—Hola —dijo de Gier.
—Hola, guapo —contestó una voz dulzona.
—¿Minette?
—Sí, querido.
—Yo no soy su querido —dijo de Gier y miró frunciendo el ceño a Nellie, que le estaba observando desde el otro extremo del pequeño bar.
Nellie sonreía encantada y también Grijpstra sonreía. Grijpstra se había quitado su chaqueta y su corbata y se había sentado en un ángulo de la habitación, cerca de una ventana que había abierto y que dejaba ver un patio de reducidas dimensiones, donde una hilera de gorriones se había posado sobre una pared, abiertos sus picos y con las alas medio extendidas. Grijpstra fumaba un cigarro y se secaba el sudor del rostro con un gran pañuelo blanco muy sucio. Parecía satisfecho, a pesar del calor. Había arreglado las dos citas con las amiguitas de Rogge y dentro de poco iría a buscar al commissaris, pero entretanto no tenía otra cosa que hacer, aparte de observar a de Gier.
—Yo no soy su querido —estaba diciendo de Gier—. Soy el sargento de detectives de la Policía Municipal de Amsterdam, y vendré a verla para hacerle unas cuantas preguntas. Nada grave, tan sólo pura rutina.
—¿Policía? —repitió la voz azucarada—. También los quiero mucho. Tengo un buen cliente que es oficial de la policía. Tal vez sea usted como él. ¿Y cuándo vendrás a verme, cariño? ¿Ahora mismo?
—Ahora mismo —dijo de Gier, dirigiendo una mueca al teléfono—, y también quiero ver a su amiga Alice. ¿Quiere pedirle que venga también a su casa? Tengo aquí su número de teléfono y los tres primeros números son los mismos del suyo. Ha de vivir muy cerca de usted.
—¡Claro! —dijo Minette—. Vive en la misma casa, dos pisos más arriba. Le pediré que venga y le dedicaremos un número doble.
—No —contestó de Gier—, no se pase, pequeña. Tan sólo quiero simples respuestas a unas preguntas también muy simples. Llegaré dentro de unos quince minutos. Póngase algo encima.
Grijpstra se rio y de Gier le hizo un gesto para que guardara silencio.
—¿Qué quieres que me ponga encima, cariño? Tengo un uniforme muy bonito, con botones relucientes y botas de cuero, y un látigo pequeño. ¿O prefieres que me vista con encajes? ¿O tal vez que me ponga mi traje de noche negro? Ese que tiene una preciosa cremallera, que se abre si…
—¡No! —casi gritó de Gier—. ¿Cuál es la dirección?
—Alkemalaan cinco cero tres, cariño, pero no es necesario que me grites.
La voz todavía desprendía gotas de almíbar.
—¡Voy en seguida! —anunció de Gier.
«Un idiota —pensó Minette mientras colgaba el teléfono de plástico rojo oscuro, colocado en su mesilla de noche—, y además grosero. Pero ¿qué puede querer? Supongo que no estará persiguiendo a las putas, ¿verdad? Aquel otro policía también dijo que quería hacer unas preguntas, pero vino para lo de siempre y se quedó toda la noche. Son todos unos idiotas».
—Buenas tardes —dijo de Gier—. Soy el sargento de Gier. He telefoneado hace un cuarto de hora. ¿Es usted Minette?
—No, cariño —contestó aquella joven bajita—. Yo soy Alice. Minette te está esperando dentro. Entra, querido.
Le puso una mano en el brazo y tiró de él suavemente.
—¡Vaya, pero si eres muy guapo! —suspiró.
—Sí —contestó de Gier—. Soy un hombre hermoso.
Contempló aquellos ojos sonrientes y observó que eran verdes. Ojos de gato. La cara era triangular, como la de una mantis religiosa. Había estado examinando una fotografía en color de una mantis religiosa, en un libro que encontró en la Biblioteca Pública. El insecto tenía un aspecto exóticamente atractivo, era la materialización de un miedo subconsciente, con un rostro bello pero largos brazos y garras. Un insecto predador, decía el epígrafe. Una entidad con la que había que andar con mucho cuidado.
La joven se volvió y él la siguió hasta la salita. Era una muchacha bajita, pues no mediría mucho más de un metro y medio, pero bien formada y bien vestida con unos pantalones cortos de terciopelo y una blusa suelta con estampado de flores. Sus pies descalzos eran diminutos. Un diablillo, un diablillo travieso. Calculó que estaría ya cerca de los treinta años, pero su rostro suave no mostraba señales de desgaste. Tal vez no llevara demasiado tiempo en el oficio. Admiró las nalgas redondas y prietas y los negros y brillantes cabellos, recogidos en un moño.
