7

—No, querido —dijo la esposa del commissaris, somnolienta, y se dio la vuelta en la cama—. Todavía es temprano, y es domingo. Prepararé el café un poco más tarde; déjame dormir un rato más, dormir, dormir…

El resto de la frase fue un murmullo que no tardó en convertirse en un ronquido suave, agradable, incluso cortés. El commissaris le dio unas palmaditas en el hombro, con una mano delgada y blanca. Él no había pedido café; en realidad, no había pedido nada en absoluto. Probablemente, ella había observado que él estaba despierto y su sentido del deber se había puesto en marcha. Querida Katrien, pensó el commissaris, querida y excelente compañera, compañera entre todas las compañeras, estás envejeciendo, cada vez más débil y cansada, y hay en tu cara más arrugas de las que yo pueda contar. ¿Has compartido alguna vez mis pensamientos? Tal vez sí lo hayas hecho.

Le acarició de nuevo el hombro y el suave ronquido se transformó en una respiración profunda. Él se sentó, apartó la sábana y las mantas y cruzó las piernas, enderezando su columna vertebral. Encendió un cigarrillo e inhaló el primer humo del día, proyectándolo hacia la ventana abierta. En el jardín, su tortuga estaría merodeando ya entre la hierba. Eran las ocho de la mañana, y domingo. La ciudad guardaba silencio, sin el rugido y los estrépitos habituales del tráfico. Un tordo cantó en el jardín, los gorriones habían abandonado sus nidos sobre la tubería del desagüe y pululaban en el seto, piando dulcemente, y las urracas buscaban más ramitas para reforzar su nido construido en lo alto del chopo. Podía oír sus aleteos mientras revoloteaban frente a su ventana. El commissaris lanzó un gruñido de satisfacción.

Había tenido un sueño y estaba escudriñando en su memoria. Había sido un sueño interesante y deseaba experimentarlo de nuevo. Algo que tenía que ver con el jardín y con el pequeño estanque al pie del chopo, y con un chapoteo. Chupó su cigarro y el sueño volvió a aparecer. Había estado en el jardín, pero su jardín era mucho más grande y se extendía hasta lo lejos, y el estanque era un vasto lago. Y el chopo era un bosque, y la tortuga estaba cerca de él. La tortuga conservaba su tamaño normal, pequeña, compacta, discreta y amistosa, con una hoja de lechuga en la boca. El commissaris había estado esperando algo, y también la tortuga, puesto que enderezaba su cuello correoso y masticaba excitadamente. Había estado contemplando el cielo, de un azul metálico, y la luna redonda y blanca que inundaba el césped con su luz suave y pálida.

Y entonces llegó aquello. Un punto purpúreo, cuyo tamaño aumentaba rápidamente. Era algo de color malva y en movimiento. Algo que se dividía en dos formas individuales pero similares. Hembras, con grandes alas. Estaban tan cerca que él podía ver sus largas extremidades, sus pechos curvados y sus rostros serenos. Veía sus facciones, pómulos altos y ojos rasgados. Unos rostros tranquilos, pero en los que se reflejaba una intensa finalidad. Las alas batían al moverse aquellas formas sobre él, sobre él y la tortuga, que había perdido su benigna impasibilidad y estaba tratando de bailar entre las hierbas, además de haber dejado caer su hoja de lechuga. El commissaris se había puesto en cuclillas, agarrándose al caparazón de la tortuga. Reconocía los rostros de aquellas formas aladas. Se parecían a aquel papú que en cierta ocasión había sido arrestado por los detectives del grupo de homicidios, y que había escapado sin dejar traza de su persona. Tal vez fuesen sus hermanas. O sus mensajeras, o acaso sus pensamientos, que llegaban desde allí donde estuviera él ahora. El commissaris perdió su asociación de ideas. Las apariciones estaban ahora tan cerca, por encima de él, que si hubiese alargado la mano habría podido tocarles sus esbeltos tobillos.

Las alas se movieron de nuevo y ahora las figuras ganaron altura. Revolotearon por encima del lago y después, primero una y después la otra, plegaron las alas y se dejaron caer. Alcanzaron la superficie del lago como si fueran flechas, y penetraron en él directamente, a través de las aguas.

La tortuga había perdido todo dominio sobre sí misma y estaba haciendo cabriolas a los pies del commissaris, distrayendo su atención. Cuando alzó la vista de nuevo, las figuras de color malva se habían reunido con él sobre la hierba, con las alas extendidas, observándole y mostrando una expresión divertida en sus ojos centelleantes y sus bocas sonrientes. Esto había sido el sueño. Se frotó la zona calva de su cabeza, sorprendido al comprobar que el sueño había vuelto a su recuerdo. No le gustaba el color púrpura ni tampoco el malva, y nunca se había sentido particularmente impresionado por ángeles alados y desnudos. ¿De dónde procedían aquellas imágenes?

