Su traje estaba manchado de detergente y en la pernera derecha del pantalón había trazos de pintura roja. No había advertido que alguien arrojase pintura, pero era indudable que alguien lo había hecho. Sus calcetines seguían mojados, pues, aunque el cañón de agua no lo había alcanzado de pleno, se había visto obligado a correr a través de los charcos y se había infiltrado barro en sus zapatos. Ansiaba regresar a su casa, tomar una ducha caliente y merodear por su pequeño apartamento con el quimono que había comprado en unos grandes almacenes que celebraban una semana de productos japoneses. Deseaba que Oliver se durmiera sobre sus piernas mientras él echaba un vistazo al periódico, fumaba y bebía té. También deseaba una cena, tal vez unos espaguetis, un plato que podía preparar rápidamente y que le salía sabroso, y Oliver estaría sentado en el sillón, su único sillón, mientras él se instalaba en cuclillas sobre su cama y comía los espaguetis directamente de la cacerola. Y después, más tarde, un cigarrillo en el balcón. Tendría que hacer algo con sus tiestos de flores. Había vuelto a plantar en ellos lobelia y aliso, como el año pasado, y tenía un geranio en un tiesto colgado en la pared. Seguramente habría plantas más interesantes. Se detuvo y lanzó un juramento. Elizabeth, la hábil jardinera. Nellie y sus trescientos cincuenta florines. ¿Se había incorporado al departamento de investigación criminal para encontrar a personas desquiciadas? ¿Para alternar con ellas? ¿Para tratar de comprenderlas? ¿Para descubrir, tal como había sugerido el commissaris, su propia conexión con ellas? ¡El commissaris! ¡Un hombrecillo parecido a un brujo, con su cojera!
«No deberías hablar así del commissaris, Rinus —se dijo a sí mismo—. Tú lo admiras, ¿recuerdas? Le aprecias. Es un hombre inteligente, que sabe mucho más que tú. Sabe comprender. Se encuentra en un nivel diferente. Más alto, Rinus, mucho más alto».
Se encontraba ante la puerta de la casa de Esther, pero no tocó el timbre. La lancha se marchaba ya y el sargento de la Policía Fluvial estaba recogiendo el cabo de amarre. El commissaris y Grijpstra charlaban en la cubierta de proa. Probablemente creían que él ya se encontraba en la casa. Bien pudiera ser que ni siquiera entrase en ella. ¿Qué estaba haciendo allí, después de todo? ¿Era el policía eficiente, además de enérgico, que seguía trabajando mientras los demás se tomaban un descanso? ¿O quería sostener de nuevo la mano de Esther?
Una mujer maravillosa, Esther. No una prostituta barata como Nellie, que le había cautivado con sus pechos grandes y bien formados y su voz baja y untuosa, una voz áspera y untuosa. Una voz no puede ser áspera y untuosa al mismo tiempo, pero la suya lo era. Lo era, maldita sea. «Tranquilo, Rinus —se dijo para sus adentros—. Estás perdiendo el control. La jornada de hoy ha sido excesiva para ti. Un cadáver hecho papilla y toda una plaza llena de idiotas danzarines que arrojaban detergente y pintura, y todos aquellos matones uniformados que cargaban contra los idiotas y las sirenas… Ha sido demasiado para ti. El commissaris no hubiera debido abandonarte, pues él sabía que estabas a punto de desmoronarte. Sin embargo, a pesar de todo, te ha dejado aquí».
De Gier escuchó el silencio del canal. Lo había dejado allí. Y si el commissaris le había dejado abandonado a sus propios medios, debía haber confiado en él. Los policías no suelen trabajar a solas, lo hacen en pareja. Los detectives también trabajan en parejas. Para que uno pueda vigilar al otro, contenerle si es necesario porque pierde los estribos, o echa mano a su pistola. Un policía protege al otro conteniéndolo. Le protege contra sí mismo. La tarea de la policía consiste en proteger al civil contra sí mismo. Es tarea del policía proteger a su compañero contra sí mismo. Estaba hablando ahora en voz alta, arrastrando las palabras.
