4

Sonó el timbre y de Gier fue a abrir la puerta. El commissaris entró, seguido por el médico y el hombre de las huellas.

—Buenas noches —dijo el commissaris amablemente.

Grijpstra se estaba limpiando los labios con un pañuelo arrugado.

—Es el bar de Nellie, el único lugar que hemos podido encontrar. Muy tranquilo.

—Tienes las orejas enrojecidas —observó de Gier.

Grijpstra murmuró algo a través de su pañuelo.

—Presénteme a esta señora —solicitó el commissaris, instalándose en un taburete de la barra.

Nellie sonrió y alargó una mano.

—¿Una copa, commissaris?

—Una ginebra pequeña, si tiene.

Nellie dispuso seis copas sobre el mostrador.

—Creía que no servía bebidas directamente de botella —dijo de Gier, contemplando de nuevo los pechos de la mujer.

No era el único en mirarlos. El commissaris parecía fascinado, y lo mismo ocurría con el médico y con el hombre de las huellas dactilares.

—Hendidura del seno —dijo el doctor—. Una expresión acertada, ¿no creen?

Los otros gruñeron para expresar su asentimiento.

—Sí —dijo el commissaris, levantando la copa—, pero no es de buena educación comentar la anatomía de una dama en su presencia. A su salud, Nellie.

Las copas se levantaron, fueron vaciadas y quedaron depositadas en el mostrador. Nellie cogió la botella y volvió a llenarlas.

—Una expresión acertada —se obstinó el doctor—. Como médico, tal vez yo debiera ser inmune, pero no lo soy. No hay nada más bello en el mundo. Hay puestas de sol, desde luego, y veleros que navegan bajo vientos fuertes, y un ciervo corriendo a través de un claro en el bosque, y las flores que crecen en un viejo muro medio derruido, y el vuelo de la garza azul, pero nada puede compararse con el pecho femenino. Absolutamente nada.

—De acuerdo —dijo el hombre de las huellas.

Nellie sonrió y un leve temblor movió su busto, un temblor lento y delicado que se inició casi imperceptiblemente pero poco a poco adquirió intensidad antes de volver a extinguirse.

De Gier suspiró. El commissaris volvió la cabeza y miró a de Gier.

—Cobra ciento setenta y cinco florines por una botella de champaña —explicó de Gier.

El commissaris inclinó su cabecita.

—Y después se quita la parte superior de su vestido, señor; hay una cremallera en la cintura. —Y de Gier indicó la cremallera.

Grijpstra había guardado su pañuelo y estaba maniobrando con un cigarro negro que había encontrado en una caja sobre el mostrador.

—¿Qué pretendes que haga el commissaris? —gruñó—. ¿Encargar champaña?

El commissaris sonrió y encendió una cerilla.

—Tome —dijo con voz suave—. No es la noche adecuada para beber champaña.

Grijpstra inhaló y contempló a de Gier. El humo abrasó la garganta de Grijpstra y este empezó a toser, apartándose de la barra y derribando un taburete. El humo seguía en sus pulmones y no le dejaba respirar, por lo que empezó a patear el suelo, produciendo una vibración general en las copas y botellas alineadas en estrechos estantes junto al gran espejo.

—Tranquilo —recomendó el doctor, mientras golpeaba la sólida espalda de Grijpstra—. Tranquilo, y apague ese cigarro.

—No. No será nada.

—Jarabe —sugirió Nellie—. Tengo un poco de jarabe, querido.

El espeso líquido llenó una copa de licor y Grijpstra lo tragó obedientemente.

—Todo —ordenó Nellie.

Grijpstra vació la copa y empezó a toser de nuevo, con el cigarro humeante entre los dedos.

—Deja de toser —dijo de Gier—. Ya has tomado tu jarabe. ¡Deja de toser, te digo! —Grijpstra fue sacudido por un hipo—. Eso ya está mejor.

Tomaron su segunda copa de ginebra y la tos de Grijpstra se calmó.

—Tenemos que hablar de trabajo —dijo el commissaris a Nellie—. Espero que no le importe, querida.

—¿Quieren que me vaya?

