Un pudín como cara, pensó Grijpstra, volviendo la cabeza para contemplar a Klaas Bezuur. Nadie había dicho una palabra durante un minuto, como mínimo. El commissaris, en el extremo de aquella vasta habitación que abarcaba casi las tres cuartas partes del moderno bungalow, había hecho pensar a Grijpstra en el muñeco de trapo de su hijo menor, un objeto pequeño y perdido, arrojado sobre una gran butaca. El commissaris estaba pasando un mal rato. Agujas autopropulsadas y al rojo vivo estaban penetrando en los huesos de sus piernas. Respiraba profundamente y había entrecerrado los ojos, luchando contra la tentación de cerrarlos por completo. Se sentía muy cansado y ansiaba sumirse en el sueño. Sin embargo, había de mantener su mente centrada en el caso. Klaas Bezuur, el amigo del muerto, se encontraba frente a él.
Un pudín, pensó Grijpstra nuevamente. Han dejado caer un pudín sobre un cráneo humano. Un pudín de grasa esponjosa. La grasa se ha desparramado hacia abajo, desde el cráneo. Cubría los pómulos y después seguía descendiendo lentamente hasta las mandíbulas, pegándose a la barbilla.
Bezuur estaba sentado en el borde de su sillón, muy erguido. Su redondeada barriga colgaba sobre su cinturón y Grijpstra podía ver pliegues de carne, carne velluda, que ocultaban el ombligo. El hombre sudaba. El sudor de sus sobacos humedecía su camisa de seda a rayas, confeccionada a la medida. El rostro de Bezuur brillaba y en su estrecha frente se formaban gotas que se unían entre sí en diminutos torrentes, que después descendían hasta detenerse, titubeantes, cerca de la nariz pequeña y carnosa. Hacía mucho calor, desde luego. También Grijpstra sudaba.
Un hombrón, pensó Grijpstra. Más de un metro ochenta y cinco, y debe de pesar una tonelada. Comerá fácilmente por valor de un centenar de florines diarios. Probablemente, cuencos llenos de anacardos, y gambas, y un par de cubos de patatas, o de espaguetis, y toda una hogaza de pan moreno, pan cubierto con champiñones fritos y anguila ahumada, y gruesas lonjas de jamón.
Bezuur alargó un brazo y sacó una botella de cerveza de una caja colocada cerca de su sillón. Hizo saltar el tapón y llenó su vaso. La espesa espuma ascendió rápidamente y rebasó el borde del vaso, goteando sobre la espesa alfombra.
—¿Más cerveza, señores?
El commissaris negó con la cabeza. Grijpstra asintió. Bezuur extrajo el tapón de otra botella y cayó más espuma sobre la alfombra.
—Ahí la tiene, brigada.
Se miraron fijamente los dos y alzaron los vasos, profiriendo simultáneamente un gruñido.
Bezuur apuró todo el suyo. Grijpstra tomó un sorbo cuidadosamente medido, pues era su tercer vaso. Bezuur había vaciado seis desde que entraron en la habitación. Grijpstra depositó con delicadeza su vaso.
—Está muerto, el hijo de puta —dijo Bezuur y dejó su vaso, violentamente, sobre la mesa lateral recubierta de mármol. El vaso se rompió y él lo contempló con indiferencia—. Estúpido hijo de puta, el muy imbécil. O tal vez era inteligente. Siempre decía que la muerte es un viaje y que a él le gustaba viajar. Solía hablar a menudo sobre la muerte, incluso cuando era un muchacho. Hablaba mucho y también leía mucho. Años después, también bebía muchísimo. Era ya un alcohólico cuando tenía diecisiete años. ¿No se lo ha dicho nadie?
—No —contestó Grijpstra—, pero ahora nos lo dice usted.