—Mierda —dijo de Gier, y pulsó el timbre.
Esther abrió la puerta.
—¿Usted? —dijo Esther—. El sargento Rinus de Gier.
De Gier trató de sonreír.
—Entre, sargento.
Esther tenía mejor aspecto. Había otra vez color en su cara y se había pintado los labios.
—Me dispongo a comer algo. ¿Quiere acompañarme, sargento?
—Muchas gracias.
Ella se dirigió hacia la cocina. De Gier recibió allí un plato de sopa, sopa de tomate caliente, procedente de una lata. A de Gier no le gustaba la sopa de tomate y jamás comía aquel líquido de aspecto sanguinolento, pero ahora no le importó. La joven cortó una rebanada de pan y sobre la mesa había pepinillos y aceitunas, así como un trozo de queso con vetas azules. De Gier comió de todo, mientras Esther le observaba.
—Podemos tomar el café arriba.
Él no había dicho nada durante la cena y ahora se limitó a asentir con la cabeza.
—Una habitación muy agradable —comentó de Gier desde la butaca baja y profunda que Esther le había ofrecido—, y tiene usted muchos libros.
Esther hizo un gesto con la mano hacia las dos paredes cubiertas de estanterías con libros.
—Un millar de libros y no he aprendido nada de ellos. El piano me ha sido más útil.
De Gier se levantó y se dirigió hacia el piano de media cola. Había en el atril un estudio de Chopin, puso una mano sobre el teclado y pulsó unas teclas, mientras trataba de leer las notas.
—Muy bien —dijo Esther—. ¿Toca a menudo?
—No. De niño me dieron lecciones de piano, pero yo me pasé a la flauta. Toco con Grijpstra, el brigada que hoy estaba aquí.
—¿Y él qué toca?
—La batería —contestó de Gier sonriendo—. Alguien dejó una batería en nuestra oficina de Jefatura, hace ya varios años y he olvidado el motivo, pero Grijpstra recordó que en otros tiempos había tocado la batería y empezó de nuevo, y yo encontré mi flauta. Es una combinación absurda tal vez, pero nos las arreglamos como podemos.
—¡Pero esto es muy bonito! —exclamó Esther—. ¿Por qué no podrían avenirse la batería y la flauta? Me encantaría oírles tocar. Yo podría tocar también con ustedes. ¿Por qué no vienen los dos una tarde y lo intentamos?
—Es música improvisada —explicó él—. Utilizamos algunos temas, sobre todo música religiosa, de los siglos XVI y XVII, pero después nos animamos y tocamos cualquier cosa. Trinos y golpes de bombo.
—Yo creo que encajaría en este conjunto —afirmó Esther con aplomo.
De Gier se echó a reír.
—De acuerdo. Se lo diré a Grijpstra.
—¿Y qué más hace usted? —preguntó Esther.
—Juego con mi gato y trato de hacer mi trabajo. Como esta noche. He venido a hacerle unas preguntas. Si no le importa, desde luego. Si prefiere, volveré mañana.
Ella se sentó en el taburete del piano.
—Está bien, sargento, adelante. Ahora me encuentro mejor, mucho mejor que esta tarde. Incluso he dormido una hora. Tal vez una no debiera dormir cuando su hermano ha sido asesinado, pero me pareció lo mejor que podía hacer. Él era mi íntimo pariente y ahora estoy sola. Somos judíos. Los judíos creemos que las familias son muy importantes, aunque tal vez estemos equivocados. La gente está sola, es mejor comprender la verdad. Nunca tuve mucho contacto con Abe, por lo menos un contacto real. Usted también está solo, ¿no es así?
—Sí.
—Entonces tal vez me comprenda.
—Tal vez. ¿Tenía su hermano un arma en su habitación, un arma extraña? ¿Algo con una bola provista de púas en el extremo, un arma con la que poder golpear?
