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—Tendrá que alejarse de aquí, señor —dijo de Gier, que había subido al coche apenas Grijpstra se apeó de él—. Los disturbios volverán a empezar hoy en todas partes. No sé qué mosca les ha picado a esa gente, pero vuelven a concentrarse y unos excitan a otros. La policía antidisturbios llegará de un momento a otro.

El commissaris se había arrellanado en su asiento.

—¿Se encuentra bien, señor?

—No —contestó el commissaris con voz queda, hasta el punto de que de Gier tuvo que inclinarse para oírle—. Es ese dolor. Me ha estado acompañando todo el día y no da señales de ceder. Habla usted de disturbios. La policía antidisturbios no hará sino empeorarlos. No nos interesa una demostración de fuerza, sargento.

—No, señor. Sin embargo, ¿qué otra cosa podemos hacer? Empezarán a arrojar ladrillos y hay varias excavadoras en la plaza, junto con grúas y otras máquinas. En pocos minutos pueden destrozar bienes que valen una fortuna.

—Sí —admitió el commissaris en voz baja.

Una patrulla de policías antidisturbios pasó junto a ellos, a paso ligero. El commissaris se estremeció.

—Ya están aquí —dijo de Gier.

—Odio ese ruido de pisadas de botas. Lo oímos durante la guerra. En todo momento. Es un ruido estúpido. Ahora, deberíamos ser más inteligentes.

—Sí, señor —contestó de Gier.

Estaba mirando el rostro grisáceo y fatigado del commissaris. Un espasmo le movió ambas mejillas y los dientes amarillentos del commissaris quedaron al descubierto por un momento, en una mueca de agonía.

—Será mejor que le lleve a su casa, agente —dijo de Gier al conductor, y este asintió.

—Dentro de un minuto —dijo el commissaris—. Explíqueme lo que ha ocurrido, sargento. ¿Está aquí todavía el cadáver? ¿Ha podido organizarse todo para la venta callejera de mañana?

—Nos ocuparemos de esto algo más tarde, señor. Yo estaba en casa cuando telefoneó la Policía Fluvial, y vine en seguida aquí. Casualmente, Cardozo telefoneó cuando yo me disponía a salir, y por tanto vino también. He dispuesto que el cadáver sea trasladado al depósito. Aquí no tardarán en producirse incidentes callejeros y no quise que el difunto se viera mezclado en ellos. Cardozo me ha dicho que usted estaba conforme. Es el que habló con usted por la radio.

—Sí, sí. ¿Han encontrado algo? ¿Y ha acompañado a la señorita Rogge a su casa?

—Esther Rogge debe de haber llegado ya a su casa, señor. Tomó un autobús.

—¿Ha pasado toda la noche en su apartamento?

—Sí, señor.

—Comprendo. Y en cuanto al cadáver, ¿ha encontrado alguna pista?

—Sólo lo que Cardozo debe de haberle explicado, señor. Lo mató una cuchillada. Creo que estaba tratando de ponerse en contacto con usted por teléfono, en esa cabina cercana. Debió de ocurrir a primera hora de la mañana, alrededor de las cuatro, ha dicho el doctor. Tal vez vio que el asesino pasaba por esa calle. Acaso se creyó a salvo, vestido como una anciana, entró en la cabina telefónica y entonces lo apuñalaron por la espalda.

—Sí —dijo el commissaris—. Ella trataba de telefonearme, pero no pudo hacerlo. Pobre Elizabeth. Debía de estar marcando mi número cuando el asesino le pegó la cuchillada. Elizabeth era una mujer, de Gier, por lo que no debe referirse a ella como «él». Era una anciana muy agradable, y también valiente. Nunca hubiera debido pedirle que nos ayudara. Esa última noche, ella hubiera tenido que estar en su cama, con Tabby calentándole sus viejos pies.

—Pues no estaba en la cama —contestó de Gier—. Estaba precisamente aquí, observando cómo el asesino regresaba a la escena del crimen. Y también yo debí de estar aquí. Y Grijpstra. Ella fue arrastrada desde esta cabina hasta el agua; encontramos rastros de sangre en los adoquines. El asesino dispuso de todo el tiempo que necesitó. No se contentó con arrojar el cuerpo al agua. Si lo hubiera hecho, habría flotado y alguien lo habría encontrado casi inmediatamente. Lo ató con un trozo de cuerda. Es sorprendente que la Policía Fluvial lo haya encontrado tan pronto. Estaba bien escondido entre el muelle y esa casa flotante que hay allí.