También recordó los sucesos de la velada anterior. El bar de Nellie. Los colores de Nellie habían sido el púrpura y el malva, y, desde luego, el rosa. Volvió a ver los grandes y sólidos pechos de Nellie, y la hendidura entre ellos acerca de la cual se había mostrado tan poético el doctor. ¿Le habría impresionado tanto Nellie como para que le ayudara a formar ese sueño, junto con la amable presencia de su tortuga y la versión glorificada de su jardín y del papú, un hombre que le había caído simpático desde el primer momento y cuya actitud le había dejado perplejo en aquel entonces?

El commissaris suspiró. Había sido un buen sueño. Descolgó el teléfono y marcó un número. El teléfono llamó durante un largo rato.

—De Gier.

La voz del teléfono tenía un sonido profundo y ronco.

—Buenos días, de Gier.

—Buenos días, señor.

—Oiga —dijo el commissaris—. Es temprano y es domingo, y, a juzgar por el tono de su voz, estaba usted durmiendo cuando ha sonado el teléfono. Quiero que se levante y se lave, que tome un poco de café y tal vez que se afeite. Cuando esté dispuesto, puede telefonearme aquí. Le estaré esperando.

—Sí, señor. Diez minutos.

—Digamos veinte. Puede desayunar antes, si gusta.

—De acuerdo —contestó de Gier.

El commissaris volvió a colgar el teléfono y se echó de nuevo. Después cambió de idea, se levantó y fue a la cocina en busca de unas hojas de lechuga. La tortuga le estaba esperando en el jardín e inmediatamente abandonó el césped y avanzó majestuosamente sobre las losas, en dirección a la puerta abierta del estudio del commissaris.

—Buenos días, señor —dijo nuevamente de Gier.

—Con respecto a la noche pasada —comenzó el commissaris—, ¿hay alguna novedad digna de mención?

—Sí —contestó de Gier—. La señorita Rogge me dio tres nombres y tres direcciones. ¿Tiene usted la pluma a mano, señor?

El commissaris anotó los nombres y las direcciones. De Gier siguió hablando.

—Sí, sí, sí —iba diciendo el commissaris.

—Tal vez Grijpstra y yo debiéramos visitar hoy a esa gente, señor.

—No. Grijpstra puede ir y yo lo acompañaré. Para usted tengo otros planes. ¿Está ya preparado?

—Sí, señor.

—Perfectamente. Vaya a nuestro garaje y pida la furgoneta gris. Después, vaya al almacén. Tenemos allí varios géneros confiscados: ropas, piezas de tejidos, un buen surtido… La semana próxima serán puestos a subasta, pero podemos disponer de todo. Esta mañana, algo más tarde, telefonearé al jefe administrativo, que estará en su casa.

—¿Tejidos? —preguntó de Gier—. ¿La furgoneta gris? ¿Quiere que traslade esas telas a otra parte?

—Sí. Al mercado callejero, mañana. Un detective debe ser un buen actor; mañana puede transformarse usted en un buhonero. Me pondré en contacto con el director del mercado Albert Cuyp, y él le concederá un puesto y una licencia temporal. Le bastará con unos pocos días. Haga amistad con los otros buhoneros. Si el asesino procede de ese mercado, usted podrá encontrar alguna pista.

—¿Sólo yo, señor? —exclamó de Gier, que distaba de sentirse satisfecho.

—No. Puede llevar consigo al sargento Sietsema.

—¿No puedo disponer de Cardozo?

—¿Cardozo? —repitió el commissaris—. Creía que a usted no le gustaba Cardozo. Están siempre peleándose los dos.

—¿Peleándonos, señor? ¡Pero si nunca discutimos! Yo le he estado enseñando.

—Enseñando… De acuerdo, llévese a Cardozo. Tal vez sea el tipo adecuado. Cardozo es judío y se supone que los judíos son buenos comerciantes. Tal vez será mejor que él sea el buhonero y usted su ayudante.

—Yo seré el buhonero, señor.

El commissaris sonrió.

—De acuerdo. Telefonee a Cardozo y dígale que se reúna con usted hoy mismo. Será mejor que le llame inmediatamente, antes de que salga para pasar el día fuera. ¿Y qué me dice de Esther Rogge? ¿Estaba más tranquila cuando la dejó usted anoche?

