5

La repentina transición impresionó a de Gier y le obligó a escudriñar conscientemente lo que le rodeaba. Aquel pequeño bar, pese a su barata cursilería, le había protegido hasta cierto punto y la lasciva femineidad de la dueña le había arrullado y excitado simultáneamente, pero ahora se encontraba de nuevo en el exterior, expuesto al clamor formado por gritos y golpes y por la aceleración de los motores en el Mercado Nuevo y el plañidero gemido de las ambulancias que trasladaban cuerpos maltrechos a los hospitales, para regresar inmediatamente después. El clamor quedaba lejano y más de medio kilómetro de sólidos edificios, casas con gabletes, almacenes y unas cuantas iglesias y torres le amparaban contra la violencia inmediata, pero la amenaza del conflicto le circundaba por completo. Su temor le sorprendió, porque hasta entonces nunca le había desagradado la violencia y, desde luego, jamás había huido de una pelea; por consiguiente, ¿por qué alegrarse ahora de encontrarse al margen de ella? Habría en la plaza abundantes oportunidades para practicar sus presas de judo, para esquivar ataques y hacer que sus oponentes midieran el suelo impulsados por su propio peso y fuerza.

Tal vez fuese el carácter intangible de la amenaza lo que le ponía nervioso; el Canal de la Arboleda estaba perfectamente tranquilo, custodiado por parejas de policías antidisturbios con chaquetas de cuero, que paseaban de un lado a otro, saludando respetuosamente al commissaris con la mano o levantando sus largas porras. Los olmos eran árboles frondosos y pacíficos y sus nuevas hojas estaban iluminadas por los faroles de la calle, y los patos dormían, flotando y propulsados lentamente por movimientos subconscientes de sus pies palmeados, lejos todo ello del lanzamiento de ladrillos y de las formas humanas que se habían sumergido en las aguas frías y sucias para escapar de las cargas de los guardias y del implacable avance de los camiones y coches de patrulla de la policía, hechos que se habían repetido aquella noche con frecuencia en las aguas cercanas al Mercado Nuevo.

Grijpstra se había separado de ellos y el doctor y el hombre de las huellas se encontraban ya a bordo de la lancha. El commissaris, cojeando ligeramente, estaba unos cien metros más adelante cuando de Gier se desprendió por fin de sus confusos pensamientos. Echó a correr y atrapó al commissaris, que miró con aprobación al sargento.

—Muy bien —dijo el commissaris.

—¿El qué, señor?

—Su manera de correr. Si yo corro, me quedo sin aliento y los nervios de mis piernas me gastan malas bromas. —Consultó su reloj—. Las diez; de momento, no hemos perdido mucho tiempo.

El commissaris enfiló una calle estrecha que conducía a otro canal. Atravesaron un puente también angosto. El commissaris caminaba ahora con garbo y su cojera era menos perceptible. De Gier avanzaba a su lado, alerta puesto que se estaban acercando al Mercado Nuevo y podían encontrarse en algún jaleo, pero el canal no conducía a ninguna parte y sus aguas lamían suavemente los viejos y decrépitos muelles y soportaban más patos, durmientes fardos de plumas que emitían de vez en cuando un graznido de complacencia. De Gier recordó haber leído en alguna parte que los patos pasaban doce o más horas cada día sumidos en el sueño, y les envidió aquel sopor, una condición preferible al sueño humano en una cama. Estaba tratando de imaginar qué debía sentir uno de aquellos patos somnolientos, flotando en una de las numerosas bahías o canales de la ciudad, cuando el commissaris se detuvo y señaló una pequeña casa flotante.

—Eso es lo que yo estaba buscando —susurró el commissaris—. Iremos allí y quiero que usted sepa dominarse. En esa embarcación vive una persona muy extraña, pero es una antigua amiga mía y tal vez pueda sernos útil. Es posible que le cause una sensación de extrañeza, pero no se ría ni haga ninguna observación, diga lo que diga o haga lo que haga ella. Si la disgustamos, no nos será de ninguna utilidad.

—Sí, señor —murmuró de Gier, impresionado por aquella inesperada advertencia.

Sin embargo, no había necesidad de susurrar, puesto que la casa flotante se encontraba todavía a diez metros de distancia.

De Gier esperó en el muelle mientras el commissaris cruzaba la corta pasarela, se detenía en el estrecho borde de la embarcación y llamaba a la puerta. La casa flotante tenía un aspecto excelente, recién pintada y con las ventanas adornadas por cortinas a cuadros rojos y blancos, separadas en su mitad y sujetas a los lados por tiras de tela con encaje, y que enmarcaban geranios en tiestos de porcelana azul Delft.