—¿Una maza con púas? —preguntó Esther—. ¿Se refiere a una de esas armas medievales? Sé lo que es. Se la describe a menudo en la literatura holandesa y también en la historia. Cursé historia en la universidad: historia de Holanda, asesinatos y homicidios a través de las épocas. Nada cambia.
—Sí, una maza con púas.
—No, no había arma alguna en el cuarto de Abe. Él solía llevar una pistola, creo que era una Luger, pero hace años la arrojó al canal. Dijo que ya no encajaba con su filosofía.
Esther revolvió el contenido de su bolso.
—Tenga, encontré esto: su pasaporte y una libreta de notas.
De Gier examinó el pasaporte y vio visados para Checoslovaquia, Rumania y Polonia. Había también sellos de entrada y salida de Túnez y Marruecos. La libreta contenía nombres y números de teléfono.
—Un centenar de nombres —dijo—. Demasiados para investigar. ¿Algunos amigos íntimos? ¿Amiguitos? ¿Amiguitas?
—Chicas —contestó Esther—. Tan sólo chicas. Muchas, muchísimas. A veces dos al día, incluso más. A mí me disgustaba verlas entrar y salir en manada. El domingo pasado recibió a tres; hacía poco que había regresado de Marruecos. Ellas no podían esperar. Repasó a una de ellas antes de cada comida. La primera llegó antes del desayuno. Es guía turística y empieza a trabajar muy temprano, pero tuvo que atender primero a su sexo.
De Gier tenía ganas de lanzar un silbido pero se limitó a frotarse la barbilla.
—¿Y él daba satisfacción a todas?
—A las guapas.
—¿Todos sus contactos eran de tipo tan casual?
—No. Él solía ir a ver a Corin, que trabaja en la universidad conmigo. No creo que él se limitara a dormir con ella, aunque tal vez fuese así. Corin nunca ha hablado mucho de él. El nombre de ella figura en esta libreta y se lo marcaré: Corin Kops. Puede encontrar su dirección en el listín telefónico.
—¿Alguien más?
—Sí, una estudiante, una chica muy joven. Estudia medicina. Creo que él se sentía fascinado por ella, o tal vez ella sólo le exasperaba. No se entregaba con facilidad. Marcaré también su nombre. Tilda van Andringa de Kempenaar.
—Un nombre hermoso.
—Sí, es de la nobleza; tal vez por ello no quisiera entregarse. Sangre azul.
—La copulación no exige presentaciones —dijo de Gier y acto seguido sonrió.
Su cordura había vuelto a imponerse, o, mejor dicho, empezaba a regresar. Todavía se sentía abrumado. Cerró los ojos y trató de pensar.
—Se está durmiendo, ¿verdad? —preguntó Esther—. Debe de estar muy cansado. ¿Quiere que le dé una manta? Puede dormir en el diván, si lo desea. Yo le despertaré a la hora que me diga.
—No, no, he de ir a casa para darle la comida a mi gato. Gracias, de todos modos. El negocio… esto es lo que quería preguntar. ¿Tiene usted aquí sus papeles del negocio? Me gustaría echarles un vistazo. No soy un experto en contabilidad, pero me agradaría tener alguna idea sobre el volumen de sus transacciones.
—Louis se ocupa de sus libros y los tiene arriba. Ahora está en casa. Se lo preguntaré si usted quiere.
De Gier había estado oyendo un zumbido irregular durante los últimos diez minutos, y también un ruido como si rasparan algo. Procedía del piso superior y miró el techo.
—¿Es él quien hace este ruido arriba?
Ella soltó una risita.
—No, tal vez haya regresado el asesino y esté haciendo girar su bola mortífera. ¿Por qué no sube y lo comprueba?
No le agradaba abandonar aquella butaca confortable, pero se levantó obedientemente.
—Sí —dijo Louis, y alzó la vista para mirar a de Gier, que acababa de abrir la puerta.