No hubo respuesta.

—¿De Gier?

—Está aquí conmigo, señor, en mi apartamento.

El commissaris miró a través de la ventana. Una de las urracas se había posado en la hierba y contemplaba a la tortuga. La tortuga le devolvía la mirada. Se preguntó qué podían tener en común aquellos dos seres.

—No es lo que está usted pensando, señor.

—No estaba pensando nada, de Gier, estaba mirando a mi tortuga.

—Esta noche he tenido un sueño, algo que tenía que ver con el papú. ¿Se acuerda del papú?

—Sí, señor.

—Un sueño extraño. Algo acerca de sus dos hermanas. Tenían alas y llegaban volando a mi jardín. Había luna llena y mi tortuga salía también en el sueño. Mi tortuga estaba excitada y saltaba en medio de la hierba.

—¿En su sueño, señor?

—Sí. Y era algo real, más real que la conversación que estoy sosteniendo ahora con usted. También usted sueña, según me dijo esta última noche.

—Sí, señor. En otro momento me gustaría que me contara algo más sobre su sueño.

—En otro momento —dijo el commissaris, y removió el café que su esposa había servido en la mesita junto a su cama—. En otro momento hablaremos de él. Pienso a menudo en el papú, posiblemente porque fue el único sospechoso que logró evadirse después de haberle echado mano nosotros. Será mejor que acompañe a la señorita Rogge a su casa, supongo. Yo le telefonearé esta noche y le diré qué hemos encontrado Grijpstra y yo, o también puede telefonearme usted. Mi esposa sabrá dónde localizarme.

—De acuerdo, señor —dijo de Gier, y colgó el teléfono.

A las once, el Citroën negro del commissaris estaba aparcado frente a la casa de Grijpstra, en la Lijnbaansgracht, frente a la Jefatura de Policía, y el commissaris tenía el dedo apoyado en el timbre.

—¿Sí? —preguntó la desgreñada cabeza de la señora Grijpstra, desde una ventana de la segunda planta.

—¿Está en casa su marido, señora?

—¡Oh, es usted, señor! Baja en seguida.

El commissaris tosió. Podía oír la voz de la mujer en el interior de la casa, así como las recias pisadas de Grijpstra en la estrecha escalera de madera. La puerta se abrió.

—Buenos días, señor —dijo Grijpstra—. Le pido que disculpe a mi esposa, señor. Ha engordado tanto que no puede moverse mucho, y ya no se ocupa de abrir la puerta. Se limita a sentarse junto a la ventana y a gritar continuamente. Delante del televisor, pero no habrá programas de televisión hasta esta tarde.

—No tiene importancia —contestó el commissaris.

—Iremos a ver primero a ese Bezuur, ¿no es así, señor? ¿Sabe él que vamos a visitarle?

Se encontraban ya en el coche y Grijpstra saludó al guardia de ojos soñolientos sentado ante el volante. El policía no iba de uniforme, pero llevaba una americana azul marino con el emblema del Club Deportivo de la Policía Municipal de Amsterdam, bordado en el bolsillo superior izquierdo.

—Sí. He telefoneado y nos recibirá en seguida. Después podemos almorzar en algún lugar y ver si podemos convocar a las dos señoritas por teléfono. Me gustaría verlas hoy mismo, más tarde, si ello es posible.

—Perfectamente —dijo Grijpstra, aceptando un cigarro.

—¿Seguro que no le importa trabajar en domingo, verdad, Grijpstra?

—No, señor. En absoluto.

—¿No debería sacar a sus pequeños a pasear?

—La semana pasada ya los llevé al zoo, señor, y hoy van a jugar a la casa de un amigo. Ya no son tan pequeños. El menor tiene seis años y el otro ocho.

El commissaris murmuró algo.

—¿Cómo dice, señor?

—No hubiera debido pedirle que viniese —repitió el commissaris—. Es usted un padre de familia y ha estado trabajando hasta más de medianoche. Hubiera podido venir igualmente Sietsema, pues no creo que esté trabajando ahora en nada.

—No, señor. Sin embargo, Sietsema no se ocupa de este caso, y yo sí.

El commissaris sonrió.

—A propósito, ¿cómo está su hijo mayor? Debe de tener ya sus dieciocho años, ¿no es así?

—Así es, señor, pero nada bueno puedo contarle acerca del chico.

—¿Va mal en sus estudios?