Aquel delicado esmero no se limitaba a la embarcación en sí, sino que también se había extendido al muelle. Crecía un pequeño jardín a cada lado de la pasarela, bordeado por bajos setos de ligustro y consistente en jardines rocosos en miniatura, donde servían de rocas los adoquines arrancados y debidamente amontonados, cubiertos de hierbas rastreras que rendían homenaje a las flores de laburno, de un exquisito color anaranjado, que constituían la parte central del dispositivo. Todo el jardín no cubría mucho más de un par de metros cuadrados, pero de Gier, que era un minucioso jardinero de balcón, quedó impresionado y se prometió encontrar de nuevo aquel lugar, tal vez sólo para permanecer allí y mirar, o acaso para ver si la habilidad de quien había diseñado el jardín le inspiraba para hacer, con sus tiestos de flores, algo más imaginativo de lo que había conseguido hasta entonces.

—¿Quién es? —preguntó desde el interior una voz gruesa.

—Soy yo, Elizabeth —gritó el commissaris—. Yo y un amigo.

—¡Commissaris! —gritó la voz con un tono de alegría—. ¡Entren! La puerta está abierta.

Los ojos del sargento de Gier estaban más abiertos que de costumbre cuando estrechó la recia mano de la dama. Era una mujer de avanzada edad, más de setenta años supuso, y llevaba una bata negra que llegaba hasta el suelo. Sujeta con cordones, colgaba una bolsa del cinturón de cuerda que rodeaba su amplio vientre, una bolsa bordada y con un cierre de plata maciza. Los cabellos grises le llegaban a los hombros y se cubría la voluminosa cabeza con un gorro de punto.

—El sargento de Gier —dijo el commissaris—, mi ayudante.

—Bienvenido, sargento —dijo Elizabeth, soltando una risita—. Veo que está mirando mi gorro. Resulta cómico, ¿verdad? Pero aquí hay corriente de aire y no quiero pillar otro resfriado. Este año ya he sufrido dos. Siéntense, siéntense. ¿Les preparo café o prefieren algo un poco más fuerte? Todavía guardo media botella de ginebra de grosella, esperando tener compañía, pero tal vez resulte demasiado dulce para su gusto. ¡Es tan agradable tener visitas! No puedo salir a dar mi paseo vespertino debido a todo ese jaleo del Mercado Nuevo, y ahora mismo le estaba diciendo a Tabby que esta noche no hay nada en la televisión, y él se aburre de tanto estar sentado por ahí junto a mí, ¿no es verdad, Tabby?

Tabby estaba sentado en el suelo, contemplando a de Gier con unos ojos enormes y alargados, amarillos y malignos. De Gier se puso en cuclillas y rascó al gato detrás de las orejas. Inmediatamente, Tabby empezó a ronronear, imitando el ruido de un motor fueraborda. Doblaba el tamaño de cualquier gato normal y debía de pesar entre doce y catorce kilos.

Elizabeth depositó su mole en una mecedora y se dio unas palmadas en los muslos.

—¡Aquí, Tabby!

El gato se volvió y saltó de un solo movimiento, aterrizando en el regazo de su dueña con un rumor apagado.

—¡Buen gato! —exclamó Elizabeth con voz de trueno y apretó el animal con ambas manos, de modo que el aire de sus pulmones fue expulsado en forma de un vigoroso alarido, que hizo pegar un brinco al commissaris y a de Gier, pero el gato cerró los ojos con una expresión de placer sensual y continuó su interrumpido ronroneo—. ¿Y bien? ¿Ginebra o café?

—Café, creo yo, querida —contestó el commissaris.

—Usted lo hará, sargento —dijo Elizabeth—. Lo encontrará todo en la cocina. Estoy segura de que puede hacer el café mejor que yo, y, mientras usted trabaja, el commissaris y yo charlaremos un rato. Hace meses y meses que no nos hemos visto, ¿no es verdad, cariño?