El joven estaba sentado en el suelo y cogió un ratón de juguete para dar cuerda a su mecanismo. La boca del sargento de Gier estaba semiabierta. No había esperado ver lo que estaba viendo. El suelo estaba lleno de animalillos de hojalata: ratones, pájaros, tortugas, ranas e incluso topos y escarabajos gigantes. La mayoría de ellos se movían. Los ratones se erguían cada dos segundos y después volvían a caer, para continuar sus trayectos zigzagueantes sobre las tablas desnudas del suelo. Las ranas saltaban, las tortugas caminaban lentamente, los pájaros daban saltitos y movían las colas, los escarabajos se arrastraban. De vez en cuando, uno de los animales se detenía y Louis lo recogía para darle cuerda de nuevo. Algunos se habían encontrado con la pared y zumbaban allí, al no poder avanzar. Un pájaro había sido detenido por una alfombrilla y saltaba débilmente, tratando de superar el obstáculo. Un escarabajo había caído sobre su costado y su motor funcionaba a toda velocidad.
—Muestras —explicó Louis—. Abe compró unos cuantos millares y yo saqué estos del almacén. La mayoría funcionan. Absurdo, ¿verdad?
—Sí —dijo de Gier—. ¿Cuánto tiempo lleva jugando con ellos?
—He empezado hace poco rato. Es divertido, ¿no cree? Tenía animales de estos cuando era un niño, pero nunca más de uno a la vez. Como puede ver, los hombres de negocios pueden divertirse a gran escala. Ningún niño tendrá jamás una colección como esta.
De Gier se había puesto en cuclillas y estaba salvando a los animales detenidos ante la pared, dirigiéndolos hacia el centro de la habitación.
—Oiga —le dijo Louis—, no creo haberle invitado a unirse al juego.
—No —admitió de Gier, dando cuerda al motorcillo de una rana.
—No importa. Puede jugar si quiere. ¿Ha hecho la policía algún progreso en el caso?
—No. La policía está desorientada.
—Forma parte del destino humano estar desorientado —replicó Louis, y empezó a recoger los juguetes, envolviendo cada animal en papel de seda y colocándolo en una caja de cartón.
—Me han dicho que llevaba usted los libros de Abe Rogge. ¿Puedo verlos?
Louis señaló hacia su mesa escritorio.
—Está todo allí; puede llevárselos si quiere. He tenido los libros al día y la contabilidad es sencilla. La mayoría de las compras están amparadas por facturas y todas ellas han sido pagadas. Nuestras ventas eran en su mayor parte al contado y figuran en un libro de caja. Y también hay una administración de salarios, aunque sólo Abe y yo figuramos en la nómina.
He oído decir que su almacén está lleno de género.
—Sí.
—Todo pagado.
—Sí.
—¿Cuánto tienen en stock?
—¿En dinero?
—Sí.
—Ciento veinte mil florines y pico.
—Es mucho dinero —observó de Gier—, y con todo pagado. ¿Se financiaba Abe sus transacciones?
Louis se echó a reír.
—El banco no nos hubiera dado ni un céntimo, pues no financian a los buhoneros. Abe pedía prestado a algunos amigos. Sobre todo a Bezuur, su más antiguo y mejor amigo.
—¿De modo que tenía amigos? —dijo de Gier y asintió satisfecho—. Muy bien.
Louis levantó la vista desde su montón de cajitas.
—La policía sospechará de los amigos, ¿verdad? Los amigos tienen contacto y la amistad puede cambiarse en odio. Dos caras de la misma moneda.
—Sí, sí. ¿Quién es Bezuur?
—Un hombre rico, muy rico. Él y Abe fueron juntos a la escuela, a la escuela y a la universidad. Los dos abandonaron los estudios. Sólo estudiaron francés. También trabajaron juntos, sobre todo en Francia, desde luego, y en la parte francófona de África del Norte. También comerciaron juntos, pero el padre de Bezuur murió y dejó a este un gran negocio de maquinaria para la extracción y movimiento de tierras. Ahora es millonario.
—¿Y le prestaba dinero a Abe?