—No, a no ser que quiera hacerlo. Vamos a ver, ¿qué opina usted, doctor? Ha tenido tiempo para estudiar el cadáver, ¿verdad?

El doctor clavó los ojos en el punto más bajo de la hendidura del seno de Nellie.

—Sí —dijo lentamente—. Sí, desde luego. He tenido tiempo suficiente, aunque más tarde, naturalmente, tendremos que hacer unas pruebas adicionales. Nunca he visto nada semejante. Debieron de matarlo esta tarde, a las cuatro tal vez, o las cuatro y media. La sangre era fresca. Yo diría que fue golpeado por un objeto redondo, pequeño y redondo, como una de aquellas balas antiguas que disparaban los mosquetes. Pero parece como si le hubieran golpeado varias veces. Había señales en toda su cara, o en los restos de su cara, diría yo. Todos los huesos están triturados: las mandíbulas, los pómulos, la frente, la nariz. La nariz es lo peor. Parece como si el objeto, fuera lo que fuese, hubiese golpeado primero la nariz y rebotado después.

—Un mosquete —dijo el commissaris—. Hummm. Alguien pudo haberse situado en el tejado de aquella vieja casa flotante anclada enfrente, para disparar desde allí. Sin embargo, es improbable. El Canal de la Arboleda ha sido patrullado toda la tarde por la policía antidisturbios. Creo que hubieran observado algo, ¿no es así?

—Al parecer, este es su problema —repuso el médico—. Todo lo que yo encontré fue un cadáver con la cara hecha papilla. Tal vez alguien le golpeó con un martillo, y, como un loco, siguió golpeando. ¿Qué le parece?

Miraba al hombre de las huellas, pero este decía que no con la cabeza.

—¿No? —preguntó el commissaris.

—No lo sé —contestó el hombre de las huellas dactilares—, pero encontré unas huellas extrañas. Había sangre en la repisa, no mucha; en realidad, vestigios de sangre. Pero también había sangre en la pared sobre la ventana, pequeñas señales de un objeto redondo, como ha dicho el doctor. Redondo. Por consiguiente, ese asesino enloquecido debió de golpear también la pared, así como el alféizar. Con un martillo de cabeza redonda. Había también huellas en las tablas del suelo.

—Bah —hizo de Gier.

—¿Qué quiere decir? —inquirió el commissaris.

—No —dijo de Gier—, un martillo no. Pero no sé que otra cosa pudo ser.

—Una bola —dijo Grijpstra—. Una bola pequeña, capaz de rebotar. Elástica, una bola de caucho.

—Provista de púas —dijo el hombre de las huellas—. Esto explicaría las señales. Las he fotografiado y mañana tendremos las ampliaciones. Había marcas, grupos de puntos rojos. Imaginemos que se insertan numerosas púas en una pelota de caucho; las puntas de estas púas sobresaldrán ligeramente. Podemos hacer una prueba. Dejando espacios libres para que el caucho pueda tocar todavía una superficie y rebotar.

—Sin embargo, se hubiera necesitado un buen número de estas pelotas, ¿no creen? —preguntó el commissaris—. Una sola bola no pudo haber hecho tanto daño; por consiguiente, alguien tuvo que lanzarlas desde el tejado de aquella casa flotante, una tras otra, ello suponiendo que Abe Rogge se mantuviera ante la ventana y las recibiera todas en plena cara. Además, no hemos encontrado nada. ¿O es que algo me pasó por alto?

—No, señor —dijo Grijpstra—. No había ninguna bola en la habitación.

—Una tontería —comentó de Gier—. No creo ni media palabra de ello. ¡Bolas! Alguien estuvo allí, en la habitación, y lo golpeó y después siguió golpeándolo. El primer golpe lo derribó y el asesino ya no supo refrenarse. Debía de estar enfurecido. Provisto de un arma con púas. Una maza con púas.

—Sí —asintió el commissaris, pensativo—, una maza con púas. Un arma medieval, una bola metálica en el extremo de un mango corto, y la bola provista de púas. A veces, la bola era fijada al mango mediante una cadena corta. Esto explicaría las señales en la pared y la repisa, pues un arma como esta cubre una zona considerable. El asesino la blandía y golpeó la pared con el retroceso de la bola. ¿Qué opina usted, doctor?