—Un alcohólico —repitió Bezuur—. Llegó a alcoholizarse cuando entramos en la universidad. Estábamos siempre juntos, en la escuela y en la universidad. Pasamos nuestros exámenes de preuniversitario cuando teníamos dieciséis años. Éramos dos niños prodigio. Nunca trabajábamos, pero siempre pasábamos los exámenes. Yo era bueno en matemáticas y él lo era en idiomas. Cuando trabajábamos, lo hacíamos juntos. Éramos un equipo invencible; nadie o nada podía separarnos. Sólo trabajábamos cuando se presentaba un examen, y aun entonces sólo le dedicábamos un mínimo. Creo que era cuestión de orgullo. Nos gustaba exhibirnos. Fingíamos no escuchar en las clases, pero nos enterábamos de todo, y además lo recordábamos. Y tomábamos notas secretas, en trozos de papel; nosotros no usábamos libretas como los demás chicos. Y nada de deberes en casa; los deberes en casa para los párvulos. Nosotros leíamos. Pero él leía más que yo, y en la universidad empezó a beber.
—¿De veras? —preguntó Grijpstra.
—Sí.
La mano de Bezuur salió disparada y otra botella perdió su tapón. Contempló los cristales rotos y se volvió para mirar hacia la puerta de la cocina. Debía de tener más vasos en la cocina, pero esta quedaba demasiado lejos y, por lo tanto, bebió directamente de la botella, arrojando el tapón al suelo. Después miró el vaso de Grijpstra, pero todavía estaba lleno hasta la mitad.
—Creo que bebía una botella diaria. Ginebra. La bebía de cualquier marca, con tal de que estuviera fría. Un día no pudo ponerse los pantalones por la mañana, ya que sus manos temblaban demasiado. Él lo consideró divertido, pero yo me sentí preocupado e hice que le viera un médico, que le ordenó que se abstuviera de beber. Lo hizo.
—¿De veras? —preguntó Grijpstra—. ¿Dejó de beber, así, por las buenas?
—Sí. Era muy inteligente. No quería ser un borracho porque se hubiera complicado su rutina.
—¿O sea que dejó de beber en el acto? —comentó Grijpstra, meneando la cabeza.
—Ya le he dicho que era inteligente —continuó Bezuur—. Sabía que le resultaría difícil romper el hábito, y por lo tanto tomó una medida drástica. Desapareció durante una temporada, creo que por unos tres meses. Fue a trabajar en una granja. Cuando regresó, se había quitado el hábito. Más tarde, empezó a beber de nuevo, pero entonces sabía cuándo tenía que parar. Dejaba de hacerlo a la tercera o cuarta copa, y después sólo bebía cosas suaves.
—¿Cerveza?
—La cerveza no es tan suave. No, bebía limonadas, hechas en casa. Se ocupaba él mismo de prepararlas, exprimiendo los limones y añadiendo azúcar. Con Abe, todo había de salir perfecto.
Bezuur se llevó de nuevo la botella a los labios, pero estaba vacía y la depositó con un golpe sobre la mesa. La botella se rompió y él se quedó mirándola.
—Parece usted un poco trastornado —dijo Grijpstra.
Bezuur miraba ahora hacia la pared, más allá del sillón de Grijpstra.
—Sí —admitió—, estoy trastornado. Ese hijo de puta ha muerto. ¿Cómo diablos llegó a ello? Hablé con Zilver por teléfono. Él dice que le arrojaron una bola, una bola metálica, pero que nadie puede encontrarla. ¿Es verdad?
Seguía contemplando la pared detrás del sillón de Grijpstra, y este se dio la vuelta. Había en la pared un cuadro, el retrato de una dama. La dama llevaba una falda larga de una tela que podía ser terciopelo, un sombrero con un velo, un complicado collar y nada más. Tenía los pechos muy rotundos, con los pezones mirando hacia arriba. La cara era una cara tranquila, delicada, con ojos soñadores y unos labios que se abrían para iniciar una sonrisa.
—Muy hermosa —dijo Grijpstra.
—Mi esposa.
Grijpstra se apresuró a mirar hacia otros lugares.