—Sí, con un interés bancario. El once por ciento estamos pagando ahora. La firma le debe sesenta mil florines, que han de serle devueltos dentro de tres meses, cuando hayamos vendido los stocks del almacén, o tal vez antes. Abe estaba planeando unas largas vacaciones y se suponía que yo iría con él.
—¿A África del Norte otra vez?
—No, proyectábamos navegar por el Caribe.
—¿Y qué pasará ahora?
—Venderé el stock. Hace una hora, he telefoneado a Bezuur para comunicarle la muerte de Abe. Me ha dicho que yo puedo continuar el negocio si Esther me lo permite, pues ella lo heredará. Y que puedo devolver el préstamo tal como se había previsto.
—¿Ha hablado con Esther?
—Todavía no.
—¿Y qué hará usted cuando haya vendido el stock?
—No tengo idea. Tal vez buscarme un socio y continuar como antes. Me gusta este negocio, sobre todo su irregularidad.
—¿Y si Esther no le deja continuar?
Louis se encogió de hombros y sonrió.
—No me importa. Bezuur venderá el stock y recuperará su dinero, y el resto irá a parar a Esther. Yo me marcharé, simplemente. Nadie depende de mí.
—¿Independiente, verdad? —dijo de Gier, ofreciéndole un cigarrillo.
—Gracias. Sí. Soy independiente. ¡Al infierno con todo! Sin embargo, lamento que Abe haya muerto, pues me gustaba trabajar con él. Me había enseñado muchas cosas. Si él no me las hubiera enseñado, ahora yo estaría muy trastornado, pero me ha encontrado jugando tan campante con unos animales de resorte. Y no estoy fingiendo nada. ¿Alguna pregunta más?
—¿Tenía relación Abe con otras personas? ¿Algún enemigo? ¿Competidores?
Louis reflexionó durante un buen rato.
—Dormía con muchas chicas —contestó finalmente—. Tal vez pisó los pies a alguien. Estoy seguro de que algunas de esas chicas tenían amantes, o incluso maridos. A veces, él se comportaba como un toro semental. E insultaba a los demás, desde luego. Los insultaba demostrándoles que le tenían sin cuidado. Se les podía amoratar la cara y echar humo por las orejas, pero él se limitaba a reírse, no ofensivamente para enfurecerlos, sino porque no le importaban. Les decía que eran como globos, o como animales disecados y sin vida.
—Pero también se incluía a sí mismo, ¿no es verdad?
—Ya lo creo; se negaba a ver valor en cualquier parte.
—Entonces, ¿por qué ganaba dinero?
Louis se levantó y colocó el paquete de cajas en una esquina de la habitación.
—Si nada importa, uno puede reírse y también puede llorar, ¿no es así? —De Gier no contestó—. Abe prefería reírse con la barriga llena, un cigarro en la boca, un coche aparcado en la calle y un yate en el canal. No creo que le hubiese importado no tener ninguna de estas cosas, pero prefería tenerlas.
—Comprendo —dijo de Gier.
—Usted no lo comprende —repuso Louis—. Pero no importa.
—Usted le admiraba realmente, ¿verdad? —inquirió de Gier con mala intención.
—Sí, polizonte, es verdad. Pero ahora está muerto. El Globo ha reventado. ¿Más preguntas?
—No.
—Entonces me iré a la taberna más cercana y me tomaré seis copas de alcohol coloreado, y después iré a dormir a cualquier parte. Habrá en la taberna una chica que me dejará ir a su casa con ella. No quiero pasar la noche aquí.
De Gier se levantó y salió de la habitación. Estaba demasiado cansado para pensar en una despedida adecuada. Encontró el lavabo antes de regresar a la habitación de Esther y allí se lavó la cara con agua fría. Había sobre el lavabo un pequeño espejo, y se vio la cara. Sus cabellos estaban embadurnados de polvo de jabón y barro, y había manchas de pintura en sus mejillas, los ojos parecían carentes de vida e incluso las guías de su bigote estaban caídas.
—¿Y bien? —preguntó Esther.