De Gier empezó a trabajar en la cocina, y estuvo a punto de dejar caer el gran bote de café al pensar en lo que acababa de ver. Cuando Elizabeth se sentó, había podido echar un vistazo a sus pies, calzados con unas botas que debían de ser del número cuarenta y cinco. De Gier había visto otras veces travestidos, pero siempre jóvenes. Tan sólo una semana antes, había colaborado en una incursión en un burdel donde las prostitutas eran hombres y muchachos vestidos de mujeres. Al interrogarlos, tratando de encontrar un sospechoso que respondiera a la acusación de robo presentada por un cliente histérico, se había sentido un tanto disgustado, pero no mucho. Sabía que la mente humana puede torcerse en cualquier dirección. Pero de Gier nunca había visto un hombre viejo, un viejo corpulento, vestido de mujer. Elizabeth era un hombre. Pero ¿lo era? ¿Se trataba de un caso real de mente femenina accidentalmente introducida en el cuerpo de un varón? La casa flotante era decididamente femenina. La pequeña cocina en la que él se encontraba ahora mostraba todas las señales de las manos de mujer que habían ordenado sus cacerolas y sartenes, que habían cosido manteles y cortinas para que se ajustaran a aquel reducido espacio, que habían seleccionado la vajilla en armonía con la neta distribución de tazas y copas en el estante superior de la alacena, y que habían confeccionado con punto de media un pequeño tapete que intentaba dar, incluso al refrigerador, un aspecto atractivo y coquetón. La habitación donde Elizabeth charlaba ahora con el commissaris —podía oír su voz profunda a través del estrecho tabique— parecía formar parte de un museo Victoriano, ya que sus sillones, sus taburetes para los pies, la mesita del té, las fotografías amarillentas y enmarcadas de caballeros con los bigotes encerados y cuello alto, habían estado de moda, de una moda femenina, mucho tiempo antes.

—¿Se las puede arreglar, sargento?

De Gier se estremeció. Elizabeth se encontraba ante la puerta abierta, llenándola por completo, hasta el punto de que tenía que inclinar la cabeza.

—Sí, Elizabeth.

Su voz se quebró. Ella se encontraba ahora en la cocina y él podía ver al commissaris a través de la puerta abierta. El commissaris estaba gesticulando frenéticamente. Sí, sí, no le fallaría en su juego, pero ¿por qué aquel hombrecillo insignificante había de preocuparse?

—Sí, Elizabeth, el café se está filtrando y he encontrado el azúcar, la crema de leche, tazas, cucharillas, de todo.

—Picarón —dijo Elizabeth—. No tiene preparados los platillos. Seguro que no está casado, ¿verdad, sargento? Apuesto a que vive solo. Supongo que no pensaría servir el café sólo con las tazas, ¿verdad? ¿Qué le parecen estas tazas? Las compré la semana pasada. Exactamente lo que había estado buscando durante años. Mi madre tenía tazas como estas; costaban unos pocos céntimos cuando yo era una chiquilla y ahora pagas por ellas un buen puñado de florines, pero no importa. A pesar de todo, las compré. Y hay un platito también para Tabby, y el muy travieso lo golpea de un lado a otro cuando no está lleno; lo romperá si no tiene cuidado, y entonces tendré que darle de nuevo la comida en uno de esos feos platos esmaltados. Es un gato muy malo y ayer se enfadó tanto conmigo que no supo encontrar su camino y se cayó desde el tejado al canal, y tuve que pescarlo con la ayuda de una escoba. Y como muestra de agradecimiento, me propinó un buen arañazo. Véalo.

Se levantó la manga y de Gier vio una gruesa y peluda muñeca con un profundo arañazo en ella.

—Yo también tengo un gato —y enseñó el dorso de su mano derecha, que Oliver le había arañado aquella mañana.

—¡Ya lo ve! —exclamó Elizabeth, propinándole tal golpe en el hombro que estuvo a punto de dejar caer la azucarera, que en aquel momento llenaba con una lata que había encontrado en la alacena—. Todos lo hacen, pero ¿qué otra cosa podrían hacer, pobres animalitos? Al fin y al cabo, ellos no pueden hablar. Sin embargo, han de mostrar su carácter. ¿Cómo es su gato? ¿Un gato callejero o un verdadero aristócrata, como mi Tabby?

—Siamés.

—Sí, también son bonitos. Tuve uno, hace años. El perro del vecino lo cazó cuando era todavía pequeño, lo agarró por el cuello y lo sacudió, de manera que estaba ya muerto cuando lo soltó. Todo ello en un segundo. Desde entonces, siempre he tenido gatos más grandes. Ningún perro se atrevería a hincarle el diente a Tabby. Sólo con que se atreviera a mirar a mi Tabby, se encontraría ciego y castrado, y flotando en el canal patas arriba.

Regresó a la sala de estar y de Gier la siguió, transportando la bandeja. Elizabeth ordenó las tazas y presentó una lata adornada con dibujos chinos.