—Los ha dejado por completo y ahora quiere marcharse de casa. En el ejército no lo quieren y nunca encontrará un empleo, aunque quisiera buscarlo, cosa que no le interesa en absoluto. Dice que cuando se marche de casa solicitará la ayuda de la asistencia social. Últimamente, nunca sé dónde está. Yendo de un lado a otro en su pequeña motocicleta, y fumando chocolate con sus amigos. También se droga, pues el otro día lo pesqué con las manos en la masa. Cocaína en polvo.

—Eso es caro —observó el commissaris.

—Muy caro.

—¿Alguna idea de dónde obtiene el dinero?

—De mí no, señor.

—¿Por lo tanto…?

—Llevo largo tiempo en la policía, señor.

—¿Trafica?

—Un poco de todo, creo yo —contestó Grijpstra, mientras fingía contemplar los vehículos que circulaban junto a ellos—. Tráfico, robo de motos, raterías y algo de prostitución. No le gustan las chicas, así que nunca será un macarra, pero eso es lo único malo que no será nunca.

—¿Prostitución? —inquirió el commissaris.

—Va a los peores bares, aquellos lugares donde pescan al tendero recién llegado de provincias y hacen que los lleve a un motel.

—Mala cosa —observó el commissaris—. ¿Podemos hacer algo para frenarlo?

—No, señor. No estoy dispuesto a perseguir a mi propio hijo, pero uno de nuestros colegas le echará el guante y entonces vendrá lo del reformatorio, de donde saldrá peor de lo que es ahora. Yo lo doy por perdido. Y también los asistentes sociales. Ni siquiera le interesa mirar la televisión o el fútbol.

—Tampoco le interesan estas cosas al sargento de Gier —repuso el commissaris sonriendo—; por consiguiente, todavía hay esperanza.

—De Gier tiene un gato al que cuidar, y lee. Se dedica a varias cosas. Y tiene tiestos en el balcón, toca la flauta y practica el judo al menos una tarde por semana, y los domingos visita los museos. Y cuando una mujer le persigue, cede. Al menos algunas veces.

—Sí —dijo el commissaris, con una risita—. En estos momentos está cediendo.

Grijpstra reflexionó unos momentos.

—¿Esther Rogge? Nellie no quiso saber nada de él.

—Esther Rogge.

—Nunca aprenderá —refunfuñó Grijpstra—. ¡Será idiota el tío! Esta mujer está implicada en el caso.

—Es una mujer hermosa —repuso el commissaris—. Incluso una mujer refinada. Ella le hará bien.

—Por lo tanto, ¿a usted no le importa, señor? —el tono de la voz de Grijpstra denotaba alivio.

—Yo quiero encontrar al asesino —dijo el commissaris—, y rápidamente, antes de que lance su bola contra otra persona. Ese hombre tal vez no esté del todo cuerdo, y no cabe duda de que tiene sentido de la inventiva. Todavía no hemos averiguado qué clase de arma utilizó.

Grijpstra suspiró y se arrellanó en la blanda tapicería del coche.

—Después de todo, puede ser un caso bien sencillo. La víctima era un buhonero, un vendedor callejero. Generalmente, ganan más dinero de lo que pueda suponer el recaudador del fisco y ocultan la diferencia en cajas metálicas debajo de la cama, o en algún lugar secreto detrás de los paneles de la pared o debajo del suelo. Uno de mis informadores me dijo que a un amigote suyo, un hombre que vendía queso en la calle, le habían robado cien mil florines. El hombre del queso nunca denunció este robo, porque se suponía que no podía tener tanto dinero. Si los de Hacienda se hubieran enterado de ello, le habrían sacado al pobre infeliz al menos la mitad de su capital, de modo que el hombre guardó silencio y se limitó a llorar en solitario su pérdida. Pero tal vez Abe Rogge quiso defender su escondrijo, y esto le costó la vida.

—¿Recibiendo en plena cara el impacto de una bola con púas?

—Sí —contestó Grijpstra—, ¿por qué no? Tal vez el asesino es un hombre muy diestro con sus manos. Un ebanista, o un fontanero. Tal vez se fabricó su propia arma, o la inventó.

—Sin embargo, no se apoderó de la cartera de Abe —repuso el commissaris—. Y había mucho dinero en esa cartera. Si fue allí en busca de dinero, no hubiera dejado unos cuantos miles de florines en el bolsillo de su víctima. Le bastaba con alargar la mano. Y dice usted que puede ser un hombre de inventiva. Louis Zilver la tiene. ¿Recuerda la figura que estaba tratando de crear con cuentas de collares y alambres?

—La arrojó al cubo de la basura —dijo Grijpstra—, pues no logró más que una porquería. Sin embargo, la idea refleja inventiva, esto es verdad.