—He oído el nombre Bezuur.
—Klaas Bezuur —dijo lentamente Esther, invitándole con un gesto a sentarse de nuevo en la butaca—. Sí, hubiera debido mencionarlo, pero hace tanto tiempo que no he visto a Klaas que lo he olvidado. En cierta ocasión me pidió que me casara con él, pero no creo que lo dijera en serio. Abe y él fueron en otro tiempo muy amigos, pero últimamente ya no lo eran.
—¿Tuvieron alguna desavenencia?
—No. Klaas se enriqueció y tuvo que dejar de trabajar en el mercado callejero y de viajar por ahí con Abe. Tenía que ocuparse de su negocio. Ahora vive en una villa, en uno de los nuevos suburbios, Vuitenwelder, creo.
—Yo vivo en Vuitenwelder —dijo de Gier.
—¿Es usted rico?
—No, yo tengo un pequeño apartamento. Supongo que Bezuur vivirá en uno de esos bungalows que valen un cuarto de millón.
—Exactamente. No he estado en su casa, aunque él nos había invitado, pero Abe no quiso ir. Mi hermano nunca visitaba a nadie, a menos que tuviera buenas razones para ello: sexo o una fiesta, o un asunto de negocios, o tal vez un libro que quisiera comentar. Klaas no lee. Es ahora una especie de puerco; la última vez que lo vi estaba muy gordo y se mostraba muy lerdo en todo.
—Será mejor que me vaya —dijo de Gier, frotándose la cara—. Mañana será otro día. Apenas me tengo en pie.
Ella le acompañó hasta la puerta. Él le dio las buenas noches y, aunque deseaba alejarse rápidamente de allí, se detuvo para contemplar la superficie del canal. Una rata, asustada por la alta silueta del detective, abandonó su escondrijo y saltó. Su esbelto cuerpo atravesó la superficie aceitosa del agua con un leve chapoteo, y de Gier contempló cómo se disipaban poco a poco los círculos convergentes.
—¿No quería marcharse? —preguntó una voz, y tuvo que levantar la mirada.
Esther se encontraba en la ventana abierta de su habitación, en la segunda planta.
—Sí —contestó con voz queda—, pero no se quede usted ahí parada.
—Puede arrojarme su bola —replicó Esther, si quiere. A mí no me importa.
De Gier no se movió.
—Rinus de Gier —dijo entonces Esther—, si no piensa marcharse, es mejor que vuelva aquí. Podemos hacernos compañía mutuamente.
Su voz se mantenía del todo tranquila.
Chasqueó la cerradura automática y de Gier volvió a subir los dos tramos de escalera. Ella se encontraba junto a la ventana cuando él entró, y se quedó a su lado y le tocó un hombro.
—El asesino es un loco —dijo en voz baja—. Quedarse aquí representa una invitación para él.
Ella no contestó.
—Está usted sola en la casa. Louis me dijo que piensa dormir fuera esta noche. Si quiere, telefonearé a Jefatura y dos agentes custodiarán la casa. La policía antidisturbios se ha retirado ya. Tome —añadió, y le dio el ratón de juguete que se había guardado en el bolsillo mientras Louis no le miraba.
Esther se había apartado de la ventana y atravesaba la habitación. Contemplaba el animal de hojalata como si no supiera lo que era.
—Un ratón —explicó de Gier—. Puede darle cuerda y ponerlo en el suelo. Corre y también salta un poco. Es suyo.
Ella se echó a reír.
—¿Qué es esto? ¿Un tratamiento de choque? No sabía que la policía se hubiera vuelto tan sutil. ¿No estará tratando de tranquilizarme para que baje mis defensas y le proporcione una pista valiosa?
—No —contestó de Gier—. Se trata tan sólo de un ratón con un mecanismo de resorte.
—Abe solía regalarme cosas también. Conchas marinas, trozos de madera devueltos por el mar y plantas secas. Lo compraba en el mercado o lo encontraba en la playa, lo guardaba en su habitación, y, de repente, entraba en la mía, generalmente cuando creía estar deprimido por alguna razón, y entonces me hacía un regalo. Todavía conservo algunas de esas cosas.