—¿Una galletita, caballeros?

De Gier estaba mordisqueando su galleta, rezongando para sus adentros al notar su sabor excesivamente dulzón, cuando Elizabeth se levantó de nuevo y abrió un cajón.

—Fíjese, ¿qué le parece esto, commissaris? ¿No he hecho un buen trabajo? Ciento cincuenta horas de labor, incluso las conté, pero ha valido la pena, ¿no es verdad?

El commissaris y de Gier admiraron el cordón de campana que Elizabeth presentaba ante sus ojos. Tenía un diseño repetitivo de rosas, bordadas con punto de cruz.

—Lo he forrado con el material que usted me trajo en aquella bolsita de plástico. Se hacen cosas muy útiles hoy en día, ¿no creen? Cuando yo era una niña, había que comprarlo todo a metros, incluso cuando sólo se necesitaba un poquitín, pero ahora lo suministran todo con esos equipos tan prácticos. Además, todo ha encajado perfectamente. Lo único que me queda por hacer ahora es encontrar unos adornos de cobre y coserlos al cordón, y después lo colgaré aquí, junto a la puerta. Es el lugar más apropiado. Tal vez consiga también una campana de bronce, y entonces tiraré del cordón y vendrá el criado. ¡Ja, ja, ja!

—Es un trabajo precioso, Elizabeth —dijo el commissaris—. No, no lo guardes. Deseo verlo más detenidamente. Mi esposa también está haciendo algo por el estilo. Con lino, creo que dijo ella, lino puro.

—Yo ya no puedo trabajar con lino —dijo Elizabeth tristemente—, ni siquiera con la ayuda de una lupa. Si el diseño no está impreso en la tela no puedo seguirlo; con el lino, hay que contar los puntos, a partir de un gráfico. Yo lo había hecho muchas veces, pero ahora me entra migraña cada vez que lo intento. Estamos envejeciendo. Fue muy amable por su parte al regalarme ese conjunto para hacer el cordón, commissaris. Es usted muy bueno al no olvidar a una anciana que vive sola.

—Me gusta venir a visitarte —aseguró el commissaris—, y vendría más a menudo si no estuviera tan ocupado y si mis piernas no me torturasen continuamente, pero la visita de esta noche no es de tipo social. Por eso ha venido el sargento conmigo. Es un detective y esta noche estamos trabajando. Ha habido un homicidio esta tarde, en el Canal de la Arboleda.

—¿Un homicidio? Supongo que no tendrá nada que ver con los disturbios…

—No. A un hombre le trituraron la cara. Abe Rogge, un buhonero. Su casa no queda lejos de aquí, y tal vez tú lo conocieras.

—¿Aquel hombre tan guapo, con la barba rubia? ¿Un tipo alto y fuerte? ¿Con un collar de oro?

—Sí.

—Lo conozco. —Elizabeth frunció los labios—. Ha hablado a veces conmigo. A menudo. Incluso me ha visitado aquí. Tiene un puesto en el mercado callejero del Albert Cuyp, ¿verdad?

—Tenía.

—Sí, sí. ¿Lo han matado, verdad? Es una pena. Que yo recuerde, no hemos tenido nunca ningún crimen en este barrio. Desde que aquellos marineros estúpidos se liaron a golpes hace muchísimos años, y me parece que ni siquiera se les impuso una sentencia. Yo los separé y uno de ellos resbaló y cayó al canal. —Se frotó las manos con cierta satisfacción—. Tal vez yo le empujara un poquitín, ¿comprende? ¡Je, je, je! Bien, siempre tiene que haber una primera vez. ¿Homicidio ha dicho? ¿O asesinato? Vi unos cuantos asesinatos cuando estaba en la policía, pero no demasiados, gracias a Dios. Amsterdam no es una ciudad de asesinos, aunque ahora están empeorando las cosas. Todo se debe a esas nuevas drogas, ¿no cree?

—¿Usted estaba en la policía? —preguntó de Gier repentinamente, con voz chillona.

El commissaris le asestó una maligna patada por debajo de la mesa y de Gier empezó a frotarse la espinilla.

—Agente de primera clase —contestó Elizabeth con orgullo—, pero de esto hace ya unos cuantos años, antes de que me retirara. Mi salud estaba un tanto debilucha. Sin embargo, me gustaba aquel trabajo, mucho más que el de vigilar los lavabos. Cinco años en la policía y treinta años en los lavabos. Creo que puedo recordar la mayor parte de mi tiempo en la policía, pero no sucedían muchas cosas cuando me dediqué a fregar suelos, limpiar grifos y llevar de un lado a otro toallas y pastillas de jabón. Y todos aquellos hombres meando, todo el santo día meando. Al final llegué a creer que eso es lo que todos los hombres hacen en todo momento. ¡Je, je, je!