Grijpstra miró a través de la ventanilla del coche. Se encontraban ahora en la zona sur de Amsterdam y gigantescas estructuras de piedra y acero ocultaban el cielo, como enormes ladrillos perforados por pequeños orificios.

Y están llenos de gente, pensó Grijpstra. Gentecilla. Gentecilla inocente que prepara su almuerzo dominical, descansando en su casa, leyendo el periódico, jugando con sus críos y con sus animales, haciendo planes para el resto de la jornada. Echó un vistazo a su reloj. O tal vez tomando un desayuno dominical tardío, como el mejor momento de la semana.

El coche se detuvo ante un semáforo y pudo ver un balcón poblado por una familia completa. Padre, madre y dos hijos de corta edad. Había también un perro en el balcón. Uno de los niños hacía que el perro se mantuviera de pie sobre las patas traseras, balanceando una galleta por encima de su cabeza. El crío y el perrito constituían una imagen preciosa. Los geranios en los tiestos sujetos a la baranda del balcón estaban totalmente floridos.

Y nosotros dando caza a un asesino, pensó Grijpstra.

—Louis Zilver —decía el commissaris— tal vez no sea un joven muy bien equilibrado. Ayer hice revisar sus antecedentes. Tiene una sentencia anterior, por resistirse al arresto cuando lo prendieron borracho, armando un jaleo en la calle. Esto ocurrió hace unos pocos años. Atacó a los agentes que trataban de meterlo en un coche patrulla. El juez se mostró muy benigno con él: una multa y una amonestación. ¿Qué opina usted, brigada? ¿Lo ponemos en la lista de los principales sospechosos?

Los pensamientos de Grijpstra se centraban todavía en la familia del balcón. La familia armoniosa. La familia feliz. Se estaba preguntando si a él, el brigada Grijpstra, sabueso de pies planos, polizonte del hampa, infatigable seguidor de canales, callejuelas y oscuros pasajes, le agradaría ser feliz como aquel padre joven y saludable, entronizado en su balcón adornado con geranios, en el segundo piso de un enorme ladrillo transparente, frente a una de las avenidas principales.

—¿Grijpstra?

—Señor —contestó Grijpstra—. Sí, desde luego. Un sospechoso entre los principales. Con toda seguridad. En él se reúne todo. Motivo y oportunidad. Tal vez sentía codicia, quería el negocio para él solo. O estaba celoso de los éxitos interminables de Rogge. O tal vez deseaba a Esther y Abe no se lo permitía. O quizás trataba de llegar hasta Esther a través de Abe. Sin embargo, no lo sé.

—¿No? —preguntó el commissaris.

—No, señor. Es un chapucero, y eso es todo.

—¿Un chapucero? —repitió el commissaris—. ¿Por qué? Su habitación estaba bien ordenada, ¿no es así? Toda la contabilidad dispuesta ordenadamente en un estante. La cama estaba hecha y el suelo muy limpio. Estoy seguro de que Esther no se ocupaba de la habitación de él; debía de limpiarla él solo. Y sus ropas estaban limpias, incluso tenía marcada la raya en sus pantalones.

—A causa de Abe —dijo Grijpstra—. Abe lo encauzó. Pero antes de colgarse de Rogge, no era nada. Un desecho de la universidad, que dormía hasta muy tarde, bebía y jugueteaba con cuentas de collar. Funcionaba ahora porque Abe le obligaba a funcionar. Estoy seguro de que no es capaz de hacer nada por su cuenta.

—Quiere decir que no es capaz de fabricar un arma que dispare una bola con púas…

—Exactamente, señor.

—Sí, sí, sí —dijo el commissaris.

—Creo que el asesino puede tener una cierta conexión con el mercado callejero, y a mí me parece que también usted piensa lo mismo, señor, pues de lo contrario no obligaría a de Gier y Cardozo a comenzar esa mascarada mañana. ¿No ha dicho que van a convertirse en buhoneros?

—Sí —contestó el commissaris, y sonrió.

—Esta es la dirección, señor —anunció el guardia que conducía el coche.

Grijpstra lanzó un silbido de admiración al contemplar el bungalow que se alzaba en aquella baja colina artificial, emplazado en el centro de media hectárea, como mínimo, de césped recién cortado, adornado además con matorrales y plantas perennes. La verja estaba abierta y el Citroën enfiló el camino de entrada.

La puerta principal del bungalow se abrió cuando se apearon del coche.

—Bezuur —dijo el hombre, mientras estrechaba la mano del commissaris—. Les estaba esperando. Entren, por favor.