Señaló hacia un estante y de Gier vio varias conchas, trozos de coral blanco y rosado, y una ramita con unas vainas secas.
Esther estaba llorando.
—Un trago —dijo—. Necesitamos un trago. Él tiene una botella de ginebra en el frigorífico; iré a buscarla.
—No, Esther. Tengo que marcharme, pero tú no puedes quedarte aquí sola.
—¿Quieres que vaya a tu casa contigo?
De Gier se rascó el trasero y ella soltó una risita entre sus lágrimas.
—Te estás rascando el trasero. ¿Estás nervioso? ¿No quieres que vaya a tu casa contigo? Iré al hotel de la policía, si es que tenéis uno, o bien puedes encerrarme en una celda para pasar la noche.
De Gier se ajustó el pañuelo que llevaba al cuello y se abrochó la chaqueta.
—Tienes un aspecto un poco desaliñado —observó Esther—, pero comprendo que has pasado un día muy ajetreado. Sigues estando guapo. Iré a tu casa si quieres. Esta casa me pone nerviosa. No dejo de pensar en la cara de Abe y en aquella bola con púas de la que todos habláis. Una maza con púas, dijiste. Resulta demasiado horrible.
De Gier se pasó el pulgar y el índice por el bigote. Los pelos estaban pegajosos; tendría que lavarlo a fondo. Hizo una mueca. Le entraría jabón en la boca. Siempre le entraba jabón en la boca cuando se lavaba el bigote.
—¿No serás un maníaco sexual, verdad que no? —preguntó Esther—. ¿No será un problema ir a tu casa contigo? —Se echó a reír—. No importa. Si eres un maníaco, serás un maníaco muy fatigado y probablemente podré manejarte a mi manera.
—Desde luego —admitió de Gier—. ¿Por qué te pusiste ante la ventana?
—Oí un chapoteo en el agua. Creí que el asesino había vuelto y que había dejado caer su bola en el canal.
—¿Y por qué acercarte a la ventana? Es el lugar más peligroso de la casa. A Abe lo mataron junto a la ventana, al menos esto es lo que creemos ahora.
—No me importa.
—¿Quieres morir?
—¿Por qué no?
—Estás viva —dijo de Gier—. De todas maneras, un día morirás. ¿Por qué no esperar?
Esther le miró fijamente y él observó que tenía un labio inferior carnoso y el superior ancho y graciosamente curvado.
—Está bien —dijo de Gier—. Te llevaré a casa de mi hermana, o a cualquier otro lugar adonde quieras ir. Debes de tener amigos en la ciudad. Por ejemplo, aquella señora llamada Corin a la que has mencionado hace poco. O parientes. También puedo llevarte a un hotel; hay muchos hoteles. Tengo el coche aparcado cerca del Mercado Nuevo. Iré a buscarlo y, entretanto, puedes prepararte una maleta. Regresaré dentro de cinco minutos.
—Iré contigo y volveré aquí mañana. Tal vez mañana la cosa sea mejor. He fregado el suelo de la habitación de Abe. Pero esta noche no quiero quedarme aquí.
—Tengo un gato —explicó de Gier, mientras abría la puerta del coche para que ella entrase—. Es muy celoso. Probablemente querrá arañarte, y te esperará en el pasillo si quieres ir al lavabo. Entonces se abalanzará sobre ti de repente y lanzará un aullido. También es posible que se mee en tus ropas.
—Tal vez sea mejor que vaya a un hotel, pues.
—Si quieres…
—No —repuso ella echándose a reír—. No me importa tu gato. Seré amable con él y guardaré mis ropas en mi bolsa. Es una bolsa de plástico y tiene cremallera. Cogeré al gato, lo pondré patas arriba y lo acariciaré. A los gatos les gusta que los acaricies.