—Esta sí que es Minette —explicó Alice, dando media vuelta y retrocediendo un paso, para que él pudiera precederla al entrar en la habitación—. Aquí está tu sargento, Minette.
—¡Caramba! —exclamó Minette—. ¡Qué buen mozo!
De Gier notó una sensación de alivio. Minette no era nada especial. Una muchacha rolliza, de caderas más bien anchas y con un rostro pintado de muñeca. Minette estaba sentada en un diván bajo, ataviada con una túnica que se deslizaba un poco; uno de sus pechos era visible. De Gier se estremeció imperceptiblemente. El pecho parecía uno de aquellos pasteles de gelatina que su madre solía servir en los cumpleaños. Los presentaba en una bandeja blanca, regados con una espesa salsa de crema.
—Quítese la americana, sargento —invitó Minette con la misma voz que había empleado por teléfono. Se mostró muy brusco cuando colgó—. Relájese, este es el lugar adecuado para hacerlo. Beba algo, acérquese y siéntese junto a mí. ¿Qué le gustaría tomar? Sírvele una cerveza, Alice. Tenemos cerveza muy fría en la nevera.
—No —contestó de Gier—. Nada de beber. Estoy trabajando. Gracias.
—Pues coja un cigarro —insistió Minette—. ¿Nos quedan todavía cigarros de aquellos largos y gruesos, Alice? Estaban en una caja grande, con un indio pintado en la tapa, ¿recuerdas?
Alice trajo la caja, la abrió, la puso en una mesita baja junto al sillón de la esquina, que de Gier había elegido juzgando que era el lugar más seguro de la habitación, y se sentó en la alfombra, muy cerca de la pierna de él.
—¿Fumará un cigarro, verdad, sargento?
—Sí —dijo de Gier—. Se lo agradezco.
La manita blanca tocó la caja, se deslizó sobre ella y cogió un cigarro. La joven lo acarició, mientras miraba a de Gier con languidez, y después lo despojó rápidamente de su envoltorio de plástico y lamió su extremo, moviendo con rapidez la punta de su lengua. Enseñó sus dientes pequeños y regulares, cuando vio que él la estaba contemplando. Sus largas pestañas descendieron lentamente y a continuación, con una sonrisa maliciosa, se metió el cigarro en la boca, le dio una vuelta y arrancó la punta de un mordisco.
—Ahí lo tiene, sargento —dijo, encendiendo una cerilla.
—Sí —repuso de Gier—, muchas gracias. Tengo entendido que ustedes dos se reunieron con un señor llamado Bezuur la noche pasada.
—Hace mucho calor aquí —dijo Alice—. El acondicionador de aire no funciona bien. Lo han reparado varias veces, pero nunca funciona cuando es más necesario. Deberías comprar otro nuevo, Minette. ¿Le importa que me quite la blusa, sargento?
Lo hizo antes de que él pudiera contestar. No llevaba nada debajo. Los pechos eran hermosos, muy pequeños y firmes. Se desperezó y se soltó el cabello, que descendió sobre sus hombros, y colocó las mechas de modo que taparan sus pezones. De Gier miraba con fijeza.
—Sí —admitió—. Hace aquí bastante calor. Afuera también. Y cerrar las ventanas no resulta demasiado conveniente. Vamos a ver, ¿cuánto tiempo pasaron las dos con el señor Bezuur, ayer? ¿Recuerdan las horas exactas? ¿Cuándo llegaron a su casa y cuándo se marcharon de ella?
—¿Bezuur? —preguntó Alice—. ¿Quién es Bezuur?
—Se trata de Klaas, claro —respondió Minette—. Aquel tipo gordo. Tú te pasaste la noche encima de él, ¿recuerdas?
—Oh —exclamó Alice—. Aquel tipo que parece un cerdo. Tú estuviste siempre encima de él, y no yo. Yo sólo bailé mientras él bebía… y comía… se comió un jamón entero. ¡Bah! Me alegro de que no me manoseara. ¿Por qué no se pone más fresco, sargento? Puedo sentarme en sus rodillas, apenas notará mi peso.
—Creo que a mí no me necesitáis aquí —dijo Minette, haciendo un puchero—. ¿Quiere que me vaya a la otra habitación?