—¿Y no encontró nada más que resultara especial, aparte de los rastros de sangre?

—Sí, señor. Los nudos en la cuerda. Eran nudos profesionales, hechos por un marino o por un pescador experto. Lo cual me recuerda, señor…

—¿Sí?

—Creo saber algo más acerca de la bola de caucho con púas que mató a Abe Rogge.

—Cuéntemelo.

—En cierta ocasión, señor, vi unos chiquillos que jugaban con una pelota atada a una cuerda elástica. La cuerda quedaba retenida por un peso colocado en medio de la calle. Creo que la bola que mató a Rogge estaba atada también a una cuerda. El asesino tiró de ella después, y esto explica que no la encontrásemos. Y creo que el asesino no estaba en la calle; estaba en el tejado de la vieja casa flotante atracada frente a la casa de los Rogge. Tal vez se ocultó detrás de la chimenea. Puede verlo usted mismo aquí, señor —y de Gier señaló hacia el otro lado del Canal de la Arboleda.

—Sí —dijo el commissaris—. Por consiguiente, es posible que los policías que estaban en la calle tampoco lo vieran. Es esto lo que quiere decirme, ¿verdad? Pero también había policías antidisturbios patrullando ese lado del canal. ¿Cree que ellos tampoco lo vieron?

—Debió de actuar con rapidez, señor. Se ocultaba en la casa flotante, salió a través de una de sus ventanas en el momento oportuno, lanzó la bola, tiró de ella, volvió a entrar por la ventana de la embarcación y desapareció después, cuando los guardias se encontraban en el otro extremo de la calle. Debieron de dejarle pasar sin ningún inconveniente. Probablemente, su aspecto era el de un ciudadano corriente, y en ningún momento pensaron que pudiera haber tomado parte en los disturbios. Creo que lo tomaron por alguien que vivía en aquella calle, y que se había alejado para hacer alguna compra o ir a algún recado.

—El asesino pudo haber sido una mujer —observó el commissaris—. Abe Rogge tenía muchas amigas. Una mujer celosa o una mujer humillada. Se supone que hoy debo ver a dos mujeres. Usted me dio los nombres y las direcciones de ellas, ¿recuerda? Estoy seguro de que ambas serán jóvenes y robustas, y capaces de arrojar bolas.

De Gier negó con la cabeza.

—¿No cree que el asesino pudo haber sido una mujer, sargento?

—Pudo ser, señor, ¿por qué no? Sin embargo, no puedo entender cómo se lanzó esta bola con tan certera puntería. Incluso desde el tejado de esa casa flotante hay una buena distancia, y la bola golpeó a Rogge en pleno rostro. Ahora bien, si la bola hubiera sido lanzada… Creo que hemos de pensar en una especie de máquina infernal, señor.

El commissaris hizo una mueca.

—Bueno, quiero decir que es una posibilidad, ¿no cree, señor?

El commissaris hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Pero una máquina que dispare o lance una bola hace ruido… ¿o tal vez era impulsada por un resorte? ¿Una ballesta quizás? Sin embargo, siempre se oye una especie de ruido de muelle. Un ruido bastante notable, diría yo. Los guardias que patrullaban esta calle hubieran tenido que oírlo.

—Una persona en el tejado de una casa flotante manejando un aparato extraño y ruidoso, mientras la policía antidisturbios recorre las cercanías… —en la voz del commissaris se reflejaba la duda.

—Tal vez no —admitió de Gier.

—Sin embargo, estoy de acuerdo con su idea de una bola unida a una cuerda, elástica o no —dijo el commissaris—. Es una idea muy inteligente la suya, sargento. Ha empezado por el buen camino y todo lo que debe hacer ahora es seguir su línea de razonamiento. Yo le ayudaré. Y también lo harán Grijpstra y Cardozo. Probablemente, la cosa es sencilla. Todo es sencillo cuando uno llega a comprenderlo —concluyó, e hizo una nueva mueca.