Bezuur se echó a reír y su risa resonó burbujeante y líquida, como si de repente se hubiera roto una cañería y el agua fluyera por la pared.
—Mi exesposa tendría que decir quizás, pero el divorcio todavía no se ha consumado. Me dejó hace unos meses y sus abogados me están apretando, y los míos se lo pasan fenómeno, escribiendo notas y más notas a un florín por palabra.
—¿Hijos?
—Una niña, pero no es mía. Es el fruto de una relación anterior. Y todo un fruto, una manzanita medio podrida y además estúpida… Sin embargo, poco me importa, pues también se largó.
—Por lo tanto, está usted solo.
Bezuur se rio de nuevo y el commissaris alzó la vista. Hubiese deseado que aquel hombre no se riese. Había encontrado la manera de tolerar el dolor en sus piernas, pero la hilaridad de Bezuur disipaba su concentración y el dolor atacaba de nuevo.
—No —dijo Bezuur, y alargó el brazo derecho para trazar con él un semicírculo.
—Amiguitas —sugirió Grijpstra.
—Sí. Chicas. Antes iba en busca de ellas, pero ahora vienen aquí. Resulta más fácil. Estoy demasiado gordo para correr de un lado a otro.
Contempló el suelo, pisoteando con un pie la empapada alfombra.
—¡Bah! Es cerveza. Trabajo para los tipos de la limpieza. Ya saben que ahora no es posible conseguir asistentas, aunque se las pague con lingotes de oro. Viene aquí una brigada de limpieza durante la semana, hombres ya viejos con uniformes blancos. Tienen un camión y la aspiradora más grande que jamás hayan visto. Limpian todo en una hora. Pero las chicas vienen los viernes o los sábados y lo dejan todo hecho una mierda, y yo me siento en medio de ella. ¡Bah!
Su brazo ejecutó de nuevo un movimiento de barrido, y Grijpstra lo siguió. Pudo contar cinco botellas de champaña vacías. Alguien había olvidado su lápiz de labios sobre el diván. Había también una mancha en la blanca pared, exactamente debajo del cuadro de la esposa de Bezuur.
—Sopa de tortuga —explicó Bezuur—. La tía puta perdió el equilibrio y la sopa manchó la pared. Menos mal que no estropeó el cuadro.
—¿Quién pintó este cuadro?
—¿Le gusta?
—Sí —contestó Grijpstra—. Sí. Creo que está muy logrado. Como aquel cuadro de los dos hombres en una pequeña embarcación, que vi en la pared del cuarto de Abe Rogge.
Bezuur examinó la caja de cartón que había junto a su sillón; sacó una botella, pero volvió a dejarla en la caja.
—¿Dos hombres en una embarcación? ¿De modo que también vio aquel cuadro? Es del mismo artista. Un viejo amigo nuestro, un judío ruso nacido en México, que solía venir a navegar con nosotros y también venía a la casa. Un tipo interesante, pero volvió a largarse. Creo que ahora está en Israel.
—¿Quiénes eran los dos hombres de la barca?
—Abe y yo —contestó Bezuur con voz gruesa—. Abe y yo. Dos amigos. Aquel tipo mejicano dijo que estábamos hechos el uno para el otro, lo vio aquella noche. Nos encontrábamos en el gran lago, la embarcación estaba anclada y habíamos sacado el esquife. Aquella noche regresamos tarde. Había una fluorescencia en el mar y el mejicano paseaba por cubierta. Se marchó al día siguiente; tenía que quedarse unos días más, pero se sintió tan inspirado por lo que vio aquella noche que tuvo que volver a su estudio para pintarlo. Abe compró el cuadro y, más tarde, yo encargué este. Aquel mejicano era muy caro, aunque fuese amigo nuestro, pero pintaba muy bien.
—Amigos —dijo el commissaris—. Buenos amigos. ¿Usted era un buen amigo de Abe, no es verdad, señor Bezuur?