El commissaris también se rio, se dio una palmada en el muslo y descargó otra patada contra de Gier por debajo de la mesa. De Gier se echó a reír también.

—Pero cuénteme algo más sobre la muerte de Abe Rogge, commissaris —pidió Elizabeth.

El commissaris habló durante largo tiempo mientras Elizabeth asentía con la cabeza, removía su café, servía más café a sus visitantes y les ofrecía galletas.

—Sí —dijo al final—, comprendo. Y usted quiere que yo averigüe lo que sea posible. Comprendo. Le tendré informado. Sé escuchar en las tiendas y conozco aquí a mucha gente. Será el momento de hacer unas cuantas visitas.

El commissaris le entregó su tarjeta.

—Puedes llamarme también por la noche. En la tarjeta está el número de mi casa.

—No. No me gusta telefonear a caballeros en sus casas. A sus esposas no les gusta, cuando una solterona como yo desea de repente hablar a sus cónyuges.

El commissaris sonrió.

—No, tal vez tengas razón. Y ahora tenemos que marcharnos, Elizabeth. Muchas gracias por el café…, y has efectuado una magnífica labor con ese cordón de campana.

—Commissaris —dijo de Gier, cuando se encontraron de nuevo en el muelle.

—¿Sí?

De Gier carraspeó.

—¿Era eso, realmente, una amistad suya, commissaris?

—Claro. Le di con el pie en el momento oportuno, ¿verdad? Creía haberle advertido antes de que entráramos. Eso, como dice usted, fue en otro tiempo el agente de primera clase Herbert Kalff. Sirvió bajo mis órdenes durante algún tiempo, y solía patrullar esta parte de la ciudad, pero tenía un problema, como comprenderá. Creía ser una mujer y esa idea era cada vez más firme. Le dimos la baja por enfermedad durante un año y cuando volvió estaba más o menos bien, pero pronto volvió a empezar. Aseguraba ser una chica y quería que le llamaran Elizabeth. Se le concedió la baja otra vez y, cuando se vio que no se registraba ningún cambio, no nos quedó más remedio que retirarlo de la policía. Para entonces, era ya una mujer. No había gran cosa que la ciencia médica pudiera hacer por ella entonces. Tengo entendido que ahora operan casos como este. Ese pobre ser ha de vivir en el cuerpo de un varón. Consiguió un empleo para ocuparse de los lavabos en una fábrica, pero se burlaban de ella y no pudo ocuparlo largo tiempo. Ella cree que estuvo allí muchos años, pero no es verdad. Su amor propio la obliga a decir esto. La verdad es que fue declarada inútil para todo empleo y, desde entonces, ha vivido del dinero del Estado. Yo me he mantenido en contacto con ella y también la visitan los asistentes sociales, pero en realidad no es necesario; desde que optó por ser una mujer ha tenido una personalidad estable y posee una salud increíble. Sepa que tiene más de setenta años y su mente está clarísima.

—¿No debería estar en alguna residencia para ancianos?

—No, los bromistas se divertirían a su costa. A veces, los viejos son como chiquillos. La dejaremos aquí tanto tiempo como sea posible.

—¿Y usted la visita regularmente? —la voz del sargento de Gier seguía siendo extrañamente alta.

—Desde luego. La aprecio mucho. Me gusta pasear por esta parte de la ciudad y ella me prepara una taza de buen café.

—Pero él, es decir, ella está loca…

—Nada de eso —gruñó el commissaris—. Y no quiero oír esa palabra, de Gier.

Caminaron un rato en silencio.

—¿Cómo va su reuma, señor? Me han dicho que había estado algún tiempo en cama.

—Incurable —contestó el commissaris sin inmutarse—. Los medicamentos ayudan un poco, pero no mucho. Por otra parte, no me gustan las medicinas. Son productos químicos, píldoras horribles, y esto es todo. Meterme en un baño caliente me alivia, pero ¿quién se atreve a pasarse todo el día en un baño caliente, como una rana en el trópico?

—Sí —contestó de Gier, tratando de pensar una observación un poco más atinada.

—Y ella no está loca —añadió el commissaris.