—¿Piensa en algo curioso, señor?

El commissaris gruñó y se frotó los músculos.

—Sí. Estaba pensando en algo que ocurrió el otro día. Mi esposa compró un nuevo tipo de silla plegable y la trajo a casa. Había olvidado cómo funcionaba y yo me entretuve con ella un rato, pero lo único que conseguí fue pellizcarme los dedos. Entonces entró la hija de nuestro vecino. Es retrasada mental, pero su minusvalidez no le impidió hacer una prueba con aquella maldita silla, y la tuvo montada en menos tiempo del que se necesita para contarlo. Le pedí que me enseñara cómo lo había hecho, pero no lo sabía. Evidentemente, la chica sólo podía resolver un problema con rapidez, pero sin pensar en él.

—¿Cree usted que ese dispositivo mortífero es como su silla plegable?

—Tal vez sí —contestó el commissaris—. Acaso debiéramos concentrarnos tan sólo en el problema y la solución aparecería por sí sola. Pensar puede requerir mucho tiempo, y no andamos sobrados de él.

—Sí —dijo de Gier—. Parece encontrarse mal, señor. ¿No debería irse a casa?

—Iré a casa ahora mismo. Quiero que esta tarde o esta noche me eche un vistazo a dos mujeres. Grijpstra tiene sus nombres y sus números de teléfono. Son dos prostitutas de las que se avisan por teléfono y estuvieron con Klaas Bezuur la noche pasada, desde las nueve hasta las cinco de esta mañana. ¡Grijpstra!

Grijpstra se acercó presuroso.

—Dígame, señor.

—Me voy un rato a casa, pues no me encuentro muy bien. Telefonee a las dos señoras que hemos de ver hoy; cítelas para esta tarde, al anochecer. Una vez haya convenido las horas, póngase en contacto con mi chófer y él le recogerá, y venga entonces a buscarme. Lo mejor sería que una de las chicas pudiera estar disponible antes de cenar y la otra después de la cena. De este modo, usted y yo dispondremos de algún tiempo para comer juntos. Quiero compensarle las molestias de haberle hecho trabajar hoy.

Grijpstra sacó su libreta y escribió los nombres y las direcciones de las dos chicas.

—Sí, señor. Al parecer, eran amiguitas del señor Rogge, ¿no es verdad?

—Así es. ¡Guardia! —exclamó el commissaris.

—¿Señor?

—Vamos a casa —susurró el commissaris.

Fue todo lo que pudo decir. El dolor estaba a punto de hacerle perder el conocimiento.

Grijpstra encontró a de Gier contemplando el tronco de un árbol. El cuerpo esbelto del sargento se balanceaba ligeramente, con las manos unidas a su espalda, mientras contemplaba ceñudamente la corteza verde del olmo.

También Cardozo estaba mirando al sargento.

—No le moleste —dijo Cardozo, reteniendo a Grijpstra—. Está atareado. Se está balanceando. Fíjese.

—Ya lo veo —contestó el brigada.

—Él no es judío, ¿verdad? —preguntó Cardozo.

—Que yo sepa no —respondió Grijpstra—. Sin embargo…, sí, creo que me dijo una vez que tiene una abuela judía.

—Ya lo ve —dijo Cardozo—. Es judío. Si su abuela era judía, también lo era su madre, y esto le convierte en judío. Se transmite por vía materna, lo cual es muy lógico. Nadie sabe nunca quién fue su padre, pero siempre se puede estar seguro acerca de la madre. Y los judíos se balancean, siempre se están balanceando. Es decir, cuando tienen un problema, o cuando se están concentrando en algo. Lo hacen durante sus plegarias. Adelante y atrás, adelante y atrás. La Inquisición española solía cazarnos porque nos balanceábamos. Era algo que no podíamos evitar. Y nos quemaban en la hoguera. Extraña costumbre, ¿verdad?

—No —contestó Grijpstra—. El sargento es un hombre corriente, como yo. Se está balanceando porque le apetece hacerlo. No porque tenga sangre judía. Tal vez no la tenga, aunque alguien sí me dijo que tenía una abuela judía.