—Lo era —contestó Bezuur, y de nuevo hubo aquella nota burbujeante en su voz, pero ahora parecía más próxima a las lágrimas—. El pobre hijo de puta ha muerto.
—¿Fueron buenos amigos hasta ayer?
—No —contestó Bezuur—. Perdimos el contacto. Él siguió su camino y yo seguí el mío. Tengo ahora un gran negocio y no dispongo de tiempo para jugar en el mercado callejero, pero disfruté con ello mientras duró.
—¿Cuándo emprendió cada uno de ustedes su propio camino?
—¿Y eso qué coño importa? —replicó Bezuur, y esto fue todo lo que pudieron obtener de él durante un buen rato.
Ahora lloraba, y había abierto otra botella, vertiendo la mitad de su contenido en el suelo. El arrebato duró unos minutos.
—Lo siento —dijo Bezuur con voz pastosa.
—No importa —contestó el commissaris, frotándose las piernas—. Lo comprendemos y lamento que le estemos importunando.
—¿Qué estudiaron el señor Rogge y usted en la universidad? —preguntó Grijpstra.
Bezuur levantó la vista. Parecía haber de nuevo cierta fuerza en él, y ya no tartajeaba al hablar.
Francés. Estudiamos francés.
—Sin embargo, a usted no le iban los idiomas. ¿No nos lo ha dicho antes? —preguntó el commissaris.
—Tampoco era tan malo —repuso Bezuur—. Incluso era bastante bueno. El francés es un idioma lógico, muy exacto. Tal vez hubiese preferido estudiar ciencias, pero ello me habría obligado a separarme de Abe, cosa para la que entonces no estaba preparado.
—¿Estudiaban de firme?
—Tal como lo hicimos en el preuniversitario, al menos en mi caso. Abe era más entusiasta. Leía todo lo que podía encontrar en la biblioteca de la universidad, comenzando por el estante superior a la izquierda y terminando por el estante inferior de la derecha. Si los libros no le interesaban, se limitaba a pasar las páginas, leyendo un poco aquí y otro poco allí, pero a menudo se leía todo el libro. Yo sólo leía lo que él seleccionaba para mí.
—¿Y qué más hacían los dos?
Bezuur contemplaba el retrato y el commissaris tuvo que repetir la pregunta.
—¿Qué más? Oh, rondábamos de una parte a otra. Yo tenía entonces una embarcación grande; íbamos a los lagos, a navegar. Y viajábamos. Abe tenía una furgoneta y fuimos a Francia y África del Norte, y una vez convencí a mi padre para que nos comprase pasajes en un viejo carguero que se dirigía a Haití, en el Caribe. Allí se habla francés, y dije que necesitábamos esta experiencia para nuestros estudios.
—¿Y su padre pagó también el pasaje de Abe? ¿No tenía Abe dinero propio?
—Algo tenía. Dinero alemán. Como sabe, los alemanes tuvieron que pagar después de la guerra, y le habían matado a sus padres. Consiguió un buen pellizco, y también Esther. Abe sabía manejar el dinero, y además hacía sus pequeños negocios. En aquellos días se dedicaba a comprar y vender armas antiguas.
—¿Armas? —inquirió el commissaris—. ¿No tendría por casualidad una maza con púas?
—No —contestó Bezuur, cuando hubo comprendido el significado de la pregunta—. No, de ningún modo; sables de caballería y bayonetas, cosas de ese estilo. ¿Cree que lo mataron con una de esas mazas?
—No importa —dijo el commissaris—. ¿Vivió alguna vez a expensas de su bolsillo?
Bezuur dijo que no con la cabeza.
—No, en realidad no. Aceptó aquel pasaje para Haití, pero lo compensó de otras maneras. Él sólo confiaba en sí mismo. A veces pedía prestado dinero, pero siempre lo pagaba a su debido tiempo y más tarde, cuando yo empecé a prestarle dinero en cantidad, pagaba un interés bancario. El interés fue idea suya, ya que yo nunca se lo pedí, pero él decía que yo tenía derecho a cobrarlo.