—Es que no puedo comprenderlo —dijo de Gier lentamente—. Esta persona no tiene nada de natural, y usted va a verla. ¿No le causa temor o disgusto?

—No. Ella es diferente, pero en realidad eso es todo. Algunos inválidos tienen un aspecto atemorizador cuando se les ve por primera vez, pero uno se acostumbra a su deformidad, especialmente cuando se trata de personas estimables, como lo es Elizabeth. Es una persona amable e inteligente, y, por lo tanto, ¿por qué sentir temor ante ella? Tengo la impresión de que a usted le asustan sus propios sueños. Usted sueña, ¿no es así?

—Sí, señor.

—¿Alguna pesadilla?

—Sí.

—¿Y qué ocurre cuando tiene una pesadilla?

—Si va por mal camino me despierto cubierto de sudor y grito, pero generalmente no llego a ese punto. De alguna manera puedo controlar los sueños y escapar de sus episodios más desagradables. Me encuentro con un arma en la mano y mato a quien me esté persiguiendo, o bien hay un coche en el lugar apropiado, me meto en él y ya no pueden atraparme.

—Excelente —aprobó el commissaris, echándose a reír—. Pero no siempre consigue huir, y entonces sufre.

—Sí —admitió de Gier de mala gana.

—Pero ¿por qué? El sueño es parte de usted mismo, ¿no es así? Es su propia mente. ¿Por qué habría de asustarle su propia mente?

De Gier se detuvo. Habían llegado de nuevo al puente estrecho y de Gier precedía al commissaris, por lo que este tuvo que detenerse también.

—Pero yo no puedo evitar mis sueños, señor. En cambio sí puedo evitar esa… Bueno, esa aparición en la casa flotante. Me atemoriza. No tengo por qué ir allí.

—¿No hubiera debido llevarle conmigo, sargento? —preguntó el commissaris con voz queda.

—Pues bien, sí, señor. Tal vez pueda ayudarnos en nuestra investigación. Vive en la zona y tiene un adiestramiento policial. Puede resultar útil. Sí, debía usted llevarme consigo.

—¿Y bien?

—Pero no puede pedirme que disfrute con esta experiencia.

—Que yo sepa, no le estoy pidiendo que disfrute de la compañía de Elizabeth.

El commissaris estaba sonriendo.

—No. Sí. Tal vez no. Pero no debiera usted hacerme…

—¿Hacerle qué?

De Gier alzó las manos con un gesto de impotencia y siguió andando lentamente, para que el commissaris pudiera seguir su paso.

—Todos estamos relacionados —dijo el commissaris con delicadeza—. Elizabeth es parte de usted, y usted es parte de mí. Es mejor enfrentarse a este hecho.

Pasaron ante la casa de los Rogge y Grijpstra esperaba ante la puerta.

—Nada, señor —informó Grijpstra—. La casa contigua es un almacén y pertenece a Abe Rogge. Está llena de mercancías, lana y diversos tipos de telas. Esther Rogge me abrió la puerta. No hay nada allí. Los vecinos del otro lado no vieron nada especial, pero aseguran que algunas personas transitaron por aquí esta tarde. Los guardias de servicio dejaron pasar a todos los que vivían aquí, sin pedirles ninguna identificación.

—¿Ha revisado la casa flotante, Grijpstra?

—Sí, señor. Como puede ver, es una ruina. Ventanas rotas y todo maltrecho. No encontré nada especial. Basuras, un cuchillo roto de pescador, un cubo de plástico, unos cuantos anzuelos oxidados y la usual colección de condones usados. Revisé también el tejado, pero tuve que adoptar precauciones, pues también está en muy malas condiciones y lleno de agujeros.

—¿Cree que nadie disparó un mosquete desde allí? ¿Ni arrojó bolas?

—No, señor.

La lancha había regresado y esperaba al commissaris. Grijpstra subió a bordo y de Gier titubeó.

—¿No quiere venir, de Gier? —preguntó el commissaris.

—Tal vez debiera tener otra charla con Esther Rogge y aquel joven, Louis Zilver. Me gustaría poseer una lista de los amigos de Abe, y también de sus amigas.

—¿No puede esperar hasta mañana?

—Podría esperar —contestó de Gier—, pero ahora estamos aquí.

—¿Grijpstra? —Grijpstra había adoptado una actitud de indiferencia—. Está bien —dijo el commissaris—, pero no se exceda. La mujer está cansada y no resulta muy fácil conversar con aquel joven. No pierda los estribos.

—No, señor —aseguró de Gier, dando media vuelta.