—No puede resistir que la gente se muestre amable con él —repuso de Gier—. No sabrá qué ha de hacer.
—De todos modos, seremos dos —dijo Esther.
De Gier estaba tendido en el suelo, tratando de acostumbrarse a la dureza de su colchoneta de camping. Esther se encontraba de pie ante la puerta abierta del pequeño dormitorio, con el dedo apoyado en el interruptor de la luz.
—Buenas noches —dijo Esther.
—Buenas noches.
—Gracias por dejarme utilizar tu ducha.
—No faltaría más.
—Tu cama parece muy confortable.
—Es una antigüedad —explicó de Gier desde el suelo—. La encontré en una subasta. Aquel hombre dijo que procedía de un hospital.
—Me gusta su armazón —aseguró Esther—, con todas aquellas flores metálicas como adornos. Y está pintada con mucho gusto. ¿Lo hiciste tú mismo?
Sí. Fue un trabajo de mil demonios. Tuve que utilizar un pincel muy fino.
—Me alegro de que no utilizaras demasiados colores. Tan sólo el dorado, que es precioso. Odio esas nuevas tendencias. Algunos de mis amigos han utilizado todos los colores del arco iris para decorar sus casas, y además aquellas horribles calcomanías… Mariposas en el lavabo y animales en la bañera, y dibujos graciosos en la cocina, y te ves obligada a leer los mismos chistes una y otra vez. ¡Bah!
—¡Bah! —coreó de Gier.
—Este debe de ser un buen lugar en el que vivir. Tan sólo una cama, una librería y una buena cantidad de cojines y plantas. Muy buen gusto. ¿Por qué tienes este único sillón? No parece hacer juego con lo demás.
—Es de Oliver. Le gusta sentarse en un sillón y vigilarme cuando como. Yo me siento en la cama.
Ella sonrió.
Hermosa, pensó de Gier. Es hermosa. Había cerrado ya el interruptor y la única luz de la habitación procedía de un farol en el parque. Tan sólo podía distinguir la silueta de ella, pero la luz captaba la blancura de su pecho y su cara. Llevaba el quimono de él, pero no se había ajustado el cordón de la cintura.
No puede sentirse predispuesta ahora, pensó de Gier. Su hermano había muerto aquel mismo día. Debía de encontrarse todavía en un estado de choque, tratando de eliminar la imagen en la puerta de su dormitorio, pero seguía viéndola. Cuando ella le besó, él lanzó un gruñido.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, suavemente.
Él volvió a gruñir. El commissaris lo sabrá. Grijpstra lo sabrá y Cardozo, el nuevo detective en el grupo de homicidios, lo sabrá y hará observaciones socarronas. Y lo sabrán Geurts y Sietsema. El grupo de homicidios volverá a tener un tema sobre el que conversar. De Gier, el Casanova. Un detective que se acuesta con sospechosas. Pero él no lo había planeado. La cosa había ocurrido así. ¿Por qué la gente no acepta nunca que las cosas ocurran? Oliver lanzó un aullido y Esther dio un brinco.
—¡Me ha mordido! ¡Tu gato me ha mordido! ¡Me ha atacado a traición, por detrás, y me ha mordido! ¡Uf! ¡Fíjate en mi tobillo!
La luz volvía a estar encendida y de Gier se precipitó hacia el cuarto de baño y regresó con una venda. Oliver se había sentado en el sillón y contemplaba la escena, al parecer complacido. Tenía las orejas muy tiesas y sus ojos brillaban, mientras la cola se movía nerviosamente. Esther hizo cosquillas al gato, detrás de las orejas, y lo besó en la frente.
—Eres un gato estúpido, ¿verdad? ¡Un gato celoso! No le preocupes, no te dejaré sin amo.
Oliver ronroneó.
Ella apagó de nuevo la luz y cogió a de Gier por la mano.
El quimono había caído al suelo. Oliver suspiró y se enroscó sobre el sillón.
—¿Verdad que él no mirará? —susurró Esther desde la cama.
De Gier se levantó y cerró la puerta.