El doctor asintió con la cabeza.

—Y después el asesino se marchó llevándose el arma consigo. Nadie lo vio, nadie lo oyó. Los disturbios del Mercado Nuevo debieron de sofocar todo el ruido.

—Su hermana no oyó nada —intervino de Gier—. Estuvo arriba una parte del tiempo y en la cocina la otra parte. Y también estaba arriba aquel jovenzuelo.

—Pudo haber sido uno de los dos —opinó Grijpstra.

—Ambos se benefician con la muerte —dijo el commissaris—. Su hermana hereda y el joven tal vez crea poder hacerse cargo del negocio. Y hemos de asumir que fue asesinato, ya que al parecer hubo una cierta planificación. Es posible que se aprovecharan los disturbios como tapadera, y el arma no tiene nada de usual.

—No necesariamente —apuntó Grijpstra—. Tal vez hubiera una de esas mazas en la pared, como adorno. Alguien perdió los estribos, la cogió y…

—Sí, sí —admitió el commissaris—. Tendremos que averiguarlo, pero no quiero volver allí por ahora. Mañana. Usted o de Gier, o los dos. Hay varios sospechosos. Estos buhoneros viven al margen de la ley. No pagan muchos impuestos, ni sobre la venta ni sobre los ingresos. Siempre tienen más dinero del que pueden justificar; lo meten en una caja metálica o lo ocultan en el colchón, o debajo de una tabla del suelo. Tal vez nos encontremos ante un caso de robo a mano armada.

—O tal vez lo agredió un amigo —sugirió de Gier—. Su hermana me estuvo contando que tenía muchos amigos caprichosos. Venían aquí a comer y charlar y beber, y él practicaba juegos con ellos, juegos psicológicos. Tenían que admitir que eran unos estúpidos.

—¿Qué? —exclamó el commissaris.

De Gier se lo explicó.

—Comprendo, comprendo —dijo el commissaris, y después sonrió a Nellie.

—¿Otra copa? —preguntó esta.

—No, tal vez un poco de café, si no es demasiada molestia.

—Café —dijo Nellie—, sí. Será la primera taza que sirva aquí. Puedo prepararlo arriba y bajarlo después.

El commissaris se mostró esperanzado.

—¿Todos los demás quieren café?

Los cinco hombres admitieron que todos ellos querían café, afanosamente, como niños que pidieran una golosina. Nellie había cambiado junto a ellos. Su sonrisa era maternal, deseaba agasajarlos. El ambiente de aquel prostíbulo rosado cambió también, las luces atenuadas, las sillas tapizadas con cretona, las dos mesas bajas con sus superficies de plástico adornadas con tapetitos de encaje, la enfermiza desarmonía de rosas, malvas y rojos sangrientos y carnosos ya no inspiraba la urgencia del sexo, sino que se mitigaba para convertirse en una inesperada intimidad. Cinco discípulos varones adorando a la diosa, y la diosa atendiéndolos, obsequiándolos, fluyendo y rezumando, y trasladándose al piso alto para preparar el café en una cafetera doméstica. Grijpstra alargó la mano y se apoderó de la jarra de piedra llena de ginebra. Las copas volvieron a llenarse.

El commissaris tomó un sorbo.

—Sí —dijo, y miró por encima del borde de su copa—. Extraño lugar este. Por consiguiente, todo lo que tenemos son preguntas. Esta observación suya me ha interesado, de Gier.

De Gier alzó la vista, pues sus pensamientos se habían trasladado lejos de allí.

—¿Señor?

—Acerca de Abe Rogge tratando de hacer pasar por estúpidos a sus amigos. Una personalidad poderosa sin duda, e incluso muerto parecía poderoso. Por tanto, humillaba a su séquito. El rey y su corte. Uno de los cortesanos mató al rey.

—Sólo hemos visto a un cortesano —dijo Grijpstra—, aquel joven anarquista. Otra fuerte personalidad.

—Un joven inteligente —admitió el commissaris—, y con un resentimiento. Pero un resentimiento contra nosotros, la policía, y el Estado.