—¿Y por qué no pedía préstamos al banco?
—No quería que sus transacciones quedaran registradas. Él pedía prestado en metálico y pagaba también en metálico. Fingía ser un modesto buhonero, un individuo que vivía de lo que le rendía su puesto en la calle.
El commissaris miró a Grijpstra y este hizo la siguiente pregunta:
—¿Por qué abandonaron los dos la universidad?
Bezuur contempló su botella de cerveza y la sacudió.
—Sí, la abandonamos, antes de terminar los estudios. Fue idea de Abe. Dijo que la graduación era una pura memez, y que sólo nos cualificaría para convertirnos en maestros de escuela. Por otra parte, habíamos aprendido todo lo que deseábamos aprender. Por tanto, nos metimos en los negocios.
—¿El mercado callejero?
—Sí. Yo empecé a importar desde los países comunistas. En Rumania muchas personas hablan el francés, y fuimos allí para ver qué podíamos encontrar. En aquellos días, el bloque oriental empezaba a exportar géneros baratos, para conseguir divisas duras. Eral posible encontrar toda clase de gangas. Ofrecían lana, botones y cremalleras, y por esto nos encontramos en el mercado callejero. Al principio, los grandes almacenes no querían comprar y nosotros necesitábamos desembarazarnos del género. Nos ganamos bien la vida, pero después mi padre murió y me dejó ese negocio de maquinaria de cobras públicas, por lo que tuve que cambiar de vida.
—¿Lo lamentó?
—Sí —contestó Bezuur, y apuró lo que quedaba en la botella—. Todavía lo lamento. Una mala elección, pero no podía hacer otra cosa. Hay más dinero en las excavadoras que en los collares de cuentas de colores.
—¿Le importaba el dinero?
Bezuur asintió con seriedad.
—Sí.
—¿Y todavía le interesa?
No pareció que Bezuur le oyese.
—Una última pregunta —dijo entonces Grijpstra—. Acerca de esa fiesta de la última noche. ¿Cuándo comenzó y cuándo terminó?
Bezuur se frotó el vello de sus rollizas mejillas. Sus ojillos brillaron con astucia en sus órbitas rellenas de grasa.
—¿La coartada, verdad? Y ni siquiera sé cuándo mataron a Abe. Zilver no me lo dijo. La fiesta comenzó alrededor de las nueve de la noche. Si lo desean, las chicas pueden atestiguarlo. Debo de tener sus nombres y sus números de teléfono en alguna parte.
—¿Chicas para hacer compañía?
—Sí, claro. Putas.
Estaba buscando en los bolsillos de una chaqueta que antes se encontraba sobre el diván.
—Ahí lo tiene, números de teléfono. Pueden copiarlos. Los nombres son puro cuento, desde luego. Minette y Alice se hacen llamar, pero atienden a sus teléfonos si uno las necesita. Será mejor que lo intenten mañana, pues ahora deben de estar durmiendo. A las cinco de esta mañana las he mandado a su casa en un taxi. Habían consumido cuatro o cinco litros de champaña cada una, y otro tanto de comida.
Grijpstra anotó los números.
—Gracias.
—Perdone, señor —dijo el guardia, que llevaba algún tiempo de pie ante la puerta abierta.
—¿Qué hay, guardia?
—Le llaman por la radio, señor.
—Bien, creo que aquí hemos terminado —dijo el commissaris—. Gracias por su hospitalidad, señor Bezuur. Póngase en contacto conmigo si cree que puede decirme algo que no haya mencionado hasta el momento. Aquí tiene mi tarjeta. Nos gustaría resolver el caso.
—Se lo haré saber —aseguró Bezuur, levantándose—. Sabe Dios que estaré pensando en esto todo el tiempo. No he hecho otra cosa desde que Zilver telefoneó.
—Yo creía que estaba celebrando aquí una pequeña fiesta —comentó Grijpstra, con voz perfectamente neutra.