—No —contestó rápidamente de Gier—, ¡no, no! Quédese aquí, y no pienso quitarme ninguna ropa. Por favor, ¿no pueden contestarme las dos a una simple pregunta? ¿Cuándo llegaron a casa de él y cuándo se marcharon?
—Vamos, vamos —dijo Alice, acercándose más a él—. No se enfade, sargento. Nosotras no le haremos pagar; puede considerarse seguro aquí. A nadie le importará que se quede una horita. Al fin y al cabo, no es un día muy indicado para trabajar, ¿no cree?
—¿Cuándo…? —preguntó de Gier, levantándose a medias de su butaca.
—Llegamos allí hacia las nueve de la noche pasada y nos marchamos a primera hora de esta mañana. Creo que eran más o menos las cinco. Un taxi nos llevó a casa.
—¿Y Bezuur estuvo con ustedes todo el tiempo?
—Desde luego.
—¿No se quedaron dormidas durante algún rato?
—Él estaba allí mientras yo dormía —aseguró Minette—. Precisamente a mi lado.
—¿Seguro?
—Sí. Puso su gorda pierna sobre mí y yo no podía marcharme. Me paró la circulación en la pierna y tuve que darme masaje.
De Gier miró hacia abajo. Alice se había estado acercando poco a poco a él y ahora se frotaba contra su pierna.
—Sí —dijo ella—. Él estuvo allí. Yo me dormí un rato en el sofá, pero al despertarme lo vi. Estaba allí, tal como usted está ahora aquí. Siéntese cómodamente, sargento, voy a sentarme sobre sus rodillas.
—No —protestó de Gier, levantándose.
Ella le siguió hacia la puerta y él se quedó con la pared contra la espalda, con la libreta entre las manos.
—Quiero su nombre completo y también el de Minette. Tendré que escribir un informe.
—¿Se encuentra en algún apuro aquel hombre gordo? —Alice volvía a estar muy cerca de él.
—En realidad, no. Sólo queremos saber dónde estuvo la noche pasada.
Empezó a tomar notas, mientras ella le daba los nombres y las fechas de nacimiento.
—¿Profesión? —preguntó de Gier.
—¡Ya lo sabe! —contestó Alice—. Somos señoritas acompañantes.
—Prostitutas —escribió de Gier—. Y ahora tengo que marcharme. Gracias por la información.
—Vuelva —murmuró Alice rápidamente—. Vivo dos pisos más arriba, en el número cinco siete cuatro. Llámeme por teléfono primero. No le cobraré nada.
—Seguro —dijo de Gier, deslizándose a través de la puerta.
—Y un cuerno —se dijo algo más tarde, mientras entraba violentamente la marcha en el Volkswagen.
¡Y un cuerno haría el papel del policía amigo para ayudarla cuando ella se viese en algún apuro! Sin embargo, le había puesto cachondo, la dichosa putilla. Precisamente lo que más le convenía en un día como aquel.
Tuvo que detenerse ante un semáforo y contempló sombrío un gran Mercedes que se había parado junto al Volkswagen. Ocupaban su asiento posterior dos hombres de mediana edad, bien trajeados y con corbata. Los dos fumaban cigarros. De Gier vio que uno de ellos exhalaba una nubecilla de humo, que desapareció inmediatamente, aspirada por el acondicionamiento de aire en el coche. Contempló el mojado extremo de su cigarro y lo tiró por la ventana, observando las chispas que despidió al chocar con el pavimento. El chófer del Mercedes le dirigió un guiño. Llevaba la gorra echada hacia atrás y se estaba aflojando la corbata.
—¿Mucho calor, verdad? —preguntó.
De Gier asintió con la cabeza. Los dos hombres instalados en el asiento posterior del coche se estaban riendo de algo.
—Sus pasajeros parecen estar muy frescos —comentó de Gier.
—Ellos están frescos —replicó el chófer, indicando con el pulgar el cristal de partición—. Pero yo no.
Cambió el semáforo y el Mercedes aceleró.
«Dos patanes —pensó de Gier—. Dos patanes bien forrados y un pobre diablo que los pasea por ahí».
Estaba pensando de nuevo en Alice. Grijpstra tenía su Nellie. Se obligó a sí mismo a pensar en otra cosa. Vio la bola con púas, tratando de visualizar su trayectoria al aproximarse a la ventana de Abe Rogge. Alguien estaba dirigiendo la bola, utilizando algún dispositivo. Pero ¿qué podía ser? Trató de visualizar también el dispositivo, pero no pudo ver nada con claridad, por más que se esforzó en ello.