—Contra el poder —apuntó Grijpstra, no sin titubear.

—¿Y Abe significaba el poder para él? —preguntó el commissaris—. No, no lo creo. Me pareció que apreciaba a Abe. ¿Daba la impresión de querer a su hermano esa joven con la que usted hablaba, de Gier?

De Gier no estaba escuchando y el commissaris tuvo que repetir su pregunta.

—Ya lo creo, señor —respondió de Gier—. Lo quería y ninguno de los dos interfería en la vida del otro. Vivían unas existencias separadas, cada uno en su piso correspondiente. Sólo de vez en cuando comían juntos.

—¿Dependía ella de él?

—No, señor, trabaja para la universidad; tiene una licenciatura.

—Podríamos revisar sus ropas, en busca de salpicaduras de sangre.

—No, no —exclamó el commissaris—. Yo la he visto y no corresponde al tipo de personas que empuñan una maza con púas.

—¿Y ese joven del que nos estaba hablando?

—No, él tampoco.

El hombre de las huellas dactilares se encogió de hombros.

El commissaris se sintió obligado a explicarse.

—Un hombre que haya matado a otro hombre una hora antes se mostrará nervioso. Louis estaba nervioso. El cadáver, la hermana deshecha en llanto y la policía yendo de un lado a otro. Padecía un ligero choque, pero no vi ningún signo de una verdadera crisis mental.

—Usted es quien puede saberlo —observó el hombre de las huellas.

—No —repuso el commissaris, y apuró su copa con una rapidez algo excesiva—. Yo no sé nada. Quien diga que sabe o bien es un tonto o bien un santo, un tonto de capirote o un santo de los más santos. Sin embargo, he observado durante mi vida a varios asesinos. Yo no creo que Louis haya matado a un hombre esta tarde, pero podría equivocarme. Sea como fuere, ha tocado el cadáver, ha estado en la habitación. Habrá algo de sangre en sus ropas, una sangre explicable y no lo suficiente como para despertar sospechas graves. El juez no se sentirá impresionado.

Nellie bajó con la cafetera llena y cinco tazones. Bebieron el café en silencio.

—Muchas gracias —dijo el commissaris, y se secó la boca con la mano—. Ahora nos marcharemos. Nos ha sido usted muy útil, Nellie.

—Vengan cuando quieran —invitó Nellie amablemente—, excepto cuando tenga clientes.

—No la molestaremos. Grijpstra, ¿me hará el favor de hacer unas cuantas preguntas en la calle? Tal vez los vecinos vieron algo. ¡De Gier!

—Dígame, señor.

—Usted vendrá conmigo. Esta noche he de hacer otra visita. Debería hacerme acompañar por Grijpstra, pero a usted le queda más por aprender.

Estrecharon la mano de Nellie y salieron, con de Gier en último lugar.

—Es usted maravillosa —dijo de Gier rápidamente—. Me gustaría volver alguna noche.

—Ciento setenta y cinco florines —dijo Nellie, y en su cara había una expresión fría y hermética—. Esto será por el servicio topless, y lo mismo por otra botella de champaña si quiere más.

—¿Trescientos cincuenta florines? —murmuró de Gier con incredulidad.

—Claro.

Cerró la puerta detrás de él. El commissaris le esperaba, pero a cierta distancia. Grijpstra se encontraba más cerca.

—¿Lo has intentado? —preguntó Grijpstra.

—Sí.

—¿Has tenido suerte?

—Trescientos cincuenta florines.

Grijpstra lanzó un silbido.

—¿Qué se ha creído esa mujer? —preguntó de Gier con indignación.

Grijpstra sonrió.

—¿Y bien?

—Su marido era un hombre muy apuesto. De tu misma altura. Cabellos espesos y rizados, y un bigotazo de aviador. Hubiera podido ser tu hermano. Ideó ese bar para ella y él vivía de lo que rendía. Hasta que una noche murió apuñalado por un marinero canadiense que no estaba acostumbrado a la ginebra.

—De Gier —llamó el commissaris.

—En seguida, señor —contestó de Gier.