—Puedo pensar mientras celebro una fiesta —replicó Bezuur, guardándose la tarjeta del commissaris.
—Otro cadáver en el Canal de la Arboleda, señor —dijo la agente femenina de la sala de radio—. Lo ha encontrado la Policía Fluvial. Colgaba de una cuerda atada a un árbol, con la mitad del cuerpo sumergido en el agua y parcialmente oculto por una lancha amarrada allí. La Policía Fluvial ha sugerido que nos pusiéramos en contacto con usted. Han visto los telegramas[2] acerca del otro asesinato de la noche pasada. El mismo sector, señor. El sargento de Gier se encuentra ahora allí, acompañado por el detective Cardozo. Están en su coche, esperando instrucciones. ¿Desea hablar con ellos, señor?
—Póngame con ellos —ordenó el commissaris, contemplando ceñudo el micrófono que Grijpstra sostenía ante él.
—Cardozo a sus órdenes, señor.
—Vamos a reunimos con ustedes ahora mismo —anunció el commissaris, al tiempo que hacía un gesto al agente conductor y este ponía en marcha el coche.
El agente señaló hacia el techo del coche y enarcó las cejas, y el commissaris contestó afirmativamente, sin apenas mover los labios. La sirena empezó a aullar y la luz azul a centellear mientras el coche ganaba velocidad.
—¿Puede anticiparnos algo, Cardozo?
—El sargento de Gier conoce a la persona muerta, señor. Un hombre ya viejo, vestido de mujer. Había estado en la policía, señor.
La voz de Cardozo se había alzado, como si estuviera intentando formular una pregunta.
—Sí, la conozco, Cardozo. ¿Cómo murió?
—Una cuchillada en la espalda, señor. Debieron de matarlo en una cabina telefónica de este barrio, pues encontramos una pista. Fue arrastrado a través de la calle y lo arrojaron al canal. El asesino utilizó una cuerda de poca longitud, atándola bajo los sobacos del cadáver y sujetándola a un viejo olmo. No fue la cuerda lo que lo mató. Fue el cuchillo.
—¿Han encontrado el cuchillo?
—No, señor, pero el doctor dijo que era una herida de cuchillo. Penetró en el corazón por detrás. Un cuchillo de hoja larga.
—¿Cuándo murió ella?
—A primera hora de esta mañana, señor, opina el doctor.
—En seguida estaremos allí.
—La Policía Fluvial desea quedarse con el cadáver, señor. ¿Pueden llevárselo? Ahora, todo está tranquilo, pero cabe que empiecen de nuevo en cualquier momento los disturbios, y estamos bloqueando la calle con nuestros coches.
—Sí —contestó el commissaris con voz fatigada, contemplando un autobús municipal que trataba de ceder el paso al Citroën.
El agente que conducía el coche intentaba adelantar al autobús, pero llegaban varios coches en dirección opuesta. La sirena lanzaba su ominoso aullido directamente sobre sus cabezas. El commissaris colocó una mano tranquilizadora en el hombro del agente y el coche disminuyó obedientemente la marcha.
—Pueden quedarse con el cadáver, Cardozo. Corto y fin de transmisión.
Grijpstra también contemplaba el tráfico que se dirigía hacia ellos. Y suspiró satisfecho cuando el Citroën volvió a colocarse detrás del autobús.
—¡Maldito imprudente! —dijo al guardia—. ¿Qué trata de hacer, convertirse en un héroe?
El guardia no oyó sus palabras. El autobús se desvió a un lado de la calle, tras encontrar por fin un espacio libre de ciclistas y el Citroën salió disparado de nuevo.
—Mierda —comentó Grijpstra en voz baja.
—Tiene toda la razón —dijo el commissaris.
—¿Cómo, señor?
—Fue poco inteligente por mi parte —explicó el commissaris— pedirle a aquella pobre señora que volviera a trabajar en la policía. Igual hubiese dado que yo le hubiera pegado un tiro allí mismo.