaba y le dije que volviese a la cama. Un viento violento siempre me pone nerviosa y quería que él estuviera a mi lado. Sin embargo, me dijo que iba a navegar, y Louis Zilver me explicó más tarde que los dos fueron al gran lago con aquella pequeña embarcación de plástico y que estuvieron a punto de ahogarse.

Dejó la bandeja sobre la mesa y continuó:

—Sepa que los alemanes mataron a sus padres durante la guerra. Los arrastraron por la calle y los arrojaron a un vagón de ganado, y después los gasearon. No obstante, no parecía que él echase la culpa a los alemanes; incluso eligió el alemán como segundo idioma en la universidad.

—Los alemanes debían de buscarle a él, también —dijo Grijpstra.

—Sí, pero la patrulla de los SS no pudo encontrarle. Resultó que aquella mañana había ido a jugar a casa de un amigo. Él no culpaba a los alemanes, culpaba a los planetas.

—¿Los planetas?

—Sí. Creía que los planetas, Mercurio y Neptuno, y en especial Urano (estaba muy interesado en Urano y en todos los demás, cuyos nombres he olvidado), controlan nuestras vidas. Si los planetas forman ciertas constelaciones, hay guerra en la tierra, y cuando las constelaciones vuelven a cambiar cesa la guerra y hay paz durante un tiempo. Tenía una opinión muy baja sobre el esfuerzo humano. Él creía que somos criaturas ignorantes, puestas en movimiento por fuerzas que se hallan totalmente fuera de nuestro control. A menudo me decía que no podemos hacer nada con respecto a las cosas, excepto tal vez dejar de luchar contra el destino y tratar de movernos a su aire.

—Sin embargo, él era una persona muy activa —observó el commissaris.

—Exactamente. También se lo decía yo, pero se limitaba a reírse y decía que su actividad se debía a Urano, que casualmente tenía una gran potencia cuando él nació. Urano es el planeta del cambio.

—Por consiguiente, le alcanzó un rayo cósmico cuando nació y le convirtió en la clase de persona que era —dijo el commissaris—. Comprendido.

—Le hizo saltar de un lado a otro como una ardilla, ¿verdad? —preguntó Grijpstra.

Ella se echó a reír.

—Más bien como un mono, un mono grande y peludo, enloquecido. Un mono con unos ojos extraños y centelleantes.

—Su amigo debió de ser muy imprevisible —dijo el commissaris.

La joven recogió de nuevo la bandeja, pero la pregunta del commissaris pareció interesarle.

—No. En absoluto. Era muy fiable. Siempre pagaba sus deudas y hacía honor a sus compromisos. Si prometía algo, lo cumplía.

—Bien, hemos llegado a conocerle algo mejor —anunció el commissaris—. Muchísimas gracias. Hemos terminado. Todo lo que desearía preguntar antes de marcharnos es si recuerda dónde estaba usted ayer por la tarde y durante la noche.

La joven se mostró atemorizada.

—¿No sospechará de mí, verdad?

—No necesariamente, pero de todos modos deseamos saberlo.

—Estuve aquí toda la tarde y toda la noche. Sola. Trabajaba repasando unos exámenes.

—¿Vio usted a alguien? ¿Habló con alguien? ¿La telefoneó alguien?

—No.

—¿Tiene alguna idea sobre quién pudo haber deseado matar a Abe Rogge?

—No.

—¿Sabe qué fue lo que le mató? —inquirió Grijpstra.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir?

—¿Fueron los celos? ¿Una venganza? ¿Codicia?

Ella negó con la cabeza.

—Lo siento —dijo el commissaris—. Se me acaba de ocurrir otra pregunta. Usted ha descrito a su amigo como una especie de «superman» más bien negativo. Nunca se alteraba, creía que nada importaba, lo hacía todo bien, navegaba en plena tormenta y regresaba sano y salvo, leía libros poco corrientes, y precisamente en francés. ¿Era verdaderamente tan maravilloso? ¿No tenía ningún punto débil?

Los músculos faciales de la mujer, que habían estado trabajando nerviosamente, se aflojaron de pronto.

—Sí —respondió—. Tenía su punto débil. En una ocasión lloró entre mis brazos, y se maldijo a sí mismo mientras se afeitaba, aquí, en mi cuarto de baño. Había dejado la puerta abierta y pude oírlo.

—¿Por qué?

—Se lo pregunté en ambas ocasiones y me dio la misma respuesta. Dijo que era algo muy próximo a él, tan próximo que pensaba poder alcanzarlo, pero que después no podía.

—¿Y qué era?

—Dijo que no sabía lo que era.

Se encontraban ya ante la puerta cuando Grijpstra, pensando que no había resultado muy útil, hizo un nuevo intento.

—Hemos conocido a dos amigos del señor Rogge, señorita. Louis Zilver y Klaas Bezuur. ¿Sabe usted cuáles eran sus relaciones con ellos?

La mujer suspiró.

—Pasaba mucho tiempo con Louis. Incluso solía traerlo a cenar aquí. En cuanto al señor Bezuur, no lo sé muy bien. Abe hablaba con frecuencia de él. Creo que en otro tiempo fueron socios, pero Bezuur tiene ahora su propio negocio. Un día, Abe me llevó a la fábrica de Bezuur, o su almacén. No creo que fabriquen la maquinaria que hay allí; tengo entendido que sólo la guardan y la alquilan. Camiones pesados y toda clase de maquinaria móvil para hacer carreteras y trasladar tierras. Aquella tarde, Abe condujo una pala mecánica, recorriendo con ella todo el patio. También Louis estaba allí y conducía un tractor. Hicieron carreras los dos. Fue muy espectacular. Más tarde, Klaas se unió a ellos; también conducía una máquina, provista de una gran pala mecánica. Los estaba acosando, fingiendo atacarlos, pero daba marcha atrás en el último momento. Llegaron a asustarme.

—¿No había animadversión entre Abe y Klaas?

—No, aparentemente se habían separado, pero esto era todo. Se mostraron muy afectuosos cuando se vieron aquella tarde. Se abrazaron y se llamaron a gritos por sus nombres.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace unos meses, creo.

—¿Tenía otros amigos íntimos?

Ella volvió a suspirar.

—Conocía a miles de personas. Cada vez que íbamos juntos a la ciudad, daba la impresión de que saludaba a toda persona que se cruzara con nosotros. Chicas con las que se había acostado, suministradores, clientes, artistas, personas a las que conocía del mercado callejero o de la universidad, o de sus excursiones en barco. Yo me ponía nerviosa, pues era como si acompañara a una estrella de la televisión.

—Probablemente las disgustó a todas en un momento o en otro —dijo Grijpstra ceñudo, manteniendo la puerta abierta para que pasara el commissaris.

Corin estaba llorando cuando cerró la puerta tras él.