—Holanda tuvo un solo filósofo —explicó Cardozo, hablando lentamente y articulando cada sílaba—. Spinoza. Era judío, y ni siquiera escribía en holandés; escribía en latín.

—¿Por qué no escribía en holandés?

—No podía hacerlo. ¿Ha tratado usted alguna vez de expresar en holandés pensamientos sutiles?

—Yo nunca tengo pensamientos sutiles —repuso Grijpstra—, pero ya sería hora de que tuviéramos alguno.

—Sí —admitió de Gier, y dejó de balancearse—. Convendría que hiciera usted algo aunque sólo fuera para variar, Cardozo, en vez de demostrar la superioridad de su raza. El commissaris quiere que me ayude. Escúcheme.

Explicó su teoría acerca del arma.

—Una bola y una cuerda elástica —dijo Cardozo—. Sí.

—Por consiguiente, ¿cómo arreglárselas para darle a Rogge en plena cara, desde aquella distancia?

Cardozo cruzó sus manos a su espalda, cerró los ojos y empezó a balancearse. Al cabo de un rato, volvió a abrir los ojos.

—Se lo diré, sargento, cuando lo sepa. Acudirá a mi mente. Pero no si usted me atosiga.

—Bah —repuso de Gier.

Recordaba cómo había ayudado a los agentes de la Policía Fluvial a izar el cadáver de aquella vieja desde el canal. También recordaba la expresión del rostro del cadáver. La habían matado mientras trataba de comunicar alguna información. En aquella cara se leía el afán, y también una cierta dulzura. Había estado a punto de hablar con el commissaris, con su viejo y fiable amigo. Era una expresión que denotaba afecto. Afecto y anhelo.

La mano de Grijpstra se había posado en el hombro del sargento.

—Vámonos —dijo Grijpstra—. Tú y yo tenemos que hacer varias cosas. Tú has de echar un vistazo a un par de putas, y yo tengo que telefonear a unas agradables señoritas. Pero disponemos de algún tiempo. Deja de contemplar este árbol, que no puede decirte nada. No deja de ser extraño atar un cadáver a un árbol y después arrojarlo al agua. Voy a tomar una copa, ¿quieres acompañarme?

—¿Puedo ir yo también? —preguntó Cardozo.

—No. Usted es demasiado joven. Vamos a visitar a una amiga mía, y si usted la ve, después no podrá trabajar Necesita toda su fuerza para mañana. ¿No vais a convertiros los dos en vendedores callejeros, mañana?

—Entonces de Gier tampoco puede ir —alegó Cardozo—. Él también habrá de hacer de vendedor callejero.

—Tiene razón —admitió Grijpstra—. Iré yo solo.

—¿Nellie? —preguntó de Gier.

—Sí. —Grijpstra estaba sonriendo—. Iré a verla yo solo. Me cambiará el humor. El de hoy ha sido lo que se llama un día. Otro cadáver. Dos cadáveres son ya demasiado. Amsterdam es una ciudad tranquila. Holanda tiene el índice de delitos más bajo del mundo. Tú también asististe a aquella conferencia, ¿verdad? Aquel majadero debería estar aquí ahora. Un enano tonto y calvo. No puedo soportar a los criminólogos. Lo único que saben es estadística. Cuando aquel chiquillo fue violado y asesinado el año pasado, dijo que el porcentaje de críos asesinados por violadores es tan bajo que casi resulta insignificante. ¿Recuerdas el aspecto que tenía aquel chiquillo cuando lo encontraron?

—Según las estadísticas, este año tendremos otros cinco fiambres —dijo Cardozo—. Nada podemos hacer al respecto. Es algo que ocurrirá.

—Id a la mierda los dos —dijo Grijpstra y empezó a alejarse.

De Gier corrió detrás de él.

—¡Oiga! —gritó Cardozo.

—No pienso permitir que beba a solas —gritó de Gier a su vez—. Venga a recogerme mañana a las ocho y media, y asegúrese de que la furgoneta esté en orden y que contenga toda la mercancía.

—Sí, mi sargento —exclamó Cardozo—. Espero que se ahoguen en sus copas —añadió en voz más baja.